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Otro testigo chiflado, pensaba Bäckström un cuarto de hora después, cuando la unidad de investigación volvió a la sala de reuniones. En el peor de los casos, era tan fácil como que Stålhammar volvió a Hasselstigen 1 durante la noche para matar y robar a Danielsson. Exactamente lo que cabía esperar de un tío como Stålis. Estuvo en su casa de Järnvägsgatan filosofando sobre el último trago cuando, de repente, la niebla del alcohol se le disipó en la cabeza, y entonces cayó en la cuenta de que veinte mil es el doble de diez mil. Así que regresa al apartamento de Danielsson y le propone seguir la fiesta. Se enfunda su impermeable, las zapatillas y los guantes de fregar, y le arrea en la cabeza con la tapadera de la olla. Bien pudo ocurrir así, se dijo.

—Opiniones —dijo Bäckström observando a los cinco que habían vuelto a la reunión. Cinco ignorantes, a su parecer. Una rusa, una pularda joven, una bollera de combate, un bailarín con polainas y un cabeza de alcornoque y maldición de todos los jefes, pensó.

—Yo no me inclino por soltar a Stålhammar —dijo Annika Carlsson, con una sonrisa alentadora a su jefe.

Y que yo tenga que oír eso de una bollera de mierda, pensó Bäckström.

—Te escucho —dijo.

—¿No es un tanto extraño, de todos modos, que apareciera en la casa de Danielsson otro asesino, justo cuando se había marchado Stålhammar? —dijo Carlsson mirando a Alm.

—Puede que estuviera esperando a que hiciera eso, precisamente —dijo Alm—. Quiero decir que el asesino estuvo esperando hasta que Stålhammar se fue, para quedarse solo con la víctima.

—Ya, pero tuvieron que dejarlo entrar —insistió la inspectora Carlsson—. Lo que, en todo caso, significa que se trataba de otro de los amigos de Danielsson. Por cierto, ¿hemos comprobado la coartada de todos? —añadió dirigiéndose a Alm.

—Estamos en ello —respondió Alm, removiéndose incómodo en la silla.

—Yo también me inclino por la versión de Bäckström y Annika —dijo Nadja Högberg—. Quienes nos hemos criado en la antigua Unión Soviética ya no creemos en las casualidades y, de todos modos, no tenemos información que indique que nadie hubiese estado vigilando el apartamento de Danielsson. Y tampoco es que a mí me encante el testigo, por cierto. ¿Cómo puede estar tan seguro de que el hombre al que vio era Stålhammar? El mismo hombre al que tanto parece detestar. ¿Podemos descartar que viera lo que quería ver, sin más? Y lo de que llamara al hijo justo antes de las once no tiene por qué estar relacionado con nuestro caso. Puede muy bien ser que llamara movido por la curiosidad, al ver a tanto policía por Esplanaden. Tal vez porque quería avisar a su hijo de que algo estaba ocurriendo. Teniendo en cuenta que el hijo es fotógrafo de un periódico, quiero decir. ¿Y por qué iba a llamar desde el móvil, si ya estaba en su casa? No olvidemos ese detalle. No, este testigo no me da buena espina.

Una bollera y una rusa, pensó Bäckström. Aunque una rusa avispada, se dijo.

—Pues yo no creo que consigamos nada más. Al menos, no por ahora —dijo Bäckström—. ¿Alguna cosa más?

—En todo caso, los demás amigos de Danielsson —dijo Alm—. Como has preguntado por ellos, Annika… —añadió dirigiéndose a Annika Carlsson.

—¿Qué sabemos de ellos? —preguntó Bäckström.

Unos diez borrachos de Solna, según Alm. Que se habían criado allí, que habían ido a la escuela y que habían trabajado toda su vida en Solna y Sundbyberg. De la misma edad que Danielsson e incluso mayores y, desde luego, ninguno de ellos era el típico asesino, si se tenía en cuenta su edad.

—No olvidemos que los asesinos de sesenta años cumplidos son un fenómeno inusual —dijo Alm—. Incluso entre los borrachos.

—Aunque por lo que a eso se refiere, a mí Stålhammar no me plantea ningún problema —objetó Bäckström.

—Coincido —dijo Alm—. Desde un punto de vista puramente estadístico y criminológico, él es el mejor candidato.

Cobardica, pensó Bäckström.

—Pero yo soy policía —dijo—. Ni analista ni criminólogo.

—Tipos viejos, que viven solos, que beben demasiado, la mujer los ha dejado, los hijos no llaman nunca, claro, hay algunos que incluso han llegado al registro de personas y delitos, casi siempre por conducir en estado de embriaguez y por borracheras habituales; uno de ellos la armó en un bar y lo condenaron por agresión, pese a que había cumplido los setenta cuando ocurrió —suspiró Alm, que hablaba como si estuviera pensando en voz alta.

—Un verdadero polvorilla el vejete. —Bäckström sonrió—. ¿Cómo se llama?

