—Dicen que Sammi Rawlins ha estado haciendo algunos trabajos cerca de la casa…
Joe dejó el comentario flotando en el aire.
—¿Qué quieres decir con trabajos? —preguntó Duke.
—Ah, ya sabes, con la mano, con la boca…
—Si tratas de decirme que mi esposa es una prostituta, sé que estás diciendo tonterías.
—¿Quién dijo algo de prostituta? Tu esposa le ha sido cien por cien fiel a un solo hombre mientras tú estabas en prisión. Es una pena que no hayas sido tú.
—Estás diciendo estupideces.
—Ah, y ni siquiera he llegado a la mejor parte —provocó Joe—. ¿No quieres saber quién es el tipo? Vamos, si fuese tú yo querría saberlo. ¿Has visto a tu esposa desde que saliste?
—Ella está en casa de su madre… Mira, ¿por qué estoy hablando contigo? ¿Por qué estoy escuchándote a ti y tus estupideces?
—Afróntalo, Rawlins. Tu esposa se ha estado agachando para otro hombre mientras tú estabas en prisión, con una mano en tu…
—¿Estás completamente desquiciado? —gritó Duke de pronto—. ¿Crees que me creo una sola palabra de mierda que escupe tu boca? ¡Eres policía! Y eres un policía que no puede mantener la maldita boca cerrada en este momento. Una palabra más y mataré a tu esposa. ¿Estás loco?
El corazón de Joe le latía con fuerza. Lo único que había logrado era sacar a ese loco de quicio.
El inspector O’Connor estaba frente a la sala.
—Estoy harto —dijo—. Por algún motivo, estos traficantes van un paso por delante de nosotros. Nosotros aparecemos y ellos no. Ellos no aparecen y nosotros sí. —Miró alrededor de la sala y vio a un grupo de policías aburridos y agotados.
—¡Maldición, despertad! —gritó.
Algunos de ellos saltaron.
O’Connor movió la cabeza.
—¡Cielos, muchachos! ¿Qué sois?
Los hombres cambiaron de posición en las sillas.
—¿Qué sucede —preguntó O’Connor—, cuando no funciona el plan? ¿Qué es lo que hace la gente? ¿Owen?
—Eh, ¿cambia de plan?
—Descarta todo e idea un plan nuevo —se oyó una voz desde el fondo.
—¿O? —preguntó O’Connor sonriendo—. Simplemente no tiene plan.
Lo miraron inexpresivamente.
—Quiero que penséis un momento en las sorpresas. En los próximos diez minutos quiero tres lugares de la ciudad donde cada uno de los equipos irá en algún momento del día con la esperanza de cazar a uno de estos cabrones trabajando. Aquí no hay plan principal, solo el nombre de un sitio y dos de vosotros en un coche en la puerta. Butler tú vas con Twomey.
Se escuchó un ruido de sillas y baldosas mientras los hombres se levantaban y salían hacia sus coches.
Cuando colgó el teléfono después de hablar con Duke Rawlins, Joe escuchó un ruido de voces abajo.
—¿Hola? ¿Quién está abajo? —preguntó, al tiempo que se dirigía hacia el corredor y se asomaba a la puerta de la habitación de Shaun.
Escuchó a Shaun subir las escaleras deprisa. Abrió un poco la puerta.
—Yo —le respondió irritado—. Y Ali. ¿Por qué?
—No te he dicho que pudieras traer a nadie a casa.
—No le he dicho nada sobre mamá, si a eso te refieres.
—Mándala ahora a su casa.
—¿Qué pasa contigo?
—Solo sácala de aquí —siseó Joe.
Shaun se sobresaltó:
—Está bien, está bien.
Corrió escaleras abajo mientras Joe caminaba por la sala de un lado a otro. Escuchó a Ali atravesar el vestíbulo.
—Eh, señor Lucchesi —gritó ella.
—¿Adónde vas? —le preguntó Joe.
Shaun se paró detrás de Ali y miró al padre fijamente como si hubiese perdido la memoria.
—Ella se va a casa —le respondió.
—¿Sola? —preguntó Joe volviéndose hacia Ali.
—Sí —le respondió ella—. Ya soy mayor —sonrió.
—Shaun, ven aquí un momento —le pidió Joe.
—Espera —le respondió él dejando a Ali en el vestíbulo.
Joe lo cogió del codo y luego sintió que él se sacudió con fuerza para soltarse. La voz sonó baja y apremiante cuando le alcanzó el teléfono:
—Llama a su padre con este teléfono y que venga a buscarla por la puerta de casa. Y tú espera hasta que lo haga.
—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Shaun, mientras el pánico se apoderaba de su voz.
—Solo hazlo —ordenó Joe.
Ali hizo la llamada y asomó la cabeza en la sala.
