¿Cuántas veces podían echar sus planes por tierra?
Sin martillo. Sin espada. Sin lanza.
Con el puente Bifröst destruido y el Asgard cerrado para él.
Solo le quedaba una opción.
Su última baza.
Su última oportunidad.
Ya lo tenía todo medio hecho, ahora solo tenía que culminar su plan inicial, considerablemente modificado, pero aún lo podía lograr.
Le habría encantado jugar con los tótems y que sus secuaces hubiesen conseguido sus objetivos. Con los tótems habría vencido en el Ragnarök sin problemas. Había estado a punto de conseguir las llaves de Heimdal para abrir y cerrar los nueve mundos a su antojo. Pero los hijos de Odín y Freyja, esos vanirios, berserkers, einherjars, valkyrias e, incluso, algunos humanos tocapelotas, también jugaban, y él había pecado de soberbio. Por eso su propósito, aunque había avanzado, no había acabado.
Pero esta vez se encargaría él mismo de culminar su propio destino.
En realidad, él habría preferido no arriesgarse físicamente, ya que su cuerpo, aún lleno de magia, era solo uno. Y si salía de ahí para luchar, corría el riesgo de resultar herido y perecer.
Igual que Odín y todos sus dioses morirían de pena al ver que su Tierra, su proyecto de mundo y de civilización más avanzada, caía ante ellos, víctima de su propia ignorancia y de su ambición.
Cuando Odín lo castigó, lo relegó a una cárcel de cristal que también sería su protección eterna. Él se encargó de salir del Asgard y descender al Midgard. Y allí, mediante un hechizo, se ocultó. Invisible para todos. Y, sin embargo, vivía en la mente de todos y cada uno de los seres humanos.
Escuchaba sus pensamientos, sabía cómo controlarlos o cómo explotar aquel lado oscuro y maligno que todos, sin distinción, tenían. Incluso las criaturas del Aesir y de Freyja se habían dejado llevar por la ambición y el deseo humano. Hibridarse con una especie inferior conllevaba grandes desastres, ¿no?
Muchos dioses se habían levantado creyendo que esa especie nacía buena, y habían apoyado a ciegas al dios tuerto. Creían que esa raza era capaz de conseguir grandes proezas.
Pero a él nadie lo engañaba, pues era el más antiguo de los habitantes de la Tierra.
Al ser humano lo regía el estado de naturaleza, en el que siempre se antepone el deseo y la fuerza. Solo se preocupaban por aumentar su poder hacia los demás, porque eran egoístas y porque tenían un defecto, a su parecer: la mortalidad.
Los humanos tenían grabada en su subconsciente la muerte, como un hecho inevitable para ellos. Ese miedo los volvía malvados en muchos aspectos. Su escaso tiempo de vida les provocaba ansiedad, que se sintieran inseguros, de ahí que quisieran siempre más y más: más dinero, más belleza, más poder. Eso les daba seguridad y hacía que se sintieran invencibles, y no importaba a quién pisoteaban para conseguirlo.
Odín, sin embargo, no creía en eso.
Él decía que eran capaces de lo peor y también de lo mejor, pero, al final, debía prevalecer el bien. A su parecer, el ser humano era bueno, pero lo que le rodeaba lo hacía perverso y egoísta en muchas ocasiones.
Y el tiempo le había dado la razón. La Tierra, el Midgard, sucumbía a la destrucción, y los humanos caían uno detrás de otro.
Había pasado mucho tiempo hasta llegar al tiempo del ahora.
Primero tuvo que jugar con berserkers y vanirios, y tentarlos astralmente. ¿Por qué debían sufrir de aquel modo? ¿Por qué debían sufrir por el ansia de buscar el amor eterno o el hambre? Durante milenios dejó que la Tierra sucumbiera a ese estado de naturaleza. El despertar espiritual que deseaba Odín era imposible que llegase en seres de naturaleza tan bélica y rencorosa.
Y después de mucho tiempo, justo cuando la alineación planetaria que esperaba estaba a pocos días de tener lugar, justo cuando él creyó que solo debía dar dos pasos para hacer llegar el Ragnarök, empezaron a aparecer las fichas de Odín: una híbrida, nieta del antigua berserker As, que unió a los clanes; una cazadora de almas que jodió los planes de Strike y Lillian, y que era un faro para las almas que él desea. El despertar de los Elegidos…
Entonces, pensó que sería buena idea robar esos tótems que él mismo había entregado antes a los dioses. Utilizó los medios de Newscientists, por fin acabados, para entrar en el Asgard a través de una puerta interdimensional, y así los robó.
Pero las valkyrias (la hija secreta de Thor, Gúnnr; la hija de Nig, el Nigromante, y la Sibila, y la Generala de las valkyrias) habían dado al traste con sus planes.
Una y otra vez fracasaban. Pero, pasito a pasito, la alineación se acercaba y él seguía vivo. La vida daba lugar a la esperanza, ¿no decían eso los humanos, tan mediocres?
Por eso sabía que era su momento. El Midgard no había visto nada todavía, no había sufrido ni una décima parte de lo que iba a sufrir.
Y más, mucho más llegaría, hasta que nada ni nadie pudiera detenerlos.
Cuando saliera de ahí, después de haber agotado todos sus cartuchos, la antesala de su venganza se pondría finalmente en marcha.
Pero, para ello, solo el hijo del dios que había hechizado la caja de cristal debía abrirla. Después de la batalla en Machre Moor, había quedado muy malherido, pero seguía consciente. Y no cesaría en comunicarse con él y en atraerlo hasta esa parte del mundo en la que se hallaba escondido: un lugar del mundo donde él no emitía señal ninguna.
Un lugar del mundo donde el cristal pasaba inadvertido.
Cerró los ojos y le comunicó mentalmente a su receptor las mismas palabras que llevaba repitiendo desde que Gungnir lo tocara.
Ahora, con su última ficha muerta, empezaba la partida final.
«No te rindas ahora. Ven a mí. Bjarkan’s laufgrœnstr lima; Loki far flærðar tima». [El abedul tiene ramas de verdes hojas; Loki lleva al tiempo del engaño].
Dentro de su cárcel, Loki sonrió.
—El engaño final.