La empresa Miljöbudet tenía sus oficinas en Kungsholmen, en la calle Asltrömergatan. Mientras se dirigían allí, Annika Carlsson y Felicia Pettersson fueron hablando de la nueva situación. Cualquier otra cosa habría sido de lo más extraña y habría podido considerarse casi incumplimiento del deber por parte de las dos agentes.
—¿Qué me dices de esto, Felicia? —preguntó Annika Carlsson.
—Espero estar equivocada —dijo Felicia—, pero lo más verosímil es, por desgracia, que Akofeli se llevara el maletín y lo escondiera por allí cerca, antes de llamar a la central de emergencias. Solo tenemos su palabra de que llamó en cuanto descubrió el cadáver de Danielsson.
—Sí, así de mal pueden estar las cosas. Al menos, no parece improbable.
—Lo que implica que Akofeli estará fuera del país a estas alturas —constató Felicia.
—Ya he hablado con la fiscal —dijo Annika Carlsson—. En cuanto terminemos en la empresa de mensajería, nos ponemos manos a la obra con el domicilio de Akofeli.
—Tendremos que hacernos con unas llaves —observó Felicia Pettersson.
—Ya he hablado con el encargado del inmueble —dijo Annika Carlsson sonriendo—. ¿Por quién me tomas, eh?
—Te tomo por una persona que me cae bien —dijo Felicia—. Es solo que a veces me gusta chinchar, ya sabes.
La empresa Miljöbudet ocupaba la planta baja, tenía un letrero encima de la puerta y media docena de bicicletas alineadas en la acera.
—Si alguien quiere pasar por aquí con un cochecito, tiene que bajarse de la acera —constató Annika Carlsson con el ceño fruncido.
—Cool it babe —dijo Felicia Pettersson con una amplia sonrisa—. ¿Qué te parece si eso lo tratamos al final?
—Habla tú —decidió Carlsson—. Esto es cosa tuya.
Primero hablaron con el jefe de Akofeli, que se llamaba Jens Jonasson, «llamadme Jensa, así me llaman todos los que trabajan aquí», parecía un friqui de la informática y tan solo algo mayor que Akofeli. Sobre todo, parecía preocupado. Se le notaba perfectamente en los ojos, a pesar de las gruesas lentes que llevaba.
—Esto no es normal en Míster Seven. Me refiero a Septimus. Aquí lo llamamos Seven, puesto que eso es lo que significa su nombre en latín —explicó con un gesto para poner énfasis en lo que acababa de decir—. No ha faltado al trabajo un solo día desde que empezó, hace ya año y medio.
—¿Qué clase de persona es? —preguntó Annika Carlsson, a pesar de lo que le había dicho a Felicia hacía cinco minutos.
—Tremendo —dijo el jefe—. La bicicleta se le da de puta madre, súper en forma, siempre está disponible, aunque a veces sea para un auténtico rally en la nieve. Honrado, guay, trata bien a los clientes. Megafuerte. Respetuoso con el medio ambiente. Eso aquí es importante. Y somos muy cuidadosos con el tema. Todos los que trabajan aquí deben tener una profunda conciencia medioambiental.
—Y entonces ¿qué crees tú que ha pasado? —preguntó Felicia Pettersson. Aquí soy yo quien hace las preguntas, se dijo.
—Seguro que tiene que ver con el puto asesinato ese. Habrá visto algo que no debía. En el peor de los casos, alguien lo habrá quitado de en medio. Al menos, ese es el rumor que corre por la empresa.
—¿Parecía preocupado o algo así el jueves?
—No. Apenas quería hablar del asunto. Todo el mundo lo agobiaba preguntándole, vamos. ¿Cuántas veces le pasa a uno en la vida que se encuentra con un viejo al que acaban de asesinar? Por lo menos a mí no me ha pasado nunca —dijo Jensa limpiando las gafas con nerviosismo—. Ni a ninguno de los que trabajan aquí, ni a nadie que yo conozca. ¿Y qué ocurre después? Que desaparece de pronto. Una extraña coincidencia, ¿no? Coincidencia en el tiempo, me refiero.
—Te entiendo —dijo Felicia—. ¿Quién es su mejor amigo en el trabajo?
—Lawman —respondió Jensa—, Nisse Munck. Estudia derecho. Al parecer su padre es un figura entre los juristas. Por cierto, está aquí. Abajo, en el sótano, limpiando su racer. Es que compite en carreras de bicicleta. Aunque no en el Giro ni en el Tour, si quieres que te diga la verdad —dijo Jensa bajando la voz—. ¿Quieres hablar con él?
—Sí, por favor —dijo Felicia—. Si tiene tiempo y puede dejar la bici.
Lawman guardaba un parecido sorprendente con su jefe, la imagen completa, con gafas y todo, pero aparte de las piernas largas y musculosas, no se parecía mucho a un ciclista profesional.
—Pues claro que le pregunté —dijo Lawman—. El derecho penal es lo mío. A eso pienso dedicarme en cuanto termine. Mi propio chiringuito de penalista, vamos —explicó Lawman.
—¿Y qué respondió? —preguntó Felicia Pettersson.
—Dijo que no quería hablar del tema —aseguró Lawman—. Y lo comprendo. No debió de ser muy agradable. Me metí en internet y estuve mirando en cuanto llegué a casa el jueves, y parece una masacre de las de motosierra. Aunque en el periódico hablaban de un hacha.
—Pero no hablasteis de su experiencia —insistió Annika Carlsson.
