Algo más de seis meses antes, Lars Martin Johansson, el jefe de la policía judicial central, llamó a su colaboradora, la intendente de policía Anna Holt, y le preguntó si le parecía bien que la invitara a cenar.
—Me parece muy bien —dijo Anna Holt, tratando de disimular su asombro. La primera vez, pese a que nos conocemos desde hace más de diez años, se dijo. Me pregunto qué querrá en esta ocasión. Sabía por experiencia que, detrás de todo lo que hacía Johansson, siempre había una intención, y casi siempre, una agenda oculta—. ¿Cuándo habías pensado? —preguntó Holt.
—Lo ideal sería esta noche —respondió Johansson—. Como muy tarde, mañana.
—Pues a mí me va bien esta noche —dijo Holt. Me pregunto qué querrá esta vez, debe de ser algo gordo.
—Estupendo —dijo Johansson—. Nos vemos a las siete, te mando por correo electrónico la dirección del restaurante al que había pensado llevarte. Coge un taxi y pide la factura, pago yo.
—No te preocupes —dijo Holt—. Solo por curiosidad. ¿Qué quieres que haga esta vez?
—Anna…, Anna… —respondió Johansson dejando escapar un suspiro—. Lo que quiero es que cenes con tu jefe. Espero que lo pases bien. Y para responder a tu pregunta, no, no pensaba pedirte ningún favor. En cambio, sí pensaba contarte un secreto. Se trata de mí exclusivamente, así que puedes estar tranquila.
—Estoy tranquila —aseguró Holt—. Será un placer. —Y además, se le da bien contar rollos, pensó en cuanto hubo colgado.
Me pregunto qué querrá, se dijo mientras entraba en el taxi para acudir a la cita. A pesar de su insistencia en asegurar lo contrario, a ella le costaba dejar de pensar que se trataba de algo totalmente distinto, de que no era solo que quisiera contarle un secreto suyo. Sencillamente, Johansson no era del tipo de personas que se dedican a contar secretos. No tenía el menor problema para guardárselos, y mucho menos si eran propios.
Hacía menos de seis meses, les encomendó a ella y a un grupo de sus colegas, cuyo número no tardó en crecer, que revisaran en secreto la investigación del asesinato de Palme, para ver si podían encontrar algún detalle que hubiera pasado inadvertido a todos los demás investigadores.
Teniendo en cuenta que se trataba de un material ingente, y que todo el proyecto debería haber estado condenado al fracaso desde el primer momento, ocurrió algo que solo podía describirse como un milagro. Habían encontrado a dos asesinos desconocidos y altamente probables. Uno, el que había planificado el asesinato, y el otro, el que sostuvo el arma. El primero llevaba ya muerto muchos años, pero el otro al parecer seguía vivo. Se hallaba en paradero desconocido, pues se esforzaba mucho por quitarse de en medio. De repente, pudieron hacerse una idea de lo que había sucedido en realidad.
Habían descubierto una serie de circunstancias incómodas que acusaban a los dos sospechosos. Incluso encontraron testigos y pruebas periciales que confirmaban todas sus sospechas. Al final, incluso la del asesino que quedaba vivo. Unas horas antes de que lo detuvieran, el hombre sufrió un accidente inexplicable. Su barco estalló en mil pedazos, con él dentro, en el norte de Mallorca, y todo lo que Holt y sus colegas consiguieron se hundió con él en las profundidades. Para Anna Holt, sus colegas y su jefe, la investigación del asesinato del primer ministro era hoy por hoy un capítulo cerrado.
Y si Johansson tenía en mente hablarle de eso, se trataba de un secreto que compartía con muchas otras personas. La convicción que luego se convirtió en una verdad, pero que jamás podrían probar. Y tampoco podrían probar si se habían equivocado.
¿Que me va a contar un secreto suyo? My butt, pensó Anna Holt mientras se bajaba del taxi, delante del restaurante.
Se vieron en el restaurante del barrio de Johansson. Un italiano que se encontraba a tan solo unas manzanas de donde él vivía, en Söder. Excelente comida, mejores vinos, y Johansson estaba de un humor inmejorable. Al igual que el empleado que les sirvió la cena, que lo trató como el rey que seguramente era en aquel establecimiento, y a ella como a su esposa coronada.
Probablemente él ya les habrá explicado, pensó Holt, que son colegas y que ella no es una «puta amante».
—Antes de que vinieras les he contado que trabajamos juntos —dijo Johansson sonriendo—. Para que no se les llenara la cabeza de ideas raras.
—Ya me lo figuraba —dijo Holt, devolviéndole la sonrisa. El hombre que es capaz de ver a la vuelta de la esquina, pensó.
—Sí, claro que es curioso, ¿verdad, Holt? —preguntó Johansson—. Me refiero a que pueda ver a la vuelta de la esquina.
—Un tanto espeluznante sí es a veces, la verdad —dijo Holt—. Aunque ahora mismo estoy muy a gusto —añadió. Además, no te ocurre siempre, pensó.
—Viajero y adivino —asintió Johansson—. Aunque te diré que no me ocurre siempre. Hasta yo me he equivocado en alguna ocasión.
—¿Ese era el secreto que pensabas contarme?
—Qué va —dijo Johansson muy digno—. No se me ocurriría ni en sueños contar ningún secreto personal. Mi dignidad norteña se iría al garete de una tacada. —Johansson volvió a sonreír, y levantó la copa.
