CAPÍTULO 27

Joe salió de la ducha, y miró, recuperándose del susto que se había llevado con las pastillas, impactado por la sensación de que iba perdiendo el control paulatinamente. Se envolvió una toalla en la cintura y se miró al espejo. Estaba agotado pero tenía los ojos despejados. Estaba impresionado por su imprudencia, dejar la casa, a Shaun solo, conducir mientras la cabeza le daba vueltas. Apenas recordaba haber llegado a Waterford. Entró en la habitación y tomó una LV8 verde lima del tocador. La usó para aplacar el efecto del Fuel It. Entonces sonó su teléfono móvil. El número de Anna brilló en la pantalla. Se le aflojaron las rodillas.

—Grac…

—Buenos días, gente.

Joe se quedó rígido al escuchar el acento tejano.

—¿Hola? —habló Duke—. ¿Hola?

—¿Tiene a Anna… mi esposa?

—Sé quien es ella. ¿Y usted qué piensa?

El corazón de Joe latió con fuerza. Punzadas de dolor explotaron en su interior.

—Por favor —pidió—. Por favor, no le haga daño a mi esposa.

Duke lanzó una carcajada.

—Solo si usted promete no matar a mi compañero de un balazo.

Joe vaciló.

—Hablemos de eso en otro momento —ordenó Duke.

Joe interrumpió.

—Tiene que saber… —pensó en esas tres palabras de el expediente gris y la lucha comenzó: ¿debía decirle a Duke Rawlins lo que sabía o era mejor ocultarlo?—… eh, que mi esposa…

—¿Qué? —preguntó Duke bruscamente—. ¿Es diabética? ¿Necesita azúcar, no necesita? ¿Necesita medicamentos o morirá? Ya sabe, como en las películas.

—No —respondió Joe lentamente—. Ésta es una situación muy real. Lo sé. Esto es importante para los dos. Aquí ambos necesitamos algo y lo que yo necesito es a Anna, mi esposa, sana y salva. —Un leve temblor le afectó la voz—. ¿Y usted qué es lo que necesita… señor Rawlins? —Miró el techo y esperó.

Escuchó un ruido metálico cuando Duke bajó el teléfono y empezó a aplaudir. Al cabo de un instante, volvió a cogerlo.

—Sí que sabe esa mierda. Señor Rawlins… me gusta. Pero no me hubiera llevado a su esposa para devolvérsela. ¿Qué sentido tendría?

—¿Anna está bien? —preguntó Joe—. ¿Le ha hecho daño? Déjeme hablar con mi esposa, por favor.

—Dice que lo salude —lo provocó Duke—. Salvo que no, no me lo dijo.

—Por favor, dígame qué necesita y se lo conseguiré —rogó Joe—. Se lo prometo.

—¿Lo que necesito? Eso es asunto mío. ¿Qué es lo que usted necesita? Ahora, eso es mucho más interesante. Esa es mi prioridad con todo esto.

—No comprendo —dijo Joe.

—Cuando todo termine, no importará ni un comino lo que comprenda o no, detective. Todo acabará. Callejón sin salida. No importa cómo diablos llegue hasta ahí, al final del camino.

—Déjeme hablar con mi esposa.

—No.

—¿Puedo verla?

Duke resolló.

—Venga al estacionamiento que hay junto a ese gran acantilado del puerto en cinco minutos. ¿Cómo se llamaban esas cosas? Ah, sí, ratas campestres.

El teléfono, resbaladizo por el sudor, se escurrió por la palma de la mano de Joe y cayó al piso haciendo ruido.

Frank Deegan se encontraba en la mitad del sendero cuando Nora le gritó.

—Lo que traté de decirte la otra noche… tal vez haya hecho algo tonto. —Ella salió a su encuentro—. Dejé que Anna Lucchesi viera esa foto que Joe te dio. La de la cara del sujeto.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

—Lo siento. Fue un accidente. Se había mezclado con mis cosas. Ella pareció un poco inquieta con todo. Pensé que quizá estaba molesta con que Joe no se lo dijera, o lo que fuera. —Se detuvo—. Pero ahora que lo pienso, en realidad parecía bastante nerviosa.

