—Bueno —dijo Bäckström cuando volvieron a la sala de reuniones y por fin pudieron reanudar el trabajo y acabar con aquello de una vez—. Bueno, pues empecemos por la víctima. Luego hacemos una lluvia de ideas y antes de despedirnos, revisamos la lista de lo que hemos hecho y de lo que se nos ocurra para mañana. Hoy es jueves, quince de mayo, y había pensado que deberíamos estar listos para el fin de semana, así podremos dedicar la semana que viene a asuntos de más enjundia que el del señor Danielsson.
»¿Qué sabemos de nuestra víctima, Nadja? —continuó Bäckström, y asintió mirando a una mujer menuda y redonda de unos cincuenta años, que estaba sentada a un extremo de la mesa y que ya se había parapetado detrás de una pila considerable de papeles.
—Un montón de cosas, la verdad —respondió Nadja Högberg—. He consultado los datos normales y había mucha información de todo tipo. Luego estuve hablando con su hermana, que es más joven, su único pariente, por lo demás, y también ella tenía bastante que contar.
—Te escucho —dijo Bäckström, aunque ya tenía la cabeza en otro sitio y pese a que la parte perforada del tapón que emite ese clic tan agradable cuando se abre una botella le resonaba dentro, literalmente.
Karl Danielsson nació en Solna, en febrero de 1940, y tenía, pues, sesenta y ocho años y tres meses cuando lo asesinaron. Su padre era tipógrafo y capataz en una imprenta de la ciudad. Su madre era ama de casa. Ambos llevaban muertos mucho tiempo. Su pariente más próximo era una hermana diez años más joven, que vivía en Huddinge, al sur de Estocolmo.
Karl Danielsson era soltero. No se había casado nunca y no tenía hijos. En cualquier caso, no de los que figuran en los registros a los que tiene acceso la policía. Cursó los cuatro años de la primaria de entonces en Solna, luego los cinco de la escuela de formación práctica, superó el examen del grado y estudió tres años en el Instituto de Comercio Påhlman, en Estocolmo. A los diecinueve, había terminado el bachillerato de la modalidad de economía. Luego prestó el servicio militar de zapador en la flotilla aérea de Barkarby. Lo dejó diez meses después y encontró su primer trabajo como ayudante en una asesoría fiscal de Solna, el verano de 1960, cuando Karl Danielsson tenía veinte años.
Aquel mismo verano apareció en los registros de la policía por primera vez. Lo detuvieron por conducir borracho, lo condenaron a una multa de sesenta días y le retiraron el permiso durante seis meses. Cinco años más tarde le volvió a pasar. Por conducir borracho, una multa de sesenta días. Y retirada del permiso, un año. Luego tardó otros siete años en hacer el tercer viaje, en esa ocasión, por algo mucho más grave.
Danielsson estaba como una cuba. Se estrelló contra un quiosco de salchichas de la carretera Solnavägen y luego se largó de allí. En el juzgado de Solna lo condenaron por conducir bajo los efectos del alcohol y por darse a la fuga, le cayeron tres meses de cárcel y le retiraron el permiso definitivamente. Danielsson contrató a un abogado estrella, que apeló al Tribunal Supremo, presentó dos certificados médicos sobre sus problemas con el alcohol, consiguió que se anulara la denuncia por fuga y que le conmutaran la pena de cárcel por atención médica. Sin embargo, no recuperó el permiso de conducir y, al parecer, tampoco se molestó en tratar de sacárselo otra vez, una vez superado el periodo de prueba. De modo que Karl Danielsson pasó sin carnet los últimos treinta y seis años de su vida, así que no le pusieron más multas por conducir borracho.
En cambio, como peatón normal y corriente, continuó atrayendo la desaprobación de la policía. Durante ese mismo periodo, lo habían metido en el calabozo en cinco ocasiones, gracias a la ley de retención de personas en estado de embriaguez, y seguramente fueron más veces. Y es que Danielsson solía negarse a dar su nombre, cosa que no tenía por qué hacer, y la última vez que se ocuparon de él, la cosa degeneró considerablemente.
