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En el escritorio de Bäckström había una llave de una caja fuerte. O una copia, por orden de la fiscal, junto con una nota manuscrita de Nadja. El nombre y el número de teléfono de la empleada del banco que le facilitaría los trámites.

Y eso era todo, pero dado que Bäckström era un ser curioso en el fondo, se pasó por el despacho de Nadja Högberg al salir.

—Cuéntame cómo lo has conseguido —le dijo.

Nada del otro mundo, según Nadja. Primero se hizo con una lista de los clientes que tenían caja fuerte en la oficina del Handelsbanken del cruce de Valhallavägen con Erik Dahlbergsgatan, en Estocolmo. Casi todos particulares, a los que decidió dejar para después, pero también un centenar de personas jurídicas. Empresas unipersonales, sociedades limitadas, sociedades comanditarias, sociedades anónimas, algunas asociaciones y un par de testamentarías. Empezó por el grupo más numeroso, las sociedades anónimas.

Después recabó los datos de las personas que formaban parte del consejo de administración, de la junta directiva, quienes firmaban o quienes por cualesquiera razones estuvieran relacionados con las compañías. Ni rastro de Karl Danielsson.

—En cambio, sí encontré una sociedad anónima de cuyo consejo de administración son miembros Mario Grimaldi y Roland Stålhammar. El director ejecutivo es Seppo Laurén, ya sabes, el joven vecino de Danielsson en Hasselstigen 1. Demasiado para mi gusto —dijo Nadja Högberg y meneó la cabeza.

—Pero, joder, ¿ese no es retrasado mental? Me refiero a Laurén.

—Es posible —dijo Nadja—. Eso contó Alm, aunque yo no he hablado con él, pero desde luego no tiene la invalidez mental ni está en bancarrota, así que no existe ninguna causa formal para que no sea director ejecutivo. Y, seguramente, eso era lo que le interesaba a Danielsson.

—Es fantástico —dijo Bäckström. Joder, la rusa debería ser jefe de los servicios secretos, pensó. Venga, a ver si le das un poco de marcha a la cosa.

—Es una pequeña empresa de pocos socios. Inactiva desde hace más de diez años, así que no tiene movimientos. Tampoco parece que posea bienes. Al menos, nada digno de mención. Por cierto, se llama Skrivarstugan AB. Según los estatutos, ofrecen servicios de redacción a personas y empresas interesadas. Cualquier cosa, desde folletos publicitarios hasta discursos de cumpleaños. Las dos mujeres que fundaron la compañía eran al parecer secretarias en una empresa de publicidad, y lo que pretendían era sacarse un sobresueldo. En cualquier caso, parece que la falta de clientes las obligó al cabo de un par de años a venderla al inspector Roland Stålhammar.

—No me digas —dijo Bäckström, con tanta astucia en la expresión como en el tono de voz.

—Si quieres saber mi opinión, creo que Stålhammar y Grimaldi eran testaferros de Karl Danielsson. Y por lo que sé de Stålhammar, él no tiene ni idea.

—¿Y para qué la usaba Danielsson? La empresa Skrivarstugan AB, quiero decir.

—Eso me pregunto yo también —dijo Nadja—. Porque no parece que haya desarrollado ninguna actividad. En cambio, siguen conservando la caja fuerte. Llamé al banco —continuó— y, tras revolver, muy a su pesar, en los archivos de sus clientes, encontraron un antiguo poder notarial a favor de Karl Danielsson, que le otorgaba el acceso a la caja fuerte de la empresa. La última vez que la abrió fue la tarde del miércoles catorce de mayo. La vez anterior, a mediados de diciembre del año pasado.

—No me digas —respondió Bäckström—. Pero ¿qué tiene en la caja fuerte?

—Es de las más pequeñas —dijo Nadja—. Treinta y seis centímetros de largo por veintisiete de ancho y poco más de ocho de alto. Así que mucho no puede contener. ¿Tú qué crees?

—Teniendo en cuenta quién era Danielsson, diría que boletos de carreras y recibos viejos —dijo Bäckström—. ¿Y tú?

—Puede que un caldero colmado de oro —respondió Nadja con una amplia sonrisa.

—Ya, a saber de dónde iba a sacarlo —objetó Bäckström meneando la cabeza.