—Lars, cuando estás así, eres muy entretenido. Pero puesto que me estoy muriendo de curiosidad…
—Voy a dejarlo —la interrumpió Johansson—. Lo dejo dentro de una semana. He renunciado con efecto inmediato.
—Espero que no haya pasado nada grave —dijo Holt. ¿Qué será lo que estás maquinando?, pensó. ¿Qué es lo que me está contando, en realidad?
Nada, según Johansson. No había ocurrido nada, ni estaba maquinando nada. Simplemente, había estado pensando y había llegado a una conclusión. Una conclusión totalmente personal.
—Ya he hecho lo que tenía que hacer —dijo Johansson—. En realidad, tendría que haber seguido un año y medio más pero, puesto que he hecho lo que tenía que hacer, después de más de cuarenta años, mi vida como policía ha concluido, no hay razón para ponerle fin viendo cómo pasa el tiempo que me queda.
»He estado hablando con mi mujer —continuó—. A ella le parece una idea excelente. He estado hablando con el gobierno y con el director general de la Policía. Trataron de convencerme para que acabase mi mandato. Les he dado las gracias por la confianza, pero insistí educadamente en mi negativa. Y también he rechazado varias ofertas de otros trabajos y puestos.
—¿Cuándo pensabas decirlo en la comisaría? —preguntó Holt.
—Se hará público el jueves, después del pleno del Congreso.
—¿Y a qué te vas a dedicar?
—A cultivar mi huerto, y trataré de envejecer plácidamente —dijo Johansson, asintiendo pensativo.
—¿Y por qué has decidido contármelo a mí, antes que al resto de los colegas?
—Porque también quería hacerte una pregunta —confesó Johansson.
Lo sabía, pensó Holt. Lo sabía.
—Pero como has puesto esa cara, empezaré por tranquilizarte. No te he invitado a venir para declararme. No señor. ¿Cómo está tu colega Jan Lewin, por cierto?
—Bien —dijo Holt—. ¿Cómo está Pia, tu querida esposa?
—Querrás decir mi razón de ser —respondió Johansson con tono serio—. Divinamente, como una perla engarzada en oro.
—¿Y la pregunta? —dijo Holt—. Tenías una pregunta, ¿no?
—Ah, sí —dijo Johansson—. Últimamente debo de tener algún cortocircuito en la cabeza, porque en cuanto cambio de conversación…
—Habla en serio, Lars. Trata de hablar en serio.
—¿Quieres ser la jefa de policía del área de Västerort? —preguntó Johansson.
¿Jefa de policía del área de Västerort? Ella ya tenía trabajo. Y le gustaba. Compañeros con los que se encontraba a gusto, y hacía un mes que había iniciado una relación con uno de ellos. Esta sería, quizá, la única razón plausible para cambiar de puesto, pensó Holt. Las relaciones en el lugar de trabajo desgastaban el amor, se dijo. Desgastaban mucho más que el amor.
Veinte mil más de salario mensual. La oficina a un paseo de su casa. Un área policial bien organizada. Una de las mejores de la región. El reto que suponía dirigir a cientos de colegas, entre los que se encontraban varios de los mejores policías del país. Aparte de todo aquello, existía solo una razón para que Johansson se lo hubiera propuesto a ella, precisamente.
—Solo existe una razón para que te lo proponga a ti —dijo Johansson—. Solo una —repitió enseñando el largo dedo índice.
—¿Y cuál es?
—Que eres la mejor —afirmó Johansson—. Así de sencillo.
—Una pregunta de tipo práctico —dijo Holt—. ¿De verdad que estás en disposición de hacerme esa propuesta? ¿No es la dirección de Estocolmo la que decide ese tipo de cosas?
—Hoy por hoy es el gobierno —respondió Johansson—. De acuerdo con la dirección de la Policía y, en este caso, con la dirección de la policía de Estocolmo. La jefa provincial de la capital te llamará, por cierto. Con independencia de la respuesta que tú me des aquí y ahora. Piénsatelo.
—Lo haré —respondió Holt. Ella sabía que era buena en su trabajo y, a diferencia de muchas de sus hermanas y colegas, no tenía ningún reparo en decirlo, llegado el caso. Pero ¿pensar que ella era la mejor? ¿Y que la propuesta partiera de Johansson? Un poco difícil de digerir, teniendo en cuenta lo mucho que he discutido con él todos estos años, se dijo.
—Bien —dijo Johansson sonriendo—. Pues no se hable más del asunto, ahora vamos a pasar un rato agradable, eso es todo. No more business. Back to pleasure. Elige el tema, Anna.
—Cuéntame por qué has decidido dejar de ser policía tan de repente —dijo Holt.
—Como te decía —respondió Johansson con el mismo entusiasmo—, ahora vamos a pasar un rato agradable. No more business. Pero si quieres, puedo contarte por qué me hice policía. Cómo empezó todo, por así decirlo.
—¿Y por qué te hiciste policía? —No cambiará nunca, pensó Holt.
—Porque me gusta averiguar cosas —dijo Johansson—. Siempre ha sido mi gran pasión.
Ya, eso, y Pia, claro. La suerte inexplicable de conocer a la mujer de tu vida hacia la mitad de tu peregrinar por este mundo.
Y ahora que sabes quién mató al primer ministro, ya no es tan emocionante seguir averiguando cosas, pensó Anna Holt. Solo te queda tu mujer, porque a ella sigues queriéndola, se dijo.