—Halvar Söderman, cumple setenta y dos en otoño. Fue en el bar de su barrio y, al parecer, se enemistó con el dueño por algo que había comido la semana anterior. Según él, habían intentado envenenarlo. Söderman es un viejo vendedor de coches, conocido como Halvan, por Stan Laurel. El propietario del bar es yugoslavo y veinte años más joven, lo que al parecer no le impidió a Söderman partirle la mandíbula. Halvan Söderman es un camorrista legendario en Solna, según los policías de más edad con los que he hablado. El rey del mambo en lo que a ligar se refiere, trapicheó con coches, tuvo una empresa de mudanzas, fue vendedor de electrodomésticos y todo lo habido y por haber. Tiene varios antecedentes penales registrados por infracciones antiguas de todo tipo, desde estafa hasta agresiones. Hice una búsqueda histórica en nuestros archivos y figura en ellos desde hace más de cincuenta años. Ha cumplido cinco condenas de prisión. La más larga de dos años y seis meses. Eso fue a mediados de los sesenta, cuando lo condenaron, entre otras cosas, por agresión, estafa, por conducir en estado de embriaguez y alguna que otra cosa más. Aunque los últimos veinticinco años se ha tranquilizado muchísimo. Parece que la edad le ha hecho mella. Bueno, salvo por lo del yugoslavo.

—Vaya, para que veas —dijo Bäckström sonriendo afable—. Y si ponemos la tapadera de una olla de hierro en manos de un individuo como Halvan, es muy capaz de diezmar a una unidad de operaciones especiales entera. A propósito, por curiosidad, más que nada, ¿tiene coartada para la noche del miércoles catorce de mayo?

—Eso dice —respondió Alm—. Solo he hablado con él por teléfono, pero eso dice.

—¿Y en qué consiste dicha coartada? —preguntó Annika Carlsson, movida por la curiosidad, al parecer.

—Pues resulta que no quiere dar detalles —dijo Alm—. Me pidió que me fuera a la mierda y luego colgó de golpe.

—¿Y qué has pensado hacer al respecto? —preguntó Bäckström en un tono burlón.

—Pues pensaba ir a su casa e interrogarlo en persona —dijo Alm que, no obstante, no parecía entusiasmado con la tarea.

—Avísame y te acompaño —dijo Annika Carlsson con el ceño fruncido.

Pobre Halvan, pensó Bäckström.

—¿Algo más? —preguntó, para poder cambiar de tema, sobre todo.

—La mayoría de ellos tiene coartada —continuó Alm—. Gunnar Gustafsson y Björn Johansson, Gurra Kusk y Blixten, como los llaman sus compinches, por ejemplo, disponen de una. Estuvieron en el restaurante de Valla hasta las once de la noche. De allí fueron a casa de otro amigo, y se quedaron jugando a las cartas. El tercer amigo vive en un chalet en Spånga.

—¿Tiene nombre ese amigo? —preguntó Bäckström—. El que vive en Spånga.

—Jonte Ågren. Lo llaman Bällstajonte. Era chapista y tenía el negocio cerca del río de Bällstaån. Setenta años. Sin antecedentes, pero célebre por fortachón. Se ve que de joven era de los que doblaban tuberías y chapas con las manos. Uno de los pocos que sigue casado, por cierto, pero la noche que jugaron a las cartas, la mujer estaba fuera. Había ido a ver a su hermana, que vive en Nynäshamn. Seguramente, escarmentada de otras reuniones parecidas, si quieres saber mi opinión, Bäckström.

—¿Alguno más? —preguntó Bäckström, interesado a su pesar.

—Mario Grimaldi, sesenta y cinco años —dijo Alm—. Inmigrado de Italia. Llegó a Suecia en los setenta, y trabajaba para Saab en Södertälje. Se hizo muy amigo de Halvan Söderman, como vendía coches…, y de su hermano, diez años mayor, que por lo demás, también trapicheaba con coches. Naturalmente, lo apodaban Helan, o sea, como a Oliver Hardy, por si teníais alguna duda, pero puesto que lleva muerto diez años, creo que podemos prescindir de él. Pero Mario está vivo. Dejó de trabajar en Saab hace unos años y se convirtió en pizzero. Según la información de que dispongo, es propietario de un par de pizzerías y de un pub, en Solna y Sundbyberg, pero si es verdad, a nosotros por lo menos no nos consta en ningún registro.

—¿Y él no tiene apodo? —preguntó muy decidido Bäckström.

—Bueno, los amigos lo llaman el Padrino. —Alm meneó la cabeza desolado—. A él tampoco lo he localizado, pero supongo que eso no será problema.

—Fíjate —dijo Bäckström alentador—. Aquí tenemos una manada de panteras negras a las que hincar el diente y yo sigo apostando mis cuartos por el antiguo colega Stålhammar. ¿Algo más? —añadió echando una ojeada al reloj.

—He encontrado la caja fuerte de Danielsson —anunció entonces Nadja—. No ha sido lo más fácil del mundo, pero lo he conseguido.

—No me digas —dijo Bäckström. Es astuta la tía esta. Como buena rusa, pensó. Pueden llegar a ser de una astucia temible, los putos rusos.

—He dejado la llave en tu mesa —dijo Nadja.

—Estupendo —dijo Bäckström, que ya estaba pensando en una vueltecita por el centro y una buena cerveza.