—¿Qué coño hacemos ahora? —masculló Bäckström mirando primero a su colega y luego la caja fuerte.
—Tenemos que llamar a alguno de los jefes enseguida, para cubrirnos las espaldas —dijo Annika Carlsson—. Tienen que venir y precintarlo…
—Cierra la puta caja —dijo Bäckström, sin fuerzas para ver aquello. Mira que llevarse a una bollera fiel a la letra cuando, por una vez, había entrado en la cueva de Alí Babá… Y encima, no tenía cobertura.
—Las paredes de estas cámaras serán muy gruesas, supongo —dijo Annika Carlsson—. Si quieres, puedo subir y llamar yo —añadió sacando su móvil.
—Vamos a hacer lo siguiente —dijo Bäckström señalándola con el dedo corto y regordete—. Tú te quedas aquí, no haces nada de nada, y si alguien pretende entrar, dispara. Y por lo que más quieras, no extravíes la puta caja.
Luego subió a las oficinas del banco y llamó a Toivonen. Le explicó rápidamente la situación y le pidió instrucciones. Para cubrirse las espaldas, pensó Bäckström. Si hubiera habido justicia en el mundo, a aquellas alturas habría estado camino de Río.
—¿Quién está contigo? —preguntó Toivonen, que no parecía muy emocionado.
—Ankan, Ankan Carlsson.
—La que está contigo es Ankan —repitió Toivonen—. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
—Deben de ser millones —se lamentó Bäckström.
—¿Y te has llevado a Ankan?
—Sí —respondió Bäckström. Joder, qué voz tan rara, pensó. ¿No estará con una curda? ¿A estas horas?
—Ah, bueno, pues pregunta si no te pueden dar una bolsa de papel; traed la caja entera, yo hablaré con Niemi y él se encargará del resto. —Ankan, pensó Toivonen. Esto es demasiado bueno para ser verdad.
—Pero nosotros tenemos que cubrirnos las espaldas… —dijo Bäckström—. Quiero decir…
—De eso no tenéis que preocuparos —lo interrumpió Toivonen—. Ankan es fiel al reglamento hasta la muerte y hasta la última coma, tan amable como un policía de tráfico y tan flexible como una cuadrícula. Procura no inventar nada si no quieres probar sus esposas.
En cuanto terminó la conversación, la empleada del banco le dio una bolsa de papel. Bäckström firmó la retirada de la caja. La llevó personalmente al coche y luego en las rodillas todo el camino hasta la comisaría de Solna. Annika Carlsson conducía, y ninguno de los dos dijo una palabra.
En cuanto Toivonen terminó la misma conversación, salió al pasillo, llamó a sus colaboradores más próximos y de más confianza, los metió a todos en su despacho y cerró la puerta.
Luego les contó la historia a grandes rasgos y, como de costumbre, se guardó lo mejor para el final.
—¿A cuál de los colegas creéis que se llevó el gordinflón? —preguntó Toivonen, dando saltos de entusiasmo.
Cabezas dudosas.
—A Ankan, Ankan Carlsson —dijo Toivonen, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pobre diablo —dijo Peter Niemi, y meneó la cabeza—. Tendremos que retirarle el arma reglamentaria, no sea que se le ocurra alguna tontería.
Un cuarto de hora después, Bäckström en persona dejó la bolsa con el dinero en la mesa de Niemi. Ankan Carlsson lo acompañó fielmente todo el camino desde el garaje hasta el despacho de Niemi. ¿Es que trata de asustarme la bollera esta? De repente parece una culturista, pensó Bäckström que, a aquellas alturas, odiaba cada fibra del cuerpo de Annika Carlsson.
—¿Cuánto dinero crees que hay, Bäckström? Millones, ¿no? —dijo Niemi con expresión inocente.
—Yo pensaba que eso me lo dirías tú —dijo Bäckström. Tráete a algún idiota que sepa contar y dame un recibo de la puta caja que tengo que irme de aquí, pensó. Salir de este edificio. Y tomarme un buen trago.
Dos horas después, se encontraba en el bar de su barrio, con el segundo lingotazo y la segunda cerveza. Pero no servía de nada, o todavía no había surtido efecto, y la cosa no mejoró cuando Niemi lo llamó mientras estaba allí para informarlo.
—Dos millones novecientas mil coronas —dijo Niemi. Veintinueve fajos de cien mil, eso era todo, le había dicho, tan impasible como si hubiera leído el informe que tenía delante—. Ni huellas ni rastros de nada, porque seguro que el tío se habría puesto guantes para manejar la pasta. Siempre lo hacen. Por cierto, felicidades.
—¿Qué? —dijo Bäckström. El puto lapón me está tomando el pelo, pensó.
—Por haber encontrado el dinero. No parece que Danielsson fuera un borracho del montón —constató Niemi—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—¿Hola, hola? Te oigo fatal —dijo Bäckström, apagó el teléfono y pidió otra copa.
—Ponme uno doble —dijo Bäckström.
—Vojne, vojne, Bäckström —dijo la camarera finlandesa con una sonrisa maternal.