—Frank Deegan venía camino de aquí. Así que papá le dijo que me llevara a casa. Llegará en cualquier momento.
Joe quería explotar. Lo último que necesitaba era que alguien viera un patrullero en la puerta de la casa. Se levantó rápidamente.
—Te ayudaré.
—No, qué estupendo —dijo Ali—. No podría sacarlo de sus cosas. Lo juro por Dios, Frank viene en camino. Estaré bien.
—No hay problema.
—Quiero hacerle escuchar un tema más en mi CD —interrumpió Shaun, al tiempo que la empujaba hacia el sótano.
Joe se sentó y apoyó la cabeza en las manos. Se quedó así hasta que sonó el timbre.
—Hola, Joe —saludó Frank. Le entregó una tarjeta envuelta en un sobre azul—. En la entrada me encontré con el cartero.
Joe reconoció la letra de Danny.
—¿Puedo entrar a hablar un momento contigo? —le preguntó Frank.
—Eh, en realidad no. Ahora no tengo tiempo. Tengo mucho que hacer. —Movía lo ojos rápidamente, más allá de Frank y en dirección a los árboles.
—En realidad no tienes demasiada opción, Joe. Es sobre el fax que le llevaste a la doctora McClatchie.
Joe sintió una oleada de furia por la traición.
—No hay problema con que lo hayas hecho —le aclaró Frank—. Solo necesito verlo. La doctora McClatchie tiene ciertas inquietudes. —Joe alcanzó a ver que Frank tenía un boceto policial en la mano y la foto de la cara de Duke.
—No lo tengo, está en la basura.
—Lo siento, yo creo que sí lo tienes. ¿Puedo pasar?
—Está bien —accedió Joe con tono brusco, al tiempo que apuraba a Frank a entrar al vestíbulo y cerraba rápidamente la puerta tras él—. No tengo tiempo para esto.
—Yo tampoco —coincidió Frank—. Voy camino de una reunión en Limerick y necesito verlo. Antes puse en duda lo que dijiste sobre este hombre Rawlins. Y ahora te estoy haciendo saber que he cambiado de opinión. Me estoy arriesgando. No lo he notificado a mis superiores, porque antes de hacerlo necesito asegurarme de haber atado todos los cabos.
Joe sintió el impulso de sacudir a Frank de los hombros y gritarle: «Ya es un poco tarde». Fue hasta el estudio y trajo el fax. Lo dobló y lo metió dentro de un sobre marrón. Se apoyó en el escritorio cuando un intenso dolor le atravesó las sienes. Abrió el cajón del escritorio y vio un frasco vacío de Advil, cerró el cajón rápidamente. Aunque hubiera veinte pastillas, él se había prometido que hasta que todo acabara, no tomaría ninguna medicación… a menos que el dolor fuera extremo. Miró la tarjeta de Danny sobre el escritorio y la abrió por si acaso fuera importante. Era una copia de El Grito de Munch. Joe movió la cabeza y trató de sonreír. En el interior decía: «¿Te recuerda a alguien? Felices cuarenta, compañero. Que lo pases bien». Joe deseaba que así fuera.
—Aquí tienes —le dijo al regresar y entregarle el fax a Frank—. Ahora guárdalo en el bolsillo interno.
Frank frunció el ceño.
—Está bien —aceptó—. ¿Por qué?
—No importa. ¿Es todo?
—No. Necesito hablar con Anna.
—Ah, ella está en París, lo siento.
Frank sacudió la cabeza.
—¿Tienes un número donde pueda contactar con ella?
—No —respondió Joe—. Sus padres no tienen teléfono.
—¿De veras? Bueno, entonces quizá deba decirte que ella vio la foto de esta cara. El otro día estuvo con Nora en casa. Reaccionó muy mal. Fue como si…
El corazón de Joe latió con fuerza.
—Yo no le había dicho que estaba haciendo averiguaciones —le contó él rápidamente—. Estaba molesta conmigo por no decírselo. Por eso se marchó a París.
—Cuéntame por qué me llamaste para preguntarme sobre Siobhan Fallón —preguntó Frank de repente—. ¿La has visto?
—No. Pero pensé que el otro día podría haberla visto.
—¿Dónde?
—En la ciudad. Pero no era ella. Frank, de veras no puedo quedarme hablando. —Se apretó la mandíbula con la mano.
Frank se dio la vuelta y abrió la puerta principal.
—Enviaré a Ali para que vaya contigo.
—Está bien. Gracias por el fax, Joe. Te lo agradezco. —Salió y luego miró para atrás—. Lo que no agradezco es que se me mienta.