Fue el día de la carrera de jinetes de élite, en la pista de trotones de Solvalla, en el mes de mayo, cinco años antes de su muerte. Danielsson estaba borracho y estaba armando jaleo, y cuando la policía iba a ayudarle a entrar en el autobús, empezó a manotear y a oponerse. Resistencia violenta, violencia contra personal funcionario, y la retención se convirtió de pronto en una detención, pese a que terminó, como siempre, en que lo metieron en un calabozo de la comisaría de Solna. Seis horas más tarde, cuando lo dejaron salir, Danielsson denunció por malos tratos tanto a los que lo detuvieron como a los que trabajaban en el calabozo. En total, tres policías y dos guardias. Contrató a otro abogado estrella, que presentó nuevos certificados médicos, y una vez más empezó el espectáculo. El primer juicio tardó más de un año en celebrarse, y tuvo que suspenderse de inmediato, dado que, por razones desconocidas, los dos testigos del fiscal no se presentaron.
Puesto que el abogado de Danielsson era un hombre muy ocupado, se las ingenió y tardó otro año en tener tiempo para otro juicio, que también se suspendió porque los testigos no comparecieron. El fiscal se cansó y sobreseyó el caso. Karl Danielsson era un hombre inocente, al menos por lo que a esa parte de su vida se refería.
—Teniendo en cuenta la escasa probabilidad de que te retengan o te detengan por ese tipo de delitos, debía de estar borracho todo el tiempo —constató Nadja Högberg, que sabía de qué hablaba. Llevaba diez años trabajando como investigadora civil contratada de la policía de Västerort. Pero en una vida anterior era Nadiesta Ivanova, con una licenciatura en física y matemáticas aplicadas por la Universidad de San Petersburgo. De los malos tiempos, además, cuando San Petersburgo se llamaba Leningrado y los requisitos académicos eran mucho más duros que en la nueva Rusia más libre.
—¿Y en qué otras fechorías ha estado metido? Quiero decir aparte de enredar cuando estaba borracho —preguntó Bäckström dirigiéndose a Nadja Högberg.
No porque le interesara lo más mínimo la relación de la víctima con los retrasados de sus colegas del orden público y de tráfico, sino sobre todo para que ella terminara de contarlo todo, de modo que él pudiera poner punto final a aquella reunión absurda. Así podría irse por fin a su casa, a Inedalsgatan, y a los restos de lo que hasta el día anterior había sido su hogar. Colocarse bajo la ducha, a ver si al fin se hacía el silencio en su cabeza. Tragarse unos litros más de agua helada. Darse un atracón de verduras crudas y, finalmente, hacer todo aquello que le quedaba en una vida a la que, el día anterior, le habían arrebatado el norte y la guía.
¿Por qué no serás capaz de mantener el pico cerrado, Bäckström?, se dijo cinco minutos más tarde.
Y es que Nadja Högberg le había tomado la palabra y empezó a contar prolijamente las actividades económicas de Danielsson y las cuentas pendientes a que aquellas habían dado lugar con la autoridad competente.
El mismo año de la primera condena por conducir bajo los efectos del alcohol, a Karl Danielsson lo ascendieron de ayudante de contabilidad a jefe adjunto de la sección de «fundaciones, administración de fincas, asociaciones económicas y benéficas, sucesiones, particulares y demás». Y a partir de ahí, le fue de maravilla, al parecer. En primer lugar, pasó a ser asesor económico y fiscal del grupo de empresas y, al cabo de tan solo unos años, ascendió a jefe de todo el grupo y se convirtió en vocal del consejo de administración.
Una semana después del encontronazo con el quiosco de salchichas de Solnavägen, recién cumplidos los treinta y dos, lo nombraron subdirector ejecutivo y miembro ordinario del consejo de administración. Al cabo de otro par de años, se había apoderado del negocio, que rebautizó con el nombre de Karl Danielsson Konsulter Aktiebolag. Cuya actividad era, según los estatutos, «asesoría económica, contable y fiscal, asesoría financiera y de inversiones», «así como administradores financieros e inmobiliarios», y debían de trabajar mucho, teniendo en cuenta que, durante esta época de expansión, la empresa no llegó a contar con más de cuatro empleados. Una secretaria y tres hombres, con el título de «asesores», cuyo cometido no estaba nada claro. Karl Danielsson era el propietario de la empresa, director ejecutivo y presidente del consejo.
