Hacia las tres de la tarde, Bäckström celebró con la unidad la primera reunión de la investigación del nuevo caso de asesinato. No era la más aguda de las unidades que había dirigido en los veinticinco años que llevaba como investigador de delitos violentos. Tampoco era la más numerosa, por cierto. En total, ocho personas, si se contaba a sí mismo y a los dos técnicos que no tardarían en ir a atender otros casos, tan pronto como hubieran terminado con todo lo relativo a Karl Danielsson. Quedaban uno más cinco, y teniendo en cuenta lo que acababa de ver y de oír de sus colaboradores, todo se reduciría bastante rápido a un solo hombre, el comisario Evert Bäckström himself. Por lo demás, ¿quién si no? Así solía ser siempre. Bäckström era el único que quedaba, como última esperanza de los familiares destrozados. Aunque en el caso de Danielsson, el pariente más cercano sería el Systembolaget.
—Bueno —dijo Bäckström—. Pues os doy la bienvenida. Por ahora, a todos vosotros. Si se produce algún cambio al respecto, os prometo que os lo haré saber. ¿A alguien le apetece empezar?
—A nosotros nos apetece, a mi colega y a mí —dijo el mayor de los técnicos, Peter Niemi—. Apenas hemos tenido tiempo de examinar el apartamento, así que tenemos montones de cosas que hacer.
Peter Niemi llevaba más de veinticinco años en la Policía, y quince en el grupo técnico. Había cumplido los cincuenta, pero parecía mucho más joven. Rubio, en buena forma, muy por encima de la estatura media. Había nacido y se había criado en Tornedal. Llevaba más de media vida en Estocolmo, pero aún conservaba el dialecto de aquella zona. De sonrisa fácil y con una expresión amable y cauta en sus ojos azules. No había que ser uno de los malos para clasificarlo y el hecho de que llevase quince años sin usar el uniforme no tenía nada que ver. Lo importante era el mensaje de su mirada. Peter Niemi era policía, y era cordial y amigable mientras la gente se comportara como debía. De lo contrario, tenía que vérselas con él y más de uno había sufrido una dolorosa experiencia al respecto.
—Bien —dijo Bäckström—. Te escucho.
Lapón de mierda, borrachín finlandés, si parece que acabas de dejarte caer del autobús de Haparanda. Cuanto antes me libre de oír a este cabrón, tanto mejor, pensó.
—Estupendo, pues a ver —dijo Niemi hojeando sus papeles.
La víctima se llamaba Karl Danielsson. Jubilado, sesenta y ocho años. Según el pasaporte, que los técnicos habían encontrado en el apartamento, medía un metro ochenta y ocho centímetros y debía de pesar unos ciento veinte kilos.
—De complexión robusta y con un sobrepeso de unos treinta kilos, diría yo —explicó Niemi, que había sujetado el cadáver por debajo de los brazos cuando lo colocaron en la camilla—. Las cifras exactas os las dará el bueno del doctor.
¿Y para qué coño nos van a servir?, se preguntó Bäckström irritado. No creo que vayamos a hacer salchichas con él.
—El lugar del crimen —prosiguió Niemi—. Es el apartamento de la víctima. La entrada, para ser exactos. Tengo la impresión de que estaba en el retrete, y le dieron la primera hostia en cuanto salió por la puerta, todavía cerrándose la bragueta. Al menos, encaja con la distribución de las salpicaduras y con la cremallera, que tenía a medio subir, por si a alguien le interesa. Luego recibió varios golpes rápidos, uno tras otro, y los últimos, cuando ya había caído al suelo del recibidor.
—¿Con qué? —preguntó Bäckström.
—Con la tapadera de una olla azul esmaltada —dijo Niemi—. Se encuentra en el suelo, al lado del cadáver. La olla está en la cocina, en el fogón, y hasta allí solo hay tres metros.
»Además —continuó—, el asesino parece haber utilizado también un martillo con el mango de madera. El mango está partido justo donde se une con la cabeza, y ambas partes se encuentran en el suelo de la entrada. A la altura de la cabeza de la víctima.
—Así que nuestro hombre es un pillín muy metódico —suspiró Bäckström meneando la cabeza.
—No creo que sea muy pequeño. Al menos, si nos guiamos por el ángulo de los golpes. Además, es más que metódico, aunque al principio no resultó nada fácil verlo, puesto que Danielsson estaba totalmente cubierto de sangre, tanto la cara como el pecho —dijo Niemi—. Pero hemos comprobado que también lo estranguló con su corbata. Mientras lo tiene en el suelo, y cuando ya está camino de morirse, el asesino le apretó la corbata y lo remató atándola con un nudo normal y corriente. Algo del todo innecesario, si quieres saber mi opinión. Pero, claro, más vale más que menos, por aquello de estar seguro. —Niemi se encogió de hombros.
