Como de costumbre, pensó Bäckström al salir del coche. Alrededor del cordón policial que había ante el bloque se hacinaba el consabido grupo de periodistas y fotógrafos, de vecinos y gente de por allí, y de los que, sencillamente, tenían curiosidad así, en general, y nada mejor que hacer. Además de los alborotadores de siempre, claro está, que seguramente habían aparecido sin cuestionarse mucho cómo ni por qué. Entre ellos, tres perlas bronceadas que aprovecharon para comentar la indumentaria y la pinta de Bäckström cuando este, con cierta dificultad, logró pasar por debajo de una de las cintas.
Bäckström se volvió y se los quedó mirando para memorizar sus caras hasta el día en que se los cruzara en su puesto de trabajo. Era simple cuestión de tiempo y cuando llegase el momento, tenía intención de convertirlo en una experiencia memorable para aquellas criaturas vomitivas.
Cuando pasó por delante del joven colega uniformado que vigilaba el portal, dio la primera orden del nuevo caso de asesinato.
—Llama al grupo de investigación y diles que manden a un par de tíos que puedan sacar unas cuantas fotos buenas de nuestro querido público.
—Está hecho —respondió el colega—. Fue lo primero que Ankan me pidió cuando asomó por aquí. Los colegas de investigación se han pasado dos horas por lo menos haciendo fotos —añadió, sin que se supiera muy bien por qué.
—¿Ankan? O sea, ¿el pato? ¿Quién coño es Ankan?
—Annika Carlsson. Ya sabes, la colega alta y morena que antes trabajaba en robos. La llaman Ankan.
—Ah, te refieres a la bollera esa —dijo Bäckström.
—Bueno, yo eso no lo sé, Bäckström —respondió el colega sonriendo—. Aunque, claro, algún que otro rumor ha llegado a mis oídos.
—Como qué —dijo Bäckström suspicaz.
—Bueno, parece que no es recomendable echar un pulso con ella —explicó el colega.
Bäckström se limitó a menear la cabeza. ¿Adónde coño iremos a parar?, pensó mientras cruzaba el umbral del bloque de Hasselstigen 1. ¿Qué coño le está pasando a la policía sueca? Maricas, bolleras, metecos y acémilas comunes y corrientes. Ni un agente normal en lo que alcanza la vista.
En el lugar del crimen todo estaba como era de esperar cuando alguien le abría la cabeza a un borracho en su apartamento. En pocas palabras, mucho peor de lo que era costumbre en casa de un borracho. En el caso concreto de aquel ejemplar, el tipo estaba boca arriba en la alfombra de la entrada, con el cuerpo dentro y los pies pegados a la puerta, las piernas separadas y los brazos extendidos por encima de la cabeza machacada, casi en un gesto de súplica. A juzgar por el olor, al morir se llenó los pantalones de gabardina gris tanto de heces como de orina. Y en el suelo había un charco de sangre de un metro de diámetro. Las paredes de ambos lados del estrecho recibidor tenían salpicaduras desde el suelo hasta arriba, e incluso había rastros de sangre en el techo.
Joder, pensó Bäckström meneando la cabeza. En realidad, debería llamar a la revista de estilo Sköna hem, para que todos esos maricones de la decoración vieran de una vez por todas algo contundente y popular, y supieran lo que es bueno. Un pequeño reportaje de la serie «En casa de…», del grupo social más bajo, pensó Bäckström, cuyos pensamientos vino a interrumpir alguien con unas palmaditas en el hombro.
—Hola, Bäckström. Me alegro de verte —dijo la inspectora Annika Carlsson, de treinta y tres años, asintiendo amable.
—Hola —dijo Bäckström, haciendo un esfuerzo por no parecer tan agotado como estaba.
Una tía que le sacaba media cabeza a él, que era un hombre alto y esbelto en su mejor edad. Piernas largas, cintura estrecha, con condición física más que de sobra y con la elevación correcta tanto en la derecha como en la izquierda. Si se dejara crecer el pelo y se pusiera una minifalda, podrían confundirla incluso con una tía normal y corriente. Salvo por la estatura, claro, porque eso ya era tarde para remediarlo y, con un poco de suerte, ya habría terminado de crecer, a pesar de que acabara de soltar los pañales.
—¿Alguna petición especial, Bäckström? Los técnicos acaban de terminar con los preliminares y, en cuanto se hayan llevado el cadáver al instituto forense, podrás echarle un vistazo al lugar del crimen.
—Ya lo haré luego —dijo Bäckström meneando la cabeza—. ¿Quién coño es ese? —preguntó señalando una figura menuda de piel oscura que estaba en cuclillas, apoyada en la pared del fondo del rellano, con una expresión hermética y melancólica y una bolsa de tela al hombro, de la que sobresalían unos periódicos.
—Es nuestro repartidor de periódicos, el que hizo la llamada —respondió la colega Carlsson.
—Fíjate —dijo Bäckström—. Será por eso por lo que lleva una bolsa con periódicos al hombro.
—Mira que eres sagaz, Bäckström —dijo Annika Carlsson sonriendo—. Exactamente, cinco ejemplares del Dagens Nyheter y cuatro del Svenska Dagbladet. El ejemplar del Svenska de la víctima está ahí, junto a la puerta —continuó señalando un periódico doblado que había en el suelo, en la entrada del apartamento de la víctima—. Ya había repartido un Dagens Nyheter, en casa de una suscriptora, una mujer mayor que vive en el bajo.
—¿Y qué sabemos de él? Del tío de los periódicos.
