Ciudad de Nueva York
Unas manos nerviosas se deslizaban por el angosto cinturón hasta ajustarlo bien a la diminuta cintura de ocho años. Donald Riggs señaló el pequeño estuche adosado.
—Esto es como un radiomensaje, cariño, para que la policía pueda encontrarte —le dijo con voz cansina—. Porque ahora te vas a casa. Si mami es una buena chica. ¿Tu mami es una buena chica, Hayley?
Hayley movió la boca pero no pudo hablar. Se mordió el labio y lo miró irradiando inocencia. Asintió con la cabeza tres veces. Él le sonrió y le acarició lentamente la cabellera oscura.
El cuarto día sin su hija era el último que Elise Gray tendría que padecer ese dolor que apenas podía expresar. Inspiró profundamente sintiendo una mezcla de rabia y furia, culpable de que fuera más provocada por su esposo que por el desconocido que le había arrebatado a su hija. La compañía de Gordon Gray acababa de hacerse pública, convirtiéndolo en un hombre acaudalado y en blanco instantáneo de secuestro con extorsión. La familia estaba asegurada —pero todo eso tenía que ver con el dinero—, y a ella eso no le interesaba. Su familia era su vida y Hayley su luz brillante.
Y ahora allí estaba, aparcada en la puerta de su propio apartamento, al volante del BMW del esposo, a la espera de la llamada de ese ser repulsivo a un teléfono móvil que le había dejado con una nota de petición de rescate. No obstante era Gordon quien dominaba sus pensamientos. La compañía de seguros le había dicho a la pareja que variara su rutina, pero por Dios, ¿qué sabía Gordon de variar la rutina? Era el tipo de hombre que preparaba café, hacía tostadas, luego alineaba una manzana, un plátano y un yogur de durazno —en ese orden— cada mañana para el desayuno. Cada mañana. «Un estúpido —pensó Elise—. Un estúpido con tus estúpidos rituales. Sin duda alguien te estaba esperando en la puerta del apartamento. Obviamente ibas a aparecer, porque todos los días apareces a la misma hora, cuando traes a Hayley de la escuela. Sin desvíos, sin paradas a comprar dulces, siempre puntual, todas las veces».
Golpeó la cabeza contra el volante al tiempo que el teléfono móvil que estaba en el asiento del acompañante se iluminó. Cuando buscó a tientas para contestar, ella se percató de que estaba sonando la música de Barrio Sésamo. Ese bastardo depravado le había seleccionado la melodía de la serie Barrio Sésamo.
—Conduce, perra —cada palabra sonaba lenta y pausada.
—¿Adónde voy? —preguntó ella.
—A recuperar a tu hija, si es que te has estado portando bien. —Colgó.
Elise encendió el motor, pisó el acelerador y se desplazó despacio en medio del tráfico. El corazón le latía con fuerza. El cable le irritaba la espalda. Al llamar a la policía ese día a primera hora, había puesto en marcha todo un nuevo desenlace a su suplicio.
El detective Joe Lucchesi estaba sentado en el asiento del conductor, observándolo todo, apenas movía la cabeza. Tenía el pelo oscuro bien corto, con algunos tajos grises a los costados. Volvió a preguntarse si Elise Gray sería lo bastante fuerte como para llevar puesto un cable. Él desconocía hacia dónde la conduciría el secuestrador ni cómo reaccionaría ella si se veía obligada a aproximarse a él más que del otro lado del teléfono. Apenas se había llevado la mano al rostro cuando Danny Markey —su mejor amigo desde hacía veinticinco años y compañero desde hacía cinco— comenzó a hablar.
—¿Ves? Tú tienes el tipo de mandíbula para frotar. Si yo hiciera ese gesto, parecería un idiota.
Joe lo miró fijamente. A Danny le faltaba mandíbula. Su cabeza pequeña se fundía sin contorno en el cuello delgado. Todo en él era pálido: su piel, las pecas, los ojos azules. Miró a Joe de reojo.
—¿Qué? —preguntó.
La mirada de Joe se dirigió de nuevo hacia el coche de Elise Gray. Comenzó a moverse. Danny aferró el tablero. Joe sabía que era porque esperaba que él acelerara. El compañero tenía una teoría de blancos o negros, como él los llamaba. «En la vida hay gente que se fija si hay papel higiénico antes de echarse una cagada. Y están los que van directamente a cagar y se joden». Generalmente, Joe se destacaba: «Tú eres de los que revisan el papel, Lucchesi. Yo soy de los que van a cagar directamente», diría él. De modo que esperaron.
