20

Cuando Bäckström entró en su despacho, se encontró con una nota del colega de la casa que se encargaba de controlar los móviles. La llamada de control que Bäckström había hecho a Stålhammar la tarde del viernes se había registrado en una antena al otro lado de Öresund, en el centro de Copenhague.

—Habría apostado el cuello —masculló Bäckström, y llamó al móvil de Annika Carlsson.

—Buenos días, Bäckström —dijo Carlsson.

—Déjate de chorradas ahora —respondió del modo más educado que supo—. Ese cerdo de Stålhammar, parece que se ha largado y está en Copenhague.

—Ya no —dijo Annika Carlsson—. Acaban de llamar los de vigilancia, dicen que está en el vestíbulo y que quiere vernos.

Diez minutos después, Bäckström, Carlsson y Stålhammar se reunían en una sala de interrogatorios de la policía judicial. Parecía que Stålhammar había pasado un fin de semana movido, a juzgar por la ropa y por el olor a alcohol, tanto reciente como revenido. Por lo demás, era el mismo. Un tío alto y robusto, de facciones marcadas y la piel surcada de arrugas, y sin un gramo de grasa en el cuerpo, todo músculos.

—Bäckström, es una mierda —dijo Stålhammar frotándose los ojos con los nudillos de la mano derecha—. ¿Qué clase de gángster se ha cargado a Kalle?

—Esperábamos que tú pudieras ayudarnos a responder a esa pregunta —dijo Bäckström—. Así que llevamos varios días buscándote.

—Bajé a Malmö el jueves por la mañana —dijo Stålhammar rascándose los ojos enrojecidos—. Y, si no lo he entendido mal, fue entonces cuando lo asesinaron.

—¿Qué fuiste a hacer en Malmö? —preguntó Bäckström. Aquí soy yo quien hace las preguntas, se dijo.

—Tengo allí un rollo desde hace años. Una tía cojonuda, así que cuando a Kalle y a mí nos cayó el premio el miércoles pasado y me vi de pronto con diez papelones en la cartera, no me lo pensé dos veces. Me fui en tren. Me tiran para atrás los putos aviones. Una mierda lo estrechos que son, joder, hay que ser japonés y tener las piernas amputadas para caber ahí. Y tampoco sirven nada. Así que cogí el tren de la mañana. Llegué poco después del almuerzo.

—¿Tiene nombre? —preguntó Bäckström.

—¿Quién? —dijo Stålhammar, mirando sorprendido a Annika Carlsson.

—La tía de Malmö —explicó Bäckström.

—Pues claro que tiene nombre —dijo Stålhammar—. Marja Olsson. Vive en Staffansvägen 4. Figura en la guía. Es auxiliar de enfermería en el hospital de la ciudad. Me recogió en la estación central de Malmö. Si no me crees, llámala.

—¿Qué hicisteis luego? —preguntó Bäckström.

—No salimos por la puerta hasta el viernes, para irnos a Copenhague, y tomamos un almuerzo de campeonato. Estuvimos con el asunto todo el día y parte de la noche.

—¿Y después?

—Sí, después volvimos. A alguna hora de la mañana. Volvimos a Malmö, vamos. A casa de Marja. Y allí seguimos con lo de siempre. Fuimos a comprar algo el sábado, antes de que cerrara el Systembolaget. Luego nos desatamos otra vez.

—¿Os desatasteis otra vez?

—Pues claro —dijo Stålhammar, y dejó escapar un suspiro—. Esa chica tiene un aguante de cojones, y yo, pues he estado mejor. No salí de la piltra hasta el domingo por la noche, cuando Blixten me llamó al móvil y me contó lo que había pasado.

—¿Blixten?

