Una hora después, se reunió por segunda vez con la unidad de investigación. Bäckström se sentía entonado y equilibrado, con la sensación de que por fin ejercía un control total sobre la situación. Ni siquiera notó alteraciones en la presión sanguínea cuando le pidió al inspector de la policía judicial Lars Alm que iniciase la reunión dando cuenta de sus averiguaciones sobre la víctima, y sobre lo que esta hizo las últimas horas de aquella vida suya, tristemente arruinada por el alcohol.
—Bueno, veamos, ¿quieres empezar tú, Lars? —dijo Bäckström, sonriendo amablemente al interpelado. El viejo Cabeza de Alcornoque de delitos violentos de Estocolmo. Cómo llegó a ser policía un tío como él es un misterio que no puedo resolver ni yo, pensó.
El inspector Lars Alm había interrogado a Seppo Laurén, uno de los vecinos más jóvenes de la víctima, en la casa donde vivía con su madre, en Hasselstigen 1. La razón de que Alm le hubiese concedido tal honor era que, diez años atrás, habían condenado a Laurén a una multa de sesenta días por una agresión menor. Fue uno de los siete seguidores del AIK que, después de un partido en Råsunda, maltrataron a uno de los seguidores del equipo contrario en la estación de metro de Solna Centrum. Era la única información que figuraba sobre él en los registros de la Policía, y Laurén fue el que mejor parado salió de los siete. Al mismo tiempo, también era el único vecino de la víctima y del edificio con una condena por un delito violento.
—¿Lo haces tú, Lars, o lo hago yo? —le había preguntado Annika Carlsson.
—Puedo interrogarlo yo —respondió Alm.
—Gracias, Lars —dijo Annika.
Un niño en el cuerpo de un adulto, pensó Alm una vez concluido el interrogatorio, y después de despedirse de Laurén. Probablemente era diez centímetros más alto que él mismo, y probablemente pesaba diez kilos más, con buenas espaldas y largos brazos colgantes. Un adulto. De no haber sido por el pelo largo y rubio que le caía una y otra vez sobre los ojos, y que él se apartaba una y otra vez con la mano izquierda y sacudiendo la cabeza; por la expresión confiada de sus ojos, unos ojos de niño, azules, por cierto; por el cuerpo ingobernable y el porte desgarbado. Un niño en el cuerpo de un hombre y, desde luego, era una lástima, pensó Alm cuando se despidió.
El miércoles 14 de mayo, Karl Danielsson llegó a su domicilio de Hasselstigen 1, en Solna, hacia las cuatro de la tarde. Se apeó de un taxi, pagó y se topó en la puerta con Seppo Laurén, de veintinueve años.
Laurén, que tenía la prejubilación pese a su edad relativamente corta, vivía solo en aquellos momentos. Su madre, con la que normalmente compartía el apartamento, había sufrido un derrame cerebral y, desde hacía un tiempo, se encontraba ingresada para su rehabilitación. Danielsson le había contado a Laurén que estuvo en el centro para ir al banco y hacer unos recados. Además, le soltó a Laurén dos billetes de cien y le pidió que fuera a comprar. Él tenía intención de ir a Solvalla aquella tarde, y no le daba tiempo. Panceta salada, judías pintas cocinadas, dos buenas raciones, unas latas de tónica, cola y agua con gas. Eso era todo, y podía quedarse con el cambio.
Laurén ya le había hecho antes recados de ese tipo, llevaba años haciéndolo. Cuando volvió del supermercado ICA del barrio, Danielsson estaba precisamente entrando en otro taxi y parecía de buen humor. Le dijo algo así como que lo esperaban «Valla y un buen dinero».
—¿Recuerdas qué hora era? —preguntó Alm.
—Sí —dijo Laurén asintiendo—. Lo recuerdo muy bien. Yo miro mucho el reloj. —Y dicho esto, extendió el brazo izquierdo y se lo enseñó.
—¿Y qué hora era? —dijo Alm con una sonrisa afable.
—Eran las cinco y veinte —respondió Laurén.
—¿Qué hiciste después? —preguntó Alm.
—Colgué la bolsa de la compra en su puerta y me fui a mi casa a jugar a un videojuego. Juego mucho —explicó el joven.
