Otra reunión con la unidad de investigación. Convocados con la puntualidad del rayo a las ocho de la mañana. Toivonen quería que lo informaran de las novedades. Bäckström tuvo que levantarse a media noche para llegar a tiempo. Taxi, un dolor de cabeza para reventar, parada por el camino para repostar líquido y un paquete más de caramelos de menta, otras dos pastillas para el dolor de cabeza. Pronto haría una semana del asesinato de Danielsson. Por él estaría ya en una playa de Copacabana, con un whisky de malta en una mano y una pularda local en las rodillas, pensó. De no haber sido por la bollera de mierda.
Mientras iba en el taxi, la fiscal lo llamó y le comunicó que, si en la reunión no salía a relucir «nada nuevo y embarazoso» contra Roland Stålhammar, tenía intención de soltarlo después del almuerzo.
—Ya —dijo Bäckström—. Lo único que me incomoda es que tendrá un buen puñado de dinero para el viaje cuando se largue.
—La gente como Stålhammar nunca consigue mantenerse fuera de órbita demasiado tiempo —objetó la fiscal—. Si se van a Tailandia, porque allí es donde se van siempre, vuelven voluntariamente al cabo de unos meses.
—Pues no sé qué decirte —respondió Bäckström—. No me relaciono con tíos como Stålhammar, pero si tú lo dices… ¿Algo más? —preguntó.
—No, eso es todo. Bueno, sí, en mi opinión, tú y tus colaboradores habéis hecho un buen trabajo hasta ahora —añadió la fiscal en tono reconciliador.
Qué sabrás tú del trabajo policial, chocho apretado, pensó Bäckström apagando el móvil.
Toivonen entró en la sala exactamente a las ocho de la mañana y, a diferencia de la vez anterior, parecía estar de un humor excelente.
—¿Cómo va eso, Bäckström? —dijo dándole una palmadita en el hombro—. Vaya pinta que tienes, espero que hayas pasado buena noche.
Puto zorro, pensó Bäckström.
—Podrías empezar tú, Nadja —dijo Bäckström. No solo le habían birlado casi tres millones, sino que para colmo, la rusa le había sacado una botella de vodka, y ¿cómo coño me escaqueo yo de esta?, pensó.
Nadja Högberg había hablado con las dos mujeres que, veinte años atrás, habían puesto en marcha la empresa Skrivarstugan AB. Una de las primeras cosas que hicieron fue contratar una caja fuerte bancaria para la empresa en Valhallavägen, en Estocolmo.
—Las dos trabajaban en una agencia de publicidad de la zona —explicó Nadja—, así que era práctico y lógico. Lo de la empresa era una fuente de ingresos extra.
Una idea que no funcionó demasiado bien. Tuvieron pocos clientes desde el principio, y cuando su jefe en la agencia descubrió lo que estaban haciendo, les dio el ultimátum. O bien dejaban la agencia o bien se deshacían de la empresa.
A aquellas alturas, su capital inicial, de cincuenta mil coronas, prácticamente se había esfumado. Hablaron con el hombre que les llevaba la contabilidad, Karl Danielsson, y le pidieron ayuda. Y Danielsson se la prestó. Vendió la empresa por una corona a otro de sus clientes, un hombre al que nunca habían visto y cuyo nombre desconocían. Danielsson arregló todos los papeles. Quedaron con él en su despacho y los firmaron. Renunciaron a la corona en que se fijó el precio de la venta. Y eso fue todo.
—Aunque parece que él se lo ofreció —dijo Nadja—. Sacó una corona del bolsillo y la puso encima de la mesa.
—Un gesto muy bonito —dijo Bäckström—. ¿Algo más, Nadja?
—Mucho más —respondió la colega—. Con independencia de los dos millones novecientas mil de la caja fuerte, creo que nuestra víctima nos ha colado un gato en lugar de darnos la liebre —constató, con ese uso tan suyo de la lengua que formaba parte de su personalidad.
—¿Cómo que «con independencia de»? —preguntó Bäckström. Dos millones novecientas mil y yo podríamos haber estado en Río a estas horas, pensó.
—En la empresa Karl Danielsson Holding AB parece haber mucho más —explicó Nadja Högberg.
—¿Que el borrachín tenía más pasta todavía? ¿Cuánto? —preguntó Bäckström suspicaz.
—Pensaba volver sobre eso después —dijo Nadja—. Primero quería hablaros de cuánto pudo sacar de la caja fuerte el día que lo asesinaron.
»La caja es de los modelos más pequeños, treinta y seis centímetros de largo, veintisiete de ancho y poco más de ocho de alto, es decir, una capacidad de siete mil setecientos setenta y seis centímetros cúbicos, lo que quiere decir casi ocho litros —continuó—. Si la llenas de billetes de mil, en fajos de cien mil, caben más o menos ocho millones.
—Ocho milloncetes de nada en esa caja de mierda —dijo Bäckström. Coño, eso es delictivo, pensó.