Oran Butler y Keith Twomey aparcaron su Ford Mondeo en el estacionamiento del supermercado Tobin. Era un edificio lúgubre de ladrillo rojo que quedaba en un barrio feo. Dos carniceros gordos con delantales ensangrentados estaban parados en la esquina fumando cigarrillos. Un grupo de muchachos de melena larga con pantalones holgados y enormes sudaderas pasaron junto a ellos deslizándose en patinetes por el pavimento llano.
—¿Cuánto tiempo hemos pasado aquí? —preguntó Oran, quitándose el toffee de los dientes. Se le había formado una pila de envoltorios entre las piernas.
—Dos horas —contestó Keith.
—¿Has visto que alguno de ellos complete el número?
—No —respondió Keith mientras observaban a otro muchacho en patinete que trataba de saltar por encima de una baranda. En cambio tropezó con los peldaños y la tabla golpeó contra el pavimento.
—Ese maldito ruido me está atravesando —maldijo Keith.
Oran pisoteó los papeles del suelo y comenzó a formar un nuevo montón. Keith miró para abajo.
—Con toda la gente que hay, compartir vivienda con Richie Bates, que es el más desordenado del mundo… No sé cuál de los dos me da más pena.
Otro patinador dio media vuelta con la tabla y aterrizó a ambos lados con los dos pies en el suelo. Los hombres se miraron e hicieron un gesto con la cabeza. Cuando volvieron a mirar había un hombre que pasaba junto a los muchachos hacia la entrada. Se movía torpemente, como si las articulaciones se le salieran del lugar con cada paso. Guiaba con la barbilla y los ojos como rendijas miraban el suelo. Se alisó los cabellos grasos y lacios rojo César sobre la frente con granos y aminoró el paso al acercarse al muchacho más alto.
—No puedo creerlo —Keith se incorporó—. Veamos qué sucede aquí. Ése es Marcus Canney, un absoluto cabrón.
Observaron mientras Canney hablaba, luego buscó en el bolsillo y sacó algo, extendiendo la mano hacia el muchacho y dándole más que un apretón. Oran y Keith salieron velozmente y en un segundo estuvieron junto a la pareja.
Joe habló antes de que Duke pudiera hacerlo, en cuanto oprimió la tecla verde para contestar la llamada.
—¿Por qué estás haciendo esto?
—Ya sabes por qué —respondió Duke.
—Sí, está bien, lo sé. Pero lo has entendido todo mal, amigo. Necesito que recibas información nueva, para ver si aún quieres hacer lo que has venido a hacer hasta aquí.
—Pero esta no es una situación de diálogo.
—Pero para ti dos personas funcionan mejor, ¿verdad, Rawlins?
—¿De qué demonios estás hablando?
—¿Dos en uno facilitan un poco las cosas?
Alcanzó a escuchar la respiración de Duke, lenta y dificultosa.
—Yo he notado cosas —dijo Joe—. Tengo ojos… como los de un halcón.
Duke no dijo nada.
—Sé lo que has estado haciendo hoy —afirmó Joe—, y qué pena esa muchacha que encontraste para arrojar tu mierda. Pero entonces no pudiste hacerlo por tu cuenta… —Se detuvo—. ¿Crees que eres hombre? No eres más que un pedazo de mierda, un pedazo de mierda cobarde.
—Vete al demonio —maldijo Duke—. Tú no sabes nada.
—Estás equivocado. Aquí hay algo que sé seguro. En este momento, la esposa de Duke Rawlins se encuentra en el Departamento de Policía de Stinger’s Creek asentando serias acusaciones en tu contra.
Duke resolló.
—Tonterías. Ahora estoy seguro de que dices tonterías.
—Tal vez recuerdes unos asesinatos que sucedieron hace un tiempo —dijo Joe, usando la misma forma de hablar de Duke, los mismos trucos que usaba con los drogadictos y prostitutas—. Resulta —continuó Joe—, que tu esposa le dice a quien quiera oír que tú eres a quien deberían estar buscando. El asesino de Crosscut. Un sujeto. Solo tú. Que ella te cubrió el culo demasiado tiempo.
Duke no dijo nada.
—Ahora, ¿por qué de pronto tu esposa te querría hacer encerrar cuando acabas de salir? —preguntó Joe—. Tal vez para que no vayas a matarla por haber mantenido relaciones sexuales con tu amigo. —Esperó un instante—. Fue Donnie, Duke. Tu esposa se estaba tirando a Donnie.
Duke lanzó una carcajada fuerte.
—Tengo pruebas —anunció Joe rápidamente. Al ver que Duke no lo interrumpía, continuó—: El nombre Rawlins me sonaba porque tu esposa estuvo allí el día en que Donnie murió. Estaba parada mirando del lado incorrecto del cordón policial. Ella tuvo que dar su nombre, la revisaron y tenía un pasaporte. Apuesto a que tú no sabías que tu esposa tenía pasaporte. Estaba allí para ayudar a Donnie…
—¿Qué prueba hay?