—¿Qué quieres decir con nerviosa?

—Bueno, creo que vi que la hoja temblaba cuando ella la cogió. Luego se llevó la mano a la boca. Miró un poco a su alrededor, con cierto pánico.

Frank conocía esa reacción. Generalmente terminaba con: «Es él. Éste es el hombre».

Joe corrió al jeep y se alejó de Shore’s Rock. Condujo por el pueblo, con la mente acelerada por la cafeína que le hizo efecto. Había tomado el equivalente a ocho cucharadas de café.

Pensó en Hayley Gray. Recordó a los padres esperando, indefensos, por haber llamado a la policía. Gordon Gray se había sentado en el sofá, leyendo el periódico. Joe pensó que qué frío e indiferente se mostraba. Pero entonces el hombre se había levantado de repente, gritando: «¿Qué hago aquí? ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Miro la TV, trabajo, qué diablos hago mientras está sucediendo esto? ¡Alguien se ha llevado a mi hijo!».

El poderoso empresario se había derrumbado en brazos de un policía, llorando: «Es una tortura, esto es una tortura, ¿por qué está sucediendo esto?». Luego se detuvo de repente. En el silencio que siguió, sus palabras calmadas sonaron con fuerza: «Yo lo hice. —Abrió mucho los ojos y parpadeó con la boca abierta—: Oh, Dios, es culpa mía. Todo».

Joe miró adelante. En ese momento sabía exactamente lo que había sentido Gordon Gray. Esto era su culpa. Era una venganza por lo de Donald Riggs. Podía haberse equivocado con respecto a Katie, a las mujeres de Texas, pero en una cosa tenía razón: un hombre llamado Duke Rawlins lo tenía en la mira.

Se preguntaba qué hacer con respecto a la información del expediente. La idea de tomar una decisión al respecto volvió a despertar el pánico en él. Aferró el volante y pisó el acelerador. Pensó en llamar a Frank Deegan. Hasta alargó la mano para coger el teléfono móvil. Luego, de repente, volvió a recordar los últimos segundos de la vida de Hayley Gray… y se dio cuenta de que Duke Rawlins podía quedarse tranquilo al saber que él jamás llamaría a la policía.

—¿A quién amas más, a tu esposo o a tu hijo? Si tuvieras que elegir —preguntó Duke de repente.

—A mi hijo —respondió Anna con calma.

Duke rió.

—¿Así de sencillo? —le preguntó.

—Sí. Voy a abandonar a mi esposo.

—Me estás diciendo tonterías —dijo Duke.

—No —respondió ella—. Se terminó. —El corazón le latió con fuerza.

Duke le estudió el rostro.

—Será mejor que no me estés diciendo tonterías.

—No lo estoy. Por favor, no toques a mi hijo.

Duke la miró fijamente, luego estiró la mano y la abofeteó con fuerza con el dorso. Le partió el labio inferior.

—Buen maldito intento —le apartó los cabellos del rostro para mirarla a los ojos. Estaba llorando.

—No te atrevas a mentirme —le advirtió—. Jamás podrías escoger entre los dos. Lo llevas escrito en toda tu flacucha cara francesa.

—Lo siento —susurró ella—. Lo siento.

Duke se encogió de hombros.

—Demasiado tarde —le anunció—. Plan B, solo por gusto.

Barry Shanley iba camino a la escuela, escribiendo un mensaje de texto en su teléfono, cuando sintió que algo lo agarró de la mochila y lo tiró al suelo. El teléfono rodó por la calle. Barry cayó de espaldas en el sendero, luchando por ponerse de pie. Logró darse la vuelta, pero Shaun volvió a tirarle de la mochila, arrastrándolo hacia atrás.

Barry arañó cerca de una piedra.

—¡Suéltame! —gritó Barry tratando de levantarse.

—¡Vete al infierno! —gritó Shaun—. Maldito enfermo. Enviarme correos como un maldito loco.

—Te he cogido, Lucky, ¿verdad?

—¿Estás loco? Mi madre fue… —Shaun tuvo que detenerse. Cerró fuertemente los ojos.

—¡Ay, tu mamá! —se burló Barry—. Maricón.

