El inspector O’Connor abrió la puerta de la sala de interrogatorios y atravesó el corredor deprisa. Cogió el teléfono de la recepción y marcó el número de la comisaría de Mountcannon. Inmediatamente la llamada se desvió a su propio conmutador. Corrió al coche. La sirena sonaba por la ciudad mientras él tomaba la carretera hacia el pequeño pueblo a toda velocidad.
Joe estaba doblado encima del cajón de la cocina, revolviendo desaforadamente las pastillas y los frascos de medicamentos que no calmarían el dolor que le crecía en el cráneo. Llenó un vaso de agua y trató de beber, pero el frío le repercutía en los dientes y sintió que la cabeza le daba vueltas. Le pasaban imágenes por la mente como si fueran diapositivas activadas por un proyector, aparecían destellos de cuerpos blancos y sangre negra. Trató desesperadamente de no imaginar a Anna entre ellos, herida o muerta o… no podía ni pensar de qué otra cosa era capaz Duke Rawlins. En algún rincón de su interior, se cerró una persiana para preservar su sanidad mental. Se propuso pensar en toda imagen bella que tenía de Anna, caminando por el corredor, cargando a Shaun en la cadera, pintando el apartamento nuevo, parada en el vestíbulo con los cabellos desordenados cuando él iba a dormir al cuarto de huéspedes.
Se secó las lágrimas y se concentró en el hombre al que sabía estaría obligado a enfrentarse. Duke Rawlins había ido a prisión por el delito menor de apuñalar a alguien pero había escapado de los crímenes más atroces. Había logrado conseguir una coartada de un jefe de policía que le había durado más de diez años. Joe sabía que era improbable que él descubriera el motivo. En ese momento lo que importaba era que había sido succionado al mundo de un psicópata. Su proceder de un día soleado en el parque de Nueva York había llevado a ese asesino hasta su familia y al pueblo que amaban. Joe decidió que merecía el dolor que estaba sintiendo.
Su único consuelo era que él ya había descubierto lo que esperaba fuera el último golpe para arruinar el plan de Rawlins. Lo había despojado de su razón de ser, le había dicho que su esposa y su mejor amigo lo habían traicionado. Luego, en un desesperado arranque de pánico, se dio cuenta de que acababa de crear una situación en la que Duke Rawlins no tuviera nada que perder.
Sonó el teléfono.
—Hay alguien esperándote en la orilla de tu patio —le informó Duke—. Y digo… alguien, en serio.
A Joe le dio un espasmo en el estómago. Corrió, tomó una linterna y salió de la casa a toda velocidad para internarse en el anochecer. Se resbaló en la hierba húmeda, amortiguando la caída con la mano, volvió a ponerse de pie y corrió hasta acercarse lo suficiente para ver una silueta que yacía boca abajo junto a una maraña de arbustos. Apuntó el haz de luz lentamente por encima de la hierba hasta la silueta. Contuvo la respiración y luego la soltó junto con un leve y culpable suspiro de alivio. Siobhan Fallón había intentado huir cuando dos flechas desde atrás le habían perforado la carne. La sangre formaba un charco debajo de ella y parecía negra en contraste con la hierba. Joe reconoció el corte que tenía en el brazo. Recordaba el modo en que ella se lo había mirado, con sorpresa y luego con furia. En ese momento él lo comprendió. Era la primera herida de un hombre que le había prometido el mundo a cambio de compartir el juego con él, y que luego, cuando ella jugó su parte, le había quitado todo.
Sonó el teléfono en el bolsillo, Joe lo sacó. Después de un silencio que se prolongó varios segundos, Joe se dio cuenta de que Duke luchaba por respirar a causa de su fuerte risa.
—¡Ay, hombre! —rió ahogadamente—. Ay, hombre. —Luego la voz cayó hasta sonar como un gruñido—. ¿Estás contento ahora? Solo quedamos tú y yo: cara a cara.
Joe cerró los ojos y habló lentamente a través de una boca que apenas podía abrir.
—En algún oscuro rincón de tu mente, tú crees que lo que haces es noble, que lo que haces cuando cazas, violas, asesinas, es noble. Tú tienes tu técnica, tus juegos, tus mierdas. Pero cuando te despojas de la técnica, Rawlins, ¿qué es lo que queda? La venganza. La vieja y conocida venganza. Un motivo bajo que no te diferencia de cualquier pedazo de mierda que siga en la fila y el que siga a éste.
—Y si tuvieras oportunidad —provocó Duke—, ¿no me pegarías un balazo en el pecho por lo que estoy a punto de hacer?
—¿Qué quieres decir con «lo que estoy a punto de hacer»? —Entonces Joe alejó el teléfono del oído y gritó—. ¿Sabes qué? ¡Yo ya no juego más, cobarde, maldito hijo de perra! Lanzó el teléfono a la hierba. Tenía las cuerdas vocales irritadas. El dolor le estalló en el rostro. Enterró la cabeza entre las manos y luego se dio cuenta de que Duke Rawlins no obtendría ningún tipo de placer de todo aquello si no estaba observando. Entonces se detuvo y miró a su alrededor, concentrándose en la mejor posición de ventaja desde la que pudiera ver.
—¿Quieres el expediente? —gritó en la oscuridad—. Tengo el expediente.
De repente un grueso haz de luz lo atravesó y se dirigió hacia el mar.
—Oh, por el amor de Dios —se fastidió O’Connor, inclinándose hacia la izquierda tratando de observar la carretera y marcar el número de Frank en el teléfono móvil nuevo que tenía montado junto a la radio. El pequeño joystick quedaba perdido entre sus dedos—. Qué porquería —maldijo, deteniéndose al borde del camino. Cogió el teléfono y buscó el número de Frank. Marcó y recibió el mensaje del contestador.