—El expediente del caso. Allí está asentado su nombre. Aquí lo tengo.
—Déjame echarle un mirada —pidió Duke.
—Déjame a mí echarle una mirada a mi esposa.
En cuanto colgó el teléfono, Joe percibió algo detrás de él en el cuarto. Giró la cabeza lentamente. Shaun estaba parado en la puerta, tembloroso y pálido.
Joe solo lo miró fijamente.
—¿Cuánto hace…?
—¿Cuánto hace qué? ¿Serías capaz de seguir mintiéndome?
—¿Qué has escuchado?
—¿Dónde está mamá? ¿Con quién estabas hablando?
—Me estoy encargando de eso.
—¿Qué? ¿Quién la tiene? ¿Quién se la ha llevado? ¿Dónde está?
—No necesitas saber los detalles.
—¿Has llamado a la policía?
—No. —Joe esperó.
—Por favor, dime que estás bromeando —rogó Shaun—. Por supuesto que no —respondió Joe bruscamente—. No puedo meter a la policía en esto.
—¡Eres un hipócrita! —lo insultó Shaun, subiendo el tono de voz—. ¿Cómo dice el reglamento? ¿Qué si no los encuentras en las primeras veinticuatro a cuarenta y ocho horas es una operación de rescate, no un rescate?
Joe meneó la cabeza.
—Por el amor de Dios, Shaun.
—Tú haces que la gente llame a la policía siempre.
—Tal vez eso no siempre sea lo mejor.
—Claro, si es el detective Lucchesi el que se presenta en la puerta.
Joe no se exasperó con eso.
—Lo siento, papá.
—Sé que es así.
Durante un momento, Shaun simplemente lo miró fijamente y cuando finalmente habló, tenía la voz firme.
—Lo que harás es coger el teléfono, papá. Cógelo, ¿de acuerdo? —Se abalanzó sobre el aparato—. ¡Cógelo!
Joe se adelantó, debatiéndose por hacerlo, sostuvo el teléfono en el aire, tratando de apartarlo. Shaun retrocedió tambaleándose, horrorizado.
—No puedo hacerlo —dijo Joe. No puedo hacer la llamada.
—¿Cómo vas a hacer para recuperarla? No podemos estropearlo. No podemos.
—Tranquilízate, ¿está bien?
—Tranquilízate —soltó—. No sabes cómo va a acabar esto. ¿Qué va a sucederle a ella? ¿Por qué mamá? ¿Qué es lo que mamá…?
Joe esperó a ver cómo seguía.
—Dios mío. Esto es por tu culpa, ¿verdad? —preguntó Shaun—. Alguien se la ha llevado y es por tu culpa. A nadie le interesaría una madre, pero sí la esposa de un policía, ¿verdad? —Se detuvo—. ¿Esto tiene algo que ver con Katie? —Tomó a Joe del brazo y empezó a sacudirlo.
—No, no —contestó Joe—. Por favor, cálmate, Shaun. Por favor. Aún tengo cosas que averiguar. Por ahora no podemos dejar que nadie sepa nada de esto, ni los policías ni nadie. ¿Me estás escuchando? Es muy importante que no digamos nada.
Marcus Canney estaba sentado con las rodillas flexionadas contra el pecho, en el piso de la celda de la comisaría de policía de Waterford. Tenía las piernas delgadas enfundadas en unos pantalones de gimnasia negros de nailon y las zapatillas blancas llenas de lodo. Una cazadora colgada sobre los hombros.
—Cuidado al entrar a tu habitación —le advirtió O’Connor mientras entraba en la celda con un pequeño paquete blanco.
Canney lo miró con el ceño fruncido.
—Parece haber un hueco en las tablas del piso —comentó O’Connor—. ¿Sabías que tenías —miró la coca— unos treinta mil dólares escondidos ahí debajo?
Canney se puso pálido.
—Váyase a joder —le soltó.
—Estoy muy ocupado jodiéndote a ti —respondió O’Connor.
—Jamás en mi vida he visto eso.
O’Connor miró al cielo.
—Solo dime dónde la estás consiguiendo. ¿Y por qué estabas aquí encerrado hace doce meses?
Canney le lanzó una mirada.
—Sí, ya sé —dijo O’Connor—, hay una muy buena razón por la cual no te habíamos atrapado hasta ahora. Y es eso lo que estaremos esperando aquí esta mañana.
Duke se volvió hacia Anna y rió.
—Tu esposo piensa que soy una especie de retrasado mental. —Marcó su teléfono en el móvil de Anna. Se conectó directamente con el contestador automático y estuvo a punto de dejar un mensaje cuando se dio cuenta de que estaba escuchando una voz que no conocía—. Este número ya no se encuentra en servicio. Por favor, contacte con… —Duke colgó, revisó el número y volvió a marcar. Recibió el mismo mensaje. Se palpó los bolsillos de la chaqueta, luego los de los pantalones vaqueros. Después miró alrededor del cuarto, fijando la vista en Anna.