—Ya sabes que el Viejo Nic sale el mes próximo —dijo Danny. Victor Nicotero era policía de tráfico de toda la vida a quien le faltaba menos de un mes para retirarse—. ¿Vas a ir a la fiesta?
Joe negó con la cabeza, luego inspiró profundamente para aliviar el dolor que le palpitaba en las sienes. Veía a Danny esperando la respuesta. Él no se la dio. Buscó en la puerta del conductor y sacó un frasco de Advil y un blister de antiinflamatorios. Sacó dos de cada uno, los tragó con un sorbo de una bebida energética calentada por el sol.
—Ah, lo olvidé —dijo Danny—, esa noche tu familia política llega de París, ¿verdad? —rió—. Una cena de seis horas con gente a la que no entiendes. —Volvió a reírse.
Joe salió detrás de Elise Gray. Tres coches más atrás venía uno azul marino Crown Vic con los agentes del FBI Maller y Holmes.
Elise Gray condujo a la deriva, buscando a Hayley en las aceras como si fuera a aparecer en alguna esquina y subir al coche de un salto. El leve sonido musical de la llamada rompió el silencio. Ella cogió el teléfono y se lo llevó al oído.
—¿En dónde estás, mami? —Su voz calmada le provocó un escalofrío.
—En la Segunda avenida con la calle 63.
—Ve hacia el sur y dobla a la izquierda por el puente de la calle 59.
—A la izquierda y por puente de la calle 59. —Colgó.
Los tres coches cruzaron el puente de Northern Boulevard East, la suerte de todos en manos de Donald Riggs. Él hizo la última llamada.
—Dobla a la izquierda por Francis Lewis Boulevard, luego a la izquierda por la avenida 29. Te estaré viendo. Sola. En la esquina de la 157 con la 29.
Elise repitió lo que él dijo. Joe y Danny se miraron.
—Browne Park —dijo Joe.
Llamó al jefe del grupo operativo, el teniente Crane, luego le pasó el teléfono a Danny y le hizo un gesto con la cabeza para que hablara él.
—Al parecer el sitio de entrega es el Browne Park. ¿Podría llamar a algunos de los de la 109? —Danny dejó el teléfono sobre el tablero.
Donald Riggs conducía suavemente, avanzando por la carretera, las calles, la gente. Se pasó la mano izquierda por el rugoso nudo de cicatrices que tenía en la mejilla, ya perdidas en la piel que era como una mancha pálida en su rostro bronceado. Se miró en el espejo retrovisor, abriendo mucho los ojos. Levantó una mano para pasarse los dedos por el pelo, hasta que recordó el gel y el fijador que lo mantenía rígido y con los rastros de un peine de dientes anchos. Atrás, terminaba abruptamente en el cuello. Tenía que impresionar a una mujer especial. Se había echado una colonia para después de afeitarse que venía en una botella azul oscuro y había hecho gárgaras con un enjuague bucal con sabor a canela. Se dio la vuelta para vigilar a la muchacha, que estaba tendida en la parte trasera del coche, cubierta con una manta apestosa.
Eran las cuatro treinta de la tarde y cinco detectives estaban sentados en la oficina del teniente Terry Crane, del Distrito Policial número Veinte cuando el Viejo Nic pasó arrastrando los pies, dándose palmaditas en el pelo plateado. «Tal vez estén hablando sobre el obsequio por mi retiro, —pensó achicando los ojos grises e inclinándose hacia las voces silenciadas—. Si es un reloj de mesa, los mataré». Uno de pulsera podía resistir. Mejor aún, su muchacho Lucchesi había pescado su indirecta y había pasado la voz, el Viejo Nic estaba planeando escribir sus memorias y lo que necesitaba para eso era algo que jamás había tenido: un bolígrafo con estilo, algo de plata, algo que pudiera sacar para escribir en su lindo cuaderno y con el cual contar una historia. Apoyó un hombro huesudo en la puerta y la gorra se deslizó en la cabeza estrecha. Escuchó a Crane dando un breve informe a los detectives.
—Acabamos de descubrir que el delincuente se está dirigiendo a Browne Park en Queens. Aún no tenemos la identidad. No hemos obtenido nada de la opinión de los vecinos, ni tampoco de la escena, el tipo llegó, tomó a la niña y se marchó a toda velocidad, sin dejar rastros. Ni siquiera sabemos qué vehículo conducía. Esto solo lo sabemos por el padre, que oyó los gritos que provenían del vestíbulo. Tampoco obtuvimos nada sobre el paquete que el delincuente dejó caer al día siguiente, solo unas fibras comunes, nada viable, sin huellas.
