Bäckström recorrió caminando todo el trayecto a casa. Todo el trayecto desde la comisaría de Sundbybergsvägen, en Solna, hasta su domicilio en Inedalsgatan, en Kungsholmen. Era como si las piernas y los pies hubiesen cobrado vida propia, mientras que la cabeza y el cuerpo los seguían. De un modo totalmente abúlico. Y cuando entró y cerró la puerta, prácticamente no tenía ni idea de lo que había hecho las últimas horas. Tenía la cabeza sudorosa por fuera y en blanco por dentro. ¿Se había encontrado con alguien? ¿Había hablado con alguien? ¿Cualquiera a quien conociera y que hubiese sido testigo de su desgracia? Obviamente, se había parado a comprar, puesto que llevaba en la mano una bolsa con varias botellas de agua mineral y una cesta envuelta en plástico con un montón de verduras misteriosas.
¿Qué coño es esto?, se dijo sujetando la cesta. Esas cosas rojas deben de ser tomates, sin duda, eso sí lo reconocía e incluso había comido alguno que otro cuando era niño. Y lo de color verde debía de ser lechuga, lógicamente, claro. Pero ¿y todo ese montón? Una cantidad enorme de curiosas bolas negras y marrones de diversos tamaños. ¿Cagarrutas de conejo? ¿Caca de alce? Y algo más, como gusanos, pero que debían de ser otra cosa, puesto que no se movían aunque les pinchase.
¿Qué coño me está pasando?, se preguntó mientras ponía rumbo a la ducha e iba tirando al suelo la ropa por el camino.
Primero se quedó en la ducha un cuarto de hora por lo menos, mientras dejaba correr el agua sobre la redondez perfecta y armónica de su cuerpo. El mismo que siempre fue su templo, y que un médico de personal totalmente chiflado había decidido reducir a una ruina.
Luego se frotó a conciencia, se puso el albornoz y llevó a la mesa las verduras y una botella de agua mineral. Por si acaso, miró una vez más en el frigorífico para comprobar si no había alguna exquisitez que hubiese sobrevivido a la masacre alimenticia del día anterior cuando, con la lista del médico en la mano, tiró a la basura todos los alimentos perjudiciales que allí había. Tanto el frigorífico como la despensa quedaron totalmente limpios de basura. Y así seguían.
Bäckström la emprendió con la cesta de ensalada. Trató de desconectar tanto el cerebro como el paladar mientras trabajaban las mandíbulas, y a pesar de todo, tuvo que abandonar hacia la mitad. Lo único comestible eran, precisamente, aquellas cosas pequeñas y alargadas que parecían gusanos.
Seguro que son gusanos, pensó Bäckström mientras dejaba los restos de la orgía vegetal en el frigorífico vacío. Con un poco de suerte, son gusanos, se dijo. Así al menos habré ingerido alguna proteína estos últimos días.
Luego se bebió la botella de agua mineral. Un litro y medio. Así, de una tacada. Debe de ser un nuevo récord mundial, pensó mientras tiraba la botella de plástico en el cubo de debajo del fregadero. ¿Y qué coño hago ahora, si solo son las siete?, se preguntó tras una rápida ojeada al flamante reloj suizo que acababa de comprarse.
Buscar algún resto de alcohol no tenía el menor sentido. También se había deshecho de él la noche anterior y, precisamente sobre ese asunto, el loco del doctor se mostró duro como una piedra. Ni una gota de alcohol, ni una gota de vino, ni una gota de cerveza. Nada de nada que contuviera un atisbo de alcohol, ni sidra ni siquiera zumo fermentado, ni tampoco un jarabe para la tos que, al parecer, también habían proscrito el doctor y sus compinches.
Y no fue poco a lo que renunció Bäckström, dado que llevaba un tiempo con la cartera bien provista. Varias botellas de whisky de malta y de vodka sin abrir. Un litro entero de coñac francés que no había tocado siquiera. Casi una caja llena de cerveza checa. Y un montón de botellas con algún culillo más o menos abundante. Naturalmente, ni una gota de vino, porque eso solo era cosa de maricones y chupanabos, pero no de Bäckström, que era un sueco perfectamente normal en su mejor edad. Así como investigador de asesinatos legendario, y la respuesta obvia a los sueños más íntimos de cualquier mujer.
Bäckström lo había metido todo en una caja y fue a casa de un vecino. Un antiguo jefe de TV3, totalmente alcoholizado, que, al parecer, se pasó de la raya cuando grababan Robinson en algún lugar de Filipinas. Y le dieron un despido de varios millones, para que tuviera tiempo de matarse bebiendo antes de que se le ocurriera escribir un libro sobre sus años en la cadena de televisión y sobre todos los años anteriores, que pasó saltando de compañía en compañía, todas ellas pertenecientes al sector de los medios de comunicación. Teniendo en cuenta la vida que ahora llevaba, daba la impresión de que aquellos jefes suyos tan considerados habían dado en el clavo.
