El comisario de la policía judicial Lars Alm, de sesenta años, llevaba más de diez trabajando en la judicial de Solna. Antes había prestado servicio en el antiguo grupo de delitos violentos de la comisaría de Kungsholmen, en el centro de Estocolmo, y poco después lo trasladaron a la sección de investigación del centro. Se mudó a Solna. Se separó y volvió a casarse, y su segunda mujer, que era enfermera en el hospital Karolinska, tenía un apartamento muy bonito en el centro de Solna. Alm podía ir a pie al trabajo, un paseo de dos minutos, con lo que carecía de importancia que nevara o que lloviera a cántaros.
Esa era una buena razón para empezar a trabajar en la policía de Solna, pero había varias más. Alm estaba quemado. Los años en delitos violentos en Estocolmo le habían pasado factura. Solna debería ser un poco mejor, pensaba él. Poder librarse de una vez por todas de aquellas oleadas de la vida en los bares del centro durante el fin de semana que le inundaban el escritorio puntualmente todos los lunes. Aunque, en ese punto, sus esperanzas se vieron frustradas. Él habría preferido jubilarse, pero después de hacer unos cálculos, decidió tratar de aguantar hasta los sesenta y cinco. Las enfermeras no tenían un gran sueldo, y ninguno de los dos quería pasar hambre cuando se hiciera viejo.
Había intentado organizarse la vida lo mejor posible. Evitó el grupo de delitos graves, el grupo de investigación de homicidios, el de estupefacientes y la comisión de robos. Y se encargó de aquella parte algo más sencilla que trataba de delitos cotidianos, los que afectaban a gente normal, robos en domicilios y en coches, casos menores de malos tratos, destrozos… En su opinión, le había salido bastante bien, y solía entregar informes de los casos que se esperaba que llevase. Y trató de adaptarse a la media de la gente como él.
El lunes 12 de mayo, estalló la tormenta en el distrito policial de Västerort. Dos delincuentes desconocidos robaron un transporte de valores en el aeropuerto de Bromma. Mataron de un tiro a uno de los vigilantes y casi matan a su compañero. Robo, asesinato e intento de asesinato. Tan solo unas horas después, ya había aparecido el ministro de Justicia en las noticias de todas las cadenas de televisión. Su nueva jefa, la directora de la policía del distrito, Anna Holt, también estaría partiéndose de risa. Un mes en el nuevo puesto, y se encontraba con un caso así.
Había conseguido sortear la primera oleada. Pese a que el jefe de la sección judicial, el comisario Toivonen, había trasladado a montones de colegas de otras secciones y especialidades, Alm se había librado hasta ahora. El jueves por la mañana, también lo llamaron a él. Cuando Toivonen entró como una tromba en su despacho y le explicó que había llegado la hora de la verdad.
—Alguien se ha cargado a un viejo borracho en Råsundavägen —dijo Toivonen—. Uno de esos casos que los colegas normales tienen liquidado antes del almuerzo, pero teniendo en cuenta toda la mierda que se nos ha venido encima, me he visto obligado a dárselo a Bäckström.
—¿Y qué habías pensado que hiciera yo? —preguntó Alm, que comprendió que no cabía negociar la decisión.
—Procura que a ese desastre grasiento de Bäckström no le cuelen un golazo —dijo Toivonen, y luego se marchó de allí tranquilamente.
Y así fue. Tras un descanso de más de diez años, a Alm le endilgaron una investigación de asesinato y, como sabía quién era Evert Bäckström, podía decirse que se había sentido mejor en la vida.
Y es que Alm conocía a Bäckström desde hacía tiempo. A finales de los ochenta, los dos trabajaron como investigadores criminales en el antiguo grupo de delitos violentos de Estocolmo. Unos años después, de repente, mandaron a Bäckström a la comisión de homicidios de la judicial central. Totalmente incomprensible. Alguien de la dirección de la judicial central debía de haber sufrido un derrame cerebral, o quizá lo hubiese sobornado el jefe de la policía judicial de Estocolmo. Alm y todos los colegas normales cogieron el transbordador de Åland y se pasaron el fin de semana celebrándolo. Quince años más tarde, la venganza lo castigaba con toda su fuerza.
Desesperado, habló con Annika Carlsson, que era mujer, además de una colega sensata. Se ofreció a averiguarlo todo sobre la víctima, las personas con las que se relacionaba y qué estuvo haciendo las horas anteriores al asesinato, con tal de poder quedarse en su despacho y no tener que ver a Bäckström más que en caso de extrema necesidad.
—Me parece una propuesta excelente —dijo Annika Carlsson asintiendo—. Por cierto, ¿cómo es? Me han contado todo tipo de historias sobre él, pero no lo había visto nunca, hasta esta mañana. Unos minutos solamente, cuando vino a inspeccionar el lugar del crimen.
—Si hubieras tratado con él un rato, no lo habrías olvidado en la vida —aseguró Alm con un suspiro.
—¿Es tan insensato como dicen? Muchas de esas historias deben de ser infundios, digo yo.
—Es peor —respondió Alm—. Mucho peor. Cada vez que pongo las noticias y veo que han matado a un colega, ruego a Nuestro Señor que haya sido Bäckström. Ya que sufrimos ese tipo de desgracias tan tremendas, ¿por qué no empezar por él, y salvar a todos los colegas buenos y normales? Pero nada —continuó Alm meneando la cabeza—. Ese asno gordinflón es inmortal. Habrá hecho un pacto con Belcebú. Y los demás tenemos que aguantarlo como castigo por nuestros pecados, aunque no comprendo qué habremos hecho para merecerlo.
—Comprendo a qué te refieres —dijo Annika Carlsson asintiendo meditabunda. Lo vamos a pasar estupendamente y, en el peor de los casos, tendré que arrastrarlo hasta las cocheras y partirle los brazos, pensó.
Alm tuvo un comienzo espectacular con las averiguaciones de la víctima Karl Danielsson. En cuanto sus conocidos se enteraron de la noticia, que se había extendido como el fuego en verano, empezaron a llamar a la policía. La centralita funcionó debidamente, por una vez en la vida, y los soplos fueron entrando sin parar, así que cuando Alm volvía a casa la tarde del primer día, lo hizo con la sensación de que tenía una idea bastante clara del asunto.
Disponía de los nombres y los datos completos de una decena de las personas más cercanas a la víctima. Todos hombres y, aunque no lo sabía con seguridad, Alm creía haber intuido que todos compartían con el «amigo» asesinado y «hermano de negocios» el mismo interés inmenso en la vida. Había podido hablar por teléfono con varios de ellos, que, a su vez, le facilitaron el nombre de otros amigos de la víctima que aún no habían llamado; y a dos ya los había interrogado. Así que cuando paseaba hacia su casa a eso de las siete de la tarde, para cenar con su mujer col rellena y arándanos con azúcar, se sentía tan satisfecho como cabía cuando te obligaban a tener contacto con alguien como el comisario Evert Bäckström.
Si Bäckström cumpliera por fin con su deber de ciudadano y se muriera repentinamente, él no tendría que preocuparse lo más mínimo por aquella investigación, pensó Alm.