Epílogo

Midgard.

Noruega.

—Si lo que quieres es meterte ahí dentro, mi respuesta es no. Un no enorme, tan grande como tu cabeza —le dijo Steven, malhumorado.

Daimhin quería no hacerle ni caso, con todas sus fuerzas. A ella poco le importaba lo que se suponía que debía o no debía hacer.

—Tengo la cabeza pequeña, así que… —lo desafió ella a punto de saltar.

El berserker de la cresta pelirroja la detuvo por el brazo cuando vio que ella se internaba por una de las grietas de Edimburgo. ¡Quería saltar como su hermano, la muy suicida! Llevaban casi medio día buscándolo.

—¡Que me sueltes! —le retiró el brazo con fuerza—. ¡¿Quieres dejar de perseguirme?! ¿¡Por qué no te largas!?

—¡Porque no aceptas que tu hermano se tiró ahí por voluntad propia! —Señaló la inmensa abertura de tierra. La luz anaranjada de la lava que había bajo aquel canal emergía hasta el exterior e iluminaba los ojos amarillos de Steven con fuerza—. Él se lanzó a por la china. Fue su decisión.

Los gases tóxicos les irritaban los ojos. Steven no podía diferenciar si eran lágrimas o no lo que había en los increíbles ojos de Daimhin. Eran lo más bonitos que había visto jamás.

La rubia samurái le odiaba. O eso parecía. Pero no tenía ni idea de si era o no era un sentimiento común que tenía la joven hacia todos los hombres.

—Mi hermano no se suicidó. Y Aiko es japonesa. No china.

—No he dicho que se suicidara. Solo he dicho que era un suicidio dejarse caer por una de esas grietas.

—Carrick es el más valiente de todos los hombres que conozco. Tal vez tú jamás arriesgarías la vida por la persona a la que amas, no vaya a ser que se te despeine la cresta… Pero Carrick sí lo haría. Es de ideas fijas.

Steven sonrió con desdén.

—Como su hermana.

Daimhin lo miró de reojo y asomó la cara de nuevo a la grieta.

—Las grietas tienen caminos.

—Son precipicios —aclaró él—. Acantilados que dan unas vistas maravillosas a un increíble mar de lava. ¿Quieres un baño calentito?

—Quiero que te calles. —Se colocó un mechón rubio detrás de la oreja—. Hay agujeros, como grutas. —Las señaló con el dedo—. Los etones y los purs son seres subterráneos, ¿no? ¿Y si tienen sus madrigueras por aquí?

—Salen de huevos, dudo mucho que se hayan hecho casas tan rápido.

—¿Los has visto actuar? Son como gusanos, levantan la tierra, buscan agujeros por todas partes. Tal vez… —Daimhin se negaba a creer que Carrick hubiera muerto. Su hermano no era un suicida. Su vida había sido tan oscura como la de ella, pero sentía algo por Aiko. De eso estaba segura. Si Carrick conseguía agarrarse a un ínfimo rayo de luz, por muy pequeño que fuera, lo haría. Porque no quería ceder a su oscuridad, y ya estaba muy cerca de ella. Por eso pensaba que él vivía. Y que estaba con Aiko—. Tal vez, estén en las cuevas.

Steven estaba cansado de escucharla. Debían volver a Wester Ross. Todos los guerreros que habían sobrevivido estaban allí. Él era el líder berserker de Escocia y su clan lo necesitaba. No podía estar cuidando de Daimhin y cediendo a sus deseos. Tenía obligaciones.

—Vámonos, Daimhin —le pidió, y le ofreció la mano con la palma hacia arriba—. Ven conmigo.

Ella miró hacia otro lado y se mordió el labio inferior.

—No pienso moverme de aquí.

—Vámonos —repitió—. No hagas que te lleve a la fuerza.

—¡No! Te lo advierto: ni me toques.

Steven apretó los dientes con determinación, fingió que se daba la vuelta y que la dejaba atrás, ahí sola, entre los gases, el fuego y la oscuridad, pero entonces, con un movimiento veloz, cogió a Daimhin rodeándola con el cuerpo.

Ésta, alarmada al sentirse atrapada, sacó su katana, la cogió por el mango y con un movimiento de delante hacia atrás la clavó en el estómago de Steven, retorciendo la hoja para que la soltara.

Estaban muy cerca del precipicio. El cuerpo de Steven caía hacia delante, los dos iban de cabeza a internarse en la grieta.

Steven podría haberla soltado; ella podría haber quitado la katana y permitir que se fuera. Pero ninguno de los dos hizo nada de eso.

Daimhin se aseguró de llevárselo con ella, retorciendo más la hoja.

Y Steven, sin pensárselo dos veces, levantó la cabeza. Rabioso, la mordió en el cuello.