Barry deslizó la mochila por los hombros y la dejó caer al suelo. Empezó a ponerse de pie delante de Shaun con los brazos levantados.

Shaun resopló.

—Me estás asustando, Karate Kid.

Barry se estiró y trató de agarrar a Shaun por el cuello pero éste lo agarró de la muñeca, se la torció en la espalda y la subió hasta hacerle gritar. Lo empujó hacia adelante y lo tiró al suelo.

—No voy a molestarme en pelear contigo —dijo Shaun. Se inclinó y cogió el teléfono de Barry. Pasó los mensajes de la pantalla. Leyó en voz alta—. «Grábame Home and Away. Volveré a las siete. Besos». A ver, ¿a quién le estás enviando esto? Ah, sí, aquí está: Mamá. Vete al demonio, Shanley.

Joe frunció el ceño. Más adelante había una mujer parada en el lateral de la carretera.

—¿Qué diablos?

Se balanceaba hacia adelante y atrás como si estuviera ebria, tratando de hacerle señas para que parase con brazos pesados. Él frunció el ceño y miró la hora. Tenía tres minutos para llegar al estacionamiento. Miró a su alrededor, con la esperanza de que alguien más pasara y ayudara a esa mujer. Luego vio la sangre chorreándole por el brazo. Se fijó si había rastros de que hubiera sufrido un choque o si había otra persona, pero estaba sola y cuanto él más se acercaba, ella más histérica se ponía. De pronto comenzó a sacudir los brazos frenéticamente.

—Mierda —murmuró él al tiempo que se detenía a su lado. Ella cogió la manilla de la puerta, erró varias veces antes de abrirla finalmente y lograr subir al asiento del acompañante. En ella había algo que a él le puso los pelos de punta.

La observó mientras se apoyaba en el asiento.

—Muchas gracias por detenerse, señor, gracias. —Tenía la cara roja mojada del sudor, y la respiración pesada.

Se apartó la melena y trató de ordenarla y se le enganchó un mechón en una de las tres pequeñas argollas de oro que tenía como pendientes.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Joe.

—¡Un maniático me atacó! Yo salí a dar un paseo y él apareció de algún lado. —Lo miró abriendo los ojos.

—Creo que iba a violarme —agregó ella. Joe reparó en su estructura física. Los asientos del jeep eran bastante amplios, pero ella lo llenaba y casi lo desbordaba. Solo un hombre de gran tamaño podría llegar a doblegarla. Quizá por eso había logrado escapar.

—Necesito llegar a un hospital. Él me apuñaló, con un cuchillo. —Parecía asombrada. Luego un extraño arranque de furia le atravesó el rostro como si estuviera por terminar la frase con el muy imbécil.

—Muéstremelo —pidió Joe, señalándole el brazo.

Ella vaciló.

—Soy oficial de policía —le informó él.

Ella se echó atrás el jersey envuelto en el brazo y él vio un corte profundo que se extendía diagonalmente en su brazo pulposo. Era un corte definido, hecho —imaginó Joe— con un movimiento rápido y descendente cuando ella habría levantado el brazo para esquivarlo. Encendió el motor y se volvió hacia ella.

—Estará bien —le aseguró—. Pero no puedo llevarla al hospital. Tengo una reunión…

—¿Una reunión? ¡Usted es policía! —le gritó ella—. No puede simplemente…

—Estoy fuera de servicio —le respondió él—. Lo siento. Lo que haré es dejarla en la comisaría de policía y el oficial que está allí, Frank Deegan o el guardia, Richie Bates, la llevarán al hospital. Dígales que Joe Lucchesi la ha dejado allí.

Lanzó una mirada al reloj. Ya iba tres minutos retrasado cuando dobló hacia la calle principal y estacionó en la puerta de Danaher’s.

—Es por allí —le señaló. Pero ella no se bajó del auto.

No pudo pedírselo, entonces se bajó, corrió del otro lado, abrió la puerta y la guió amablemente tomándola del brazo izquierdo.

—Todo saldrá bien —la contuvo apretándole la mano—. Lamento lo que le sucedió. Siento tener que dejarla aquí.