El Viejo Nic abrió la puerta y asomó la cabeza:
—¿En dónde sucedió este secuestro?
—Eh, Nic —dijo Crane—. Setenta y dos y Central Park West. —Sin indicios aparentes de su obsequio por retiro en la oficina, el Viejo Nic siguió, hasta que un pensamiento se le cruzó por la cabeza y se dio la vuelta.
—Este sujeto se dirige a Browne Park, tenéis que calcular que el área le resulta familiar. Tal vez ese era el camino que hizo el día del secuestro, y entonces pudo haberse dirigido hacia el este por la 42, hacia FDR. Yo solía trabajar en la 17, y si su hombre se pasa un semáforo en rojo, en la 42 con la Segunda hay una cámara que pudo haberle ofrecido su momento Kodak. Podrían comprobarlo en el Ministerio de Transporte.
—Descartad el reloj de mesa —le dijo Crane al grupo, guiñando un ojo—. Muy buena, Nic. Lo tendremos en cuenta. —El Viejo Nic levantó una mano al tiempo que se marchaba.
—Uno siente deseos de abrazarlo —dijo Crane mientras se comunicaba con el Ministerio de Transporte. Al cabo de treinta minutos, tenía cinco aciertos, tres con antecedentes penales. Pero solo uno tenía antecedentes de intento de secuestro.
Joe podía sentir que las pastillas le hacían efecto. Un tibio cúmulo de alivio le subía por la mandíbula. Abría y cerraba la boca, le sonaron los oídos. Respiró por la nariz y exhaló lentamente por la boca. Hacía seis años, todo había comenzado a funcionar mal desde la nuca hacia arriba. Había visitado a médicos que entre otras cosas le habían diagnosticado sinusitis, dolor de oídos y el típico estrés que arrojaban al escuchar la descripción de su trabajo. Fuera lo que fuera que le habían dicho, todavía seguía teniendo jaquecas, dolor de oídos, dolor en la mandíbula tan agudo que había algunos días en que le resultaba insoportable comer o hasta hablar. Los desconocidos no reaccionaban bien ante un policía callado.
Hayley Gray estaba pensando en La bella y la bestia. Todos pensaban que la bestia era mala y daba miedo, pero en realidad él era un tipo bueno y le daba sopa «Belley», jugaba con ella en la nieve. Tal vez el hombre no era tan malo. Tal vez hasta se había vuelto bueno. El coche se detuvo de repente y ella sintió frío. Escuchó a su mami gritar.
—¡Hayley! ¡Hayley! —Luego— ¿Dónde está mi hija? Ya tiene su dinero. ¡Devuélvame a mi hija, bastardo!
Su mami parecía muy asustada. Ella jamás la había escuchado gritar así antes, ni decir malas palabras. Golpeaba la ventanilla. Luego el coche volvió a ponerse en movimiento, esta vez más rápido, y ella ya no pudo seguir escuchando a la madre. Donald Riggs abrió la mochila de un tirón y con la mano derecha sacó los fajos ceñidos.
Danny tomó la radio para pasar la placa del Chevy Impala marrón que se alejaba de Elise Gray:
—Homicidio Norte a Central. —Esperó a que Central acusara recibo, luego le pasó el número—: Adam David Larry 4856, ADL 4856.
Joe estaba en Citywide One, un canal de dos vías que lo conectaba con Maller y Holmes y con los hombres de la 109 del parque. Habló rápido y claro.
—Muy bien, él tiene el dinero, pero no ha dicho nada sobre entregar la niña. Hay que proceder con calma. No sabemos en dónde la tiene. Todo el mundo alerta.
Danny se volvió hacia él y le recitó su verso habitual:
«Y su voz sonó renovada y hubo mucho regocijo».
A mitad de camino de la avenida 29, Donald Riggs detuvo el coche, se estiró hacia atrás y levantó la manta.
—Levántate y sal de mi coche.
Hayley se deslizó sobre el asiento y dijo:
—Gracias. Sabía que serías bueno.
Ella abrió la puerta, bajó y miró hacia su alrededor hasta que alcanzó a ver a su madre. Entonces corrió tan rápido como sus piernecitas se lo permitieron.