—¿Y ahora dónde he puesto mi cuchillo?
Victor Nicotero caminaba por el sendero del delicado jardín de la casa del fallecido jefe de policía Odgen Parnum, encogiendo los hombros de modo que la caída de la chaqueta del traje le sentara bien. Tenía una carpeta vacía bajo el brazo izquierdo; con la mano libre pulsó el timbre. Antes de alcanzar a tocarlo, la puerta se abrió y una rubia impactante de unos cincuenta estaba frente a él.
—¿Quién es usted?
—Delroy Finch —respondió—, de FOP, Fuerza de Orden Público de la Policía.
—Ah —ella miró al suelo—. Pase, señor Finch.
—Gracias, señora.
Lo guió hacia una sala anticuada, le indicó con un gesto el sofá y se sentó frente a él en un sillón de mimbre con respaldo alto.
—Antes de nada, señora Parnum, me gustaría expresarle mis condolencias por la pérdida de su esposo.
—No lo perdí, señor Finch. Él se pegó un tiro en la cabeza con un rifle de gran calibre. No es necesario evitarme horrores que ya conozco.
—Le pido disculpas —dijo Victor—. Déjeme ir directo al grano. El motivo de mi visita es preguntarle de qué forma le gustaría que la Fuerza del Orden conmemorara a su esposo, señora Parnum. Podemos ofrecerle una placa recordatoria…
—Permítame interrumpirlo ahí, señor Finch. Mi esposo era un hijo de perra. Me ha dejado varios recordatorios de su existencia tal cual era, y cada uno de ellos es un mal recuerdo. Aprecio lo que está tratando de hacer y sé que su organismo hace un buen trabajo, pero el más acertado que podría hacer sería el de olvidar que el Jefe de Policía Odgen Parnum alguna vez existió.
—Señora, reitero mis disculpas si he desenterrado algo doloroso para usted, pero…
—No, no lo ha hecho en absoluto, señor Finch. Aquí usted no es culpable.
—Dígame, señora Parnum. ¿Por qué piensa que su esposo se suicidó?
—Porque era desdichado, porque estaba deprimido, porque se detestaba a sí mismo, porque su vida era insoportable. ¿Por qué la gente se suicida?
Victor esperó.
—Ahí va de nuevo —dijo la señora Parnum—. No puedo evitarlo. —Ella lanzó una carcajada corta y nerviosa—. Específicamente, no sé por qué se suicidó. No dejó una nota, si a eso se refiere, pero… —ella se detuvo, y luego levantó la vista abruptamente—. ¿Qué es lo que quiere saber?
—A veces pasa con este trabajo y yo siempre estoy interesado, sabe, en qué se podría hacer para evitar que vuelva a suceder, para salvar a otra persona. —Andaba a tientas—. ¿Qué era lo que iba a decir? Dijo pero…
—Pero… esa mañana, una mujer vino a casa para hablar con Odgen. Yo jamás la había visto antes. Era rubia, de cerca de cuarenta años, con traje a medida. Y la expresión más extraña apareció en su rostro al verme a mí —se detuvo—. Supongo que se podría describir como lástima.
—¿Lástima?
—Bueno, ese era el tema. ¿Por qué esta desconocida sentiría pena por mí? Maldición, para la gente que me conoce, yo tengo una vida encantadora. Pero era como si esta mujer hubiera aparecido en mi puerta y hubiera visto a través de mi alma.
Victor asintió con la cabeza lentamente.
—Y la cara de Odgen al verla… Resultó ser Marcy Winbaum, la fiscal del distrito, yo no la había reconocido. Solía trabajar con Odgen hace años. Desde entonces ha cambiado bastante. Y aquel día, ella definitivamente tenía una obsesión. De todos modos, insistió en hablar con Odgen en privado. Él se la llevó de nuevo a su estudio. Bueno, yo sentí curiosidad, de modo que apoyé el oído en la puerta después de que pasaran bastante tiempo ahí dentro, y el tono de voz de esta mujer era elevado, lo cual me llamó la atención. La escuché decir algo como «enterrar» cosas y «vivir contigo mismo». Dijo que ella había encontrado a alguien que juraría algo en la Corte y que él tenía dos alternativas. Luego se encendió el cronometrador de mi horno y tuve que regresar a la cocina para sacar un pastel.
—¿Después le preguntó a su esposo de qué se trataba todo eso?
—No quise preguntar. Y a la siguiente noche me pareció que él había creado una tercera alternativa que era volarse los sesos.