—En dónde estás, dormido… —Inmediatamente se sintió mal. A él le agradaba Frank. Pero en ese momento sentía deseos de abofetearlo, aunque eso fuera algo que todos habían evitado. O’Connor hizo un viraje brusco para volver a la carretera y aceleró. Lo que le había sucedido a Katie estaba muy mal. Lo invadió una oleada de tristeza al pensar en una muchacha que solo había conocido a través de una fotografía. Con el inspector Myles O’Connor a la cabeza, todos la habían defraudado. Su nombre siempre estaría asociado con una parodia de investigación. Lo único que él podía hacer en este momento era llegar allí a tiempo para llevar el caso de Katie Lawson lo más cercano a que se hiciera justicia.
Richie Bates aparcó el patrullero cuidadosamente detrás de una hilera de árboles en las afueras de Shore’s Rock. Se quedó paralizado al ver a Joe Lucchesi bajo una luz espeluznante proyectada por una linterna tirada en la hierba del patio, arrojando algo al aire y gritando. Lo vio correr hacia el faro.
O’Connor se detuvo en la puerta de la comisaría haciendo chirriar los neumáticos a centímetros de la pared. Bajó de un salto y corrió a la puerta, estuvo a punto de golpear el intercomunicador. Se detuvo, respiró hondo y apretó el botón con suavidad, esperó, le gritó a Frank. No hubo respuesta.
Anna entraba y salía del estado de consciencia, se desplomó hacia delante, se enrolló sobre la soga que la ataba a la escalera, sintiéndose débil por la presión que le dividía el estómago. Se le habían doblado las rodillas, los pies se desesperaban por sostener el peso. Tenía las muñecas apretadas a la espalda, atadas con un cable delgado. Una gruesa cinta le tapaba toda la boca.
—¡Dios santo! —gritó Joe con la voz quebrada. Ella tenía los ojos cerrados y el cuerpo flojo. Guardó el expediente en la chaqueta y tiró de la cinta que le cubría la boca. Buscó detrás de la escalera y quitó la soga ensangrentada. Rápidamente se soltó y colgó formando pliegues flojos en los muslos de Anna. Trató de atraerla hacia sí pero le deslizó la mano por la espalda y sintió algo que le revolvió el estómago, la levantó lentamente, por encima de los hombros de ella y vio gotas de sangre chorreando de su mano y antebrazo. Bajó la vista. Ella tenía la sudadera y la parte de arriba de los pantalones vaqueros empapados. De repente él escuchó pasos y luego un grito detrás:
—¡Mamá! ¡Mamá!
Giró en redondo. Shaun estaba de pie mirando a sus padres fijamente, impactado y mudo.
—Te dije que te quedaras en casa —gritó Joe por encima del ruido. Arriba, el viento ululaba alrededor de la torre del faro, golpeando la puerta con fuerza hacia adelante y hacia atrás.
Joe le gritó:
—Cierra esa puerta de arriba.
Trató de bajar a Anna al suelo en ese espacio reducido y tuvo que patear la soga suelta por debajo de ella… soga que se había soltado con el menor de los esfuerzos. Lo recorrió un escalofrío con un recuerdo enterrado. Demasiado fácil. A Anna le dio un espasmo y despertó. Sacudió la cabeza violentamente de lado a lado. Los ojos pegaban alaridos.
Shaun cerró la puerta contra la fuerza del viento pero ésta volvió y golpeó contra él tirándolo al suelo.
Joe alzó la vista hacia donde venía el ruido y vio a Duke Rawlins meterse por la puerta que abría horizontalmente, con la cara pegada a la de Shaun, la sangre seca del cuchillo descamándole la piel al muchacho.
—No aprendes una mierda, ¿verdad? —dijo Duke—. Las cosas no te caen simplemente en el regazo, detective. —Agarró a Shaun con más fuerza, tirándolo hacia atrás, apretándole en la garganta una cuchilla con forma curva.
—Oh —le alcanzó un cordón a Joe.
Él lo tomó y al mirar para arriba vio un globo de helio flotando. Duke sonrió.
—Feliz cumpleaños.
Cuando Frank Deegan se alejó de las montañas, su teléfono sonó volviendo a la vida. Estuvo en área de cobertura el tiempo suficiente para indicarle que Myles O’Connor había intentado comunicarse con él siete veces. Pero no lo suficiente como para que él pudiera hacer algo al respecto.
Richie cerró la puerta del coche suavemente detrás de sí y atravesó la cuneta y un hueco en el cerco de protección. Se agazapó y avanzó hacia el faro y las sombras que bailaban en lo alto de la torre.
—Ella trató de ayudar a esa gorda puta —maldijo Duke, señalando a Anna con un gesto; su pequeño cuerpo golpeó contra la pared—. Sheba.
—Siobhan —murmuró Anna—. Su nombre era Siobhan.
Duke resopló e hizo un gesto como si no le importara. Volvió a señalar a Anna.
—Hasta huyó de mí… pero solo por un instante —sonrió.
La lente del faro rotó por encima de ellos, emitiendo un sonido como el de un soplete gigante. Joe miró hacia los respiraderos de metal que rodeaban el cuarto al nivel del piso y como a dos metros. Sabía por Anna que los respiraderos que daban tanto al norte como al sur debían ser abiertos dependiendo de la dirección del viento. Pero estaban cerrados y no había modo de que salieran los humos de keroseno que estaban llenando el reducido espacio.