Y desde luego, en calidad de tal le fue mucho mejor que al Karl Danielsson conductor o al peatón. Durante un periodo de veintitrés años, entre 1972 y 1995, se lo halló sospechoso de diversos delitos económicos en una decena de ocasiones. En cuatro de ellas, de complicidad en delito fiscal leve y grave; en dos, por delitos de cambio de moneda; en otras dos, por blanqueo de dinero, en un caso, por receptación y, en otro, por incumplimiento de contrato. En todos los casos se archivó la investigación. Las sospechas contra Danielsson no pudieron probarse, y el demandado contraatacó denunciando a sus demandantes ante el Defensor del Pueblo o ante la Fiscalía del Estado, o ante ambas instancias, por si acaso.
En esta empresa tuvo más éxito que sus oponentes. El comité de responsabilidad del personal de la Dirección Nacional de la Policía se fijó en uno de los investigadores del grupo de delitos económicos de la policía de Estocolmo, al que condenaron con amonestación y catorce días de suspensión de sueldo. El Defensor dio un tirón de orejas a un fiscal y a uno de los auditores de las autoridades fiscales. Y la Fiscalía del Estado denunció a un periódico vespertino y consiguió que lo condenaran por difamación.
A partir de 1995 se tranquilizó la cosa. Karl Danielsson Konsulter AB pasó a llamarse Karl Danielsson Holding AB. No parecía desarrollar ninguna actividad y tampoco tenía empleados. Nadja Högberg había pedido el informe financiero anual del último periodo al departamento de sociedades del Registro de la Propiedad Industrial y Comercial y pensaba dedicar el fin de semana a examinar esos documentos.
Danielsson no había tenido ingresos dignos de mención. Nadja Högberg había pedido las declaraciones de la renta de los últimos cinco años y sus ingresos contributivos rondaban siempre las ciento setenta mil coronas anuales. La pensión estatal y un plan de pensiones contratado con Skandia. El apartamento en el que vivía costaba cuatro mil quinientas coronas al mes y, después de los impuestos y el alquiler, le quedaban unas cinco mil coronas mensuales para todo lo demás.
Si medimos el éxito de una persona por los títulos profesionales, podría decirse que Karl Danielsson había vivido una existencia llena de éxitos, que finalizó cuando mejor le iba. Inició su carrera a la edad de veinte años como ayudante en una asesoría con treinta y cinco empleados. Cuarenta y ocho años más tarde, un asesino desconocido le puso punto final aplastándole la cabeza con una tapadera de hierro y para entonces, la compañía en la que había trabajado toda su vida adulta llevaba cerca de quince años cerrada, en la práctica. En la guía telefónica figuraba como director y, según las tarjetas de visita que los técnicos habían encontrado en su cartera, por lo demás, totalmente vacía, la víctima era director ejecutivo y presidente del consejo de Karl Danielsson Holding AB.
Borracho, burlador de la justicia y mitómano, concluyó Bäckström.
—Decías que has hablado con su hermana —se apresuró a preguntar Annika Carlsson en cuanto Nadja hubo terminado—. ¿Qué opina ella de todo lo que nos has contado?
En todo lo esencial, la hermana había confirmado aquella información. A su hermano «le gustaban mucho las mujeres» de joven, y «era demasiado aficionado a ir de juerga». Por otro lado, le fue bastante bien hasta que empezó a acercarse a los cuarenta; después, el alcohol pareció tomar el mando en su vida. Además, la mujer dejó muy claro que no habían tenido ningún contacto reseñable. Los últimos diez años, ni siquiera hablaron por teléfono y la última vez que se vieron fue en el entierro de su madre, doce años atrás.
—¿Cómo reaccionó al oír que habían asesinado a su hermano? —preguntó Annika.
Pero coño, pensó Bäckström lamentándose para sus adentros. ¿Qué quiere, que guardemos un minuto de silencio o qué?
