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—¿Tenemos algo más? —preguntó Bäckström mirando a Toivonen con odio mientras lo veía alejarse.

—Sí, aquello que me pediste que hiciera, jefe —dijo Felicia Pettersson subrayando sus palabras con un gesto educado—. Lo de que había algo extraño con el repartidor de periódicos. El que encontró el cadáver. Septimus Akofeli, se llama. Creo que ya sé lo que es. Lo que tenía de extraño, digo. Resulta que revisé la lista de sus llamadas telefónicas, y entonces descubrí una serie de cosas que, desde luego, contradicen su versión en el interrogatorio.

Fíjate, pensó Bäckström. La pularda ha puesto un huevo. Y eso que solo es una cría.

—¿Qué es lo que has descubierto? —preguntó Bäckström, a quien nada apetecía más que ir a los servicios y tragarse varios litros de agua fría, otros dos analgésicos y, para terminar, otro caramelo de menta. Quizá luego dejar aquella casa de locos y volver a su agradable guarida, cuyo frigorífico y despensa habían recuperado hoy por hoy el alto estándar de siempre.

—Akofeli tiene un móvil con tarjeta de prepago —dijo Felicia Pettersson—. Uno de esos con los que resulta imposible saber quién es el abonado. El jueves quince de mayo, cuando hallamos el cadáver de Danielsson, realizó un total de diez llamadas. La primera, a las seis y seis minutos de la mañana, cuando llamó a la central de emergencias. Esa llamada dura algo más de tres minutos, ciento noventa y dos segundos, para ser exactos —dijo confirmándolo con el documento que tenía en la mano—. Inmediatamente después, a las seis y nueve minutos, llamó a otro número, también de una tarjeta de prepago. La conversación termina a los quince segundos, cuando salta el contestador. Entonces vuelve a llamar al mismo número, y también esta llamada se interrumpe a los quince segundos. Luego, al cabo de un minuto, llama una vez más al mismo número, por tercera vez. Esa llamada se interrumpe tan solo cinco segundos después. A las seis y once minutos, para ser exactos. Interesante, ¿no?

—¿Por qué? —preguntó Bäckström meneando la cabeza—. ¿Por qué es interesante?

—Es la hora a la que la primera patrulla que se presenta cruza el portal de Hasselstigen 1. Me da la sensación de que, al oír que venía alguien, Akofeli interrumpe la llamada y se guarda el móvil.

—¿Y la segunda llamada? —dijo Bäckström, tratando de aparentar que estaba tan atento y despejado como podía, con semejante resaca.

—Hacia las nueve llamó al trabajo para avisar de que iba a retrasarse —dijo Pettersson mirando a Annika Carlsson.

—Sí, antes de hacerlo, me pidió permiso —confirmó Carlsson asintiendo.

—La siguiente llamada también la hizo al trabajo. Eso fue poco antes de las diez, después de marcharse de Hasselstigen 1.

Primero una llamada a la central de emergencias, luego tres a un puto móvil de prepago, después dos al trabajo. Una, más tres, más dos son… ¿Cuánto suman, joder?, pensó Bäckström, que ya había perdido la cuenta.

—Hace la séptima llamada poco después del almuerzo —continuó Felicia Pettersson—. A las doce y treinta y uno, para ser exactos. Entonces llama a una empresa, cliente del servicio de mensajería en el que trabaja. Iba a recoger un paquete, pero le habían dado mal el código de la entrada.

—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Bäckström.

—Porque el cliente está almorzando y no contesta a la llamada. Y entonces realiza Akofeli la octava llamada del día, al servicio de mensajería en el que trabaja, para ver si allí le pueden dar el código correcto.

—O sea, que has hablado con ellos —dijo Bäckström—. ¿Por qué coño has hablado con ellos? ¿Te parece inteligente? —Estos jóvenes, pensó.

—Creo que sí —respondió Felicia—. Pero ahora mismo os lo explico.

¿Qué coño dice la pularda?, pensó Bäckström. Tendré que hablar con ella de jefe a subordinado, qué cojones, pensó.

—La novena llamada del día se produce poco después de terminar la jornada, hacia las siete de la tarde, y la décima y última, cuatro horas después. A las once y cuarto de la noche. Las dos, al mismo número de prepago al que llamó por la mañana. No contestan ninguna de las dos veces, y esas llamadas duran siete segundos, lo que seguramente significa que el abonado tiene apagado el móvil. Así que diez llamadas en total, cinco de las cuales son al mismo número de prepago. Y no sabemos quién es el propietario de ese número.