—Bueno, esto no llevará demasiado tiempo —dijo Duke—. Será una de esas decisiones que uno toma rápido, como por ejemplo si se le dispara o no a un hombre desarmado. Sí, yo sé que él estaba desarmado, detective, porque lo único que el pobre Donnie tenía era el prendedor. Y eso era por un motivo. Sostenía ese prendedor cerca por un motivo que usted jamás entenderá. Lealtad… —Cerró los ojos.
—Un hombre leal no se acostaría con tu esposa, Rawlins.
—Bueno, eso es solo un detalle.
—El expediente —dijo Joe, al tiempo que lo sacó y manchó la tapa con la sangre de Anna—. Aquí está. Aquí aparece su nombre. Se encontraba en Nueva York el mismo día en el mismo parque. ¿Puedes explicarlo? Ella admitió ante el fiscal del condado de Grayson que Donald Riggs estaba a punto de recibir el dinero del rescate para ellos, no para ti sino para ella y para Riggs, para que pudieran alejarse de ti lo más posible cuando fueras un hombre libre.
—Donnie quiso morir sosteniendo ese prendedor…
—No, no lo hizo —lo contradijo Joe con calma, apoyando el expediente despacio entre ambos—. Quiso arrojarlo.
—Le señaló la pila de fotos, los testimonios de los testigos, los descubrimientos de la autopsia, los informes de la corte, todo contenido en la ligera carpeta de cartón. Duke le echó una mirada pero sacudió la cabeza.
—No —decía—. No.
Permanecieron en silencio por un instante, Duke balanceándose suavemente mientras miraba fijamente hacia el vacío. Joe contenía la respiración mientras lo observaba, nervioso por pensar en lo que podía llegar a explotar de esa calma.
—Ahora puedes marcharte —le dijo—. No te encerrarán. No tendrás que pasar el resto de tu vida en la cárcel por todos esos asesinatos.
—¿Qué asesinatos? —preguntó Duke, encogiéndose de hombros. Entonces algo restalló en él y cuando habló, la voz sonó helada—. Mira, yo aquí no estoy para perder el tiempo, detective. Te estoy dando una oportunidad. Rápido. —Chasqueó los dedos—. Tiene que ser muy rápido.
En ese momento Richie Bates alcanzó a ver que Duke Rawlins ya había llegado… y había traído con él una oportunidad que podía cambiarlo todo.
Shaun estaba de pie en la cornisa de ocho centímetros que corría por fuera de la barandilla del balcón. Duke lo tenía agarrado del pecho con el brazo.
—Agárrate fuerte, Shaun —gritó Joe en medio del ruido que hacía la lente que estaba sobre ellos y el viento que entraba por el balcón. El dolor le quemó la mandíbula y él se llevó bruscamente la mano a la mejilla derecha en un acto reflejo.
—¿Te duele algo? —preguntó Duke, con una sonrisa que le brotó en el rostro. Él se adelantó un paso. Shaun se balanceó hacia atrás y adelante.
Joe contuvo la respiración y trató de negar con la cabeza.
—¿Algo como esto? —preguntó Duke, golpeándole violentamente con el puño en los dedos que tenía en la mejilla, y enviándole la presión del impacto profundo hasta el cerebro. Un intenso espasmo desgarró el estómago de Joe. Las lágrimas le brotaron en los ojos.
—Ahora, cierra la boca —le ordenó Duke. Sacó un teléfono móvil con la mano que tenía libre y marcó un número con el pulgar. Lo sostuvo en alto para que Joe lo viera: 999.
—Creo que tu esposa podría necesitar una ambulancia —sugirió Duke. Joe se dio la vuelta y miró a Anna. Estaba en un charco de sangre, con el rostro gris y los ojos cerrados.
—Esta es tu opción —lo provocó Duke—. Suelto el teléfono o suelto a tu hijo, ¿cuál es?
Joe quedó petrificado. Buscó algo en el cuarto, algo que lo ayudara en su decisión o lo ayudara a matar al hombre que tenía enfrente. Volvió a mirar el expediente.
—Por favor —le rogó. La sangre le corría por la comisura de la boca.
Duke avanzó un paso, pero en lugar de inclinarse, abrió el expediente con la punta de la bota. Luego volvió a patear y las hojas volaron con el viento.
—No —dijo Duke, pateando de nuevo—. Una vez más: ¿Suelto el teléfono o suelto a tu hijo? ¿Cuál es la opción?
Joe volvió a mirar a Anna. Solo por un instante ella abrió los ojos y meneó la cabeza, un leve movimiento que le consumió toda la energía. Joe se le acercó.
—Mantente alejado de ella —ordenó Duke al tiempo que apretó Enviar en el teléfono—. Ambulancia, señora. —Trabó la mirada con Joe—. Está bien. Se terminó el tiempo, detective. ¿Qué suelto, el teléfono o al muchacho? —Extendió el brazo y el teléfono quedó suspendido por encima del balcón.
—El teléfono —escogió Joe quedamente.
—No te oigo —insistió Duke—. ¿Qué has dicho?
—¡No, papá, no! —gritó Shaun—. ¡No! —Corcoveó contra las barandas.
—¿Qué es, detective?
—El teléfono —gritó Joe—. Suelta el maldito teléfono, maldito hijo de perra.
—Ambulancia, hola, ¿puedo ayudarlo? —La voz sonaba diminuta y lejana cuando Duke se inclinó por encima del balcón y dejó caer el teléfono unos 10 metros y hacerse trizas con el impacto.
Shaun pegó un grito cuando Duke le soltó el pecho, luego en el último momento lo atrajo brusca y rápidamente de nuevo hacia sí.
