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Unos años antes de que destinasen al comisario Evert Bäckström a la policía de Solna, lo desplazaron de su puesto en la comisión nacional de homicidios al grupo de localización de mercancías de la policía de Estocolmo. O al almacén de objetos perdidos de la Policía, como solían llamar todos los policías de verdad, Bäckström incluido, a aquel almacén terminal de bicicletas robadas, monederos perdidos y almas extraviadas del Cuerpo.

Bäckström había sido víctima de maniobras maquiavélicas. Su anterior jefe, Lars Martin Johansson, que era un puto lapón, amante del pescado fermentado y socialista solapado, sencillamente no pudo digerir el éxito de Bäckström en la lucha contra la criminalidad. Antes bien, había trenzado una cuerda con los hilos de la calumnia, la ató al cuello de Bäckström y le dio una patada a la silla en la que este estaba subido.

El trabajo en el almacén de objetos perdidos fue, naturalmente, un castigo. Los dos años siguientes, lo obligaron a buscar bicicletas extraviadas, una excavadora desaparecida, un velero que resultó haber naufragado cerca de las últimas islas del archipiélago, una variedad de residuos perjudiciales para el entorno y varias letrinas de madera. Algo que habría podido acabar con el más fuerte, pero Bäckström resistió. Sacó el mejor partido a la situación. Recurrió a uno de sus antiguos contactos, un conocido comerciante de arte, le dio un buen soplo, recuperó un óleo robado, valorado en cincuenta millones, se ganó un buen pellizco por debajo de la mesa, mientras que los medio retrasados de sus jefes se limitaban a robarle el mérito. Ya estaba acostumbrado y lo había aceptado.

El otoño del año siguiente, el mismo informante le pasó una serie de datos interesantes sobre quién había asesinado al primer ministro Olof Palme y él no dudó ni un instante. Luego no tardó en averiguar cuál fue el arma y la existencia de una conspiración entre cuatro altos cargos del país. Seguramente, más que involucrados en el asesinato. Tenían una trayectoria común y su relación se remontaba muy atrás en el tiempo. Desde los años sesenta, cuando estudiaron derecho juntos en la Universidad de Estocolmo y, aparte de los estudios, se entregaron a actividades perversas y criminales. Entre otras, tenían una asociación secreta que bautizaron con el nombre de «Amigos del Coño».

Cuando iba a interrogar a uno de los conjurados que, por lo demás, era un antiguo fiscal general y en la actualidad diputado democristiano, las oscuras fuerzas con cuya pista había dado Bäckström se volvieron contra él e intentaron destruirlo. Su archienemigo Lars Martin Johansson, que siempre fue un esbirro del poder, envió contra él al grupo de asesinos profesionales del Estado, la Unidad Nacional de Operaciones. Trataron de acabar con Bäckström y, entre otras cosas, le tiraron una granada aturdidora a la cabeza. Y, al fracasar vergonzosamente en sus intenciones, lo encerraron en un manicomio.

Pero Bäckström se sobrepuso, volvió y se vengó. Contra todo pronóstico. Se ganó al sindicato, y a gente importante y poderosa de los medios de comunicación y, al parecer, a alguna persona anónima con muchos recursos que simpatizaba en secreto con su lucha por la justicia del pueblo. No podías ser fuerte si estabas solo, esa era la triste verdad, pero Bäckström había vuelto a demostrar que él era más fuerte que nadie.

Unos meses después, ya estaba otra vez en el trabajo. Nuevas pilas de basura, pero también buenas ocasiones de prestar servicios en secreto a quienes lo merecían. La idea de resolver el asesinato del primer ministro había tenido que apartarla. Por otro lado, la victoria de Bäckström había costado un precio, pero él tenía memoria de sobra, tiempo de sobra y, tarde o temprano, la oportunidad de cobrarse todas las deudas pendientes.

Además, parecía que sus enemigos empezaban a doblegarse. El puto lapón, Johansson, se retiró sin previo aviso, con efecto inmediato: eso era lo que decían cuando despedían a la gente como él; y tan solo un mes atrás, el jefe de personal de la policía de Estocolmo lo llamó para ofrecerle un puesto de comisario e investigador de asesinatos en la policía de Västerort. De repente, era un ciudadano y policía de pleno derecho, con acceso a todos los bocados que se habían almacenado en los ordenadores de la Policía. La posibilidad de ayudar a algún que otro pobre amigo, y no hay hombre mejor armado que el hombre avisado. Nada de letrinas ni de monederos perdidos, solo criminales normales y corrientes que habían degollado a su mujer, cosido a tiros a la canguro y abusado de la hija menor del vecino.

