Bueno, bueno, pensó Bäckström cuando volvieron a la sala. Pues ya solo queda atar bien el saco sin prisas ni agobios.
—Oye, Nadja —dijo Bäckström mirando afable a Nadja Högberg—, ¿has averiguado algo más sobre la víctima?
Según Nadja Högberg, tenían clara la mayor parte de la información sobre Danielsson. Salvo lo relativo a sus antiguas sociedades, porque a eso había pensado dedicar el fin de semana. Además, parecía que había también en un banco una caja fuerte que aún no había encontrado. Las llaves eran de una caja de la oficina que el Handelsbanken tenía en la calle Valhallavägen, en Estocolmo, y hasta ahí, lo tenía todo controlado. El problema era que ni Danielsson ni ninguna de sus empresas había contratado ninguna caja fuerte de esa oficina. Por otro lado, el número no figuraba en las llaves, y puesto que solo en esa oficina había cientos de cajas fuertes, no iba a ser nada sencillo.
—El banco y yo estamos trabajando en ello —dijo Nadja Högberg—. Lo solucionaremos.
Una cosa que ya había aclarado era la gran cantidad de comprobantes que los técnicos habían descubierto en el apartamento de Danielsson.
—Son muchos —dijo Nadja—. Boletos premiados de Solvalla por valor de más de medio millón, recibos de taxi, facturas de restaurantes y otro montón de facturas de todo tipo de transacciones, desde la compra de muebles de oficina hasta trabajos de pintura en un almacén de Flemingsberg, al sur de la ciudad. Hay en total facturas por más de un millón, y todas de los últimos meses.
—Qué cabrón, debía de ser un máquina con los caballos —dijo Bäckström, que había estado escuchando a medias. Medio millón en tan solo unos meses, pensó.
—No creo, qué va —dijo Nadja meneando la cabeza—. Apostar a los caballos es un juego de suma cero. Si tienes suerte y sabes algo de caballos, puede que a la larga te salga lo comido por lo servido. Él lo único que hizo fue traficar con boletos premiados. Así de sencillo. Y seguramente algunos eran suyos. Se los vende a gente que tiene que explicarle al fisco cómo se ha comprado un Mercedes si no ha declarado ingresos. Y lo mismo con las facturas. Se las vendía a personas que las utilizaban para deducirse gastos en el negocio. Los contactos se los agenció seguramente cuando trabajaba como asesor experto en contabilidad, y no hace falta tener conocimientos especiales.
Aunque es mejor que recoger botellas vacías de las papeleras, como todos los demás borrachos, pensó Bäckström.
—Perdón —dijo Alm, y acompañó el ruego con un gesto, pues acababa de sonarle el móvil.
»Aquí Alm —dijo Alm, que estuvo asintiendo en silencio unos minutos, mientras Bäckström lo miraba cada vez más irritado.
»Perdón —repitió Alm una vez concluida la conversación.
—No tiene importancia —dijo Bäckström—. Por nosotros no te cortes. Seguro que era importantísimo.
—Era Niemi —dijo Alm—. He aprovechado para llamarlo durante la pausa y le he contado lo de Rolle Stålhammar.
—Ah, ¿pero tenemos las huellas de Stålhammar en el registro? ¿Por qué no lo habías dicho antes?
—No —dijo Alm meneando la cabeza—. No las tenemos, pero le dejó sus huellas a Niemi por un antiguo caso de asesinato de la comisaría de Estocolmo, hace un montón de años. Stålhammar y su colega, ¿no se llamaba Brännström?, efectuaron un registro en la casa de un drogadicto de toda la vida que vivía en la calle Pipersgatan, es decir, que era prácticamente vecino de la comisaría. El tipo no estaba en casa y aprovecharon para husmear en todo lo que tenía en aquel agujero, ya que estaban allí. A Brännström le pareció que olía a chamusquina y sacó la parte de debajo del sofá cama que había en la sala de estar. Y allí estaba el inquilino del apartamento. Encajado en su propio sofá cama, con un crampón clavado en la cabeza. Así que cuando llegaron los técnicos, tanto Rolle como Brännis tuvieron que dejar sus huellas para que las descartaran de las demás.
—O sea que tú no crees que lo mataran ellos —dijo Bäckström, sonriendo encantado—. Si no recuerdo mal, Brännström era muy aficionado al esquí de fondo. —Otro imbécil, pensó. Él y Stålhammar debieron de formar una pareja de escándalo. Dos ciegos que se turnan para guiarse el uno al otro.