—Ah, también te corté la línea de casa —agregó Duke. Le habló a Shaun—. Engancha las manos en la baranda. Luego puedes venir a saludar a tu padre. Él acaba de matar a tu madre.
Shaun volvió a subirse y cuando estaba por entrar, Duke le dio una patada en la espalda y lo lanzó adelante haciéndolo aterrizar contra el padre, que trastabilló hacia atrás por el peso. Shaun se apartó tambaleándose y Joe se abalanzó a la puerta, pero Duke fue más rápido, salió por el balcón y huyó.
Joe se volvió hacia su hijo.
—Pide ayuda. Dile a la policía lo que ha ocurrido. Ella estará bien. —Salió empujando contra la corriente del viento que le silbaba en la boca, encontrando las cavidades que le provocaban más dolor, con una intensidad que él jamás había experimentado antes. Al mirar a su alrededor, el balcón estaba vacío y una soga solitaria se mecía con el viento. Joe se dio la vuelta para correr de nuevo por el faro cuando quedó iluminado desde atrás con destellos azules y blancos.
—Es la policía —le gritó a Shaun—. Enviarán una ambulancia. Yo tengo que irme. —Bajó la vista y vio a alguien que bajaba del coche—. Mierda —maldijo—. Es Richie. Este tipo jamás me creerá.
O’Connor sacó un cigarrillo y lo encendió. Cerró los ojos y dio una calada profunda. El teléfono móvil vibró una vez, luego sonó al volumen más alto que él pudo seleccionar.
—Myles, soy Frank Deegan.
—¿Dónde has estado? —le gritó O’Connor—. He estado tratando de contactar contigo durante toda la tarde.
Frank vaciló.
—En las montañas Ballyhoura, la cobertura se va y cae como un yo-yo. Ya casi estoy de vuelta. Tengo algunas noticias para ti. Te las contaré cuando te vea.
—No, no lo harás —le dijo O’Connor bruscamente.
Frank quedó pasmado.
—¿Perdón?
—Dímelo ahora, Frank, ¿qué diablos es lo que está sucediendo?
—¿Qué quieres decir? ¿Sobre qué? Estuve averiguando sobre esa mujer Mary Casey de Doon. Ese Duke Rawlins del cual hablaba Joe Lucchesi, he visto lo que les ha hecho a esas mujeres en los Estados Unidos. Y es exactamente lo que le sucedió a la mujer de Limerick, heridas de cuchillo en los mismos lugares, todo. Ese hombre está en el país. No tengo dudas al respecto. —Podía escuchar a O’Connor gritándole por encima de su voz que se callara y escuchara.
—Ése es el caso Limerick —vociferó O’Connor cuando Frank dejó de hablar—. Si hubieras tenido el ojo puesto en la maldita pelota de aquí…
A Frank le ardió la cara.
—Mira —dijo O’Connor—, ya has pasado la información y es suficiente…
—¿Cómo? —dijo Frank—. ¿Pero y qué hay con Katie Lawson? Yo creo que él cambió su modus operandi para hacernos creer que Shaun o Joe…
—Hay algo que ha surgido en relación a Katie Lawson —continuó O’Connor bruscamente—. Solo ve directo a la casa de Lucchesi. No entres. Te veré allí.
Joe corrió hacia Richie, con una explicación preparada, pero él no la necesitó.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Richie—. Algún loco abrió la puerta y me hizo pedazos la radio.
—Necesito una ambulancia para Anna —pidió Joe—. Fue él, Rawlins. Le hizo algo a Anna. —Ambos miraron la radio hecha trizas, sobresalían los pedazos de plástico y los cables colgaban inútiles.
—¿En dónde está ella?
—Con Shaun en el faro. Pero… —el pánico brilló en los ojos de Joe.
—Lo sé —dijo Richie—. Necesitas atrapar a ese cabrón. Sube. La ambulancia no tardará en llegar. Usaré mi teléfono móvil.
Richie se alejó del coche para tener señal. Habló deprisa y luego volvió corriendo al coche, encendió el motor e hizo crujir los neumáticos en la hierba hacia la carretera.
—Va en una camioneta Ford Fiesta blanca. Solo está a unos diez minutos de nosotros —confirmó Richie—. Va colina arriba. No encenderé las luces ni la sirena, sentirá miedo. ¿Adónde crees que se dirige?
—Él sabe que está acabado —aseguró Joe—. Está buscado por bastantes crímenes en su país, ahora ya lo sabe. Querrá largarse de Dodge, pero no podrá tomar ningún avión.
—Pero podría ir a Inglaterra o Gales —sugirió Richie—. En ferry.
—¿Desde Rosslare? ¿Lo sabrá?
—El tipo no es estúpido. Habrá planeado cada detalle de esto.
—¿Crees que deberíamos llamar a Frank?
Richie levantó una ceja.
—¿Y seguir las reglas? —Le echó una mirada a Joe—. Este tipo intentó matar a tu esposa…
Obtuvo la respuesta en el silencio de Joe. Doblaron por la siguiente curva y pasaron a toda velocidad el giro de mano derecha que daba a Manor Road, que los hubiera conducido al pueblo pasando por la iglesia. Ambos miraron hacia la derecha. Richie frenó.
—Dios santo —se sorprendió Joe, golpeando el puño con fuerza en la guantera. Richie retrocedió y la camioneta blanca apareció a la vista—. ¿Qué diablos está haciendo él en el pueblo?
