Jerzty Sarniecki, de veintisiete años, era carpintero, de Polonia. Nacido y criado en Lodz y, desde hacía algunos años, parte de la mano de obra inmigrante de Suecia. Hacía un mes que trabajaba junto con sus compañeros en la renovación total de un edificio no demasiado grande de Ekensbergsvägen, en Solna, a poco menos de un kilómetro de Hasselstigen 1, el lugar del crimen. Ochenta coronas la hora en mano, libertad para trabajar veinticuatro horas al día, siete días a la semana si querían. Compraban comida en el supermercado ICA del barrio, dormían en la casa que estaban renovando y todo lo demás podía esperar hasta que regresaran a la civilización, es decir, a Polonia.
Aproximadamente al mismo tiempo que Bäckström salía de la comisaría de Solna, hizo Sarniecki su hallazgo, cuando retiraba de la casa un saco de plástico con escombros para tirarlo al contenedor que había en la calle. Subió a una frágil escalera y descubrió en el montón otra bolsa que ni él ni sus compañeros habían arrojado allí. Cierto que en aquello no había nada extraño, los suecos del vecindario aprovechaban la oportunidad para aligerar sus contenedores, pero puesto que la experiencia le había enseñado que tiraban todo tipo de cosas aún útiles, se inclinó para coger la bolsa.
Una bolsa de plástico normal y corriente. Primorosamente atada por arriba y llena de algo que parecía ropa.
Sarniecki se bajó de la escalera. Abrió la bolsa y sacó el contenido. Un chubasquero negro de plástico, de los largos. Casi nuevo, por lo que veía. Un par de guantes de fregar de color rojo. Enteros, apenas usados. Un par de zapatillas de piel negra, que también parecían nuevas.
¿Por qué tira la gente estas cosas?, pensó Sarniecki sorprendido, en el mismo momento en que descubrió que todo estaba manchado de sangre. Sangre en abundancia, que había salpicado el chubasquero, y las suelas claras de las zapatillas, prácticamente empapadas de sangre. Los guantes también estaban llenos de sangre, pese a que se veía que habían intentado lavarlos.
Del asesinato de Hasselstigen ya habían oído hablar aquella mañana, cuando el capataz sueco se lo contó a todos durante el desayuno. Un pobre jubilado, al parecer, y la gente de bien ya no se atrevía a salir a la calle. Piensa en lo que vas a decir, le aconsejó mentalmente mientras escuchaba a medias. No maldigas el paraíso en el que vivís los suecos, porque puede que os quedéis sin él, pensó, puesto que su pater católico de Lodz le había enseñado desde muy niño a razonar así.
Pese a todo, se vio obligado a lidiar con su conciencia durante varias horas, antes de llamar al número de emergencias de la policía. Me pregunto cuántas horas tardarán, se dijo mientras aguardaba la llegada del vehículo que la Policía había prometido enviar. ¿De cuántas horas a ochenta coronas lo privarían a él, a su novia y al bebé que esta esperaba allá en Polonia?
Un cuarto de hora después, llegó el radiopatrulla con dos agentes uniformados, cuyo interés le resultó llamativo. Metieron lo que Sarniecki había encontrado, bolsa incluida, en otra bolsa. Anotaron su nombre y su número de móvil y se fueron de allí. Aunque antes de irse, uno de ellos le preguntó si tenía tarjeta de visita. Su suegro y él estaban pensando hacerse una sauna en la casa de veraneo que compartían en Adelsö, y pudiera ser que necesitaran algo de ayuda de trabajadores expertos a buen precio. Jerzty le dio la tarjeta que el capataz sueco le indicó que entregase si alguien preguntaba, y se marcharon.
Bastante tarde aquel mismo día, un hombre alto y rubio, claramente un policía, pese a que llevaba una cazadora de piel y vaqueros, llamó a la puerta de la casa donde estaba trabajando. Fue a abrir Jerzty, que estaba colocando unas planchas de escayola, mientras que los compañeros trajinaban preparando la comida dos pisos más arriba, en la habitación donde habían instalado la cocina provisional. El hombre rubio le sonrió amablemente y le tendió una mano huesuda.
—My name is Peter Niemi —dijo Niemi—. I am a police officer. Do you know where I can find Jerry Sarniecki?.
—That’s me —respondió Jerzty Sarniecki—. Soy yo —repitió—. Hablo algo de sueco, llevo varios años trabajando en Suecia.
—Bien, pues estás en la misma situación que yo —dijo Niemi con una amplia sonrisa—. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar tranquilamente? Tengo unas cuantas preguntas que hacerte.