—Para empezar, parece estar limpio —dijo Annika Carlsson—. Los técnicos lo han examinado y no han encontrado la menor huella, ni rastro en la ropa ni en el cuerpo. Teniendo en cuenta cómo está el apartamento, debería haber terminado manchado de sangre de arriba abajo, si hubiera sido él quien se hubiese cargado a la víctima. Nos ha contado que le tocó la cara, concretamente, la mejilla, y cuando notó la rigidez, comprendió que estaba muerto.
—¿Es un puto estudiante de medicina o qué? —Joder, pensó Bäckström. Sí que tiene huevos el cucaracha este.
—Al parecer, ha visto muchos muertos en su país de origen —dijo Carlsson, aunque, esta vez, sin atisbo de sonrisa.
—¿Habrá aprovechado para llevarse algo? —preguntó Bäckström, que funcionaba con el piloto automático cuando se trataba de tipos como el cucaracha.
—Lo han registrado. Fue lo primero que hizo la patrulla cuando llegó. Llevaba en los bolsillos una funda con el permiso de conducir, una acreditación de la distribuidora de periódicos, una modesta cantidad de dinero, unas cien coronas, creo, y la mayoría, en monedas. Además de un teléfono móvil particular. Ya nos hemos quedado con el número, por supuesto. Si se ha llevado algo, no lo tenía encima, y puesto que ya hemos registrado el apartamento sin resultado, no creo que haya tenido tiempo de esconder nada.
Pues vaya mierda. Encima son unos flojos, se dijo Bäckström, que no pensaba rendirse.
—¿Ha hecho alguna llamada?
—Según dice, solo una. Al ciento doce. Lo pasaron con los colegas del «Agujero». El colega de la central es el único con el que ha hablado, según dice, pero naturalmente, lo comprobaremos. Figura en la lista de teléfonos que debemos contrastar.
—Ya. ¿Y tiene nombre? —preguntó Bäckström.
—Septimus Akofeli, veinticinco años, refugiado somalí, ciudadano sueco, residente en Rinkeby. Ha dejado las huellas y una muestra de ADN que aún no hemos tenido tiempo de analizar, pero estoy bastante segura de que es quien dice ser.
—¿Cómo has dicho que se llama? —Vaya puto nombre, pensó.
—Septimus Akofeli —repitió Annika Carlsson—. Lo he retenido aquí porque pensé que quizá querrías hablar con él.
—No —respondió Bäckström meneando la cabeza—. Por lo que a mí se refiere, puedes mandarlo a casa. En cambio, sí voy a echarle un vistazo al lugar del crimen. Si los académicos de pacotilla de los técnicos acaban de una vez.
—Peter Niemi y Jorge Hernandez, lo llaman Chico, por cierto —dijo Annika Carlsson asintiendo—. Trabajan en la científica aquí, en Solna, y no los hay mejores, si quieres saber mi opinión.
—¿Hernandez? ¿De qué me suena? —preguntó Bäckström.
—Tiene una hermana menor, Magdalena Hernandez, que trabaja aquí en seguridad ciudadana. Seguro que te has fijado en ella, será por eso por lo que te resulta familiar el nombre —añadió Annika Carlsson sonriendo, sin que Bäckström supiera el motivo.
—¿Y por qué?
—Es la policía más guapa de Suecia, según la mayoría de los colegas. En mi opinión, es una chica estupenda —dijo la colega Carlsson, y sonrió.
—No me digas —respondió Bäckström. Porque para ti ya es agua pasada, pensó.
El apartamento estaba tan asqueroso como Bäckström se había imaginado. Primero un armario empotrado en un pasillo estrecho. A la izquierda, un baño y un aseo y después, un dormitorio no muy grande. A la derecha una cocina con comedor y, enfrente, el salón. En total, poco más de cincuenta metros cuadrados, y era imposible precisar cuándo habría limpiado por última vez la persona que vivía allí, pero seguramente, no desde fin de año.
El mobiliario estaba viejo y deslucido, y la decoración iba a tono: todo, desde la cama sin hacer, con un cojín, sin almohadón, la mesa de la cocina, embadurnada de restos de comida y el sofá desfondado del salón. Al mismo tiempo, los chismes que había daban fe de que la víctima, Karl Danielsson, había conocido tiempos mejores. Varias alfombras persas, muy viejas. Un recio escritorio de caoba antiguo con decoraciones incrustadas de madera más clara. Un televisor de hacía veinte años, pero de la marca Bang & Olufsen. Y el sillón de orejas que había delante, un modelo inglés de piel con el escabel a juego.
El alcohol, pensó Bäckström. El alcohol y la soledad; aunque él no se había sentido peor desde que los simios esos de la Unidad Nacional de Operaciones le arrojaron una granada aturdidora a la cabeza, más de seis meses atrás. No recobró el conocimiento hasta el día siguiente, y para entonces, lo habían ingresado en el hospital de Huddinge, en la sección de psiquiatría.
—¿Alguna cosa más, Bäckström? —preguntó Annika Carlsson como preocupada.
Un par de lingotazos y una cerveza, pensó Bäckström. Y si te dejas crecer el pelo y te pones una falda, puede que te permita que me la chupes. Pero no esperes nada más, se dijo, pues desde hacía veinticuatro horas largas, dudaba seriamente tanto del deseo carnal como del amor espiritual.
—No —dijo meneando la cabeza—. Nos vemos en la comisaría.
Aquí hay algo que no encaja, pensó Bäckström mientras paseaba tranquilamente hacia la comisaría. ¿Qué sería? ¿Y cómo iba a caer en la cuenta, si su cerebro reseco ya habría sufrido seguramente lesiones irreversibles? Pienso matar a ese charlatán de mierda, se dijo.