—¿Puedo hacerle una pregunta? Su esposo trabajó en el caso Crosscut. Esos homicidios quedaron sin resolver hasta el momento de su muerte. ¿Cree que él se pudo haber visto afectado por eso?
—Esas pobres muchachas. Odgen lo pasó realmente mal. Pero eso sucedió hace bastante tiempo. —Ella frunció el ceño—. ¿No se supone que su organismo suavice los fallos de un policía muerto?
Victor frunció el ceño y luego recordó su rol.
—Supongo que se lo estaba preguntando por curiosidad personal —arriesgó—. ¿Está segura de que no hay algo que podamos hacer para conmemorar a su esposo en vida?
—Déjeme hablarle de Odgen Parnum —empezó ella de repente—. Yo solía ver arañazos en su espalda, pequeños arañazos y lunitas de uñas de alguien ávido. Y también en su rostro. Solo le echaba vistazos, solo vistazos, porque jamás me atreví a actuar de otro modo. Y míreme. —Trazó con una mano la curva de sus esbeltas caderas—. No soy una mujer que se descuide —se detuvo—. Y lo que no comprendo es que no hay nada que yo no hubiera hecho por él, si es que usted llega a comprenderme. Yo tengo calle, señor Finch. Él no se casó con una joven dulce e inocente —levantó la vista—. ¿Qué tenía yo de malo? —preguntó con las lágrimas brotándole de los ojos—. ¿Qué tenía yo de malo?
Marcus Canney se comía las uñas sucias.
—Esta no es una llamada de atención del juzgado —aclaró O’Connor señalándolo—. Estarás ahí sentado con tu traje barato y los cabellos achatados como te los peina mamá, con esa mirada recia en la cara… y nada importará un comino. Porque estará Delaney —sonrió—. El juez resentido. Y tú estarás hundido. —Canney se movió nervioso.
—A mí no me dará gusto meterte en la cárcel —dijo O’Connor—. Pero tus proveedores…
Silencio.
—Vamos, Canney. Ya no estás jugando a los bandidos ni a los indios. Este es un tema serio y te van a caer cinco o siete años. Entonces te quedarás solo.
Canney se movió nervioso.
—¿Y dónde estarán los grandes jugadores? Ocupados entrenando al nuevo. Tal vez entonces hagan un mejor trabajo. Y después se preguntarán cuál será el mejor modo de sacarte de escena. ¿Se encargarán dentro o esperarán a que estés en libertad pensando que tienes toda la vida por delante?
Canney miró fijamente hacia el frente.
—Mira —le advirtió O’Connor—. Puedes irte de aquí y ellos jamás se enterarán de nada. Puedo prometerte eso.
—Sí, claro.
—Estás hundido hasta el cuello, Canney. No sé de qué otra forma decírtelo. Pero tienes una salida. Olvidaremos todo. Vete. Nadie lo notaría. Y todos contentos.
—No hay maldita forma de que caiga con eso.
—¿Por qué crees que estoy sentado aquí y no en una sala de interrogatorio con la grabadora encendida?
Canney miró fijamente más allá de él, con el ceño fruncido.
—Sí, bueno…
—¿Bueno, qué? Dime. ¿Quién te está proveyendo?
—Mire, no voy a decir nada. ¿Cree que soy estúpido?
—Tu llamada —dijo O’Connor al tiempo que se ponía de pie—. Ya he hecho lo que estaba a mi alcance. Te veré en la sala de interrogatorios. —Caminó hacia la puerta—. Igual son siete años. O cinco. Ésa es la pena mínima para este sujeto. No creo que haya libro de quejas —comentó él tamborileando los dedos en la frente. Sostuvo el picaporte más tiempo de lo necesario.
Canney finalmente habló.
—¿Y si supiera algo acerca de esa muchacha de Mountcannon que fue asesinada?
O’Connor giró en redondo.
Canney estaba sonriendo, asentía con la cabeza lentamente.
—Eres de lo más bajo, Canney…
—¿Y si hablara en serio?
O’Connor se volvió hacia la puerta moviendo la cabeza.
Canney se encogió de hombros.
—¿Y si yo fuera una de las últimas personas que la vio con vida?
Victor Nicotero entró al restaurante de Stinger’s Creek y cambió veinte dólares por un manojo de monedas. Salió y fue hasta un teléfono público y marcó el número de Joe.
—En este momento no puedo hablar —respondió Joe rápidamente.
—Sí, pero puedes escuchar. Y hablo en serio. Sé que cancelaste mi viaje, pero aquí estoy, en el centro-norte de Texas. Mi instinto me indicó que viniera. Hablé con la viuda y déjame decirte que la señora Parnum es una mujer atractiva, pero es una amargada. Detestaba al esposo, parece que la engañaba, bla, bla, bla…
—¿Dijo algo sobre por qué se quitó la vida? ¿O sobre el caso?