—Bueno, pues esto coincide bastante con el resto de la información que tenemos —constató Alm hojeando sus notas—. Danielsson jugó en la primera carrera del cupón V65 en Solvalla, que empezaba a las dieciocho horas. No lleva más de un cuarto de hora como máximo llegar allí en taxi, y así tuvo tiempo de apostar antes de que empezara la carrera.
—Espera un poco, espera un poco —intervino Bäckström—. He leído entre líneas que el tal Laurén no tiene todos los tornillos en su sitio.
—Es retrasado mental —dijo Alm—. Pero tiene reloj. Eso lo comprobé yo mismo.
—Continúa —gruñó Bäckström. Qué casualidad, se dijo. El primer testigo del Cabeza de Alcornoque es otro mentecato, y los dos afirman que se saben la hora.
En la primera carrera, Danielsson apostó quinientas coronas al número seis, Instant Justice. Un ganador inesperado que le dio más de cuarenta veces el dinero apostado. El boleto premiado lo encontraron los técnicos en el cajón de su escritorio.
—Y de eso estamos completamente seguros, ¿no? —insistió Bäckström. Claro que al muy cabrón podrían habérselo dado. O podría haberlo robado, se dijo.
Completamente, según Alm. De hecho, había hablado con un viejo amigo de Danielsson que lo llamó por teléfono y se lo contó. Fue el mismo que le sopló el caballo ganador, Instant Justice. Un antiguo jinete medio malo y preparador de carreras de Valla, hoy jubilado, Gunnar Gustafsson, que conocía a Danielsson desde que iban al colegio.
—Parece que Gustafsson es una leyenda en Solvalla —constató Alm—. Según uno de mis colegas, al que interesan mucho las carreras, lo llaman Gurra Kusk, y dicen que no va por ahí prodigando soplos de ganadores, así que lo de que era amigo de Danielsson tiene que ser verdad. Por cierto, los amigos de infancia de Danielsson, tanto los de Solna como los de Sundbyberg, lo llamaban Kalle Kamrer.
»En cualquier caso —continuó Alm, mientras comprobaba sus notas—, Gustafsson me contó que estaba sentado en el restaurante de Solvalla cuando, de repente, aparece Danielsson de un humor excelente. Eran las seis y media, más o menos. Gustafsson lo invita a sentarse, pero Danielsson le dice que no, que se va a casa, que le ha prometido a otro ex compañero de estudios una cena esa noche. Además, tiene motivos para celebrarlo también, puesto que él y Danielsson iban a medias en el cupón.
—¿Y cómo se llama? —preguntó Bäckström—. El amigo al que Danielsson había invitado a cenar.
—Tú lo conoces igual que yo —respondió Alm—. Es un viejo compañero de clase de Danielsson, de la escuela de Solna. Del mismo año que él, o sea, de sesenta y ocho años. Cuando tú y yo lo conocimos, trabajaba en la unidad de investigación del antiguo grupo de delitos violentos de Estocolmo. Roland Stålhammar. Rolle Stålis, Superman o, simplemente, Stålis. A quien muchos quieren, muchos bautizan, ya se sabe.
Ahí lo tenemos, pensó Bäckström. Roland «Stålis» Stålhammar, al que sorprendieron poco menos que in fraganti, y con mucha mierda pasada en los calzoncillos, en opinión de Bäckström.
—Pues muy bien —dijo Bäckström. Se retrepó en la silla, cruzó las manos sobre la barriga y sonrió satisfecho—. ¿Y qué será lo que me hace pensar a mí que este caso está resuelto? —dijo—. Cuenta, cuéntales a los colegas más jóvenes. Háblales de nuestro viejo colega Roland Stålhammar —continuó Bäckström, asintiendo afablemente hacia Alm.
Alm no parecía muy entusiasmado, pero terminó por contarlo.
—Roland Stålhammar era uno de los colegas legendarios del antiguo grupo de delitos violentos. Trabajaba en la sección de investigaciones del grupo. Conocía a todos los malos de la provincia. Hasta el punto de que los malos estaban encantados con él, aunque debió de meter en la cárcel a cientos de ellos. Se jubiló en 1999. Se acogió a la posibilidad que tenían entonces los policías de edad de jubilarse a los cincuenta y nueve años.
