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Una corbata manchada de salsa, la tapadera de una olla de hierro y un martillo normal de tapicero con el mango partido. Esos fueron los hallazgos más llamativos que los técnicos de la policía de Solna hicieron durante la inspección del lugar de los hechos. Y no había que ser técnico criminalista para comprender que esos fueron los objetos utilizados para quitarle la vida a la víctima. Bastaba con tener ojos para ver y un estómago lo bastante resistente para aguantar el espectáculo.

En lo que al martillo de tapicero con el mango roto se refería, se demostraría bastante pronto —con mayor probabilidad aún, de ser posible— que se habían equivocado y que, en cualquier caso, el asesino no lo usó para cargarse a la víctima.

Mientras los técnicos se dedicaban a lo suyo, los investigadores habían superado las obviedades que les competían. Hicieron la consabida ronda entre los vecinos y aledaños, los interrogaron acerca de la víctima y sobre posibles circunstancias que guardaran relación con los hechos. Uno de ellos, una empleada civil, porque normalmente eran los empleados civiles quienes se encargaban de esa tarea, se había sentado al ordenador a averiguar todo lo que fuera posible por esa vía.

Además, descubrieron bastante pronto la triste historia de la víctima de asesinato más habitual de los ciento cincuenta años que hacía que llevaban análisis estadísticos sobre ese asunto. Probablemente serían muchos años más, ya que los diarios de sentencias que se habían conservado desde la Edad Media ofrecían exactamente la misma imagen que el Estado de derecho de la sociedad industrial. La clásica víctima de asesinato en Suecia desde hacía mil años, seguramente. En términos actuales: «Un hombre solo de mediana edad, marginado social, con problemas de alcoholismo».

—Un borracho normal y corriente, ni más ni menos —describió Evert Bäckström, el jefe de la investigación preliminar de la policía de Solna, al fallecido cuando, después de la reunión inicial con la unidad de investigación, informó del caso a su superior.