—Björn Johansson. Otro viejo colega de la universidad. Puede que tú lo conozcas. Es famoso en la ciudad. Vecino de toda la vida. Es el que tenía la eléctrica Blixtens El en Sumpan, pero ahora lo lleva su hijo. Pues eso, él me contó lo que había pasado, y no era cosa de quedarse follando en Malmö, así que cogí el tren nocturno para ayudaros a atrapar al hijo de puta que se ha cargado a Kalle.

—Muy amable por tu parte, Roland —dijo Bäckström. Vaya, parece que el bueno de Stålis se ha dedicado a pensar entre trago y trago, y ha decidido resistirse un poco, pensó.

—Pues claro, coño, por supuesto que podéis contar conmigo. Así que aquí me tenéis —explicó.

Les llevó dos horas largas comprobar lo que Stålhammar había estado haciendo desde el jueves por la mañana cuando, de repente, se largó en tren a Copenhague, hasta la mañana del lunes, cuando se presentó en la comisaría de Solna. Luego, pararon para comer.

Bäckström repostó de lo lindo, pues temía que la historia se prolongara. Albóndigas y puré de patatas con salsa de nata, y, esta vez, aspiradora y pastelito de mazapán. Annika Carlsson se tomó rápidamente una ensalada de pasta y agua mineral, antes de asegurarse de que Alm y los demás empezaran a comprobar la información que Roland Stålhammar había proporcionado sobre su estancia en Malmö y Copenhague. Stålhammar se limitó a tomar un bocadillo y un café, que Annika le subió de la cafetería.

Ya nos estamos acercando, pensó Bäckström cuando se vieron otra vez en la sala de interrogatorios. Además, Stålhammar había empezado a sudar de un modo más que prometedor, y cuando se llevó la taza de café a la boca, utilizó las dos manos, por si acaso.

—Estuviste en Solvalla el miércoles de la semana pasada, el miércoles catorce de mayo —dijo Bäckström—. ¿Podrías contárnoslo otra vez?

Llegó allí temprano, a eso de las cuatro de la tarde, para ver el calentamiento, dar una vuelta y charlar un rato con los viejos amigos.

—El calentamiento —dijo Annika Carlsson, que no había dicho gran cosa antes del almuerzo.

Stålhammar se lo explicó. Era cuando sacaban a los caballos a la pista antes de la carrera para que calentaran.

—Es como hacer estiramientos, ya sabes. Calentamiento, vamos. Antes de salir como una bala —explicó Stålhammar.

Unas horas después, apareció Kalle Danielsson. Estuvieron hablando con Gunnar Gustafsson, que les aseguró que el soplo del día anterior seguía siendo válido. Instant Justice se había portado de maravilla en el calentamiento. Parecía haberse recuperado por completo de su antigua lesión.

—Según Gurra, se había convertido en un caballo totalmente distinto —dijo Stålhammar—. Ya no era tan fogoso, pero la condición física seguía siendo fenomenal. En mi opinión, ese animal es una puta locomotora, Bäckström.

—¿Cómo os localizasteis en Valla? —preguntó Annika Carlsson—. ¿Habíais quedado en algún sitio concreto?

—Me llamaría al móvil —dijo Stålhammar meneando la cabeza—. Bueno, supongo —añadió.

—O sea que Kalle tenía un móvil, ¿no? —preguntó Annika.

—Como todo el mundo hoy en día —respondió Stålhammar mirándola asombrado.

—¿Tienes su número? El número de su móvil —aclaró Bäckström.

—Qué va —dijo Stålhammar negando otra vez—. ¿Por qué iba yo a tenerlo? Siempre lo llamaba a su casa, o nos veíamos por el centro. Si no estaba en casa, le dejaba un mensaje en el contestador. Y entonces él me devolvía la llamada. Además, él tenía mi número de móvil.

—Espera un poco, Roland —insistió Bäckström—. Es obvio que tienes que tener el número de Danielsson. —Aquí hay algo que no cuadra, pensó.

—No —dijo Stålhammar—. ¿Es que no me has oído? —repitió mirando a Bäckström irritado.