—De haber sido euros, en el billete de más valor, el de quinientos, que son más pequeños que los nuestros aunque valen cinco veces más, cabrían más o menos cincuenta millones —explicó Nadja con una sonrisita—. De haber sido dólares, en el billete de más valor, el de cinco mil dólares, ya sabéis, el que lleva el retrato del presidente Madison en el anverso, y así suelen llamarlo, el retrato de Madison, ¿no?, habría habido en la caja de Danielsson casi quinientos millones de coronas suecas —constató Nadja con una amplia sonrisa.
—Te estás burlando de todos nosotros, Nadja —dijo Alm meneando la cabeza—. Y todas esas sacas que van paseando nuestros ladrones, ¿cómo las explicas?
—Danielsson debía de ser el borrachín más rico del mundo —dijo Bäckström. Tiene que ser así, pensó.
—Billetes de menos valor —dijo Nadja—. Quizá de cien, la mayoría. Si llenas esta caja de billetes de cien, no entrará más de un millón. La llenas de billetes de veinte, y no entran más de trescientas mil.
—Así que el cabrón pudo tener hasta quinientos millones en la caja —dijo Bäckström, totalmente fascinado a su pesar.
—No lo creo ni por un momento —dijo Nadja meneando la cabeza—. Creo que lo máximo que tuvo ahí dentro fueron ocho millones. Y en respuesta a tu pregunta, Bäckström, no creo que fuera el borracho más rico del mundo. En cambio sí creo que muchos de los hombres más ricos del mundo son borrachos.
—Lo que implica que pudo sacar de ahí hasta cinco millones la semana pasada —intervino Annika Carlsson. Se los llevó al apartamento, pensó. En un maletín que dejó en la sala de estar, encima del televisor.
—Si es uno de esos maletines que llaman de diplomático del modelo habitual, y según las descripciones que he leído, parece que así es, no contiene cinco millones en billetes de mil —dijo Nadja—. Todos estos cálculos se basan en suposiciones —constató—. Y yo he hecho las siguientes suposiciones, si tenéis ganas de escucharme.
—Con mucho gusto —dijo Toivonen con la misma sonrisita de satisfacción.
—En primer lugar, he supuesto que había ido allí a sacar dinero —dijo Nadja—. Claro que pudo ir a buscar otra cosa, notas o algo así, pero he supuesto que fue por dinero.
»En segundo lugar, supongo que se trata de billetes de mil en fajos de cien mil, iguales que los que hemos encontrado en la caja; y en tercer lugar, que los guardó en un maletín de los normales.
—¿Y cuánto llevaba? —preguntó Toivonen, sonriéndole a Bäckström, sin que nadie se explicara por qué.
—Tres millones, máximo —dijo Nadja—. Pero solo si los metió ordenadamente, así que yo creo que llevaba menos. Quizá un par de millones —añadió encogiéndose de hombros—. Todo esto son especulaciones, como comprenderéis.
—¿Ha comprobado alguien si Niemi se ha comprado un coche nuevo? —preguntó Stigson riéndose.
—Cuidado con lo que dices, muchacho —le soltó Toivonen mirándolo con acritud—. Has mencionado su compañía, Nadja. ¿Cuánto dinero crees que hay?
—Según el informe financiero anual de la empresa, hay un capital declarado de más de veinte millones de coronas —dijo Nadja—. Y eso que es una compañía fundada con el mínimo capital posible en acciones, cien mil coronas. Con Danielsson de director ejecutivo, presidente del consejo y único propietario. El otro miembro del consejo es su viejo amigo Mario Grimaldi y el suplente, Roland Stålhammar.
—Mira por dónde —dijo Toivonen con una sonrisa taimada—. ¿Y cuánto es aire? —preguntó.
—He localizado diez millones —constató Nadja—. Acciones, obligaciones y otros valores, que se encuentran en los depósitos del SE-Banken y de Carnegie. El resto, más de diez millones, están supuestamente en depósitos extranjeros, pero no lo sé, porque todavía no tengo la orden de la fiscal, que necesito para poder preguntarles a las entidades extranjeras. Ahí creo yo que está el dinero. El informe financiero anual se ha ejecutado conforme a todas las normas. El problema es otro.
—¿Y cuál es? —preguntó Toivonen.
—La contabilidad. No disponemos de la contabilidad. Tiene obligación de guardarla durante diez años, pero no hemos hallado un solo documento contable —constató Nadja encogiéndose de hombros.
—Me parece que deberíamos dejar esto en manos de la Institución Nacional de Delitos Económicos —dijo Toivonen.
—Y a mí —dijo Nadja—. Si queréis que haga algo más, es necesario.
—Bueno, pues eso haremos. Escribe un informe con los datos y lo arreglo en el acto —dijo Toivonen—. Otra cosa, ¿cuándo empieza Danielsson a ganar todo ese dinero?
—Los últimos seis o siete años —respondió Nadja—. Hasta entonces, su compañía no era para tirar cohetes. Pero hace unos siete años empezó a ir cada vez mejor. A ganar un par de millones anuales en inversiones, acciones, obligaciones, opciones y todo tipo de valores, y con los intereses, los recursos han seguido la evolución de la bolsa, desde luego.
—Interesante —dijo Toivonen, y se levantó—. Parece que Danielsson no era un borrachín normal y corriente —dijo. Sonrió y, por alguna razón, se despidió de Bäckström con un gesto.