Shaun acunaba la cabeza de la madre sobre el regazo, sintiéndose extraño por tenerla tan cerca. Ella tenía los ojos cerrados y el rostro pálido. Le había estado frotando la frente compulsivamente durante quince minutos desde que Joe se había ido. Un viento helado azotaba con lluvia alrededor del faro y a él le dolían los oídos. Paró y le tapó los oídos a Anna para que no lo sintiera. Él le había puesto su camiseta sobre el estómago y le presionaba sobre las heridas. Aunque sabía que había sangre por todas partes y no podía mirar.
Richie estacionó el coche en un recodo, con los faros enfocados en la camioneta destartalada. Joe bajó de un salto y arrancó rápidamente la puerta trasera para abrirla con una palanca. Vacío, el espacio parecía enorme. Volvió corriendo hasta donde estaba Richie, entrecerrando los ojos por la luz.
—¡Vamos! ¡Larguémonos! Ahí no hay nada. Se ha ido.
—Maldición —Richie giró el coche hacia el pueblo y pisó el acelerador.
Llegó a más de cien kilómetros por hora al tomar la siguiente curva, con la mente puesta en la persecución y no en el volante.
—¡Dios santo, cuidado! —gritó Joe.
Richie pisó los frenos, atónito por la escena que tenía enfrente. No había modo de esquivarla. El camino que pasaba por la iglesia estaba atestado de coches, la mayoría estacionados, algunos se movían y había uno que estaba en un ángulo de noventa grados, con el conductor petrificado al ver un patrullero que le caía encima a toda velocidad. Richie giró bruscamente el volante hacia la izquierda y comenzaron a dar vueltas sin control, patinando sobre la superficie mojada, salpicando agua de lluvia enlodada hasta que finalmente se detuvieron vibrando a metros del impacto.
—Esto está jodido —dijo Joe.
Richie bajó de un salto y cerró la puerta violentamente. La guantera se abrió de golpe. Un frío temor invadió el cuerpo de Joe. Cogió del tablero el teléfono móvil de Richie y se fue corriendo. A su alrededor, la gente iba deprisa a sus coches, forcejeando con los paraguas en el viento. Los conductores hacían señas con las luces y tocaban la bocina. Mientras corría, Joe apretó la tecla de rellamada para saber el número de Frank. La lluvia cayó sobre la pantalla. Él la secó y leyó la lista de números marcados. Entonces se quedó petrificado, pasó las escaleras de la iglesia, donde se encontraba el grueso de la gente y las personas ya estaban empezando a darse cuenta de que algo andaba mal. Él siguió corriendo. Una colilla de cigarrillo le cayó en la manga, lanzando una lluvia de chispas. Alguien maldijo a sus espaldas. Cuando la multitud mermó, alcanzó a Richie. Lo atacó por las piernas y lo tumbó al asfalto mojado. Le dio la vuelta y le dio un duro golpe abriéndole la piel debajo del ojo.
Shaun escuchó una sirena. Las lágrimas comenzaron a correrle por el rostro. Las luces volvieron a alumbrar fuera del faro. Escuchó un motor que se detuvo y los gritos a lo lejos que se acercaban lentamente.
Joe repasó velozmente todo lo que sabía. La ira de Richie, la furia al volante, la cara de asombro de Ray cuando él se lo había mencionado. Ray no había dicho furia al volante sino violencia por consumo de esteroides. Esteroides. Drogas. La nerviosa arrogancia producto del consumo de cocaína, el intranquilo Richie en Mariner’s Strand un mes después de la muerte de Katie. Probablemente él había estado allí un mes antes, y también estaría allí al mes siguiente… para un encuentro habitual con el traficante al que podía darle información. Una imagen de Katie parada sola en la oscuridad se le cruzó por la cabeza. Sostenía el teléfono móvil y llamaba a Frank Deegan porque sabía que era la única persona en quien ella podía confiar. Pero jamás tuvo la oportunidad de terminar de hacer la llamada porque el maldito encargado de mantener el maldito orden, de un metro noventa, confundido por la droga…
Richie le dio un golpe en la mandíbula, provocando que el dolor subiera vertiginosamente. Él retrocedió tambaleándose y aterrizó con fuerza en el suelo. Una multitud renuente había comenzado a reunirse y Richie les hizo a todos un gesto para que mantuvieran la distancia. Avanzó hasta donde se encontraba Joe tirado y se puso en cuclillas junto a él.
Frank Deegan subió de dos en dos los escalones hasta la torre del faro. Subió las escaleras y levantó la cabeza con cuidado por la puerta de apertura horizontal. Lo primero que vio fue sangre. Tuvo que apoyarse en las manos para entrar y sentarse antes de lograr levantarse. Al llamar a O’Connor se le quebró la voz.
—Pide una ambulancia, Myles, por el amor de Dios.
—Shaun —preguntó Frank suavemente—. ¿Quién ha estado aquí?
—El tipo que hizo esto —susurró él, aferrando a su madre—. Mi padre fue tras él. Está con Richie.
Frank miró a O’Connor. Ambos cruzaron sus miradas. O’Connor cogió la radio.
Joe se inclinó hacia la cara de Richie.
—He visto tu teléfono móvil.
—Dame el maldito teléfono —ordenó Richie, propinándole un codazo en la muñeca y soltándose.
—Ni siquiera le pediste la ambulancia a Anna, maldito hijo de perra. Encontraron huellas en las zapatillas de Katie que estaba en el puerto. Frank me dijo que descartaban a Shaun. Y tú tenías esperanzas de involucrar a Duke Rawlins, para que yo me encargara de eso…
—Oh, pero creo que después de todo esto sí puedo hacerte cargo —le dijo señalándole con un gesto a la gente que estaba comenzando a rodearlos.
Joe dijo con un bufido:
—Ellos no te respetan.
