Al día siguiente, martes, después del almuerzo, la unidad celebró la tercera reunión y todos, incluidos los dos técnicos, estuvieron presentes. Estaba a punto de comenzar cuando el jefe de la policía judicial de Solna, el comisario Toivonen, entró en la sala. Hizo un breve gesto de asentimiento y se quedó mirando con acritud a los que ya habían llegado, antes de sentarse al fondo.
Nueve personas de las cuales solo una es un policía de verdad, pensó Bäckström. Por lo demás, un auténtico borrachín finlandés, un puto lapón, un chileno, una rusa, una pularda jovencita, una bollera de combate, un bailarín con polainas y el viejo Cabeza de Alcornoque de Alm, que sufría un retraso mental grave de nacimiento, ¿y qué coño va a ser del Cuerpo de Policía?, pensó.
—Bueno —dijo Bäckström—. Vamos a empezar. ¿Cómo va el registro en casa de Stålhammar? —Bäckström dirigió la pregunta a Niemi.
Según Niemi, prácticamente habían terminado. Resumiendo, tampoco habían encontrado nada que incriminase a Stålhammar. Ni cantidades injustificadas y cobradas al contado, ni pantalones manchados de sangre, ni maletines con huellas de un martillo de tapicero.
Habrá escondido las cosas y lo habrá limpiado todo antes de irse. Seguro que ha enterrado toda la mierda debajo de una piedra, pensó Bäckström. Justo lo que cabía esperar de una lumbrera como él.
—Lo poco que hemos encontrado confirma más bien la versión de Rolle —dijo Niemi.
—¿Y cuál es esa versión? —preguntó Bäckström. Imagínate. Ahora, de repente, somos todos amigos, Rolle, el asesino y nosotros, pensó.
En el dormitorio, sobre la cama, habían hallado los vestigios de la visita de Stålhammar a Malmö y Copenhague. Una bolsa de deporte a medio deshacer, llena de ropa, sucia y limpia toda mezclada, un neceser, una botella medio llena de Gammeldansk. Todo lo que podía esperarse que tuviera un tipo como Stålhammar después de un viaje a Malmö y a Copenhague.
—Además de un puñado de recibos —dijo Niemi—. Billetes de tren a Malmö, ida y vuelta, más los de Copenhague, también ida y vuelta. Cuentas de cinco bares distintos de las dos ciudades. Unos diez recibos de viajes en taxi y alguna cosa más. En total, justificantes de más de nueve mil coronas suecas. Y los horarios que indicó coinciden con los recibos.
—Que había guardado para dárselos a su buen amigo Karl Danielsson, el traficante de facturas. En cuanto llegara a casa —dijo Bäckström sonriendo con sorna. Cómo se puede ser tan idiota, pensó.
—Según sus propias palabras —apuntó Alm—. Le pregunté, y eso fue lo que me dijo. Pero entiendo tus reservas, Bäckström.
—¿Y qué has hecho al respecto? —dijo Bäckström con una sonrisa.
—Estuve hablando con la mujer de Malmö con la que pasó el fin de semana. Interrogatorio telefónico —dijo Alm—. Le pregunté lo mismo. Y me contó sin problemas que también a ella le había extrañado y que le preguntó cuando estuvieron en Copenhague. Quiso saber por qué le había dado de repente por coleccionar recibos. Entonces él le explicó que eran para dárselos a un amigo de Estocolmo.
—Fíjate —dijo Bäckström, sonriendo afable—. El bueno de Rolle Stålis que, con grandes aspavientos, empieza a acumular un montón de recibos, y la buena de su novia, que le pregunta para qué los quiere. Porque no iban a ser para su anterior patrono.
—Ya te digo —insistió Alm—. Comprendo lo que piensas.
—¿Tienes algo más? —preguntó Bäckström. Antes de que me remangue y le saque los higadillos a Rolle Stålhammar, pensó.
—Pues lo del horario. Los cincuenta minutos que, según él, se pasó sentado en casa filosofando antes de llamar a Marja Olsson. Llamar sí llamó. A las once y veinticinco de la noche, hay una llamada de su domicilio al de Marja Olsson, en Malmö.
—Quedan cuarenta y cinco minutos para pensar pensamientos elevados —constató Bäckström—. ¿Qué has hecho con ellos?
—Para empezar, he recorrido a pie el trayecto desde Hasselstigen 1, pasando por Ekensbergsgatan, donde está el contenedor del hallazgo, hasta la casa de Stålhammar, en Järnvägsgatan. Si no vas medio corriendo, tardas más o menos un cuarto de hora.
—Quedan treinta minutos —constató Bäckström—. Más que de sobra para partirle la cabeza a Danielsson. Robarle la pasta y cambiarse y ponerse ropa limpia. Y tirar el impermeable, las zapatillas y los guantes de camino a casa.
—Sí, eso es verdad —convino Alm—. El problema es el vecino. Si lo que dice se ajusta a la verdad, no puede ser.
Lo sabía, pensó Bäckström. Se había puesto en marcha la conjuración para ayudar al legendario Rolle a cubrirse las espaldas a cualquier precio.
El vecino se llamaba Paul Englund, de setenta y tres años. Conserje jubilado en el Museo Marítimo de Estocolmo y, además, el mismo tipo que amenazó a Bäckström y a Stigson con llamar a la policía. Englund tenía un hijo que era fotógrafo del periódico Expressen y que, la noche anterior, había llamado a su padre para contarle que el vecino estaba detenido y era sospechoso de asesinato. Y le preguntó si no tendría la suerte de que el susodicho vecino le hubiera dejado una llave extra. Así el hijo podría hacer algunas fotos de la casa del asesino.