Ambos cayeron al precipicio, entre la tierra abierta y el mar de lava, que parecía estar esperándolos.

Bulgaria.

Paso de Shipka.

Hacía mucho frío. La tierra temblaba bajo su cuerpo.

La Elegida abrió los ojos y se llevó la mano al vientre, descubierto y algo abultado ya. Aodhan crecía muy rápido. Se cubría la barriga con el jersey negro, para darle calor.

Miró a su alrededor, pero no reconoció nada.

Hacía un momento estaba en el RAGNARÖK, con el resto del Consejo Wicca. Hablaban de las noticias que habían traído Ruth y Adam sobre el viaje del druida, y también acerca del inesperado contacto de alguien de los Balcanes. Decían que estaban encerrados y que les iban a matar de un momento al otro, que los humanos habían abandonado las dependencias del campo de concentración en el que estaban. El amanecer llegaría. Con ello, miles de vanirios morirían.

Vanirios.

Ella escuchaba atentamente, sorprendida de que hubiera tantos de su especie bajo una tierra que desconocían. Sería una gran ayuda en la guerra.

Sabía que estaba apoyada sobre el hombro reconfortante de Menw, su pareja. Él jugaba con los dedos de su mano, haciéndole cosquillas. Aquello la relajaba, tanto a ella como a su bebé.

Con él se sentía tan a gusto que no pudo evitar dormirse.

Eso era lo último que recordaba.

Daanna se levantó y fijó sus ojos verdes en las rejas de una propiedad. Había algo escrito en cirílico.

Estudió el edificio que se veía al fondo, en lo alto de una colina. Amanecería dentro de un par de horas.

Saltó la verja y corrió hasta llegar a las puertas metálicas que cercaban la propiedad.

Un enorme estruendo subterráneo provocó temblores en toda la colina.

Daanna abrió las puertas metálicas con su poder mental y el de Aodhan, que era increíblemente poderoso. Su bebé sería un rey entre reyes. Jugaría un papel muy importante para el día que se avecinaba, el Ragnarök final.

La Elegida no sabía por qué, solo sabía que lucharía por su supervivencia.

Sabía dónde estaba. Estaba en el paso de Shipka. Y sabía quiénes había bajo esas instalaciones. Eran los vanirios. Y uno de ellos se había puesto en contacto con el foro.

¿Cómo lo conocían? ¿Cómo contactaron?

Daanna entró en el edificio y no supo hacia dónde dirigirse. Posó sus manos sobre su vientre y le dijo:

—Ayuda a mami, bebé. Si sientes y sabes dónde están y cómo puedes sacarlos de aquí, ayúdalos. Caithfidh siad duit. [Te necesitan].

«Cúrsa, mamaidh», contestó Aodhan mentalmente: «Claro que sí, mamá».

Daanna frotó su vientre y sonrió.

El sonido de bisagras al crujir, de puertas al abrirse y de diversos artilugios mecánicos al ponerse en marcha inundaron la colina. Material oxidado, sin duda.

Pasados los minutos, las luces de las verjas y de alrededor se encendieron. Daanna no dudaba de que aquel lugar debía llamar la atención al pueblo y a todos los que vivieran en las faldas del misterioso puerto de montaña en el que se encontraba.

El hierro de los cercos, el suelo de tierra y todo tipo de instrumentos que había en el exterior, instrumentos de tortura, seguían manchados de sangre.

A la vaniria se le revolvió el estómago. Ahí habían martirizado a los suyos, sin que ellos lo supieran. No les habían podido ayudar, pues desconocían dónde habían estado.

De repente, la puerta central metálica, inmensa, robusta y gris, se abrió de par en par.

Daanna estaba solo a diez metros. Podría ver quiénes aparecerían a través de ella.

Solo distinguió la silueta de un hombre, abierto de piernas y con los brazos tensos a cada lado de sus caderas.

Un hombre musculoso y robusto, vestido con una bata blanca manchada de sangre. Tenía el pelo negro, largo y liso. Sus ojos… eran lilas.

Él levantó la mirada hacia ella e intentó sonreír, pero solo le salió una mueca mal hecha. Parpadeó como si estuviera viendo un sueño cuando fijó sus ojos en el vientre abultado de la vaniria.

Daanna abrió y cerró la boca. No sabía ni qué decir.

El impacto fue tal que se le llenaron los ojos de lágrimas. Dio un paso para acercarse a él y mirarlo mejor. No podía creer lo que estaba viendo.

—Hola, Elegida —la saludó el hombre, con voz rota.

Daanna no tuvo tiempo de decir nada más. Se desmayó al instante, al tiempo que sus labios susurraban un nombre, desaparecido para los de su raza. Un nombre de culto y respeto entre los vanirios. El nombre de un líder desaparecido.

—¿Thor?