Una semana después, la jefa de la policía provincial de Estocolmo la llamó para preguntarle si podían almorzar juntas. Cuanto antes, de ser posible.
—Me parece estupendo —dijo Anna Holt. Puesto que estaban en la junta de la misma red de mujeres policías, puesto que se caían bien, se respetaban; puesto que no había razón alguna para decir que no—. Estupendo. ¿Cuándo tenías pensado?
—¿Te iría bien el viernes de la semana que viene? —preguntó la jefa de la policía provincial—. Se me ha ocurrido que podría ser en mi despacho, así no nos molestará ningún curioso.
—Me parece una idea excelente —aseguró Holt.
Por suerte, esta no se parece en nada a Johansson, pensó después de colgar.
El viernes de la semana siguiente, volvieron a hacerle la pregunta.
—¿Te gustaría ser la jefa de policía de Västerort? Me alegraría mucho que aceptaras.
—Sí —dijo Holt asintiendo—. Acepto con mucho gusto.
—Pues no se hable más —dijo la jefa de la policía provincial, que no parecía sorprendida en absoluto.
El nombramiento de Anna Holt se hizo público a principios de enero, y el lunes 3 de marzo tomó posesión de su nuevo cargo. Los molinos de la burocracia siempre molían despacio, pero, en esta ocasión, lo hicieron a más velocidad de la habitual.
Teniendo en cuenta el trabajo que había aceptado, la luna de miel duró mucho más de lo que habría tenido derecho a pedir. Después de seis semanas como jefa del área policial de Västerort, la jefa de la policía provincial la llamó de nuevo.
—Anna, tenemos que vernos —le dijo—. Lo antes posible. Tengo que pedirte un favor.
¿Por qué me recuerdas tanto a Johansson?, pensó Anna Holt.
—Querías pedirme un favor —comenzó Anna Holt unas horas después, sentada en el despacho de la jefa de la policía provincial.
—Sí —dijo esta, como si quisiera tomar impulso.
—Pues suéltalo —dijo Holt con una sonrisa.
—Evert Bäckström —dijo la jefa de la provincial.
—Evert Bäckström —repitió Anna Holt, sin tratar de ocultar su asombro—. ¿Estamos hablando de Evert Bäckström, trasladado hasta nueva orden al grupo de localización de mercancías? En otras palabras, ¿te refieres a The Evert Bäckström?
—Me temo que sí —respondió la jefa de la provincial, sonriendo también. O al menos, lo intentó al máximo. Una sonrisa que solo consiguió esbozar con esfuerzo—. En la judicial de Västerort tienes una vacante de comisario. Quiero que se la asignes a Bäckström —explicó.
—Teniendo en cuenta que nos conocemos, y que yo te respeto…
—Te aseguro que el respeto es mutuo —interrumpió la jefa de la provincial.
—… doy por sentado que tienes razones de peso.
—Sí que las tengo —dijo la jefa de la provincial con sentimiento—. Si tú supieras… Por despejar primero la incógnita de lo práctico, había pensado que lo colocamos ahí hasta nueva orden, por un periodo limitado, así evitaremos los problemas formales y seguiremos teniendo libertad de movimientos si resulta que no funciona. Yo me ocuparé de esa parte, te lo prometo. No tendrás que pensar en ello.
—Espera un momento —dijo Holt con las dos manos en alto—. Antes de que hagamos nada, quiero conocer tus argumentos. —No han pasado ni dos meses en el nuevo puesto de trabajo, pensó Holt. Y de repente, me llueve encima Bäckström y me cae en los brazos. Como un ángel caído, o mejor, como un querubín de mediana edad, muy gordo y con las alas quebradas.
—Tengo varios argumentos, si te apetece oírlos —dijo la jefa de la policía provincial, tomando impulso una vez más—. ¿Te apetece?
—Sí, claro. Te escucho —contestó Holt.
En el fondo, Bäckström tenía un puesto más alto. Lo cierto era que había sido comisario de la comisión de homicidios de la policía judicial, hasta que su jefa lo despidió y lo envió a Estocolmo, donde estaba su primer destino.
—Por razones que, en honor a la verdad, no he conseguido entender —dijo la jefa de la provincial—. Mal investigador no es. Ha resuelto varios casos de crímenes muy graves.
—Bueno —dijo Holt, que había trabajado con él—. Bäckström va por ahí como una manada de elefantes, arrasándolo todo a su paso. Cuando por fin se posan las motas de polvo, por lo menos sus compañeros encuentran alguna que otra pista valiosa. Aparte del procedimiento, puede que esté de acuerdo contigo. Cuando Bäckström anda cerca, pasan cosas, desde luego.
—Sí, parece un hombre incombustible —constató suspirando la jefa de la provincial.
—Pues sí, pero es totalmente inexplicable, teniendo en cuenta el tipo de vida que lleva y la pinta que tiene —afirmó Holt.
—Su destino actual en localización de mercancías fue una elección desafortunada. No es que sus superiores lo hayan sorprendido haciendo nada raro. Pero los rumores que corren son preocupantes. Además, tampoco me parece que se haya hecho lo suficiente por ayudarle. Las tareas que le han encomendado no le interesan. Bäckström siente que lo han tratado injustamente. Por desgracia, no le faltan motivos, en cierto modo, y tengo encima a los del sindicato. Por si fuera poco, tiene unas cartas de recomendación excelentes. Incluso excepcionales.
Ya, las llamadas recomendaciones de traslado, pensó Holt. A saber cómo las habrá conseguido, se dijo, limitándose a asentir.