Papá Englund negó rotundamente tal cosa. No tenía ninguna llave. Stålhammar era un borracho molesto y una pesadilla como vecino. Agradecía todos los minutos que se ahorraba compartir planta con él y ya la mañana siguiente muy temprano, él mismo había llamado a la policía de Solna para transmitirles sus observaciones acerca del comportamiento de Stålhammar la noche en que asesinaron a Danielsson. Y ahora, por fin, tenía la oportunidad de librarse de él para siempre. Si hubiera sido consciente de las consecuencias que desencadenaría dicha información, tal vez hubiera optado por callar.
—¿Y qué dice el vecino? —preguntó Bäckström.
—Que vio a Stålhammar entrar en el portal del edificio donde viven los dos la noche del miércoles, más o menos a las once menos cuarto de la noche. Está completamente seguro de que era él pero, puesto que no lo traga demasiado y siempre evita hablar con él, esperó unos instantes antes de entrar él también.
—Hala —dijo Bäckström—. ¿Y cómo puede estar tan seguro? Además, ¿qué hacía él en la calle en plena noche? ¿Cómo sabe tan a ciencia cierta que eran las once menos cuarto? Y, por cierto, ¿estaba sobrio? —preguntó Bäckström—. Será como siempre, me figuro. Se habrá equivocado de día, sencillamente. O se habrá confundido y sería otra hora. O será otro vecino al que vio. Si es que no se lo ha inventado todo para llamar la atención o porque quiere colgarle un marrón a Stålhammar.
—Bueno, no nos precipitemos, Bäckström —atajó Alm, que en realidad disfrutaba de cada segundo—. Si las cosas fueran como dice el testigo, sería ontológicamente imposible que hubiera asesinado a Danielsson. O, desde luego, no pudo ocurrir como creemos nosotros, poco después de las diez y media de la noche.
»Vayamos por partes —continuó Alm—. Cada noche, después del último informativo de TV4, el que termina con el tiempo a eso de las diez y media, Englund sale a dar un paseo con su perro salchicha. Siempre hace el mismo recorrido por el barrio, y tarda más o menos un cuarto de hora con el chucho. Pero aquella noche no, porque cuando va a girar a la derecha en Esplanaden, lo detiene un policía uniformado que prácticamente lo echa de allí y le dice que se vaya por donde ha venido. Y eso hace. En contra de su voluntad, porque siente la misma curiosidad que los demás. Pero al ver que no pasa nada, se queda en Järnvägsgatan unos minutos, escuchando, antes de irse a casa. Y cuando llega a la altura del edificio vecino al suyo, estamos hablando de veinte metros desde su portal, ve entrar a Stålhammar.
—¿Y qué hacían los colegas allí? —preguntó Bäckström.
—Habían acordonado la zona porque los del grupo de operaciones especiales preparaban una redada en un apartamento cien metros más arriba, en la misma calle. Y eso por un soplo de un sospechoso que se supone estaba involucrado en el tiroteo y el robo que se había producido en Bromma hacía unos días.
—Los horarios —dijo Bäckström—. ¿Qué nos dice esto de sus horarios?
—Para empezar, que eso debió de ser después de las diez y media de la noche del miércoles, catorce de mayo. No existe otra posibilidad. La redada empezó a esa hora, cuando los colegas de seguridad ciudadana comenzaron a acordonar la zona.
—Él y el chucho se entretendrían allí fisgando media hora —dijo Bäckström—. ¿Cómo estás tan seguro de que no fue eso?
—Bueno, seguro del todo no se puede estar nunca —dijo Alm—. Yo solo sé lo que ha dicho él, y me he pasado dos horas insistiéndole.
—¿Y qué más dice? —preguntó Bäckström—. Estaría bien saberlo, ¿no? —Preferiblemente, antes de Navidad, pensó.
—Dice que se esconde a esperar unos minutos, y luego se va a casa, ve a Stålhammar entrar por el portal, espera unos minutos más para no tener que hablar con él, y después entra en el edificio, coge el ascensor y sube a su apartamento. Nada más llegar, llama a su hijo. Lo llama al móvil desde su móvil. O sea, tan curioso como el resto del mundo; y lo cierto es que el hijo está en su puesto, en Esplanaden, cuando el padre lo llama, porque alguien había avisado al periódico de lo que estaba ocurriendo.
»Y entonces son las once menos diez, según el control telefónico que hicimos esta mañana —concluyó Alm.
—No me digas —dijo Bäckström mirando airado a su interlocutor—. Y el viejo fisgón tiene teléfono en su casa, ¿no?
—Sí —respondió Alm—. Y comprendo por dónde vas, Bäckström. Yo no hago más que transmitir lo que él me ha dicho.
—Pues uno no puede por menos de preguntarse por qué llama desde el móvil —dijo Bäckström—. Un tío tacaño y viejo como él. ¿Por qué llama desde el móvil?
—Porque lo llevaba en la mano cuando entró en el apartamento, según dice —explicó Alm—. Lo siento, Bäckström —continuó Alm, que no parecía sentirlo en absoluto—. Pero casi todo apunta a que las cosas ocurrieron tal y como las contó Stålis. Salió de casa de Danielsson a las diez y media, se fue directamente a casa y llegó a las once menos cuarto.
Bäckström propuso una pausa para estirar las piernas. A los técnicos no les quedó otra que irse. Tenían asuntos importantes que atender. También Toivonen aprovechó para desaparecer. Por alguna razón, se le veía más contento que cuando llegó. Incluso le hizo a Bäckström un gesto alentador antes de marcharse.
—Enhorabuena, Bäckström —dijo Toivonen—. Me alegro de que vuelvas a ser el mismo.