Hacia las diez de la mañana del viernes, Bäckström recibió visita en el despacho. Era el colega de Niemi, Jorge «Chico» Hernandez, que pedía audiencia ante el jefe de la investigación.
Metecos, metecos, metecos, pensó Bäckström suspirando hondo para sus adentros. Sin embargo, no tenía la menor intención de decirlo en voz alta. No después de todas las historias que había oído sobre Peter Niemi que, por cierto, también era meteco, un borrachín finlandés y meteco del norte, para ser exactos. Y, al parecer, amiguísimo de Hernandez, que era veinte años más joven.
—Siéntate, Chico —dijo Bäckström, y asintió señalando la silla mientras se retrepaba en la suya y cruzaba los brazos sobre los tristes restos de su barriga. Habré perdido un kilo, por lo menos, pensó al tiempo que experimentaba cierta inquietud por lo que le estaba ocurriendo a aquel cuerpo que siempre había sido su santuario—. Te escucho —continuó, sonriendo y asintiendo al visitante. Pese a que los metecos no deberían poder ser policías. Será por los bollos de pan con queso, se dijo.
Hernandez tenía bastante que contarle. La noche anterior había estado con el forense mientras este practicaba la autopsia a la víctima, y lo primero que hizo el facultativo fue confirmar la estimación de Niemi sobre la estatura y el peso del cadáver.
—Un metro ochenta y ocho centímetros de altura y ciento veintidós kilos de peso —constató Hernandez—. Peter es buenísimo con esas cosas.
Ya, pero para qué coño me hace falta a mí saber eso ahora, pensó Bäckström.
—Y puede ser interesante retener esos datos en la memoria cuando reflexionemos sobre las características de nuestro asesino —concluyó Hernandez—. Hace falta una fortaleza física considerable para manejar un cuerpo tan grande y tan pesado.
Aparte del sobrepeso y de una cantidad de grasa impresionante en el hígado, Danielsson se encontraba en unas condiciones excelentes. Ninguna observación reseñable del forense en lo que al corazón, los pulmones y el sistema vascular se refería. Agrandamiento normal de la próstata y todo lo derivado de la edad. Por lo demás, nada especial, teniendo en cuenta la vida que había llevado.
—Si se hubiera concedido unos meses al año sin beber y le hubiera dado al hígado la oportunidad de recuperarse de vez en cuando, habría podido superar los ochenta, seguro —sintetizó Hernandez.
Como un riachuelo en primavera, pensó Bäckström asintiendo. Quizá deberían hacer salchichas de ese cabrón, después de todo. Quizá incluso salchichón sueco al coñac, sencillamente, teniendo en cuenta todos los años que el director Danielsson había estado marinándose.
—Lo del martillo de tapicero, en cambio, habrá que cambiarlo —dijo Hernandez—. Según demuestran las radiografías del cráneo, no hay lesiones que encajen con él, ni con la cabeza ni con esa parte que se usa para extraer clavos. Además, el mango se ha partido por el lado equivocado, no por la cabeza, con la que clavas, sino en el otro extremo, el de la parte con la que se sacan los clavos, lo que nos hace pensar que el asesino rompió el mango sin querer, cuando trataba de extraer o doblar algo. El problema es que no hemos encontrado en el apartamento ninguna marca que lo demuestre.
—Será algo que se llevó consigo —sugirió Bäckström—. ¿Una caja fuerte, quizá? —Con los dientes de leche de Danielsson y la moneda de dos coronas que le dejó el hada de los dientes, pensó.
—Sí, algo así —convino Hernandez asintiendo—. En estos momentos, estamos pensando en un maletín de piel de los que tienen cerradura, herrajes metálicos y pernos de cobre o de algún metal amarillo. Hay restos en el martillo que pueden indicar algo parecido. Un fragmento de poco más de un milímetro que es piel, seguro. Piel de color marrón claro. Y fragmentos de algo que creemos que puede ser cobre en la hoja de la parte con la que extraes los clavos. Puede ser de cuando arañó la cerradura. Lo hemos enviado al laboratorio, porque aquí no tenemos el instrumental necesario para averiguar lo que es.
—Ya, pero no habéis encontrado ningún maletín, ¿no?
—No —respondió Hernandez—. Si tenemos razón, se lo llevó para poder abrirlo con más calma.
—Anotado —dijo Bäckström, escribiendo algo en el bloc, por si acaso—. ¿Algo más?