»Y bueeeno —dijo Alm, y suspiró, sin que nadie entendiera por qué—. ¿Qué más puedo decir? Nació y se crió en Solna. Y ha vivido aquí toda su vida. Aficionado al deporte. Primero, de forma activa, luego como entrenador. Extrovertido. Dinámico. Tenía facilidad para entablar contacto con la gente. Una sonaja, vamos.
—Ya, pero no cuentes solo lo bueno —lo interrumpió Bäckström con expresión maliciosa—. Hay otro montón de cosas que contar de él, ¿no?
—Sí —dijo Alm, y asintió brevemente—. Stålhammar era boxeador. Perteneció a la élite en su momento. Campeón nacional en la categoría de pesos pesados a finales de los sesenta. Llegó a enfrentarse en el ring a Ingemar Johansson, en una gala benéfica que se celebró en Cirkus, en Djurgården. Ingemar Johansson, Ingo, como lo llamaban, nuestro campeón mundial de pesos pesados —aclaró Alm dirigiéndose por alguna razón a Felicia Pettersson.
—Casi me entran ganas de llorar al oírte hablar de tan buen hombre —dijo Bäckström—. Aunque apenas reconozco a Rolle Stålis, según lo describes. Uno noventa de estatura, cien kilos de músculos y huesos y con la mecha más corta de todo el Cuerpo. Normalmente, le caían más reclamaciones por abuso de autoridad que a todos los demás juntos.
—Ya, te entiendo —respondió Alm—. Pero no creo que fuera tan sencillo. Stålhammar era un entusiasta. Ha librado a muchos jóvenes descarriados de salir muy mal parados en la vida. Si no recuerdo mal, era el único que trabajaba gratis y los vigilaba en su tiempo libre.
—Sí, cuando no estaba bebiendo como un cosaco, porque no me negarás que eso era lo que mejor se le daba —dijo Bäckström, que ya comenzaba a notar cómo le subía la tensión—. Si las cosas todavía son…
—Quizá yo pueda completar la semblanza —dijo el ayudante de policía Jan O. Stigson, de veintisiete años, levantando la mano prudentemente—. Me refiero a su relación con el caso.
—¿Es que tú también eres ex boxeador, Stigson? —dijo Bäckström, que ya empezaba a estar de muy mal humor.
Un radiopatrullero de su tiempo. Con la cabeza rapada, culturista, con el coeficiente intelectual como un hándicap de golf, misteriosamente trasladado de las patrullas para colaborar en una investigación de asesinato. ¿A quién podía ocurrírsele una idea así, si no a un finlandés sonado como Toivonen?, se dijo Bäckström. Y encima era de Dalarna, al parecer. Hablaba como un paquete de pan crujiente. Un bailarín con polainas al que le ha caído encima una investigación de asesinato, y digo yo, ¿adónde coño irá a parar la policía sueca?, pensó.
—Sí, por favor —dijo Annika Carlsson asintiendo resuelta—. Así no tendremos que oír cómo Bäckström y Lars se pelean por un viejo colega. Porque yo creo que ninguno de los presentes tiene fuerzas para resistirlo.
¿Quién coño se ha creído que es?, pensó Bäckström mirándola muy enojado. Tendré que mantener con ella una charla, de jefe de la investigación a subordinado, después de la reunión, se dijo.
—Ayer, cuando fuimos preguntando por el vecindario, nos enteramos de algunas cosas —dijo el ayudante de policía Stigson—. Creo que algunas declaraciones pueden ser de gran relevancia, teniendo en cuenta lo que el colega Alm ha dicho del colega Roland Stålhammar.
—Te escucho —dijo Bäckström—. ¿A qué estamos esperando? ¿Es que es secreto?
—La viuda Stina Holmberg, de setenta y ocho años —dijo Stigson mirando a Bäckström y asintiendo—. Vive en un apartamento de la planta baja de Hasselstigen 1. Es una señora encantadora. Era maestra, ya está jubilada, pero parece despierta y en su sano juicio, y no tiene problemas de oído. Su casa está debajo de la de Danielsson. Puesto que allí se oye todo, tenía un montón de cosas que contar, todas interesantes para la investigación.
Stigson asintió con vehemencia, y miró a Bäckström.