—Puede ser que, sencillamente, haya estado llamando a algún amigo para chismorrear sobre lo que le ha ocurrido —dijo Bäckström, tan agrio como realmente se sentía—. Esa gente solo tiene móviles de prepago. Precisamente por eso, para que no se sepa a quién llaman.

—Sí, ya lo sé. Yo misma tengo un móvil de prepago. Es muy práctico, la verdad —dijo mirando a Bäckström tranquilamente.

—De acuerdo —dijo Bäckström tratando de dulcificar la voz al ver que Annika Carlsson lo miraba con un encono ya considerable—. Me perdonarás, Felicia, pero sigo sin comprender qué hay de raro en todo eso.

—Lo raro es que ha desaparecido —dijo Felicia Pettersson—. Septimus Akofeli ha desaparecido.

—¿Desaparecido? —preguntó Bäckström. ¿Qué está diciendo la pularda?, pensó.

—Desaparecido —repitió Felicia asintiendo—. Seguramente, desde el viernes. Por la mañana estuvo haciendo el reparto de prensa como de costumbre, pero no apareció por la empresa de mensajería en la que trabaja durante el día. Es la primera vez que ocurre, y lleva más de un año trabajando allí. Tiene el móvil muerto desde el mismo viernes. Desconectado. La última llamada que hizo es la de las once y cuarto de la noche del jueves, al móvil de prepago de abonado desconocido, que lo tenía apagado.

—Te escucho —dijo Bäckström asintiendo alentador. El cucaracha ha robado el maletín, pensó.

—Del trabajo lo llamaron varias veces a lo largo del viernes —continuó Felicia—. Al ver que no acudía el lunes, uno de los compañeros va a su casa y llama a la puerta. Reside en Rinkeby, en la calle Fornbyvägen 17, pero no le abre nadie. Entonces entra en el patio y mira por la ventana. Vive en un estudio de la planta baja, y no tenía las cortinas echadas. Según el compañero de trabajo, el estudio está desierto. Así que, a menos que se escondiera porque no quisiera abrir, no estaba en casa. Más tarde, aquel mismo día, el jefe de la empresa de mensajería denuncia su desaparición y, puesto que pertenece a nuestro distrito policial, tenemos la denuncia aquí. La encontré en cuanto empecé a buscarlo en nuestros registros, y entonces fue cuando llamé a su trabajo. Y eso responde a tu pregunta, jefe —concluyó Felicia Pettersson, mirando a Bäckström con expresión correcta y educada.

—Esto no augura nada bueno —respondió Bäckström meneando la cabeza—. Tendremos que indagar a ver dónde está… Akofeli. ¿Te encargas tú, Annika?

—Sí, con Felicia —respondió Annika Carlsson asintiendo.

—Bueno —dijo Bäckström levantándose de golpe—. Mantenedme informado —añadió.

»Otra cosa —añadió, se paró en el umbral y paseó una mirada de mariscal de campo por sus colaboradores, para detenerse por fin en Felicia Pettersson—. Lo de las llamadas al móvil de prepago y el que ahora esté desaparecido no es bueno, naturalmente. Tenemos que aclararlo, pero has hecho un buen trabajo, Felicia. Aunque no es eso lo que me tiene con la mosca detrás de la oreja —dijo meneando la cabeza—. Hay otra cosa que me mosquea de Akofeli —repitió.

—¿El qué? —preguntó Annika Carlsson.

—No lo sé —respondió Bäckström—. Seguiré pensándolo —dijo asintiendo con una sonrisa, a pesar del dolor de cabeza. Ahí tienen, ya pueden chuparse esa, pensó cuando salió al pasillo, puesto que lo único que lo tenía mosqueado en aquellos momentos era la falta de una cerveza checa, bien grande y bien fría.

En realidad, no tenía la menor gana de preocuparse de tíos como el cucaracha. Todo el que sabe algo lo sabe, pensó. Toda la basura que se trae entre manos esa gente, y me apuesto el cuello a que fue él quien escondió el maletín. Si no fueron Niemi o Hernandez, naturalmente. Cualquier mocoso podía comprender que no había sido Stålhammar. Ese seguro que estaba feliz con lo poco que pudo birlar del monedero de la víctima.

Stålhammar se carga a Danielsson. Le roba el dinero de la cartera y se larga volando a casa, a la calle Järnvägsgatan. Se le escapa el maletín lleno de millones.

Akofeli descubre el cadáver. Husmea en la ratonera de Danielsson. Encuentra el maletín. Lo esconde. Lo abre tranquilamente. Se da cuenta de que se ha convertido en millonario de repente. Y se larga al fin del mundo, así de sencillo. Y si no, habrán sido Niemi y su compinche chileno, y ya era hora de echarse algo al buche, se dijo.