—¿Tú le viste a Danielsson algún móvil? —preguntó Carlsson—. ¿Estás seguro? —Aquí hay algo que no cuadra, pensó.

—Pues ahora que lo dices, no le he visto nunca un móvil —dijo Stålhammar.

Uf, pensó Bäckström, intercambió una mirada con su colega y decidió cambiar de tema.

—Bueno, ya lo veremos luego —dijo Bäckström—. Danielsson y tú ganasteis un montón de pasta.

Danielsson y él apostaron quinientas coronas por un Instant Justice renacido, compartieron el boleto y, dos minutos después de la salida, eran veinticinco mil coronas más ricos que antes.

—¿Y luego? —preguntó Bäckström.

—Kalle fue a recoger el dinero —dijo Stålhammar—. Y se fue pitando a casa para preparar la cena. Porque íbamos a vernos en su casa para comer algo, así que me pareció lo mejor. Así no caíamos en la tentación. Cuando uno se va acercando a los setenta, empieza a conocerse —explicó.

»Muy bien pensado, además —continuó Stålhammar—, porque después de la siguiente carrera, yo ya estaba a punto de reventar. Tuve que pedirle prestadas cien coronas a un viejo amigo, para no tener que ir a casa de Kalle. Ya eran casi las ocho, y ponerse a cenar a las tantas no es lo suyo. Bueno, a menos que se trate de un refrigerio, claro.

Vaya por Dios, pensó Bäckström.

—¿Y tiene nombre? —preguntó.

—¿Quién? —dijo Stålhammar sorprendido—. ¿Kalle?

—El que te prestó las cien coronas.

—Blixten —dijo Stålhammar—. Creía que te lo había dicho. ¿No hemos hablado de él antes de comer?

—Cogiste un taxi y te fuiste a casa de Danielsson. A Hasselstigen 1, ¿no? —preguntó Bäckström, que tenía en mente el testimonio de Britt-Marie Andersson.

—Claro —dijo Stålhammar asintiendo.

—Estás totalmente seguro, ¿verdad? —preguntó.

—No, qué coño, ahora que lo pienso. Las cien coronas no me llegaban, y el rácano del iraquí que llevaba el taxi me soltó en Råsundavägen. Claro que no era para tanto, unos cientos de metros hasta la casa de Kalle, así que me fui a patita el último trecho.

—¿Pediste el recibo?

—Iba a pedirlo —dijo Stålhammar—. Se los doy todos a Kalle. Él se los coloca a un amiguete que vende electrodomésticos. Pero el negro se largó.

—Así que recorriste a pie el último trecho —constató Bäckström. No es tonto del todo el borrachín este, se dijo—. Y luego, ¿qué? —preguntó.

Primero, se repartieron la pasta. O casi. Danielsson le dio en mano diez mil trescientas coronas, diez billetes de mil y tres de cien, pero como Danielsson no tenía cambio, él le perdonó las diez coronas que faltaban.

—Tratándose de un viejo amigo, no era para tanto —dijo Stålhammar encogiéndose de hombros.

Luego estuvieron comiendo, bebiendo y charlando. Empezaron sobre las nueve, con tocino y judías pintas, unas cervezas y algún que otro trago. Cuando terminaron de cenar, Kalle se preparó unos cubalibres de vodka y tónica, mientras que Stålhammar prefirió el vodka limpio. Siguieron hablando un rato más, con el humor a tope, y Kalle puso unos discos antiguos de Evert Taube.

—Ese hombre sí que era bueno, joder —dijo Stålhammar emocionado—. No se ha vuelto a escribir una canción sensata en este país desde que Evert quitó el letrero.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis escuchando música? —preguntó Annika Carlsson.

—Un buen rato —respondió Stålhammar mirándola sorprendido—. Era un disco de vinilo, un elepé, y lo pusimos dos veces, por lo menos. «El viejo Higland Rover, un barco de Aberdeen, atracó en San Pedro, para repostar gasolina» —tarareó Stålhammar—. Ya lo ves, Carlsson, las letras siguen en la cabeza, como una vieja gorra deportiva calada hasta las orejas —constató.