—Gracias —dijo ella—. Es usted… muy amable. —Parecía que iba a ponerse a llorar. Él volvió a subir al jeep de un salto, giró en U y se encaminó hacia el acantilado. Cuatro minutos tarde. La adrenalina lo recorría. Las manos comenzaron a temblarle. Bajó del jeep y miró el espacio vacío a su alrededor.

El inspector O’Connor estaba sentado junto al escritorio con una hilera de expedientes abiertos adelante. Todo lo que leía lo irritaba. Había seis miembros de la brigada antidrogas y quedaba claro que nada de lo que habían hecho durante el año anterior aportaría nada. Él ya lo sabía, pero el hecho de leerlo en ese momento, de corrido por primera vez en meses, lo llevó a preguntarse. ¿Por qué todo había ido mal desde que él se había marchado?

—Ahhh —se burló Duke—. ¿Quién llegó tarde a la fiesta?

A Joe se le hundió el corazón.

La llamada no sonaba como si fuese exterior. Joe miró a su alrededor, pero el estacionamiento estaba vacío, sin autos, ni gente.

—No puede simplemente…

—Puedo hacer lo que yo quiera, amigo —amenazó Duke—. Yo soy el que tiene aquí a la frrrancesita. Y también es bonita. —Hizo un ruido como de rana.

Joe no sabía qué hacer.

—Yo… vamos, hombre. Le daré lo que sea. —Caminaba de un lado a otro frente al coche.

—Yo quería que estuviera aquí a las tres treinta.

—Solo son las tres treinta y cinco.

—Ajá, y por eso le estoy diciendo que llegó tarde a la fiesta. No debió haberse detenido por la chica, maldito bobo. —Colgó.

Joe se esforzó por calmar la respiración. Se concentró en la vista. En lo alto del acantilado por encima del puerto, solo se alcanzaba ver una pequeña parte del pueblo. Y la carretera a Shore’s Rock quedaba invisible hasta la primera curva saliendo del pueblo. Joe frunció el ceño. Desde donde estaba parado, era imposible ver el sitio donde él se había detenido por la chica. Lo único que Rawlins podía haber visto era el coche de Joe yendo hacia Danaher’s, aunque no podía haber alcanzado a ver al pasajero. A menos que Duke jamás hubiera tenido la intención de llevar a Anna allí y lo estuviera observando desde un sitio totalmente distinto. Joe subió al jeep de un salto y condujo hacia las afueras del pueblo, deteniéndose de vez en cuando en el camino que había tomado. Condujo a lo largo de los árboles que bordeaban la carretera, buscando alguna señal que indicara que Duke Rawlins había estado allí. No quería pensar que Anna podía haber llegado a estar a metros de él todo ese tiempo. Pero no veía el modo. Dobló en Shore’s Rock y condujo por el sendero con cautela. Al llegar a casa, marcó el número de la comisaría.

—¿Hola, Frank? Soy Joe. Solo quería saber si esa jovencita llegó bien al hospital.

Silencio.

—¿Frank?

—¿Qué joven?

—La que dejé en la puerta de Danaher’s. Con la herida de cuchillo. Le dije que entrara a buscarte. Ella, ella necesitaba una ambulancia. Y yo tenía que… Cielos, espero que no se haya desmayado…

—No sé de qué estás hablando, Joe. Yo he estado aquí la mañana entera, no ha entrado nadie y nadie se ha desmayado en la acera de Danaher’s. Supongo que me habría enterado. ¿Te sientes bien? ¿Joe?

Él imaginó a la muchacha tirada en el pavimento desangrándose. Luego imaginó a Frank parado junto al mostrador de la comisaría, pensando en que estaba loco. Y entonces se le ocurrió algo.

—Tengo que irme —le dijo.

Corrió hasta el estudio, tomó el libro de halcones Harris, examinó el índice, luego hojeó hasta llegar a la página que buscaba. Seguía las palabras con los dedos mientras leía: «… cazan en forma conjunta… trabajan en equipo… observan desde las alturas… uno saca a la presa del escondite y el otro ataca». Tomó el teléfono y volvió a llamar a Frank.

—Siento lo de antes —se disculpó—. Absoluta confusión. Me estaba preguntando… ¿esa muchacha desaparecida de Tipperary? La que está en tu cartel de anuncios. La grandota.

