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Bäckström había dedicado toda la mañana a tratar de organizar un poco la investigación de asesinato que sus colaboradores estaban embrollando hasta límites totalmente irracionales. Además, se encontraba mucho mejor, ya que su sensible olfato aún recordaba el divino aroma a bollos recién hechos con mucho queso y mucha mantequilla.

Los tíos esos del peso ideal pueden colgarse de un pino, pensó Bäckström. Uno puede comer prácticamente como un ser normal, siempre y cuando no lo mezcle con un montón de líquidos espirituosos. Luego haces un descanso, ayunas, pillas una buena borrachera y te limpias todos los vasos sanguíneos, y vuelves a la casilla número uno.

Ya poco después de las once empezaron a ronronearle las tripas de aquel modo tan familiar y agradable que lo cercioraba del hecho de que había llegado el momento de echarse algo al estómago.

Por esa razón había bajado al comedor del personal para prepararse tranquilamente un almuerzo ponderado, acorde con sus propias observaciones y conclusiones.

En primer lugar, se detuvo en el bufet de las ensaladas y se puso un montoncito de zanahoria rayada, varios trozos de pepino y de tomate. Evitó las cagarrutas de alce y de liebre, y gusanos no tenían, al parecer, pese a que la única vez que los probó le supieron a alimento humano normal. Luego estuvo husmeando en las diversas jarras de aceites y vinagretas, hasta que tomó una decisión. Salsa Rhode Island, sí señor, pensó Bäckström. Sabía por experiencia que era perfectamente comestible. Incluso solía comprarse un bote de vez en cuando para acompañar las hamburguesas que se hacía en casa, con mucho queso y mayonesa.

Una vez en el mostrador, estuvo dudando un buen rato entre la carne del día —escalopes con patatas fritas y salsa de pepino y crema—, la pasta del día —carbonara con beicon frito y yema de huevo cruda—, y el pescado del día —platija con patatas cocidas y mayonesa al pepino—. Su carácter fuerte e indómito venció y finalmente eligió pescado, aunque los que comían pescado eran en su mayoría afeminados, tortilleras y beatones. Puede que valga la pena probarlo de todos modos, pensó Bäckström que, de pronto, se sentía sereno y animado a un tiempo.

Faltaba por elegir la bebida: agua, agua con gas, zumo o cerveza sin alcohol. Bueno, se tomaría una sin alcohol, como concesión insignificante y natural a la abstinencia tan convincente que había demostrado. Además, tenía un sabor tan asqueroso que debía de ser muy saludable.

Un cuarto de hora después, había terminado. Faltaba el café y, desde luego, ya podía celebrar su triunfo con un pastelillo de mazapán. Quizá también uno de esos más pequeños que se llamaban aspiradoras, de mazapán verde bañado en chocolate.

Tente, Bäckström, tente, se dijo, y con una serenidad casi estoica, devolvió la aspiradora a la bandeja y se contentó con llevarse en el plato el primer pastelillo solitario, se sirvió el café y fue a sentarse en un rincón apartado, con la intención de concluir tranquilamente su frugal almuerzo.