—Simplemente que él lo pasó realmente mal. En cuanto a por qué el esposo se quitó la vida, a ella ni le interesa, mencionó rápidamente los motivos conocidos. Un témpano. Pero creo que tenemos un gran motivo. ¿Sabes con quién querrías hablar? Con la última persona que visitó a Odgen Parnum antes de que él jugara a la ruleta rusa con la recámara completa. Marcy Winbaum, la fiscal del distrito que solía trabajar con Parnum, regresó a la universidad, bla, bla, bla y ahora ha dado orden de reabrir el caso en una especie de alguien ha ofrecido nueva información. Todavía nadie se lo ha dicho a Dorothy Parnum, porque al parecer su difunto esposo está —o estaba— metido en la mierda profunda. Marcy Winbaum está con un as escondido en el pecho, pero se dice que es porque está a punto de atrapar al asesino.
Anna había observado a Duke Rawlins revisar la cabaña y sacar de un rincón húmedo y mugriento una bolsa que ahora le cubría la cabeza. Cada vez que respiraba, el hedor rancio a gato mojado y leche cortada le llenaba las fosas nasales. Había tenido arcadas durante todo el viaje y había estado acurrucada e indefensa en el estrecho piso de la camioneta. Ahora se encontraba de nuevo fuera, percibiendo levemente un frescor que se debatía con el hedor.
—Muy bien —susurró Duke, tirándola del brazo. Anna se detuvo, aunque podía escuchar unos pasos más pesados que continuaban yendo adelante.
—Sheba —siseó Duke—. Sheba, regresa aquí, gor…
Siobhan Fallón se dio la vuelta, su rostro no podía ocultar el dolor. Caminó lentamente hacia él mientras le ataba las piernas a Anna a la altura de los tobillos.
—Por favor, deja de llamarme Sheba —le pidió Siobhan con calma—. No es tan difícil de pronunciar. Sivawn. Es fácil.
—Déjame ver —empezó a decir Duke—. Sh… Sh… Shh. Bah. ¿Está bien? —La sonrisa de él quedó congelada.
—¿Por qué estás… qué he hecho? —Ella estiró la mano para tocarle la mejilla. Él la detuvo a mitad de camino y se la apretó con demasiada fuerza.
—Ah, has hecho un muy buen trabajo —le respondió él—. Sí que lo hiciste. Piensa en tus mejores órdenes de hamburguesa con guarnición de fritas, mayo, pickles y salsa extra de barbacoa, con una malteada, todo escrito en tu pequeño cuaderno, deletreado diez veces.
Ella sonrió de manera nerviosa. El pulso le latía en la muñeca por la que la tenía retenida. Trató de soltarse pero él la acercó más.
—Quítate ese viejo jersey enorme que tienes —le ordenó él.
—¿Por qué? —le preguntó con voz afectada.
—Porque tengo esto. —Le soltó la muñeca y sacó una cuchilla curva del bolsillo trasero y se la llevó a la cara. Ella quedó paralizada. Duke la miró fijamente. Ella se quitó lentamente la manga derecha manteniendo el codo pegado al cuerpo. Hizo lo mismo con el brazo izquierdo hasta que el jersey quedó colgando del cuello. Las mangas caían y apenas le cubrían el sostén de algodón gris descolorido. Se le erizó la piel pálida y comenzó a temblar. Duke se inclinó y desató la cuerda de alrededor del cuello de Anna, al tiempo que le quitaba la capucha. Anna apartó la cabeza. Duke le agarró el rostro obligándola a mirar.
—No querrás perderte esto —insistió. Se llevó el mango del cuchillo a la boca para tener las manos libres.
—Ahora déjame ver si recuerdo cómo se hace —dijo, al tiempo que rodeaba a Siobhan y le desabrochaba el sostén. Los generosos pechos fláccidos le cayeron hasta los rollos de la cintura. Una mirada de desagrado surcó el rostro de Duke. De repente, Siobhan sacó una mano y cogió el mango del cuchillo y lo atrajo bruscamente hacia sí de modo que el filo se deslizó por la comisura de la boca de Duke. Ella se dio la vuelta para salir corriendo, pero él se le abalanzó y rápidamente la tiró al suelo inmovilizándole las manos por encima de la cabeza.
—Hija de perra —siseó él, escupiendo en la hierba al lado de ella. Luego apretó la cara contra la de ella, dejando que las largas y lentas gotas de sangre le cayeran en los labios y corrieran suavemente por sus mejillas mezcladas con sus lágrimas.
—¡Levántate! ¡Ponte de pie! Y quítate los pantalones…
—Déjala en paz —ordenó Anna bruscamente—. Déjala.
Duke le aferró la cara y la sacudió con tal fuerza que la silenció.