—¿Hasta cuándo estuvisteis cantando? —preguntó Bäckström.

—Joder, pues hasta que una vecina, una vieja chiflada, llamó a la puerta y empezó a protestar. Yo estaba en el salón, disfrutando con Evert, así que me libré de ver a la tía pesada, pero vaya si se la oía desde allí.

—¿Eso a qué hora fue? —insistió Bäckström.

—Ni remota —dijo Stålhammar encogiéndose de hombros—. Aunque sé qué hora era cuando llegué a casa y llamé a Marja, porque antes de hacerlo miré el reloj. No se debe llamar a la gente a medianoche.

—Y entonces, ¿qué hora era?

—Las once y media, si no recuerdo mal —dijo Stålhammar—. Recuerdo que pensé que quizá estaba en el límite de una hora decente, pero tenía algo así como ganas, así que le eché valor y marqué el número. Aunque también había estado celebrándolo al llegar a casa. Tenía un culillo en la despensa. Y, claro, después de ese trago, se me ocurrió que por qué no tirar para el sur.

—¿A qué hora te fuiste de casa de Danielsson? —dijo Bäckström. A saber cómo vamos a comprobar lo último que has dicho, pensó.

—En cuanto la vieja empezó a protestar, me di cuenta de que era hora de irse a casa a planchar la oreja. Así que me despedí de Kalle y me marché. No me llevó más de diez minutos, traspiés incluidos —dijo Stålhammar sonriendo—. Se había desinflado la fiesta, por así decirlo, y Kalle se cabreó y llamó a la vieja que había bajado a protestar. Cuando me fui, lo dejé dándole voces por teléfono.

—O sea, que Danielsson estaba discutiendo por teléfono con la vecina cuando tú te fuiste, ¿no? —repitió Bäckström.

—Eso es —afirmó Stålhammar—. Así que estaba la cosa como para ahuecar el ala y quedarse tranquilo.

»Desde luego, es una putada —continuó Stålhammar frotándose los ojos otra vez—. Mientras yo estaba sobando y soñando con Marja, un chalado entra en casa de Kalle por la fuerza y se lo carga.

—¿Por qué crees que alguien entró en la casa por la fuerza? —preguntó Bäckström.

—Eso fue lo que dijo Blixten —respondió Stålhammar, mirando sorprendido a Bäckström primero y después a Annika Carlsson—. Según le habían contado, la puerta del apartamento de Kalle estaba destrozada y colgando como una bandera a media asta. Un hijo de puta entró y le robó. Y lo liquidó mientras dormía.

—¿Recuerdas si Kalle cerró con llave cuando te fuiste?

—Él siempre cerraba con llave, era un hombre precavido. No es que me diera cuenta entonces, pero estoy completamente seguro de que lo hizo. Yo siempre me metía con él por eso, me reía de que se encerrara con llave. Yo no echo nunca la llave cuando estoy en casa.

—¿Tú crees que tenía miedo? —preguntó Bäckström—. Lo digo por lo de la llave.

—Supongo que no quería que nadie se metiera en su casa y le robara sus chismes. Porque tenía algunas cosas muy valiosas.

—¿Como qué? —preguntó Bäckström, que había estado allí y había visto aquella porquería con sus propios ojos. Hala, pensó.

—Bueeeno —respondió Stålhammar, como esforzándose por hacer memoria—. Me figuro que por la colección de discos antiguos le darían una pasta. Y el escritorio ese vale una barbaridad.

—El que tenía en el dormitorio —dijo Bäckström. A saber cómo lo metieron allí, y a saber cómo un tío como Stålhammar había llegado a ser policía, se dijo.