—¿Quién lo dice, el policía del gatillo fácil? Aquí yo soy el único que tiene uniforme, recuérdalo —siseó Richie—. Tú no tienes ninguna maldita esperanza. No hay huellas, Joe. Y tú estás cubierto de sangre, ¡me cago en la puta! Estás en un país extranjero. Y aquí cada uno se cuida solo. Nadie va a creerte. Observa esto. —Miró hacia atrás por encima del hombro—. Alguno de ustedes, ayúdeme aquí —gritó, con la voz cargada de autoridad—. Este tipo es un maniático.
Joe lo miró sorprendido. La furia ardió en su interior. Se quitó a Richie de encima y se levantó con dificultad. Dos hombres fornidos avanzaron para enfrentarse a él, pero Petey Grant les bloqueó el paso. Petey se inclinó torpemente hacia delante, cerrándose bien fuerte las solapas del abrigo por debajo del mentón con sus grandes manos. La lluvia le chorreaba por el rostro pálido.
—No ayudaste a tu amigo —le dijo señalando a Richie.
—Joe no es mi amigo —respondió Richie, levantándose lentamente.
—No lo ayudaste.
Richie lo ignoró y se volvió hacia Joe, con los puños apretados.
—¡No lo ayudaste! —gritó Petey—. ¡Tu amigo! Justin Dwyer. En el mar. Yo te vi. Te quedaste ahí parado y él murió.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Richie.
—Él estaba gritando y tú no lo ayudaste… —Una ráfaga de viento le abrió el abrigo y rápidamente la lluvia le empapó la camisa blanca.
—Fue un accidente… —admitió Richie.
—Lo sé, pero tú no lo ayudaste. Sabes nadar. ¿Por qué no lo ayudaste? ¿Por qué? Observabas cómo se iba hundiendo. Yo te vi. Yo estaba allí. Escondido… —Petey empezó a llorar.
—Cállate, idiota —ordenó Richie—. Solo cállate.
—No —sollozaba Petey—. No puedo. No.
Durante unos segundos, el único sonido fue la lluvia que caía. La multitud estaba quieta suspendida en la confusión, desconcertados por la violencia en el tono de voz de Richie, inseguros de quién sería la víctima en medio de todo ese caos. La señora Grant se adelantó y cogió la mano temblorosa de Petey. Antes de que ella pudiera atraerlo, él cruzó una mirada con Joe, con el rostro suplicante e inseguro. Joe se estiró y aferró el hombro de Petey, haciéndole un gesto con orgullo. Luego se volvió hacia Richie.
—Hijo de perra —insultó, al tiempo que lo tiraba al suelo. Volvió a mirar a la gente—. Ni se les ocurra tratar de detenerme. Aquí, su policía… —Sentía deseos de gritar lo que Richie había hecho, pero alcanzó a ver a Martha Lawson aterrorizada agarrada al brazo de su hermana y se percató de que no quería que ella se enterara de ese modo. Richie se incorporó rápidamente.
La mano de Joe salió disparada y le sujetó el cuello.
—Será mejor que me dejen encargarme de este bastardo o…
—¿O qué? —sonrió Richie, mirando por encima del hombro de Joe. Los dos hombres pasaron deprisa junto a Petey y cogieron a Joe, sujetándole de los brazos por la espalda.
Anna fue llevada velozmente en la ambulancia a la sala de primeros auxilios del Waterford Regional Hospital. Shaun trató de seguirla, pero una enfermera le apoyó una mano amable en el brazo y lo guió por el corredor para que aguardara en la sala de espera para familiares.
Richie fue rápido con las esposas. Joe forcejeó salvajemente, suplicándoles a los otros hombres.
—No me hagan esto. Por favor, no me hagan esto. Mi esposa se está muriendo. Anna se está muriendo, Malditos… —gritó.
—Eso es lo que sucede cuando se ataca a la propia esposa —acusó Richie y les hizo un gesto a los demás—. El que tenemos aquí es un sujeto enfermo.
—¡Hijo de perra! Al menos llamen a una ambulancia —les gritó Joe a los hombres—. ¡Qué alguien llame a una ambulancia a Shore’s Rock!
—No se preocupen, amigos —dijo Richie—. Yo puedo encargarme de eso llamando por radio.
—Él rompió su radio —gritó Joe con tono histérico—. Él rompió su propia radio con la linterna. Está en la guantera. Hay astillas por todas partes. —Pero Richie estaba gritando más fuerte, diciéndoles a los hombres que Joe estaba delirando, haciéndoles gestos para alejarlos del coche, cerrando la puerta de golpe, clavando los pies en el suelo.
La enfermera entró sigilosamente a la sala de espera para familiares. Titubeó al ver la camiseta de Shaun empapada en sangre. Él amagó con levantarse.
—Quédate dónde estás —pidió ella, al tiempo que se sentaba a su lado.
—Tu madre está muy enferma. En estado crítico.
Shaun creyó que iba a ponerse a llorar de nuevo. Lo que no se había dado cuenta es que desde que había subido a la ambulancia, no había parado de hacerlo.
Joe estaba paralizado a causa de la furia y la frustración. Tenía que llegar hasta Anna. Le pasaban volando por la mente opciones que no tenía.
—Finalmente —habló Richie.
Joe levantó la vista, pero Richie hablaba por un móvil.
—He estado tratando de contactar contigo durante todo el maldito día.
Joe recordó el teléfono móvil y las quince llamadas marcadas a un tal MC.
—¿Dónde diablos estás ahora? —preguntaba Richie—. ¿Sí? Bueno, quédate ahí mismo. Yo voy de camino.