Se volvió hacia Siobhan.
—Quítatelos, todo. Ya has visto lo que este cuchillo puede hacer. —Le sonrió, llevándose la mano hacia la herida profunda que tenía en el rostro. Ella hizo lo que le pidió, tratando desesperadamente de cubrirse el cuerpo con las manos. A Anna se le revolvía el estómago. Tenía la esperanza de que Siobhan la mirara a los ojos y tal vez pudiera llegar a hacerle saber que todo estaría bien, que jamás le contaría a nadie por lo que había tenido que pasar. Pero cuando Anna volvió a mirar a Duke Rawlins, tenía una renovada expresión de abandono escalofriante y ella supo que la muchacha iba a morir. Y luego nada tendría importancia.
Él se volvió hacia Siobhan.
—Corre, coneja, corre —gritó.
Joe levantó el teléfono para llamar a Marcy Winbaum, la primera persona a la que él tuvo que contarle la verdad desde que se habían llevado a Anna. Hablaba con la seguridad de una mujer que había trabajado duro para llegar adonde estaba. Cada palabra que ella le decía le aceleraba el corazón, le debilitaba el cuerpo, pero le fortalecía la resolución. El jamás había experimentado eso, un crudo pánico que corría en su interior, comenzando por el pecho y que bajaba y latía simultáneamente con la cabeza. Intentó arduamente calmar la respiración. Destellos del fax le vinieron a la mente, las víctimas descartadas como muñecas rotas. Las imágenes fueron reemplazadas por la foto de la cara de Duke Rawlins, el cuerpo sin vida de Donald Riggs. Y luego Anna. Joe sintió que algo se desgarraba en su interior. Había puesto a su esposa en el camino de ese maniático. Su única esperanza era que ahora contaba con una carta de cambio.
Victor Nicotero salió de la cabina de teléfono, pensando en Dorothy Parnum y en cómo las personas podían ser tan fuertes aunque tan frágiles al mismo tiempo. A él eso le gustaba. Sacó la falsa carpeta de FOP para anotar esa reflexión en sus memorias. Buscó el bolígrafo de jubilado en el bolsillo interno. No estaba. Revisó en la carpeta. Se palpó los otros bolsillos.
—Maldición —dijo y dio la vuelta.
Duke se arrodilló junto al cuerpo de Siobhan Fallón y siguió ocupándose de él con la cuchilla curva. Con los tobillos desatados pero amarrada a un angosto tronco de árbol, Anna se inclinó bruscamente hacia delante y vomitó entre las piernas. Con la fuerza, sintió un leve movimiento en el nudo que le sujetaba las muñecas.
—Sigue mirando —le ordenó Duke—, o haré que te arrepientas.
Anna lo miró con ojos vidriosos.
—No te culpes —dijo Duke—. Esto es por causa tuya y de tu esposo. Échale la culpa a ambos.
Él sonrió y completó cada paso del ritual, mirando todo el tiempo atrás por encima del hombro hacia donde estaba Anna, cuyo bonito rostro horrorizado le provocaba agradables escalofríos que le corrían por la espalda. Al darse la vuelta de nuevo, ella huyó.
Frank Deegan abrió las hojas de fax en forma de abanico sobre el asiento del acompañante, pensando en que podía echarles un vistazo en el camino. Hacia la segunda hoja, tuvo que detenerse a un lado. Examinó las fotos y leyó las indiferentes descripciones de piel y huesos jóvenes, cabellera y extremidades y las espantosas heridas que las profanaban a todas. Él jamás entendió cómo había hombres que pudieran querer despedazar a esas criaturas tan delicadas. Volvió a mirar las fotos. Logró conectar los puntos entre las víctimas de Héroes y las sufridas por Mary Casey en Doon. Pero había un punto extra, un poco alejado con el que casi no podía establecer conexión: Joe Lucchesi. Y luego un punto justo al lado: la pequeña y delicada Anna.
Dorothy Parnum se estaba dando golpecitos en la comisura de los ojos con un pañuelo apelotonado cuando abrió la puerta. La máscara de pestañas se le había corrido y el lápiz de labios con efecto de escarcha había desaparecido, dejando una desagradable huella del delineador rosa alrededor de la boca.
—Olvidé mi bolígrafo —y ella ya se lo estaba entregando.
—Gracias.
—Gracias —repitió ella—. Disculpe mi comportamiento de antes. No sé por qué le dije todo eso. —Nuevas lágrimas le brotaron de los ojos—. Pero es que usted parece el hombre más cálido que una viuda acongojada podría encontrarse. —Ella le apretó el brazo pero eso solo la hizo llorar más fuerte. Finalmente, respiró hondo y trató de sonreír.
—No más búa, búa —dijo ella—. Eso solía decirme Odgen. No más búa, búa… pero siempre había más.