—¿Tienes alguna idea de quién lo hizo? —preguntó Bäckström, aunque él ya sabía lo que había ocurrido.
—El típico asesinato entre borrachos, Bäckström. En mi opinión —dijo Niemi—. Y piensa que le has hecho la pregunta a uno de Tornedal.
—¿Qué me dices de la hora? —dijo Bäckström. No es tonto de remate, después de todo.
—A eso iba. No pienso precipitarme —dijo Niemi—. Antes de que se lo carguen, en casa de la víctima hay otra persona que ha dejado sus huellas dactilares en el lugar, aunque aún no las hemos identificado; una persona que se ha sentado en el sofá del salón y que ha comido tocino con judías. Probablemente, el huésped se ha sentado en el único sillón, y el anfitrión, en el sofá. Han puesto la mesa en el salón, pero no han tenido tiempo de quitarla. Hemos obtenido varias huellas de los dos, claro, y espero que tengamos la identidad a lo largo del día de mañana. Con un poco de suerte, tendremos las huellas de nuestro asesino en los registros. Para acompañar la comida se han tomado cinco latas de cerveza de medio litro y algo más de una botella de vodka. Había una vacía y otra empezada. El modelo normal, de setenta centilitros y, por lo demás, de la excelente marca Explorer. Los tapones de ambas están en el suelo, delante del televisor, donde han estado comiendo y bebiendo, y casi todo indica que las botellas estaban sin abrir cuando empezaron. Entre otras cosas, los tapones aún conservan el sello y el aro de plástico. Ya sabéis, la parte perforada del tapón que emite ese clic tan agradable cuando se abre una botella.
El puto lapón parece totalmente normal, en parte, pensó Bäckström que, de pronto, sintió un vacío en el pecho. Casi como una experiencia previa de la muerte. ¿A qué vendría aquello?
—¿Algo más acerca del asesino y de lo que sucedió antes?
—Creo que el que lo hizo es una persona fuerte —dijo Niemi asintiendo con vehemencia—. Lo de la corbata no lo hace cualquiera. Luego, le ha dado la vuelta al cuerpo, porque el cadáver estaba primero de costado o quizá boca abajo, como se aprecia por el recorrido de la sangre, pero lo encontramos boca arriba. Y yo creo que eso lo hace cuando decide estrangularlo.
—Ya, y eso ¿cuándo fue? —preguntó de pronto Annika Carlsson, antes de que Bäckström tuviera oportunidad de insistir con la misma pregunta.
—Si le preguntas a un profano en medicina como yo (la autopsia no se hará hasta esta noche), te diría que la tarde de ayer —respondió Niemi—. Chico y yo llegamos al lugar de los hechos a las siete de la mañana, y para entonces, el cadáver ya presentaba una rigidez total. Mañana sabréis más de esto y otros detalles. —Niemi asintió, miró a los demás presentes e hizo amago de levantarse—. Ya hemos enviado bastante material al laboratorio de Linköping para su análisis, pero seguramente tardaremos varias semanas en recibir esos resultados. Al mismo tiempo, no creo que importe mucho para este caso. Me refiero a la espera. Este asesino no se nos escapará. Los colegas de la científica de la judicial provincial han prometido echarnos una mano con las huellas dactilares, así que con un poco de suerte, lo tendremos listo para el fin de semana.
»Necesitamos el fin de semana —repitió Niemi levantándose—. El lunes creo que podremos ofreceros una buena descripción de lo ocurrido en el apartamento.
—Gracias —dijo Bäckström mirando a Niemi y a su joven colega. Cuando le hayamos echado el guante encima al comensal invitado de Danielsson, podremos dar este caso por zanjado, se dijo. Un borracho que mata a otro, simplemente.
En cuanto los técnicos dejaron la sala, el conjunto de aquella unidad de investigación, perezosa e ineficaz, empezó a presentar un sinfín de exigencias: querían estirar las piernas y una pausa para fumar. Si Bäckström hubiera estado en su ser, les habría dicho de inmediato que cerraran el pico, pero se sentía extrañamente abúlico, así que les concedió lo que pedían con un gesto de asentimiento. En realidad, a él le habría gustado largarse de allí, pero a falta de nada mejor, fue directamente a los servicios y se tragó cinco litros de agua fría, por lo menos.