—Anna —dijo la jefa de la policía provincial con otro suspiro—. Tengo la impresión de que tú eres la única capaz de controlar a ese hombre. Si tú también fracasas, te prometo que lo saco de allí. Incluso lo despido, pese a que el sindicato está pidiendo mi cabeza en una bandeja.
—Te escucho —repitió Holt.
—Los últimos seis meses se los ha pasado delirando sobre el asesinato de Palme, diciendo que había descubierto algo así como una confabulación misteriosa. Yo fui, además, lo bastante tonta como para pedirle que diera una charla al respecto. Te aseguro, Anna…
—Lo sé. Yo también lo he oído hablar del tema.
—Fue totalmente absurdo, sobre todo teniendo en cuenta que una de las personas a las que acusa de formar parte de la conspiración, de repente, se puso en contacto conmigo para que le ayudara. Para que ayudara a Bäckström, vamos. Un alto cargo del Parlamento. Dice que Bäckström ha sido víctima de abuso de poder. En varias ocasiones, por si fuera poco.
—Y tú quieres que tenga la cabeza en otros asuntos —dijo Holt.
—Exacto —respondió la jefa de la provincial—. Delitos violentos, eso es lo único que ese hombre parece tener en la cabeza. Y en Västerort no os faltan.
—De acuerdo —dijo Anna Holt—. Te prometo que haré cuanto esté en mi mano, pero antes de que tome ninguna decisión, quiero hablar con el que será su superior inmediato, para saber qué opina. Creo que es mi deber.
—Desde luego, Anna —dijo la jefa de la policía provincial—. Que sepas que cruzo los dedos.
—Bäckström —dijo el comisario Toivonen, que era el jefe de la policía judicial de Västerort—. ¿Estamos hablando de Evert Bäckström? ¿Quieres que empiece a trabajar aquí?
—Sí —dijo Holt. Toivonen, pensó. Una de las leyendas de la policía de Estocolmo. Toivonen, que nunca se escaqueaba ni perdía el tiempo en formalidades. Y que siempre decía lo que pensaba y opinaba.
—Está bien —respondió Toivonen encogiéndose de hombros—. No tengo ningún problema con Bäckström. Y si se pone difícil, los problemas los tendrá él.
—Está bien —repitió Holt. Pero ¿qué está diciendo?
—Sí, ningún problema —dijo Toivonen asintiendo—. ¿Cuándo llega?
Por fin, pensó Toivonen cuando se despidió de su superior. Le había llevado veinticinco años, pero ahora, por fin, había llegado el momento. A pesar de que casi había perdido la esperanza de tener la oportunidad de desquitarse de todos los asuntos pendientes. Por fin, gordo de mierda, por fin, pensó el comisario Toivonen, y la persona en la que estaba pensando era su nuevo compañero, el comisario Evert Bäckström.
Toivonen le había ocultado la verdad a su superior, Anna Holt. Más de veinticinco años atrás, empezó de policía en prácticas, de «zorro», como lo llamaban entonces y aún hoy, entre los policías de la generación de Toivonen. Hizo las prácticas en el grupo de delitos violentos de Estocolmo. Le asignaron de supervisor al inspector de la policía judicial Evert Bäckström.
En lugar de tratar de enseñarle «al puto zorro» algo sobre el trabajo de investigación policial, Bäckström lo convirtió en su esclavo. A pesar del orgulloso pasado de Toivonen, generaciones de campesinos y de guerreros de la Carelia, Bäckström lo trató como a un siervo ruso. Lo empleó en organizarle el caos del escritorio, vaciarle la papelera, barrerle el suelo, hacer café, comprarle bollos de crema, llevarlo por la ciudad en el coche oficial a hacer diversos recados de lo más extraño, que rara vez tenían que ver con el trabajo, y durante los cuales le pedía que se parase y le comprara una salchicha con puré de patatas cuando le apetecía. Lo obligaba a pagar de su magro salario de policía en prácticas, porque Bäckström siempre se olvidaba la cartera en la oficina. Y en una ocasión que los mandaron a vigilar una embajada, Bäckström lo obligó a lustrarle los zapatos y, una vez allí, se lo presentó al policía de guardia como «mi zorro particular, el finlandés de mierda, ya sabes».
Toivonen había ganado varios campeonatos nacionales de lucha, tanto grecorromana como de estilo libre, y habría podido partirle a Bäckström todos los huesos fácilmente, sin sacarse las manos de los bolsillos. Y la idea le rondaba por la cabeza constantemente, pero como había decidido ser policía, un policía de verdad, a diferencia de su entrenador de prácticas, se aguantó y se abstuvo. Generaciones enteras de campesinos y de guerreros carelios, que mezclaban corteza de árbol con el pan desde la prehistoria. Veinticinco años después, de repente, se presentaban tiempos mejores. Mucho mejores.
Aquella noche, Toivonen tuvo unos sueños maravillosos. Primero maceraba al gordinflón con una llave Lindén normal y corriente, probaba después con una Full Nelson y luego una Half Nelson, y alguna que otra exquisitez por las que lo descalificaban a uno cuando competía. Y cuando ya lo tenía a punto, varias proyecciones, que le atizaba en rápida sucesión. Terminaba con una tijera cerrada alrededor del grueso cuello de Bäckström. Y allí lo tenía, veinticinco años más tarde, con la cara amoratada, agitando las manos rechonchas mientras Toivonen suspiraba de placer y apretaba un poco más.