Shaun corrió al pasillo tan pronto como escuchó el golpe en la puerta.
—¿Qué es lo que sucede? —preguntó.
—¿Ya ha llegado tu padre? —preguntó ella.
—No.
—Estoy segura de que llegará en cualquier momento, no te preocupes.
—Espero que sí.
—Bien, por el tipo de heridas que ha recibido tu madre, necesitamos llevarla al quirófano ahora.
—¿Qué quiere decir con el tipo de heridas? —preguntó Shaun.
—Una herida que podría parecer superficialmente muy pequeña pudo haber causado daño interno. Tal vez no, pero tendremos que estar atentos a eso.
—Pero y toda esta sangre… —Se señaló la camiseta.
—Sí, ella ha perdido mucha sangre, pero también ha recibido seis unidades —se detuvo—. Vamos, si te das prisa, puedes verla antes de que la lleven.
Richie condujo el coche con cuidado alrededor de la plaza desierta del centro del barrio de viviendas de protección oficial. La maleza salía por las grietas de la pared, había basura desparramada por todas partes y, en un rincón, Marcus Canney estaba apoyado en el último garaje de una hilera de cinco. Richie dio la vuelta y aminoró la marcha, se detuvo y bajó del coche de un salto. Se acercó a Marcus.
—¿Qué pasa? —preguntó Marcus.
—Nada —respondió Richie.
—¿En qué andabas?
Richie lo miró:
—Solo dame el maldito equipo.
—Aguarda un momento.
Marcus se fue por el lado, la puerta del garaje se abrió y cuatro policías salieron corriendo, honrados de hacer de ese uno de los arrestos más memorables: el de Richie Bates.
Shaun apenas logró pasar a través de los tubos para ondas de choque y cables que conectaban a Anna a monitores que él no entendía. No sabía dónde podía tocarla. Finalmente extendió el brazo y le puso una mano en la frente. Percibía la urgencia del personal. No quería que se la llevaran a ninguna parte. En ese momento ella estaba con vida y así quería que se quedara. La cirugía podía llegar a empeorar las cosas. La gente moría durante las cirugías. Todavía le caían las lágrimas, pero él se secó la última y soltó un suspiro tembloroso. Sabía que las palabras que le dijera a su madre no sonarían elocuentes, y si eran las últimas palabras que tendría que escuchar de él, sabía que ella no esperaba que fueran esas. Se inclinó y le aferró los dedos suavemente.
—Estarás bien, te lo prometo —vaciló—. Lo estarás, mamá. Sé que lo estarás, tú también eres una Lucky[13].
Joe atravesó a empujones las puertas del hospital. Estaba cubierto de sangre, de él, de Anna, de Richie.
—Lo siento —se disculpó Frank, corriendo a su encuentro—. Rawlins escapó, pero la policía del país entero está alertada. Anna acaba de ir al quirófano. Shaun está en la sala de espera de familiares. —Bajó la vista—. No teníamos idea sobre Richie…
—Lo sé —aceptó Joe.
Siguió caminando. Dobló a la izquierda hacia una puerta que Frank le había señalado. Lo invadió una ola de pánico. Dobló por una esquina y más adelante había una mujer mayor apoyada contra la pared, con el cuerpo doblado por la congoja y un hombre joven tratando de reconfortarla. El corazón le dio un vuelco, miró la hilera de puertas, golpeó en la primera y estaba vacío. Probó en tres hasta que escuchó un sí apagado. Entró, Shaun levantó la vista y luego corrió hacia él.
—¿Qué? —preguntó Joe—. ¿Qué?
Richie Bates atravesó las puertas de la Comisaría de Policía de Waterford con las manos esposadas en la espalda. La chaqueta se le abría donde se le habían aflojado los botones y tenía la piel abierta desde la sien hasta la mandíbula. Un viejo compañero de clase estaba en la recepción, moviendo la cabeza lentamente.
Shaun habló entre estallidos de angustia, cada respiración era rápida y superficial.
—Ella estaba muy mal. La atendieron en la ambulancia… y aquí… y ahora está en el quirófano.
Joe veía a Shaun tratando de comportarse como un adulto. Eso casi le rompe el corazón. Se preguntaba de dónde había sacado fuerzas después de todo lo que había pasado.
—Ven aquí —le pidió atrayéndolo hacia sí—. Ven aquí. No tendrías que haberte encargado de esto solo.
—Estoy bien —lo tranquilizó Shaun.
Joe quería llorar ante la simpleza de la respuesta.
—Qué bien —le dijo—. Lo hiciste bien.
Se sentaron juntos y Joe lo rodeó con un brazo. Recordaba haber ido al hospital con su madre cuando tenía catorce años y no haber demostrado nada de esa entereza. Ella estaba angustiada porque sabía que le dirían que tenía cáncer. Y en lo único que él pensaba era en sí mismo. Estaba preocupado por encontrarse con el médico que solía curarle las heridas en la puerta trasera cada vez que se metía en alguna pelea.
—No puedo, siéntate aquí, aguarda —pidió Joe—. Ahora vuelvo. Necesito… —Corrió hasta el Servicio de Urgencias. Miró alrededor, presa del pánico. Una enfermera pasó deprisa a su lado y antes de que pudiera darse cuenta, él estiró la mano y la agarró del brazo.
—Por favor —rogó con voz ronca—, mi esposa. Anna Lucchesi. Ella… dígame, ¿se pondrá bien? —Retiró la mano—. Lo siento, yo…
—Aguarde —le pidió la enfermera amablemente. Desapareció detrás de una de las cortinas y trajo a la enfermera que había hablado con Shaun.