Joder, no puede ser verdad, pensó Bäckström. El bailarín con polainas debe de ser pariente del tal Laurén, el testigo. Medio hermano, seguramente, teniendo en cuenta que los apellidos no coinciden.
—Sigo esperando —advirtió Bäckström con un gesto de resignación.
La noche del miércoles 14 de mayo, hubo una fiesta en casa de Danielsson. Según la señora Holmberg, la cosa comenzó a eso de las nueve de la noche, voces, risas y jaleo, y aproximadamente una hora después, todo empezó a degenerar. Danielsson y su invitado estuvieron poniendo música a todo volumen, solo de Evert Taube, según la señora Holmberg, y cantaban en los estribillos.
—Eldarevalsen, Briggen Bluebird av Hull y Fritiof y Carmencita y yo qué sé qué más, pero no paraban nunca —explicó la señora Holmberg.
Tampoco era la primera vez que ocurría, y puesto que a ella Danielsson le daba un poco de miedo, llamó a una de las vecinas y le pidió ayuda. Britt-Marie Andersson, una mujer más joven, que vivía en el último piso.
—Con el tal Danielsson era mejor no tener que vérselas —explicó las señora Holmberg—. Aunque puede que suene espantoso, hablar así de una persona que acaba de morir. Era alto y robusto y se pasaba los días bebiendo. Recuerdo un día que iba a ayudarme a entrar, y estaba tan borracho que se cayó todo lo largo que era, y por poco me tira también a mí, con las bolsas y todo.
—Así que llamó usted a una amiga más joven, Britt-Marie Andersson, para pedirle ayuda —constató el ayudante de policía Stigson, que había hecho el interrogatorio, lo había grabado y ahora lo leía en voz alta.
—Sí, ella es una buena mujer. Y además, sabe ponerle los puntos sobre las íes a la gente como Danielsson, así que no es la primera vez que acudo a ella.
—¿Y sabe lo que hizo la señorita Andersson? —preguntó Stigson.
—Señora Andersson, no señorita. Está separada o no sé si su marido se murió. La verdad, no lo sé. Pero bueno, supongo que bajó y le leyó la cartilla, porque unos minutos más tarde, dejó de oírse ruido.
—¿Sabe usted qué hora era entonces? Cuando dejó de oírse el ruido, quiero decir —aclaró Stigson.
—Pues serían las diez y media de la noche, si no recuerdo mal.
—¿Y qué hizo usted después?
—Me fui a la cama —dijo la señora Holmberg—. Y menos mal que lo hice, por cierto. Si hubiera asomado la nariz, me habrían matado a mí también.
—¿Y la vecina a la que le pidió ayuda? ¿Qué ha dicho? —preguntó Bäckström.
—Britt-Marie Andersson. ¡Uau y reuau! —dijo el ayudante de policía Stigson con una sonrisa de felicidad.
—¿Cómo que uau y reuau? —preguntó Bäckström.
—¡Qué mujer! —dijo Stigson con un hondo suspiro—. Qué mujer. Rubia, de un rubio natural, de eso estoy completamente seguro. Qué cuerpo, qué planta alta. Uau y reuau. Ya quisiera Dolly Parton, vamos —explicó Stigson con una risita beatífica.
—Y además, ¿sabía hablar? —preguntó Bäckström.
—Claro —respondió Stigson asintiendo—. Fue muy amable, y menos mal que me había llevado la grabadora, porque con esa pinta, o sea, con ese cuerpo…
—Pero, joder ya, cuéntanos lo que dijo —estalló Annika Carlsson—. Cuéntanos lo que dijo.
Más vale que el bailarín con polainas se ande con cuidado, pensó Bäckström. Carlsson está negra, así que si tarda un poco en hablar, lo descuartiza, se dijo.
—Claro, claro —dijo Stigson, que, de repente, se sonrojó entero. Hojeó nervioso los papeles, y empezó a leer otra vez.
