El jueves 15 de mayo, el sol salió sobre la calle Hasselstigen 1 de Solna a las tres y veinte de la mañana. Exactamente dos horas y cuarenta minutos antes de que Septimus Akofeli, de veinticinco años, llegara a esa misma dirección para distribuir el periódico matutino.
Septimus Akofeli era en realidad mensajero ciclista, pero, desde hacía poco menos de un año, trabajaba extra repartiendo el periódico en unos cuantos barrios de la zona de Råsundavägen, entre ellos, el de la casa de Hasselstigen 1. Además, era refugiado del sur de Somalia y procedía de una aldea situada a tan solo media jornada a pie de la frontera con Kenia. Había llegado a su nueva patria el mismo día que cumplió trece años, y que hubiera ido a parar a Suecia, en lugar de a cualquier otro sitio, se debía a que su tía, su tío y un puñado de primos habían huido a ese país cinco años atrás, y a que el resto de sus familiares habían fallecido. O los habían asesinado, si se prefiere, porque solo unos cuantos habían muerto por otras causas.
Septimus Akofeli no era un refugiado somalí normal de los que venían a la aventura. Contaba con algunos familiares que podían hacerse cargo de él, y había razones humanitarias de peso para dejarlo entrar en el país. Todo parecía encajar bien. O, al menos, tan bien como podía pedirse en justicia, tratándose de alguien como él.
Septimus Akofeli había superado tanto los estudios básicos suecos como el instituto con calificaciones pasables e incluso buenas en la mayoría de las asignaturas. Luego cursó tres años en la Universidad de Estocolmo. Sacó una diplomatura en lenguas modernas, con el inglés como principal. Se sacó el permiso de conducir y adquirió la ciudadanía sueca a la edad de veintidós años. Solicitó una serie de puestos de trabajo y por fin consiguió uno. De mensajero ciclista en Miljöbudet, el servicio de mensajería ecológica: «Para ti, que quieres cuidar el planeta». Y, en cuanto empezaron a pasarle los recibos del préstamo estudiantil, se buscó un trabajo extra como repartidor de periódicos. Desde hacía un par de años vivía solo en un estudio, una habitación con cocina, en Fornbyvägen, en el barrio de Rinkeby.
Septimus Akofeli cumplía con su deber. No era una carga para nadie. Dicho brevemente: había conseguido más que la mayoría, con independencia de sus orígenes, y lo había hecho mejor que casi todo el mundo con los mismos orígenes.
Septimus Akofeli no era un refugiado somalí normal. Para empezar, Septimus era un nombre muy poco frecuente en Somalia, incluso en el seno de la minoría cristiana; y para continuar, tenía la piel mucho más clara que sus compatriotas. Existía para ello una explicación muy sencilla, a saber: que el pastor de la misión africana de la Iglesia inglesa, Mortimer S. Craigh —ese de Septimus— había pecado contra el sexto mandamiento. Dejó embarazada a la madre de Septimus, tomó conciencia de cómo había pecado, obtuvo el perdón de Nuestro Señor y, sobre todo, volvió enseguida a la pequeña parroquia del pueblecito de Great Dunsford, en Hampshire, situado, por cierto, en el entorno más bucólico que pueda imaginarse.
El jueves 15 de mayo, a las seis y cinco minutos de la mañana, Septimus Akofeli, de veinticinco años, encontró el cadáver de Karl Danielsson, de sesenta y ocho, en el vestíbulo de su apartamento, en el primer piso de Hasselstigen 1, en Solna. La puerta estaba abierta de par en par y el cadáver se hallaba a tan solo un metro del umbral. Septimus Akofeli dejó en el suelo el ejemplar del Svenska Dagbladet que hacía unos segundos pensaba echar al buzón del suscriptor Danielsson. Se agachó y examinó despacio el cadáver. Incluso le palpó con cuidado las mejillas rígidas. Luego meneó la cabeza y llamó desde su móvil al ciento doce, el número de emergencias.
A las seis y seis minutos lo pasaron con el centro provincial de emergencias de la policía de Estocolmo. El telefonista lo puso en espera mientras daba la alarma y, acto seguido, recibió la respuesta de un radiopatrulla de la policía de Västerort, que se encontraba en la carretera de Frösundaleden, a tan solo unos cientos de metros del lugar en cuestión. «Sospecha de asesinato en Hasselstigen 1, en Solna». Además, el hombre que había llamado parecía «sospechosamente lúcido y sereno», información que podía resultar interesante, si es que no se trataba solo de alguien que pretendía divertirse a costa de la Policía, sino que actuaba movido por «trastornos más serios…».
Sin embargo, el telefonista no sabía que la cosa era mucho más sencilla: que precisamente Septimus Akofeli era una persona increíblemente apta para hacer el tipo de descubrimiento que acababa de hacer. Ya de niño había visto más personas asesinadas y mutiladas que casi ninguno de los nueve millones de habitantes de su nuevo país.
Septimus Akofeli era bajito y delgado, un metro sesenta y siete centímetros de altura y cincuenta y cinco kilos de peso. Al mismo tiempo, era un joven bien entrenado y musculoso, algo natural cuando uno se dedica a subir y bajar escaleras un par de horas todas las mañanas, y se pasaba el resto del día pedaleando para llevar cartas y paquetes a unos clientes que siempre aguardaban ansiosos y que, además, cuidaban del planeta, por lo que no debían quedarse esperando inútilmente.
Septimus Akofeli era guapo, tenía la piel color aceituna, facciones clásicas y un perfil que podría haberse sacado de un jarrón egipcio antiquísimo. Lo que pudiera estar rondándole por la cabeza al hombre de mediana edad, policía de la central de emergencias de Estocolmo que estaba de telefonista aquella noche, era un enigma para Akofeli, que se había esforzado al máximo por olvidar sus recuerdos de la infancia.
Primero hizo lo que le indicaron y se quedó al teléfono. Un par de minutos más tarde, meneó la cabeza; colgó abandonando la respuesta prometida, que la Policía ya había olvidado; dejó la saca con los periódicos en el suelo y se sentó en un escalón delante del apartamento, para esperar, pese a todo, tal y como había dicho que haría.
Algo después, vinieron a hacerle compañía. En primer lugar, alguien que abrió la puerta con cuidado y la cerró enseguida. A continuación, unos pasos cautelosos en la escalera, y aparecieron dos policías de uniforme, un hombre de unos cuarenta años y, siguiéndolo a poca distancia, una colega mucho más joven. El policía llevaba la mano en la culata de la pistola, lo señaló con el brazo izquierdo y con la mano extendida. Su colega, la joven agente, que iba detrás, sostenía en la derecha la porra extensible de acero.
—Vale —dijo el hombre señalando a Akofeli—. Vamos a hacer lo siguiente. Primero, nos ponemos las manos en la cabeza, luego, nos levantamos tranquilamente, nos ponemos de espaldas y abrimos las piernas…
¿Abrimos? ¿Quiénes?, pensó Septimus Akofeli, haciendo lo que le ordenaban.