Con el Lævateinn clavado en el centro de aquel lugar de la Tierra, el portal más fuerte y poderoso de aquel momento, Loki abrió los brazos y miró al cielo, oscuro y tormentoso.
El Midgard temblaba una y otra vez. Las sacudidas eran terribles. Balder había muerto de nuevo y no habría modo de que los dioses ni los humanos abrieran otra puerta para librarse de lo que se les venía encima. Era imposible.
Aquél era el destino de la humanidad. Y el dios dorado no habría regresado, porque lo había matado él mismo con la madera de su bastón, hecha de ramas de muérdago.
Soltó una carcajada histérica.
Empezó a llover y a tronar. Se creó un increíble remolino, un tornado, sobre su cabeza.
—¡Llamo a mis mundos para que vuelvan a la vida! —gritó con aquellos ojos oscuros fijos en el remolino—. ¡Convoco a Muspelheim y a sus gigantes de fuego! ¡Clamo por el Jotunheim y sus gigantes de hielo y piedra! Reclamo a Svartalfheim y a sus elfos de la oscuridad. Y pido a Hel y a mi hija Hela, que inunden este mundo con sus muertos. Quiero que todos mis hijos despierten y regresen a mí. Ésta ha sido, es y será para siempre nuestra realidad, nuestro mundo. —Sonrió al ver lo que sus palabras provocaban en aquel mundo medio, de razas inferiores y soberbias. Para Loki no había nada peor que valer una mierda y creerse de oro. Y eso eran los humanos—. ¡Llegó la hora de mostrarnos! ¡Que todos los que estuvieron, están y estarán de mi parte, se unan a mí! ¡Venid con papá!