—Bien —respondió Nadja—. Se lo tomó bien. Es auxiliar de enfermería en el hospital de Huddinge y parece una persona sensata y estable. Dijo que no le sorprendía demasiado. Hacía muchos años que se temía algo así, teniendo en cuenta la vida que llevaba.
—Bueno, pues tendremos que soportar el dolor de su pérdida —interrumpió Bäckström—. Y entonces, ¿qué nos parece todo esto?
Luego, empezaron a hilar la cosa. Con un hilo insignificante que el propio Bäckström había devanado.
—Bueno, bueno —dijo, puesto que, por una vez, los demás tuvieron el buen gusto de cerrar el pico y dejar que empezara él—. Un borracho asesina a otro borracho, y si nadie tiene otra propuesta, es el momento de dejarlo —continuó inclinándose hacia delante para apoyar los codos en la mesa, y miró airadamente a sus colaboradores.
Nadie parecía tener nada que decir, a juzgar por el gesto unánime de sus cabezas.
—Bien —dijo Bäckström—. Entonces, se acabaron las propuestas. Queda determinar en qué punto de la investigación nos encontramos y averiguar quién era el invitado de ayer en casa de Danielsson.
»La ronda por el vecindario —prosiguió Bäckström—. ¿Cómo marcha?
—Prácticamente lista —dijo Annika Carlsson—. Hay un par de vecinos a los que no hemos localizado, y algunos pidieron de plazo hasta esta noche, porque tenían que ir a trabajar. Además, había uno que tenía cita con el médico a las nueve y no pudo atendernos. Calculo que mañana los tendremos a todos.
—¿El forense?
—Nos ha garantizado que hará la autopsia esta tarde y, en cualquier caso, nos dará un informe oral a primeros de la semana que viene. El colega Hernandez estará presente durante la autopsia, así que, con un poco de suerte, sabremos lo esencial mañana a primera hora —constató Annika Carlsson.
—¿Hemos hablado con los taxistas, tenemos algún soplo digno de tal nombre, cómo fue la cosa en la inspección de las inmediaciones, la lista de sus contactos y relaciones, qué hizo las últimas horas antes de morir, hemos hablado con…?
—Tranquilidad, Bäckström —lo interrumpió Annika Carlsson con una amplia sonrisa—. Todo está en marcha. Tenemos el asunto controlado al dedillo, así que tranquilo.
Pues no me siento nada tranquilo, pensó Bäckström, aunque no se le ocurriría decirlo, sino que asintió. Recogió sus papeles y se levantó.
—Nos vemos mañana —dijo—. Otra cosa, antes de despedirnos. El repartidor de periódicos que llamó al centro de emergencias. El tal Sotmus Akofeli.
—Septimus —lo corrigió Annika Carlsson—. Se llama Septimus Akofeli. Ya lo hemos comprobado. Los colegas han cotejado las huellas que le tomaron en Hasselstigen con las que dejó en el Ministerio de Inmigración cuando llegó al país hace doce años. Es quien dice ser y, por lo demás, no tiene ninguna condena, por si quieres saberlo.
—Ya, lo entiendo —dijo Bäckström—. Pero hay algo en ese tío que no encaja.
—¿El qué? —preguntó Annika Carlsson meneando la cabeza casi rapada.
—No lo sé —confesó Bäckström—. Yo sigo dándole vueltas y vosotros lo pensáis, por lo menos.
En cuanto salió de la sala de reuniones, se fue derecho a ver a su nueva jefa, Anna Holt, y le expuso las novedades del caso. La víctima, un borracho. El asesino —una probabilidad rayana en la certeza—, también un borracho. Control absoluto del caso. Entrega del informe definitivo el lunes, a más tardar, y todo se lo contó en tres minutos, aunque ella le había dado cinco. Holt parecía casi aliviada cuando lo vio marcharse. Tenía otro caso en el que pensar y, en comparación, el asesinato de Bäckström era un don del cielo.
Ahí, ya puede chuparse esa la demacrada de la jefa, pensó Bäckström cuando por fin entró a su nuevo lugar de tortura.