La testigo Britt-Marie Andersson declara en resumen lo siguiente, leyó Stigson:
Hacia las diez de la noche, la señora Holmberg llama a su puerta y le pide ayuda con el vecino Danielsson. La señora Andersson baja a casa de Danielsson y, al abrir Danielsson, ve que está muy borracho. Le pide que baje el volumen y deje de hacer ruido, y lo amenaza con llamar a la policía. Danielsson se disculpa y cierra la puerta. La señora Andersson se queda allí escuchando unos minutos, pero al oír que para la música, coge el ascensor y sube a su casa. Un cuarto de hora después más o menos, Danielsson llama por teléfono a la señora Andersson. La insulta y le habla en tono grosero. Le dice que no se meta en lo que no le importa. Luego cuelga y, según la señora Andersson, eran las diez y media de la noche.
—Pues parece que encaja —intervino Alm—. Recibí las primeras listas de llamadas telefónicas antes de la reunión. Según la lista del teléfono de la víctima (la de los vecinos aún no la tengo), llamó desde su casa a otro número fijo a las veintidós y veintisiete de la noche. O sea, minutos antes de las diez y media. Dame el interrogatorio de Andersson —dijo Alm.
—Por supuesto —dijo Stigson, y le entregó a Alm un folio A4 escrito a máquina.
—Sí —dijo Alm asintiendo tras una rápida ojeada al papel—. Es el número de la casa de Andersson. La última llamada que hizo Danielsson, por cierto.
Claro, porque luego, el viejo entusiasta, Rolle Stålhammar, se lo carga para robarle, pensó Bäckström, sin poder ocultar su regocijo.
—Hay otro asunto que no termina de cuadrarme. Más vale que lo mencione antes de que se me olvide —dijo Alm mirando a Bäckström.
—Sí, quizá así nos quedemos más tranquilos —respondió Bäckström con una amable sonrisa.
—Cuando estuve comprobando los datos de Stålhammar vi que vive en Sundbyberg, en la calle Järnvägsgatan. Eso queda a menos de quinientos metros de Ekensbergsgatan, donde el polaco encontró el impermeable y lo demás, las zapatillas y los guantes de fregar. Le pilla de camino, por así decirlo. Si recorres el trayecto más corto desde Hasselstigen hasta Järnvägsgatan, pasas por Ekensbergsgatan, más o menos por el lugar donde el polaco encontró la ropa.
—No me digas —respondió Bäckström con una sonrisa taimada. ¿Quién habría podido pensarlo, de un viejo monitor de jóvenes?—. Oye, Stigson —continuó—. La mujer esa, Andersson. ¿No vio en ningún momento al invitado de Danielsson? ¿O es que se te olvidó preguntarle? Teniendo en cuenta lo atento que estabas a todo lo demás, digo.
—No. Por supuesto que le pregunté —respondió Stigson nervioso, mirando de reojo a la inspectora Annika Carlsson—. Por supuesto que sí. No. No vio al invitado. Pero cuando estaba hablando con Danielsson, oyó que había otra persona en el salón. Como no llegó a entrar en el piso, no vio quién era.
—Yo he estado pensando en otra cosa —dijo Bäckström mirando a Alm.
—¿Sí?
—Decías al principio que muchos de los antiguos amigos de Danielsson nos llamaron en cuanto supieron que lo habían asesinado.
—Sí.
—Pero Roland Stålhammar no, ¿verdad?
—Pues no —confirmó Alm—. Él no ha llamado.
—Y tenía más motivos que nadie para hacerlo, ¿no?, siendo policía jubilado y todo eso. Y después de haber estado bebiendo con la víctima poco antes de su muerte —constató Bäckström satisfecho.
—Sí, a mí también me da que pensar —dijo Alm—. Si es que él sabe que han asesinado a Danielsson y si es que era él el invitado de aquella noche, porque seguros del todo no podemos estar, a pesar de lo que ha dicho Gurra Kusk. En tal caso, me daría que pensar una barbaridad.
—Umm —dijo Bäckström asintiendo meditabundo. El cerco se estrecha, pensó. Me pregunto si me dará tiempo de premiarme con una aspiradora y un café con crema, se dijo—. Bueno, ¿qué os parece una pausa para estirar las piernas? —preguntó mirando el reloj—. ¿Os parece bien un cuarto de hora? —Desde luego, no es el mejor momento para hablar con ella de jefe a subordinado, pensó Bäckström al ver salir como una exhalación a la colega Carlsson, que abandonó la sala muy contrariada.
No hubo ninguna objeción.