—¡Qué montón de exquisiteces, Bäckström! —constató el presunto comprador tras un breve examen del contenido de la caja—. ¿Es que piensas mudarte? Porque no será que se te ha echado a perder el hígado, ¿verdad?
—De ninguna manera —mintió Bäckström sonriendo con amabilidad, aunque se sentía como si le estuvieran arrancando el corazón—. Es solo que me voy de vacaciones un tiempo y tampoco hay que invitar a los ladrones a coñac, ¿no? Ya tienen bastante con todo lo que se meten.
—Esa es una gran verdad —reconoció el antiguo jefe de televisión—. Te doy cinco mil por la caja entera —dijo haciendo un gesto de tal generosidad que casi se cae de culo.
El cabrón debe de estar tan borracho que ve doble a estas horas, pensó Bäckström, que había estimado la partida en menos de la mitad. Bueno, por unos días se librará de coger el taxi de ida y vuelta al Systembolaget.
—Hecho —dijo Bäckström extendiendo la mano, como confirmación de que aceptaba el trato.
Le pagó al contado. Aunque para qué quería el dinero, si ya ni comía ni bebía y ni siquiera tenía fuerzas para pensar en las tías.
A falta de nada mejor que hacer, puso el DVD que su médico, en un rapto de amabilidad, le había entregado como un salvavidas más al que aferrarse. Un poco de ayuda para cumplir su propósito de llevar una vida mejor. Y es que el doctor sabía por propia experiencia, tan dilatada como dolorosa, que los pacientes como Bäckström eran los más difíciles. Los que abusaban de las drogas, los drogadictos normales que tenían que buscarse una vena en condiciones en la planta del pie no eran nada, en realidad, comparados con un paciente que abusaba de la comida y el alcohol. Bäckström y sus semejantes eran prácticamente incurables, y ello dependía de que les importaba un bledo lo que hacían. Ellos se dedicaban a comer, a comer sin parar. Y a beber, a beber sin parar. Y se sentían como un príncipe en una confitería.
En una revista médica norteamericana vio más o menos por casualidad un artículo extraordinariamente interesante en el que describían cómo, en una clínica privada de Arizona, habían probado una terapia de choque con gente como Bäckström. El doctor había solicitado dinero al Estado, le dieron más de lo que había pedido y viajó a Estados Unidos para estudiar durante unos meses cómo podría cambiarse el comportamiento de las personas que se mataban a fuerza de comer y beber.
Fue muy interesante y, cuando volvió a Suecia, traía consigo abundante material fotográfico. Entre otras cosas, el DVD que le mostró a Bäckström y que le regaló antes de irse.
Bäckström metió el disco en el reproductor. Respiró hondo tres veces. Le latía el corazón como un martillo de hierro en el pecho. Y puso en marcha la grabación. Después de todo, ya la había visto una vez y, si se le antojaba demasiado horrible, no tenía más que taparse los ojos. Exactamente igual que aquella vez, cuando tenía cuatro años, y el chiflado de su padre, que era comisario jefe en la comisaría de Maria, lo llevó a rastras a una sesión matinal de cine en Söder, donde el gran lobo malo se dedicó durante una hora entera a perseguir y tratar de dar caza a los tres cerditos. El pequeño Evert se pasó el rato aullando como un espectro y no se libró del sufrimiento hasta que no se meó encima.
—Este lloroncete no será nunca un buen policía —constató su padre mientras devolvía a su unigénito a los tiernos cuidados de su madre: chocolate con nata montada y bollos de canela recién hechos.
Y ahora se veía en una situación similar. Un reportaje de media hora sobre una clínica de rehabilitación del Medio Oeste para pacientes afectados por hemorragias leves y embolias cardiacas y cerebrales, a los que ahora iban a devolver a la vida.
La mayoría se parecía muchísimo a Bäckström. Salvo por el hecho de que andaban tambaleándose con ayuda de andadores, con la baba chorreándoles por la boca, con los ojos sin vida y balbuciendo al hablar. Uno de ellos —que se le parecía tanto que habría podido confundirlo con su gemelo univitelino— se alejaba en ese momento de la cámara precisamente cuando los pantalones, que llevaba colgando, terminaron de caérsele hasta los tobillos, dejando al descubierto los inmensos pañales de color celeste. Entonces se volvió hacia la cámara, sonrió feliz, curvando los labios húmedos, se agarró el pañal y resumió lo ocurrido.
—No panties —tartamudeó el paciente; y la suave voz del locutor explicó que, aquel ejemplar en concreto, el cual solo tenía cuarenta y cinco años pese a su aspecto, había abusado durante muchos años de alimentos con alto índice de colesterol, y que además había ingerido grandes cantidades de cerveza y de bourbon, por la falsa creencia de que consumiendo lo segundo contrarrestaba la ingesta de lo primero. El paciente había sufrido una embolia más o menos leve en el cerebro hacía tan solo dos meses. Así eran las cosas, pero Bäckström tenía ya los ojos cerrados, y le costó bastante encontrar el botón de apagado.