—Ese. —Stålhammar asintió—. Antigüedades. Kalle tenía bastantes. Alfombras auténticas y un montón de objetos antiguos muy finos.

—Lo que acabas de decir me plantea un problema —dijo Bäckström—. Cuando encontramos el cadáver, la puerta estaba abierta, no había indicios de violencia ni de que la hubieran forzado. Desde dentro puede cerrarse con llave o con el picaporte. Por fuera, solo puede abrirse con llave. Cuando los colegas llegaron allí, la puerta estaba abierta de par en par, pero no tenía marcas ni arañazos. Los técnicos suponen que, cuando se marchó, el asesino no cerró la puerta del todo, y como la del balcón del comedor estaba entreabierta, la corriente abrió la de la calle. ¿A ti qué te parece?

—¿Qué me parece? —preguntó Stålhammar perplejo—. Si lo dicen los técnicos, pues será eso lo que pasó, joder, a mí no me preguntes. Yo era investigador, no técnico. Pregúntale a Pelle Niemi o a alguno de sus muchachos.

—Los colegas y yo habíamos pensado en otra posibilidad —dijo Bäckström mirando a Annika Carlsson—. Creemos que Kalle Danielsson dejó entrar al asesino porque era alguien a quien conocía y en quien confiaba. —Chúpate esa, pensó.

—Creo que te equivocas de parte a parte, Bäckström —dijo Stålhammar meneando la cabeza—. ¿Quién de los viejos amigos de Kalle iba a tener motivos para cargárselo?

—¿No tienes ninguna sugerencia? —preguntó Bäckström—. La colega Carlsson y yo esperábamos que sí.

—Pues el único que se me ocurre es Manhattan. O sea, de los viejos amigos. Él tenía a Kalle enfilado, quiero decir.

—¿Manhattan? ¿El Manhattan de Nueva York?

—No, joder —dijo Stålhammar—. Como la porquería esa dulzona y pringosa que hacen con whisky y licor. ¿Cómo coño se le puede ocurrir a nadie echarle licor al whisky? Debería ser delito, joder.

—Manhattan —repitió Bäckström.

—Manne Hansson —aclaró Stålhammar—. Los amigos lo llamaban Manhattan. Era camarero en el antiguo Carlton cuando estaba en activo. Podía ser muy hijo de puta cuando probaba el alcohol. Se hizo socio de una compañía por consejo de Kalle y parece que la cosa se fue a la mierda. No le sentó nada bien.

—Manne Hansson —repitió Bäckström—. ¿Y dónde podemos localizarlo?

—Me temo que no será fácil —respondió Stålhammar con una sonrisita—. Mi mejor sugerencia es el cementerio de Solna. Los cerdos de sus hijos esparcieron sus cenizas para que les saliera más barato.

—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Bäckström. ¿Qué habré hecho yo para merecer esto?, se dijo.

—Cuando se quemó el Eldkvarn —respondió Stålhammar—. Hará por lo menos diez años, creo yo.

—Yo me pregunto una cosa, Roland —intervino Annika Carlsson—. Tú has sido policía, así que sabes tan bien como yo que las llamadas pueden comprobarse.

—Claro, algo sigo sabiendo del oficio —respondió Stålhammar con aplomo.

—Cuando saliste de casa de Kalle Danielsson, él estaba discutiendo por teléfono con la vecina. Hemos comprobado esa llamada. La hizo unos minutos antes de las diez y media. Dices que te fuiste derecho a casa y que tardaste unos diez minutos más o menos. Lo que significa que llegaste sobre las once menos veinte.

—Eso es —dijo Stålhammar asintiendo.

—Luego dices que llamaste a tu amiga de Malmö sobre las once y media.

—Sí, y eso lo recuerdo porque miré la hora, por no llamar demasiado tarde, como ya he dicho.

—¿Y qué hiciste entretanto? Si llegaste a casa a las once menos veinte y la llamaste a las once y media. Hay cincuenta minutos. Casi una hora. ¿Qué hiciste?