En ese momento Joe y Danny se encontraban detrás de Riggs, los agentes Maller y Holmes detrás de ellos. Danny estaba aguardando recibir la información del coche. Joe estaba distraído. Tenía un presentimiento de que algo saldría mal; como cuando las cosas salen demasiado fáciles, cuando el maniaco está tan loco que reina una calma escalofriante. Miró a Danny.
—¿Por qué este tipo le devolvería su hija a esta mujer sin el menor rasguño? —Meneó la cabeza—. Es demasiado fácil.
Pegó un frenazo y con el brazo fuera de la ventanilla le hizo señas al Crown Vic que iba delante. El agente Maller le respondió con un rápido cabeceo y tomó la derecha, con los ojos clavados en el coche que iba adelante.
Joe se dio la vuelta y vio la silueta de una madre reunida con su hija. Demasiado fácil. Bajó del coche al tiempo que cogía el teléfono móvil que vibraba en el tablero. Lo abrió, era Crane.
—Tenemos a tu delincuente.
—Chevy Impala marrón —dijo Joe.
—Sí. Del 85. Riggs, Donald, masculino blanco, treinta y cuatro años, nacido en Shitsville, Texas, encerrado por delito menor, estafa, cheques sin fondo, pescado en un secuestro anterior. —Él vaciló.
—Y tenlo presente, Lucchesi, fue atrapado por poseer C4[1] en Nevada en el 97. Tenemos a un jugador de videojuego banjo bum-bum.
Joe dejó caer el teléfono, con el corazón martilleándole.
—Tengo a la ESU[2] y a Negociación de Rehenes alertas —dijo Crane a nadie.
Joe comenzó a correr. Deseaba que su corazón acompañara el nuevo ritmo que sus piernas habían alcanzado.
Donald Riggs había llegado a la esquina de la 154 con la 29. Se balanceaba en el asiento hacia delante y hacia atrás, los dedos flacos aferraban el volante, lanzaba miradas alrededor, absorbiendo todo pero sin registrar nada. Aunque hubo algo que captó su atención. Detrás de él, un Ford Taunus negro se detuvo en la esquina y un Crown Vic azul oscuro lo alcanzó. Una extraña visión más clara despertó en su interior. Él siguió conduciendo con la respiración superficial hasta que se detuvo en la siguiente esquina. Entonces un repentino cambio de movimiento atrajo su atención. Dos hombres bajaron de una camioneta Con Ed[3] en la entrada del parque. Se dirigieron rápidamente hacia la parte trasera y abrieron las puertas. Otros dos hombres bajaron. Por el espejo retrovisor se veía aproximarse al coche azul oscuro, conduciendo peligrosamente en sentido contrario. Donald Riggs se lanzó sobre el asiento del acompañante, aferró la mochila, abrió la puerta de un empujón y se arrojó del coche rumbo al parque. Para cuando Maller y Holmes se detuvieron un instante después haciendo chillar los frenos, los cuatro agentes del FBI con uniformes de Con Ed rodeaban un coche vacío y seis hombres corrían hacia el parque.
—Vamos, vamos, vamos —gritó Maller, y los seis hombres corrieron hacia el parque.
—¡Has usado mi radiomensaje! —dijo Hayley, asombrada, señalando el cinturón que llevaba puesto con el estuche negro con una luz amarilla intermitente. La madre se paró, confundida, buscando a alguien que pudiera explicarle de qué se trataba eso, aunque sabiendo internamente la respuesta. Sus ojos suplicantes se detuvieron al encontrar a Joe.
—Perra estúpida, perra estúpida, perra estúpida…
Donald Riggs corría salvajemente por el parque, aferrando la mochila, concentrado en el pequeño objeto oscuro que tenía en la mano. Se detuvo y quedó clavado en el lugar. Con los ojos abiertos e insensibles, el cuerpo y la mente bloqueados. Luego, en un nervioso acto de último momento, presionó con el pulgar de la mano derecha el botón negro de un detonador.
Elise Gray supo su suerte. Aferró por última vez a su hija, abrazándola desesperadamente contra su pecho.
—Te amo, cariño, te amo, cariño, te amo. —Luego una explosión terriblemente fuerte e impactante las separó violentamente, la luz incandescente dañaba los ojos de Joe que se quedó mirando en ese momento inmóvil. El rojo, rosado y blanco salpicaban grotescamente mientras una lluvia de hojas y cortezas de árbol caían alrededor del sitio donde segundos antes una madre y su hija ni siquiera tuvieron tiempo de despedirse.