Después se apresuró a ponerse un viejo chándal con el emblema de la unidad de traslados. Se lo regalaron en un curso al que asistió junto con los simios de sus compañeros, solo porque a un lumbrera de la dirección se le ocurrió que debían aprender a colaborar, por si se producía alguna situación grave de verdad.
¿Quién coño iba a recurrir a esos?, se preguntaba Bäckström mientras, con cierta dificultad, se ataba los cordones de sus flamantes zapatillas de deporte, con el propósito y la intención de pasear por Kungsholmen.
Dos horas después, estaba de regreso y no acababa de meter la llave en la cerradura, cuando tuvo una revelación.
Naturalmente, así es, pensó Bäckström. El lumbrera de la bata blanca estaba totalmente equivocado y si había alguna justicia en el mundo, debería colgarse de sus propios intestinos. Solo el bebercio, nada de comer. Así las venas quedarían tan impolutas como un riachuelo en primavera, pensó. Para comprender eso no había que ser médico. Cualquier ser racional sabía que el alcohol era el mejor disolvente que se podía encontrar.
Dicho y hecho. Y dos minutos después, estaba llamando a la puerta de su vecino, el antiguo jefe de televisión.
—¿No te habías ido de vacaciones, Bäckström? —balbució el vecino mientras manoteaba sujetando un vaso del excelente whisky de malta de Bäckström.
—Tuve que posponerlo unos días —mintió Bäckström—, así que me preguntaba si puedo comprar parte de lo que te vendí. Con una botella será suficiente. Mejor una de whisky, si todavía te queda —dijo mirando de reojo el vaso que el jefe de televisión tenía en la mano.
—Lo cambiado, cambiado está, y nunca se recuperará —tartamudeó el jefe de televisión meneando la cabeza—. Y lo vendido tampoco se recupera. —Y dicho esto, cerró la puerta tranquilamente y echó la llave con dos vueltas.
Bäckström trató de hacerlo entrar en razón a través de la ranura del correo, pero lo único que consiguió fue que cerrara también la puerta interior.
Así las cosas, Bäckström se vio obligado a rendirse. Volvió cabizbajo a su apartamento. Se duchó otra vez, se cepilló los dientes y se tomó tres de las pastillas que le había recetado el médico loco, una marrón, una azul y una violeta. Y se fue al catre. Apagó la luz —no pensaba escribir ninguna carta de despedida—, y se durmió como si le hubieran estampado una tapadera de hierro en la cabeza.
Cuando se despertó eran las cuatro de la mañana. En el claro cielo azul brillaba un sol implacable, y se encontraba peor que cuando se fue a dormir la noche anterior.
Preparó café y se tomó tres tazas sin sentarse siquiera. Engulló las verduras que quedaban y terminó con otra botella de agua mineral. Luego se lanzó a la calle y fue caminando todo el trayecto hasta la comisaría de Solna.
El mismo tiempo infernal que el día anterior, y que el termómetro apenas hubiese pasado de los veinte grados debía depender de que aún era de madrugada. Poco después de las seis entró en su lugar de trabajo. A punto de desmayarse de cansancio y enloquecido por la falta de sueño y de alimento. El único en todo el edificio, puesto que los vagos y los ineptos de sus colegas seguían en casa, moqueando en sus camas.
Tengo que encontrar un sitio donde poder dormir, pensó Bäckström. En su deambular sin rumbo, fue a parar finalmente al sótano, donde se encontraban las cocheras.
—Joder, sí que tienes buena cara, Bäckström —le dijo el vigilante que ya estaba en su puesto, y se frotaba los dedos en el mono antes de estrecharle la mano aceitosa.
—Asesinato —masculló Bäckström—. Llevo varios días sin pegar ojo.
—Tranquilo, hombre —le dijo el vigilante—. Puedes usar el nido móvil de los estupas; se lo monté el invierno pasado.
El vigilante abrió las puertas de una furgoneta azul normal y corriente, en cuyo interior había todo lo que un hombre en la situación de Bäckström podía desear. Entre otras cosas, una cama estupenda.
Dos horas más tarde empezó a moverse, pues había notado el olor a café recién hecho. Notó además algo que lógicamente debía ser una alucinación. El aroma a pan fresco con queso y mantequilla.
—Siento tener que molestarte, Bäckström —dijo el vigilante mientras dejaba en el suelo una gran bandeja y se sentaba en la silla que había junto a la cama—, pero los fuguillas de los de narco dicen que tienen que salir con el nido. Al parecer, están vigilando a unos viejos enganchados de Rissne. Te he traído un café y unas tostadas, por si te apetece.
Dos grandes tazas de café con leche abundante, dos bollitos con queso, y sin darse ni cuenta. Luego le dio las gracias a su salvador, a punto estuvo de abrazarlo, pero se contuvo en el último momento, y se contentó con un viril apretón de manos y una palmada en la espalda.
Bajó al gimnasio, se duchó, se puso una camisa hawaiana limpia que tenía guardada en un cajón de su despacho y a las nueve y media de la mañana, ya estaba el comisario Bäckström detrás de su escritorio de la policía judicial de Solna. Por primera vez en dos días enteros, se sentía como una persona, al menos a medias.