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Pero qué coño, pensó Bäckström en cuanto la mujer abrió la puerta. ¡Britt-Marie Andersson era un vejestorio! Tendrá sesenta, por lo menos, pensó. Mientras que él era un hombre en la mejor edad, que cumpliría cincuenta y cinco en otoño.

Frondosa melena rubia, ojos azul porcelana, boca roja, dientes tan blancos que seguro que eran de porcelana auténtica, moreno de solárium, el vestido de flores muy por encima de las rodillas, escote generoso; y de dormir boca abajo, ni pensarlo. Sesenta tacos, así que hacía un milenio que llegaba tarde para disfrutar del supersalami bäckströmiano.

Para completar la imagen tenía, además, un perrito que correteaba babeando a su alrededor. Una de esas cucarachas mexicanas que uno podía ahogar en una taza de té y que, a mayor abundamiento, se llamaba Puttegubben.

—Vamos, vamos —lo tranquilizó la dueña; cogió al bicho y le plantó un beso en el hocico—. Este chiquitín se pone siempre celosillo cuando su dueña recibe la visita de algún señor —explicó la señora Andersson con un guiño, que acompañó de una roja sonrisa.

Pues entonces, yo en tu lugar me cuidaría mucho de hacer un trío con él y con Stigson, pensó Bäckström que, por lo demás, nunca perdía ocasión de pensar en esas cosas.

Luego, sacó enseguida las fotografías de los amigos de Danielsson para terminar de una vez con aquel suplicio y salir de allí cuanto antes. La anfitriona se sentó en un sillón bajo de terciopelo rosa, y ofreció a la visita el sofá estampado que había enfrente. Todo ello, mientras Puttegubben volvía a las andadas y seguía correteando y babeando entre jadeos, hasta que la dueña se compadeció de él y se lo sentó en las rodillas.

Aunque el bailarín con polainas estaba encantado. Un verdadero ramalazo pederasta, solo que al revés, pensó Bäckström; y cuando la señora Andersson se inclinó sobre la mesa para ver bien las fotos de los compañeros de curdas del borrachín de Danielsson, el bueno de Stigson puso los ojos en blanco.

—Los reconozco a casi todos —dijo la señora Andersson. Se irguió y respiró hondo, por si acaso, mientras dedicaba una amplia sonrisa a sus interlocutores—. Son los amigos de Danielsson. Se han pasado años viniendo por aquí, desde que yo vivo en el edificio, y creo que nunca he visto sobrio a ninguno. Por cierto, ¿no es ese el que era policía? —preguntó colocando una uña larga y roja sobre la foto del pasaporte de Roland Stålhammar.

—Sí —respondió Bäckström—. Jubilado.

—Pues entonces era él el que estaba en casa de Danielsson armando jaleo la noche que lo mataron.

—¿Qué le hace pensar eso, señora Andersson? —preguntó Bäckström.

—Lo vi cuando salí con Puttegubben —dijo Britt-Marie Andersson—. Venía paseando por la calle Råsundavägen. Fue a eso de las ocho. Supongo que iba camino de la casa de Danielsson.

—Pero usted no llegó a ver a la persona que estaba en el apartamento —dijo Bäckström, mirando a Stigson con furia.

—No, eso no —dijo la señora Andersson—. Pero no sé cuántas veces habré visto al tal Rolle, así lo llaman, ¿no?, entrar y salir de casa de Danielsson.

—¿Alguno más? —preguntó Bäckström mirando el montón de fotos.

—Pues ese de ahí que, por cierto, es mi ex cuñado, Halvar Söderman —dijo la señora Andersson señalando la foto del ex vendedor de coches Halvar «Halvan» Söderman, de setenta y un años—. Estuve casada con su hermano mayor, Per Söderman. Per A. Söderman —aclaró la señora Andersson, poniendo énfasis en la a—. Un hombre totalmente distinto de su hermano menor, que es un verdadero liante. Eso puedo asegurarlo. Pero, por desgracia, mi marido falleció hace diez años.

Ya, seguro que murió aplastado por una avalancha de mercancías, pensó Bäckström. Miró una vez más de reojo las prendas de Britt-Marie Andersson, dignas, sin duda, de la mayor admiración, le dio las gracias y se despidió llevándose consigo a un Stigson bastante reacio. Stigson puso una cara como si Bäckström le hubiera arrancado el corazón y, en contra de todas las ordenanzas del reglamento, se acercó y abrazó a la vieja antes de que por fin pudieran salir de allí.

—¡Qué mujer! ¡Qué mujer! —suspiró Jan O. Stigson sentado al volante para dirigirse a Järnvägsgatan, para echarle un discreto vistazo al domicilio de Stålhammar.

—Tú no has caído en la cuenta de que podría ser tu abuela, ¿no? —preguntó Bäckström.

—Querrás decir mi madre —objetó Stigson—. Imagínatelo, Bäckström. Imagínate tener una madre con ese cuerpo.

—Tú quieres mucho a tu mamá —dijo Bäckström insidioso. La misma madre que debió de mantener contigo relaciones incestuosas cuando eras pequeño, se dijo.

—Como todo el mundo —dijo el ayudante de policía Stigson, mirando a su jefe sorprendido—. Todo el mundo quiere a su madre, digo yo.

Más claro, agua: es una víctima de incesto. Pobre diablo, pensó Bäckström, y se limitó a asentir.