—Cuando yo era niña, en Rusia… No, error. Cuando yo era niña en la Unión Soviética, y todo era triste y pobre y aburrido casi siempre y horrible con demasiada frecuencia, mi anciano padre trataba de animarme. «No lo olvides nunca, Nadja», me decía, «no olvides que al final del arco iris siempre hay un caldero colmado de oro».

—Viejo refrán ruso —dijo Bäckström.

—No, desde luego que no —resopló Nadja—. Si te oían diciendo uno de esos refranes en aquella época, caías en manos del KGB. Pero si quieres, nos apostamos una botella de vodka —dijo Nadja, y volvió a sonreír.

—Vale, pues yo apuesto por los recibos y los boletos de las carreras —dijo Bäckström—. ¿Y tú, Nadja?

—Yo apuesto por el caldero colmado de oro —dijo Nadja, con una expresión de melancolía—. A pesar de que no cabe en una caja fuerte tan pequeña, pero porque la esperanza es lo último que perdemos los rusos.

Astuta, muy astuta, pensó Bäckström. Aunque tan loca como todos los rusos.

Luego, le pidió a Annika Carlsson que lo llevase. ¿Quién coño tenía ganas de oír los delirios de una víctima de incesto procedente de Dalarna sobre un vejestorio rubio?, pensó Bäckström. La colega Carlsson al menos tenía el buen gusto de mantener la boca cerrada mientras conducía, y un cuarto de hora después de salir de la comisaría de Solna, había aparcado delante del banco.

La empleada fue muy solícita. Se limitó a echar un vistazo a la identificación policial, los acompañó a la cámara, abrió la caja fuerte con la llave de Bäckström, sacó la caja metálica y la dejó en la mesa.

—Una pregunta, antes de que te vayas —dijo Bäckström, deteniéndola con una sonrisa—. Danielsson hizo una visita a la caja fuerte hace apenas una semana. Creo que fuiste tú quien lo acompañó. ¿Recuerdas algo en particular de aquel día?

Un movimiento vacilante de cabeza, antes de contestar.

—Aquí estamos sujetos al secreto profesional —se disculpó la mujer sonriendo.

—Seguramente sabes que estamos aquí por un caso de asesinato, y en esos casos no rige el secreto profesional —dijo Bäckström.

—Lo sé —dijo la empleada—. Sí, recuerdo la visita de aquel día.

—¿Y eso por qué?

—Era un cliente en el que uno se fijaba, aunque no venía con mucha frecuencia —aseguró—. Siempre hacía gestos ampulosos, demasiado ampulosos, y siempre olía a alcohol. Recuerdo que en alguna ocasión, después de que se marchara, bromeamos preguntándonos cuánto tardaría en presentarse aquí la Institución Nacional de Delitos Económicos.

—¿Recuerdas si llevaba un maletín? Uno de esos de piel marrón con los herrajes de cobre —preguntó Annika Carlsson.

—Sí, claro que lo recuerdo. Siempre lo llevaba. También cuando vino la semana pasada para sacar algo de la caja fuerte.

—¿Por qué crees que vino a sacar algo? —preguntó Annika Carlsson.

—Mientras yo extraía la caja, él abrió el maletín. Y estaba vacío. Bueno, solo tenía un bloc y unos bolígrafos.

—Gracias —dijo Bäckström.

—¿Qué te parece? —preguntó Annika Carlsson sosteniendo en la mano un par de guantes de látex, que sacó en cuanto la empleada del banco los dejó solos.

—¿Para toquetear una cajita que ya tiene un montón de huellas de la gente del banco? —preguntó Bäckström meneando la cabeza. Ni hablar. A eso que se dediquen Niemi y sus colegas. Boletos de las carreras y facturas antiguas, se dijo—. De acuerdo, Annika —dijo sonriendo y sopesando la caja entre las manos—. ¿Apostamos algo?

—Uno de cien, no más —dijo Annika Carlsson—. Yo no apuesto nunca. Yo apuesto por boletos de las carreras y justificantes de pago. ¿Y tú?

—Por un caldero colmado de oro. Ya lo sabes, ¿no, Annika? Al final del arco iris siempre hay un caldero colmado de oro —dijo Bäckström, y abrió la caja.

Cojones, pensó mientras se le quedaban los ojos tan redondos como la cabeza. ¿Por qué coño no he venido aquí solo? No habría tenido que limpiarme el culo siquiera en lo que me queda de vida, pensó.

—¿Eres vidente, Bäckström? —preguntó Annika Carlsson mirándolo con los ojos desorbitados, y tan redondos como los de él.