—Te prometo que lo pensaré —le dijo Bäckström muy digno al jefe de personal.

—Estaría bien que lo hicieras, Bäckström —dijo el tío de personal, hojeando nervioso los papeles—. Pero no tardes mucho, porque te necesitan allí, te lo aseguro. Toivonen, el que será tu nuevo jefe, quería que te incorporaras de inmediato.

Toivonen, pensó Bäckström. El tonto del finlandés, al que tuvo de puto zorro, al que él había enseñado a levantar la patita veinticinco años atrás. No podía ser mejor, pensó Bäckström.

La idea era que Bäckström se hubiera personado en su nuevo puesto de investigador de delitos violentos de la policía de Västerort el lunes 12 de mayo. Entonces entraba en vigor su nombramiento. Puesto que Bäckström era Bäckström, no obstante, había decidido aprovechar y empezar con algo de vacaciones extra. Llamó a Västerort para comunicar que, precisamente aquel día, se le había presentado un imprevisto. Un caso de su antiguo puesto, el vertido de residuos contaminantes del medio ambiente, el juicio se celebraba ese día y Bäckström tenía que ir a declarar.

Al día siguiente tampoco era posible. Entonces tenía cita para un examen médico general con el facultativo de personal de la policía de Estocolmo. Unas pruebas complejas que le llevarían el día entero. Así que no podría acudir al nuevo lugar de trabajo hasta el miércoles. Así fue como, el día anterior, recibió la noticia que casi le quita la vida —de labios de un médico que resultó ser un doctor Mengele—, y cuando llegó a la policía de Solna el día 14 de mayo, iba con la muerte en el corazón.

Hoy, apenas una semana después, volvía a ser el de siempre.

Bäckström is back, as always, pensó Bäckström que, naturalmente, hablaba un inglés perfecto. Como el telespectador exigente y habitual que era.

El lunes 12 de mayo la luna de miel de Anna Holt, de un mes y medio de duración, había llegado a su fin, sin que eso tuviera nada que ver con Bäckström.

Aquella mañana, dos ladrones secuestraron y robaron un transporte de valores, justo cuando acababa de pasar la verja de la entrada VIP del aeropuerto de Bromma. Los ladrones ya habían cargado el botín y se disponían a marcharse cuando uno de los dos vigilantes, sirviéndose de un mando a distancia, hizo estallar las cápsulas de pintura que había en las sacas de dinero. A partir de ahí se descontroló todo. Los ladrones dieron un giro de ciento ochenta grados y atropellaron al primero de los vigilantes cuando intentaba huir. Uno de los ladrones salió del coche, efectuó varios disparos con un arma automática, mató a uno de los vigilantes e hirió gravemente al otro. Luego se fueron de allí, abandonaron el vehículo y las sacas de dinero a poco menos de un kilómetro del lugar del crimen. Y consiguieron desaparecer sin dejar rastro.

La pesadilla de Holt no había hecho más que empezar. Aquella misma noche mataron a un conocido malhechor finlandés delante de la casa de su novia, en Bergshamra, cuando iba a meterse en el coche para marcharse de allí. No se sabía ni adónde ni por qué, pero llevaba en la mano una maleta pequeña con todo lo imaginable, desde calzoncillos limpios y un cepillo de dientes hasta una pistola de diez milímetros y una navaja. Pero ya era demasiado tarde para preguntarle. Dos disparos en la nuca y muerto para siempre.

Toivonen, que dirigía el trabajo de búsqueda de los dos ladrones de Bromma, no creía desde hacía ya tiempo en que la casualidad pudiera comportarse de aquel modo. Allí había una conexión, y así se lo confirmaron sus técnicos al día siguiente. Su última víctima de asesinato tenía restos de pintura roja en las dos muñecas. Una pintura difícil de lavar, y cuya composición química coincidía hasta la última molécula con la que la empresa de transporte de valores usaba en las cápsulas de pintura. Además, la pintura estaba donde era de esperar en el caso de que la víctima hubiera participado en el robo, en el espacio que quedaba entre los guantes del ladrón y el puño de la manga de la cazadora negra.

Alguien ha empezado a hacer limpieza, pensó Toivonen.

Cuando, dos días después, se produjo el «asesinato de borrachines» de Bäckström, Anna Holt se sintió casi aliviada. Por fin un caso normal, se dijo. Un regalo del cielo, incluso. Pero pronto tendría ocasión de cambiar de idea.