—Eso fue en julio —aclaró Alm—. La víctima llevaba allí una semana, y si me perdonas…
—Claro —dijo Bäckström.
—Bueno, a lo que íbamos —continuó Alm—. Niemi me llamaba para decirme que acababa de comparar las huellas de Stålhammar con las que había obtenido de las copas, los cubiertos y las botellas de la casa de Danielsson.
—¿Y? —dijo Bäckström.
—Sí —dijo Alm—. Son las huellas de Stålhammar.
—Fíjate tú —dijo Bäckström—. Con lo buen hombre que era.
—Bueno, pues vamos a hacer lo siguiente —anunció Bäckström, que acababa de llegar a una conclusión, y el hecho de que solo le hubiera llevado medio minuto demostraba que volvía a recuperar su antiguo yo—. Annika —dijo dirigiéndose a la colega Carlsson—, tú hablas con la fiscal y le cuentas lo que tenemos de Stålhammar. Sería perfecto si pudiéramos ir a por él y meterlo en la cárcel este mismo fin de semana. Luego nos empleamos con él el lunes por la mañana. Tres días en la trena sin una gota de alcohol suelen funcionar bien con los borrachos.
—Yo me encargo —dijo Annika Carlsson, sin arrugar el morro siquiera.
—Y tú, Nadja, puedes dedicarte a lo de la caja fuerte de Danielsson. Seguro que está llena a reventar de recibos antiguos y toda esa mierda. Por cierto, háblalo también con la fiscal, así nos ahorraremos un montón de rollos después.
»Los viejos amigos de la víctima —continuó Bäckström dirigiéndose a Alm—. Búscate una foto de cada uno y haz otra ronda por el vecindario, igual podemos dar también con algún testigo ocular. Preferiblemente, alguno que haya visto a Stålhammar deambulando por el barrio con un par de zapatillas de casa, unos guantes de fregar y un impermeable lleno de sangre.
—Ya lo he hecho, con once de ellos —respondió Alm, sacando una funda de plástico del archivador—. La foto del permiso de conducir o del pasaporte de todos ellos, aquí están. Y las listas de las personas de su entorno. Puede que tengamos que completar algo después, pero Stålhammar ya está incluido.
—Maravilloso —dijo Bäckström—. Pues yo pensaba empezar por llevarme tus fotos —añadió, sin explicar por qué—. Ahora toca ponerse las pilas, Alm. Stålhammar tiene prioridad, y el resto no tiene ninguna. ¿Estamos?
Alm se limitó a asentir y encogerse de hombros. Como todo mal perdedor, pensó Bäckström.
—Tú te vienes conmigo —dijo Bäckström señalando con el grueso dedo índice al ayudante de policía Stigson—. Nos pasaremos por la casa de Stålhammar, echaremos un discreto vistazo para comprobar qué se trae entre manos ese cabronazo. Y bueno, eso es todo, al menos por ahora.
—¿Y yo? —dijo Felicia Pettersson, señalándose a sí misma, por si acaso.
—Ah, eso, y tú qué —dijo Bäckström con énfasis—. Piensa en el repartidor de periódicos. Ese Neg…, bueno, el tal Akofeli. Algo tiene que no me cuadra.
—Pero ¿qué relación iba a tener él con Stålhammar? —preguntó Felicia.
—Buena pregunta, Felicia —dijo Bäckström, que ya iba camino del pasillo—. Merece una reflexión —insistió. Pues nada, chúpate esa tú también, monada, pensó Bäckström. ¿Que qué coño tendrá que ver Akofeli con el asesino? Ni una chuchebirria, si quieres saber mi opinión, se dijo.
—Prepara un coche, Stigson —dijo Bäckström en cuanto se encontraron a una distancia segura del sensible oído de Annika Carlsson.
—Ya está listo —dijo Stigson—. Y aquí tengo la dirección de Stålhammar. Järnvägsgatan, número…
—Eso para luego —atajó Bäckström—. Llama a esa mujer, la tal Andersson de Hasselstigen, y pregúntale si podemos pasarnos.
—Claro, claro —dijo Stigson—. ¿Vas a enseñarle las fotos de Stålhammar, jefe?
—Primero pensaba echarle un vistazo a sus peras —respondió Bäckström, que ya iba volviendo a su ser. Todo tiene su momento, incluidas las fotos, pensó.
—Peras —dijo Stigson, exhaló un suspiro y meneó la cabeza en señal de desacuerdo—. Lo juro, jefe, en este caso estamos hablando de melones. Melones gigantes.