Joe quedó absolutamente inmóvil, paralizado. No podía respirar. Sintió nuevamente la dolorosa presión en la mandíbula. Sus ojos derramaban lágrimas. Poco a poco empezó a sentir el asfalto tibio contra el rostro. Se puso de pie. Lo invadió un sinfín de sensaciones. La radio que llevaba en el cinturón crujió cobrando vida. Era Maller.
—Lo hemos perdido. Está en el parque, junto al campo de deportes.
En ese instante una sensación superó a las demás: la furia.
—No creo que tu mami haya sido una buena chica, Hayley, no creo que tu mami haya sido buena chica. —Riggs pegaba gritos, vociferando, balanceándose salvajemente, se inclinó con la cara desfigurada. Buscó con desesperación en el interior del bolsillo de su abrigo. Joe irrumpió de repente de entre los árboles y se enfrentó a esa escena absurda, listo con la Glock 9 mm desenfundada.
—Pon las manos donde pueda verlas.
No pudo recordar su nombre. Riggs alzó la vista; soltó el brazo de un tirón, balanceándolo salvajemente al tiempo que Joe le pegaba seis balazos en el pecho. Riggs cayó hacia atrás, aterrizando en el suelo hasta quedar mirando al cielo sin ver, con los brazos extendidos y las palmas abiertas. Joe se acercó en busca de un arma que sabía no existía.
Aunque sí había algo en la mano de Riggs: un prendedor marrón y dorado: un halcón en vuelo, con el pico apuntando hacia la tierra. Lo había aferrado con tanta fuerza que le había perforado la palma de la mano.
Prisión Estatal de Ely, Nevada, dos días más tarde
—Cállate, maldito loco. Cierra tu maldito culo. Tengo el National Geographic en mis malditos oídos las veinticuatro horas, maldito hijo de perra. ¿A quién le importa un carajo tus malditos pájaros, Duke Vomitón? ¿A quién le importa una mierda?
Duke Rawlins yacía boca abajo en la litera inferior de su celda de dos por tres. Con todos los músculos tensos de su cuerpo delgado y fuerte.
—No me llames de ese modo. —Se le dibujó un gesto ceñudo, con los labios pálidos. Se frotó la cabeza, desordenando la sucia cabellera rubia que le había crecido en la nuca, pero que tenía bien corta adelante, por encima de los fríos ojos azules.
—¿Qué te llame cómo? —dijo Kane—. ¿Duke Vomitón?
Duke detestaba los grupos. Le hacían decir tonterías que a nadie le interesaban. No podía creer que el imbécil de Kane supiera cómo solían llamarle en la escuela.
—El halcón tiene las alas extendidas, el halcón despedazó una liebre, el halcón es alfa, es beta, y te va a mear todo el camino hasta llegar a ti, enfermo hijo de puta.
Duke saltó de la litera, deslizó un brazo por debajo de la almohada, sacó un clavo filoso de plexiglás. Lo hundió hacia Kane que echó la cabeza bruscamente atrás contra la pared. Lo hundió una y otra vez, cortando el aire lo bastante cerca del rostro de Kane para hacerle saber lo que quería decir.
La voz del policía lo detuvo.
—¿Estás buscando reservarte un pasaje de ida a Carson City, Rawlins? —Carson City era donde los presos condenados a muerte de Ely exhalaban su último suspiro.
Duke giró en redondo cuando el policía empujó la puerta y abrió la celda. Se puso un guante quirúrgico y con calma tomó el arma del hombre que sabía era lo bastante listo como para estropear su puesta en libertad tan próxima.
—Aunque quizá te agrade leer esto, Rawlins —le dijo sosteniendo un papel impreso del sitio de Internet del New York Times.
Duke caminó lentamente hacia el policía y se detuvo. El rostro de Donald Riggs marcado con cicatrices saltó a su encuentro: UN SECUESTRO TERMINA EN FATAL EXPLOSIÓN. Madre e hija mueren. Secuestrador fatalmente herido. Duke se puso pálido. Se estiró para tomar el periódico de la mano del policía al tiempo que deslizó las piernas y se desplomó en el suelo:
—Donnie, no, Donnie, no, Donnie, no —gritaba una y otra vez. Antes de desmayarse, su cuerpo se convulsionó de repente y vomitó en el piso, salpicando los zapatos y los pantalones del policía.
Kane bajó de la litera de un salto y pateó a Duke en el estómago, de gusto. Su risa sonó profunda y satisfecha.
—Maldito Duke Vomitón. Hombre, esto sí que vale la pena ver.
—Ocúpate de lo tuyo, Kane —dijo el policía al tiempo que le dio la espalda a la celda apestosa.