—Sí —respondió Frank—. Ah, Siobhan Fallón.

—Ésa. ¿Podrías fijarte en la foto y darme alguna seña particular?

—Bueno, tiene un lunar grande en el hombro izquierdo, un arete en el ombligo, tres argollas de oro en la oreja izquierda.

Joe sintió un calor que le subía por el rostro. Lo invadieron las náuseas. Luego rabia. Después furia.

Se esforzó por agradecérselo a Frank y colgó antes de que él le hiciera más preguntas.

Frank se volvió hacia Richie.

—Acabo de recibir la llamada más extraña. Joe Lucchesi quería saber las señas particulares de esa chica Fallón. —Señaló el póster con personas desaparecidas y frunció el ceño—. ¿Puedes explicar eso?

Shaun regresó para almorzar y no quiso volver a la escuela. Tenía la esperanza de que Anna estuviera allí, pero la casa estaba vacía y fría. Se sentó en la cocina, demasiado consternado como para prepararse algo de comer. Cuando sonó el timbre levantó la vista. No había posibilidad de que atendiera. Tenía órdenes. Volvió a sonar. Luego alguien golpeó fuerte la puerta.

—¿Señora Lucchesi? —Llamó alguien con un pronunciado acento de Dublín al nombrar Le Chessy. Shaun se acercó hacia la voz sin saber qué hacer. Alcanzó a ver a un hombre de pie junto al cristal de la puerta principal. Agitaba un portapapeles y lo señalaba. Shaun casi rió. No había modo de que aquel repartidor regordete no fuera inofensivo. Abrió un poco la puerta.

—Estoy aquí con los globos —dijo el hombre.

Shaun miró sorprendido.

—Cielos —se sorprendió el hombre, mirando el portapapeles—. No serás el tío de la sorpresa, ¿no? —Leyó la hoja—. Ah, no, no eres. —Le echó una mirada a Shaun—. Definitivamente a mí no me parece que tengas cuarenta —rió.

—Ah, sí, es mi padre. Son para él.

—Espero que no tengas ese aspecto lamentable cuando se los des. —El hombre rió y Shaun volvió a pensar en lo extraño que le resultaba que la vida siguiera andando para el resto, sin importar lo que estuviera pasando con la de uno.

—¿Están pagados? —Logró preguntarle.

—Por suerte para ti, sí lo están —comentó el hombre—, a juzgar por el pánico en tu cara. No te preocupes, tu mamá ya lo hizo.

—¿Ella está por ahí? —preguntó Shaun, entusiasmado. Torció el cuello para mirar hacia el sendero de entrada.

El hombre frunció el ceño.

—Eh, no. Fue con tarjeta de crédito, por teléfono.

—¿Hoy? —preguntó Shaun abriendo los ojos.

—No —respondió el hombre—. La semana pasada.

—Ah —se decepcionó Shaun.

—Debes estar muy apegado a ella —comentó el hombre, con el ceño fruncido. Le señaló la furgoneta con un gesto—. ¿Dónde los pongo?

Shaun miró a su alrededor como si fuera a encontrar la respuesta en los árboles.

—En el faro de allá —señaló.

El hombre calculó el trayecto.

—Eh, creo que tú puedes hacerlo, amigo. No son tantos. —Se fue hasta el vehículo y tomó tres fundas de plástico transparentes, anudadas en la base; cada una cubría un manojo de cinco globos llenos de helio. Tenían un contrapeso de un pequeño globo azul con arena con un cartel al través que decía: «Felices 40».

—Gracias —respondió Shaun.

—¡Eh! —le dijo el sujeto al tiempo que se alejaba—. ¡Ánimo!

—Tu esposa me mintió —Joe alcanzó a escuchar una bofetada fuerte a través de la línea de teléfono—. Así que le enseñé una lección. —Bofetada—. Tu esposa trató de hacerme creer que iba a abandonarte, para que yo no le hiciera daño al pequeño Shaun. —Bofetada—. Tu esposa ofendió mi inteligencia. —Bofetada final.

El tono de voz de Joe se volvió un témpano.

—Suficiente con mi esposa, Rawlins. Hablemos de la tuya.