—Yo lo intenté —respondió Lawman—. Míster Seven no quería hablar. Vale, vale. Y yo tenía trabajo. Entraban nuevos clientes todo el rato. Y aquí no vamos en tándem, ¿sabes?
—¿Y eso fue todo? —preguntó Annika Carlsson.
—Pues sí.
—¿No dijo nada más? ¿Ni hizo ninguna pregunta?
—Ahora que lo dices… —respondió Lawman—. Sí me hizo una pregunta. Fue justo antes de que terminara mi jornada. Una pregunta de lo más rara, pero que sepas que aquí todos me preguntan a todas horas.
—Sobre derecho, algún problema legal, ¿no? —dijo Felicia.
—Yes —respondió Lawman asintiendo—. Consultas gratuitas ininterrumpidas. Sobre todo, de derecho de familia. ¿Qué pasa si la novia me echa del nido y yo no figuro en el contrato de alquiler? ¿Qué pasa con el frigorífico si lo hemos pagado los dos? Ese tipo de preguntas. A pesar de que les tengo dicho que lo mío es el derecho penal.
—Y la pregunta rara era… —le recordó Felicia.
—Sí, me preguntó por el derecho a la legítima defensa —dijo Lawman—. Que cómo funcionaba la cosa en Suecia si te atacaban e intentabas defenderte. Quería saber hasta dónde se podía llegar, vamos.
—¿Y qué le dijiste?
—Primero le dije que vaya pregunta más rara. Luego le pregunté a Seven si fue él quien liquidó al viejo, que si le dio el periódico equivocado o algo así y el viejo quiso zurrarle. Hay clientes que se pasan un poco a veces. Pero no. Seven me dijo que lo olvidase, que no había nada de eso. No way —dijo Lawman.
—¿Recuerdas cómo formuló la pregunta exactamente? —insistió Felicia.
—Hasta dónde tenía uno derecho a llegar en legítima defensa. Supón que alguien quiere matarte. ¿Tienes derecho a matar a esa persona? Esa fue más o menos la pregunta.
—¿Y tú qué le respondiste? —repitió Annika Carlsson.
—Que sí. Y que no. Pero eso deberíais saberlo vosotras, ¿no? Tienes derecho a usar una violencia motivada por la peligrosidad del ataque. Más la violencia necesaria para repeler el ataque. Le dije que se olvidara de todo lo demás, como por ejemplo, de darle una patada extra de recuerdo al agresor cuando este ya había mordido el polvo.
—¿Tuviste la impresión de que Seven hacía la pregunta para sí mismo? ¿De que él había sido víctima de una agresión? —preguntó Annika Carlsson.
—¿Estás de coña? —respondió Lawman—. Seven se crió en Somalia. ¿Qué víctima de agresión ni qué narices? Entra en internet y echa un vistazo. Y bienvenida al planeta Tierra, agente.
—Me refiero a si le ha ocurrido aquí, en Suecia —explicó Annika Carlsson—. Si le ha pasado algo así en Suecia.
—Sí, eso se lo pregunté yo también —dijo Lawman—. Pero él lo negó rotundamente, y eso ya os lo he dicho antes. Aparte de todos los racistones con los que tiene que lidiar un tío como Seven, claro. Yo los mandaría a todos a Bedrock, si quieres saber mi opinión.
—¿Tuviste la impresión de que preguntaba para informar a otra persona? —dijo Felicia Pettersson.
—Pues eso no se lo pregunté —dijo Lawman—. Teniendo en cuenta lo que le había pasado por la mañana, tampoco era tan extraño, supongo. O sea, di por hecho que preguntaba por él. Es normal, ¿no?
—Desde luego que sí —respondió Felicia con una sonrisa.
Y se marcharon de allí. Jensa las acompañó hasta la calle, ofreciendo así a Annika Carlsson una ocasión de oro de confirmar lo que se decía de ella en la comisaría de Solna.
—A propósito de estar concienciado con el medio ambiente —le dijo Carlsson—. ¿Cómo crees que puede uno pasar por aquí con un cochecito sin bajarse de la acera?
—Lo arreglo, lo arreglo, me fix —aseguró Jensa con las dos manos en alto.
—Bien —dijo Annika Carlsson—. Entonces doy por hecho que la próxima vez que vengamos estará arreglado.
—¿Qué piensas de esto? Lo de las preguntas sobre legítima defensa —dijo Felicia—. Esto se pone cada vez más misterioso, inspectora. Es hora de ilustrar a esta joven colega.
—Que Danielsson murió la noche antes de que Akofeli lo encontrara es evidente —dijo Annika Carlsson.
—El forense —recordó Felicia asintiendo.
—No solo él —dijo Annika Carlsson—. Yo me presenté allí antes de las siete, y Niemi y Chico no habían llegado todavía, así que lo toqué.
—Huy, huy, huy —dijo Felicia con una amplia sonrisa—. Nada de «mirar con los dedos». Era lo que nos decía siempre el profesor de criminalística cuando estaba en la escuela.
—Se me habrá olvidado —dijo Annika Carlsson—. Además, me puse guantes.
—¿Y?
—Estaba tieso como un tablón —explicó Annika Carlsson—. Así que no tengo ningún problema con el señor doctor. Esta vez no. Estamos totalmente de acuerdo.
—Estupendo —dijo Felicia—. ¿Qué te parece si comemos algo antes de ir a Rinkeby? En el centro de Solna hay un restaurante de sushi que está muy bien.
—Hecho —dijo Annika Carlsson, que ya estaba pensando en otra cosa. ¿Qué es lo que tenemos entre manos, en realidad?, se preguntaba. Todo es cada vez más raro, pensó.