—Yo ni siquiera sé lo que le ha sucedido… —dijo Joe.
—En cuanto ella salga de cirugía, el doctor vendrá a hablar con usted, señor Lucchesi. Sabemos dónde encontrarlo. Lo que puedo decirle es que su esposa se encuentra en estado crítico y estamos haciendo todo lo posible. —Ella lo miró de modo cálido—. Usted está empapado. Déjeme traerle unas toallas, así se seca —se detuvo—. ¿Hay alguien a quien crea debe llamar?
Frank Deegan estaba con O’Connor en la sala de espera, con la cabeza gacha.
—Y yo fui tan estúpido de pensar que él quería ser policía para salvar a la gente, para darse una segunda oportunidad. Pero quedarse mirando cuando ese muchacho Dwyer se ahogó, bueno, una parte suya lo habrá disfrutado. —Meneó la cabeza.
—Con Richie era una cuestión de poder —aseguró O’Connor.
—¿Y este es el único trabajo que él pensó que le ofrecería eso? Santo cielo.
—¿Cómo llegó a esa conclusión…?
—¿Sentía que tenía que luchar con alguien? —preguntó Frank—. Pero, ¿sabes? Siempre había una lucha interna en él. Se podía percibir, siempre esperando un motivo para…
—No tiene sentido —lo animó O’Connor—. Tú no lo sabías. Yo no lo sabía…
—¿Es que el mundo entero se ha vuelto loco? —dijo Frank, con la voz quebrada. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo y se lo llevó a los ojos—. Esto es por mí —se culpó—. Tenías razón en lo que dijiste. Yo voy de salida. —Se encogió de hombros—. Ha llegado la hora.
Joe no podía armarse del suficiente valor para llamar a los padres de Anna. Esperaría hasta tener buenas noticias, hasta que ella saliera del quirófano. Se sentó con Shaun y trataron desesperadamente de llenar los silencios que crecían, y de evitar que sus imaginaciones construyeran los finales equivocados. Hablaron de deportes, de la escuela, de Nueva York, de películas y de libros.
—Podemos hablar de mamá —sugirió Shaun.
—No puedo —respondió Joe—. Simplemente no puedo.
El Renault Clio rojo estaba parado en una esquina tranquila de un estacionamiento reservado en la terminal de ferry Rosslare. Duke Rawlins estaba hundido en el estrecho asiento del acompañante. Percibió una presencia en la ventanilla, luego tomó el bolso del suelo y bajó.
—Vamos. —Barry Shanley estaba vestido con pantalones militares negros y un chaquetón verde. Debajo llevaba puesta una camiseta con un helicóptero Apache negro y una leyenda que decía: «Puedes huir pero no ocultarte». Guió a Duke por un oscuro pasillo hasta una puerta de madera gruesa y un corto tramo de escaleras de cemento.
—Es por aquí —revisó el reloj—. Tendremos que esperar un minuto. —Se apoyó en la pared. La luz fluorescente del techo brilló sobre su cabeza afeitada.
Al cabo de dos horas, un cirujano joven golpeó la puerta. Joe se puso de pie con el corazón latiéndole con fuerza y le hizo un gesto a Shaun para indicarle que se quedara donde estaba. Guió al cirujano hasta el pasillo.
—¿Cómo está ella?
—La operación ha salido bien.
—¿Qué le ha ocurrido? No me lo han dicho.
—Ella sufrió una herida de cuchillo en el riñón izquierdo. Eso provocó daño en el mismo riñón pero también un daño más severo en la arteria que se comunica con éste. También sufrió un corte profundo en el abdomen, aunque no encontramos daño aparente en el intestino.
—¿Fue atacada por algún otro…?
—No. Esa fue la única herida.
—¿Habrá algún tipo de secuelas a largo plazo…?
—Ella tendrá cicatrices y tal vez dolor durante algún tiempo, pero debería ser mínimo. Ahora va camino a la Unidad de Cuidados Intensivos. Veremos cómo evoluciona en las próximas horas. Podrá verla cuando esté instalada.
—Gracias —dijo Joe—. Gracias.
El cirujano le saludó y se marchó, dejando a Joe temblando en medio del pasillo vacío. Respiró profundamente y se dio la vuelta mientras Shaun abría la puerta.
—Tu madre tiene una enorme resistencia —afirmó—, para ser pequeña —y obtuvo la sonrisa que esperaba en lugar de las lágrimas.
Duke apoyó firmemente una mano en el brazo de Barry Shanley.
—¿Estás seguro de que está todo bien? —le preguntó.
—Siempre venimos por aquí por mi padre —aseguró Barry—. Privilegios de empleados.
Duke lo miró fijamente.
—Mira, está bien, ¿de acuerdo? El amigo de papá nos hará pasar. No hay problema. Tú eres mi amigo, vienes conmigo, estamos yendo a Fishguard. Luego yo bajaré después de que embarques.
—El tipo va a decir algo…
Barry sonrió.
—El tipo no le dice nada a nadie. —Miró a través de la pequeña ventana de vidrio esmerilado que había en la puerta—. De todos modos, para ti todo esto es muy sencillo —comentó él mirando hacia atrás por encima de su hombro—. Maldito Delta. Increíble. ¿Cómo puedes andar caminando normalmente después de haber bajado con una soga de un maldito Black Hawk[14] en medio de una tormenta de mierda como esa? Increíble.
Duke se encogió de hombros.
—Uno hace lo que tiene que hacer. «Maldito ingenuo».
Barry miró por el cristal hacia atrás y luego tiró de la puerta para abrirla.
—Bien. Vamos, vamos, vamos —le dijo. Y Duke Rawlins fue.