—Si me permites que vuelva sobre el tema de la tapadera… —dijo Hernandez—. Es de hierro y tiene el exterior esmaltado de azul. Pertenece a la olla que había en la cocina, encima del fogón. Veintiocho centímetros de diámetro y con un asa en el centro. Pesa cerca de dos kilos. Con ella le dieron a la víctima seis golpes, por lo menos. El primero, a la derecha de la coronilla. Le hizo un corte en diagonal y hacia atrás, así que creemos que lo golpearon al salir del cuarto de baño. El asesino lo está acechando detrás de la puerta. Danielsson se desploma hacia delante, con la cabeza apuntando al comedor, los pies hacia la puerta del piso, y queda boca abajo o quizá de lado. Luego recibe otros dos golpes en la parte posterior de la cabeza. Después, el asesino debió de darle la vuelta y rematar con tres golpes en la cara, como mínimo.
—¿Y cómo estamos tan seguros del orden de los golpes? —preguntó Bäckström.
—Bueno, no podemos estar seguros al cien por cien, pero esa es la hipótesis que mejor encaja con las fracturas del cráneo y las demás observaciones del lugar donde ocurrió. El estado del recibidor, la disposición de las salpicaduras de sangre y esas cosas. Además, en la tapadera hay sangre, pelos y fragmentos del cráneo. Aparte del hecho de que la tapadera coincide con las lesiones que la víctima presenta en la cabeza. Nuestro hombre no solo es fuerte, a juzgar por los ángulos de ataque, tiene que ser alto. Por otro lado, creo que estaba bastante enfadado con la víctima. El primer golpe fue mortal. Los dos siguientes, en la base del cráneo y en la nuca, los daría por si acaso, seguramente, de modo que esos podemos descontárselos. Los tres de la cara, sin embargo, y estamos hablando de tres, como mínimo, parecen ensañamiento puro y duro. Sobre todo teniendo en cuenta que tuvo que soltar la tapadera para darle la vuelta a la víctima, y luego cogerla otra vez antes de volver a golpearlo.
—¿Y qué estatura tendrá? —preguntó Bäckström.
—Danielsson medía uno ochenta y ocho, así que por lo menos, uno ochenta. Y si quieres mi opinión, diez centímetros más. O sea, uno noventa.
—A no ser que fuera jugador profesional de baloncesto, claro —ironizó Bäckström—. Y le asestara uno de esos golpes con el brazo estirado, ya sabes, lo habrás visto cuando encestan, ¿no? O quizá fuera jugador de tenis, e hizo un saque con la tapadera.
—La probabilidad de que aparezca un jugador de baloncesto profesional en este contexto debería ser relativamente baja —constató Hernandez sin amago de sonrisa—. Y otro tanto debería poder decirse de los jugadores de tenis —añadió arrugando el morro.
Qué tío más divertido, pensó Bäckström. Por fin un meteco con sentido del humor.
Hernandez decidió cambiar de tema. Primero le habló de lo que el trabajador polaco había encontrado en el contenedor.
—Ahora estamos esperando el informe del laboratorio para saber si los rastros de sangre proceden de nuestra víctima. De ser así, se trataría innegablemente de un hallazgo del máximo interés. Por desgracia, no hemos hallado huellas dactilares. Ni en el chubasquero, ni en los guantes de goma, ni en las zapatillas. Sin embargo, la talla de todas las prendas coincide con la de Danielsson. Grandes y amplias; número de pie, cuarenta y cuatro.
—¿Cuántos meses tardará el laboratorio en tener el informe? —preguntó Bäckström.
—Bueno, la verdad es que hemos conseguido que le den prioridad a fuerza de ponernos pesados —dijo Hernandez—. Después del fin de semana, es la última oferta de los colegas de Linköping. Si resumimos lo que tenemos hasta ahora —prosiguió—, estamos hablando probablemente de un asesino de complexión fuerte, de una estatura por encima de la media movido por un resentimiento atroz contra la víctima. Si lo de la ropa del contenedor resulta cierto, y si pertenecía a Danielsson, igual que la tapadera y el martillo, el tipo parece además bastante experto. Se puso el chubasquero de la víctima para no mancharse la ropa de sangre. Se quitó los zapatos y se puso las zapatillas de Danielsson por la misma razón. Y se enfundó los guantes de fregar para no dejar huellas dactilares. Lo único que nos tiene contrariados es el comportamiento del invitado de la víctima, porque durante la cena dejó una cantidad considerable de huellas en los platos, los vasos y los cubiertos. Y no parece haber hecho nada por eliminarlas.
—Bueno, a mí no me contraría en absoluto —aseguró Bäckström meneando la cabeza—. Los borrachos son así, vamos. Primero se pone a empinar el codo con Danielsson. Luego, de repente, este lo saca de quicio y cuando Danielsson va al retrete, se quita los zapatos, se enfunda las zapatillas, el chubasquero y los guantes, coge la tapadera de la olla y se pone manos a la obra en cuanto Danielsson sale del váter y, tambaleándose, se entretiene en subirse la cremallera. Seguramente, se había olvidado de lo que había ocurrido hasta ese momento.