—Pero si ya os lo he dicho —respondió Stålhammar sorprendido.

—Pues se me habrá olvidado —dijo Annika Carlsson—. Cuéntanoslo otra vez, por favor.

—Me tomé un trago que me quedaba en la despensa. Tenía algo que celebrar, así que empecé por ahí. Y luego llamé a Marja. Claro. Cuando me vi allí solo y me tomé el lingotazo, me puse a cien —dijo Stålhammar con media sonrisa.

—Cincuenta minutos —repitió Annika Carlsson intercambiando una mirada fugaz con Bäckström.

—Debió de ser un trago de los grandes —dijo Bäckström.

—Vamos, Bäckström, no seas así —protestó Stålhammar—. Supongo que estuve un rato filosofando, sencillamente.

—Otra cosa —dijo Bäckström—. ¿Recuerdas si Kalle Danielsson tenía alguna cartera, un maletín? Un chisme de esos elegantes, de piel con la cerradura de cobre.

—Sí, sí que tenía uno —respondió Stålhammar—. De piel marrón claro. Un maletín de esos de director. Lo vi la última vez que estuve en su casa cenando, antes de que lo asesinaran. Lo recuerdo perfectamente.

—Perfectamente, ¿no? —dijo Bäckström—. ¿Y por qué lo recuerdas tan bien?

—Porque lo dejó encima del televisor —respondió Stålhammar—. En el salón, donde cenamos. Un sitio de lo más raro para poner un maletín. Bueno, yo no tengo ninguna cartera así, pero si la tuviera, no la dejaría encima de la tele. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque ha desaparecido —respondió Bäckström.

—Ah —respondió Stålhammar encogiéndose de hombros—. Pues cuando yo me fui seguía allí. Encima del televisor.

—Y cuando nosotros llegamos por la mañana, ya no estaba —dijo Bäckström—. Tú no sabrás adónde habrá ido a parar, ¿verdad?

—Venga, Bäckström, para ya —dijo Stålhammar mirándolo furioso con aquellos ojos hundidos.

—Creo que vamos a hacer un descanso —dijo Bäckström mirando a su colega.

—Por mí, estupendo —aseguró Stålhammar—. Me haría falta ir a casa y meterme en la ducha.

—Bueno, creo que tendrás que concedernos unos minutos más, Roland —dijo Annika Carlsson con una sonrisa amable—. Vamos a tener que hablar con la fiscal antes de que puedas irte.

—Vale —dijo Roland Stålhammar encogiéndose de hombros.

Una hora después, la fiscal jefe en funciones Tove Karlgren decidió detener al ex inspector de la policía judicial Roland Stålhammar. Bäckström y Carlsson la convencieron y, pese a los rumores que circularon por los pasillos, la fiscal terminó aceptando su hipótesis. Stålhammar había tenido tiempo de sobra de asesinar a Karl Danielsson y de arrojar al contenedor la ropa y demás, de camino a su casa. Había muchos datos en su contra y otros muchos que era preciso comprobar. Sospecha razonable de asesinato. Y mientras los investigadores verificaban su versión y efectuaban el registro domiciliario, todos estarían más tranquilos si Stålhammar se quedaba en la cárcel.

Poco antes de que Bäckström se marchase a casa después de la jornada laboral, Peter Niemi lo llamó por teléfono. Acababa de recibir por fax los primeros resultados de los análisis de la sangre que había en la ropa hallada en el contenedor.

—Es la sangre de Danielsson —constató Bäckström antes de preguntar siquiera.

—Vaya si lo es —dijo Niemi.

Pero ninguna huella que no procediera de Danielsson, según el laboratorio y según Niemi. Ni fibras, ni pelos, ni huellas dactilares. Solo quedaba la posibilidad de detectar restos de ADN, pero en eso tardarían un poco más.

Y qué más da, pensó Bäckström, y llamó a un taxi.