—Peter y yo también lo habíamos pensado —asintió Hernandez—. Además, nos da la impresión de que no se trata solo de un ataque de ira, sino que también puede haber un móvil más racional.
—¿Como cuál?
—Que le haya robado.
—Exacto —convino Bäckström con énfasis—. Lo cual demuestra lo astuto que es. Robarle a un tío como Danielsson tiene que ser como intentar cortarle el pelo a un calvo.
—Me temo que esta vez no se trata de eso —objetó Hernandez—. Resulta que en el primer cajón del escritorio de Danielsson hemos descubierto un puñado de boletos premiados de Solvalla. Boletos cobrados, todos cogidos con una goma y pulcramente dispuestos en orden cronológico. El primero es de la carrera de Valla, celebrada la misma tarde del día en que asesinaron a Danielsson, es decir, de anteayer. Por valor de veinte mil seiscientas veinte coronas, que se cobraron en la ventanilla de Solvalla inmediatamente después de la carrera. Por cierto que fue la primera carrera del cupón V65, que tuvo lugar a las seis y media de la tarde. Sin embargo, no hemos encontrado el dinero. La cartera de Danielsson, que estaba en el escritorio de su habitación, está vacía y solo contiene un puñado de tarjetas de visita.
—Vaya, no me digas. No me digas —repitió Bäckström. Debió de ser un buen golpe de suerte para un tío como Danielsson, se dijo.
—Varias cosas más —retomó Hernandez—. Cosas que hemos encontrado y cosas que no, pero que deberían haber aparecido.
—Te escucho —dijo Bäckström al tiempo que cogía el bolígrafo y el pequeño bloc negro.
—Encontramos un boleto de las carreras, pero no el dinero; había restos de algo que puede ser un maletín, pero ningún maletín; una caja de Viagra abierta y otra sin abrir, adquiridas con receta, que también hemos hallado, a nombre de Karl Danielsson, quedan seis de ocho pastillas. Según la receta, ha consumido otras ocho pastillas desde principios de abril. Además, una caja que contenía en principio diez condones, de los que solo quedan dos.
—Bueno, parece que la víctima tenía dos cuerdas en la lira. Aunque necesitara ayuda para templar el instrumento —dijo Bäckström sonriendo con ironía.
—Hemos encontrado dos llaves de la caja fuerte de un banco, pero todavía no hemos dado con ella —continuó Hernandez—. En cambio, ni móvil, ni ordenador, ni tarjetas de crédito. Ni tampoco facturas de nada de eso, por cierto. Hemos hallado una agenda normal, con algunas anotaciones, pero ningún diario, ni fotos ni notas personales.
—Típico de los borrachos —aseguró Bäckström—. ¿Para qué coño quieren un móvil? ¿Para llamar al Systembolaget y hacer el pedido de alcohol por teléfono? ¿Y quién coño le concede una tarjeta de crédito a un viejo alcohólico? Ni siquiera los de los servicios sociales son tan imbéciles. ¿Algo más? —añadió.
—En el escritorio había varios puñados de recibos de taxi —dijo Hernandez.
—Servicio de transporte para discapacitados. Supongo que lo tienen todos los borrachos en este paraíso social que pagamos los demás.
—No —dijo Hernandez—. Ni lo sueñes. Son recibos normales. Yo tengo la impresión de que trapicheaba con ellos.
—¿Con los recibos del taxi? ¿Y por qué? ¿Es que se pueden comer? —preguntó Bäckström.
—Creo que conoce a algún taxista, le compra los recibos que no entrega por el veinte por ciento de la suma, o algo así, y luego se los vende por el cincuenta por ciento a alguien que pueda utilizarlos para desgravárselos en el negocio. Algo debió de aprender en todo ese tiempo que trabajó como asesor fiscal, y algunos contactos de aquella época conservaría, seguro —dijo Hernandez.
—Yo creía que los borrachos coleccionaban botellas vacías.
—Pues este parece que no —constató Hernandez.
A saber qué coño tiene eso que ver con el caso, y con lo caro que se ha puesto el alcohol, pensó Bäckström encogiéndose de hombros.
—¿Eso es todo?
—Sí. Eso es todo, por ahora —respondió Hernandez, y se levantó—. Tú y tus colaboradores recibiréis a lo largo del día de hoy un informe preliminar sobre lo que hemos averiguado Peter y yo hasta el momento, incluidas las fotos del lugar del crimen y de la autopsia. Lo mandaremos por correo electrónico.
—Bien —dijo Bäckström. Más que bien, extraordinario, teniendo en cuenta que el trabajo ha sido fruto de la suma de dos cabezas, la de un puto lapón y la de un bailarín de tango, se dijo.