Joe caminó por todas las habitaciones y terminó en el estudio.
—¡Mierda! —maldijo al ver su carta de solicitud en el suelo. Movió la cabeza—. Mierda. —Sentía en el pecho todo el peso de la culpa. Su primera idea fue mentir, fingir que la carta era un plan de apoyo; podía devolverle la culpa a Anna diciéndole que la había escrito cuando ella le habló sobre John Miller. Lo siguiente que pensó fue que su esposa era demasiado inteligente para decirle eso. Ella no se hubiera ido si pensara que había una explicación menos obvia para la carta. Entonces sintió un arranque de furia, imaginó una discusión con ella gritándole: «Ser policía es mi vida, Anna. ¿Por qué siempre tengo que hacer lo que tú quieras?». Poco convincente. Ni siquiera era cierto. Él había hecho eso solo una vez al llegar a Irlanda. Y además sabía que cualquier cosa que dijera en una discusión resultaría inútil. Era consciente de que si ella llegaba a perdonarlo no debía haber discusión. Se preguntaba en qué había estado pensando al escribir la carta sin consultárselo.
Entró en la habitación y abrió el armario para ver si se había llevado una maleta. Soltó un suspiro al verlas todas apiñadas en el estante de arriba. Si se hubiera llevado una, no tendría ni idea. Lo mismo pasaba con su ropa, la lencería o los zapatos.
—Mierda —repitió. Se sentó en la cama y luego apoyó la cabeza en la almohada. Captó el tenue perfume de ella, citrus y hierbas, nunca le gustaron las esencias fuertes. Todo en Anna era sutil. Frunció el ceño. Alejarse de él no era sutil. Se levantó rápidamente de la cama y corrió al teléfono. Marcó su móvil y escuchó una voz estridente que decía: «La persona a la que está llamando tiene el teléfono apagado…» o «está enormemente molesta contigo», pensó Joe. Miró la hora. Era la una de la mañana. ¿Estaría tan molesta como para no dejarle una nota o llamarlo? Apretó la mano en el pecho para suavizar el dolor que lo atravesó. Apartó las cortinas de la puerta principal y miró hacia fuera. Era como buscar unas llaves sobre una mesa vacía. Fue a la sala con el teléfono portátil y se sentó en el sofá. Encendió la lámpara, tomó el mando a distancia y cambió los canales velozmente. Se detuvo en las noticias y luego continuó. Cada vez que escuchaba un ruido apagaba el volumen. Finalmente, se rindió y se quedó en silencio. Volvió a marcar el número de Anna y recibió el mismo mensaje hablado. Comenzó a ponerse furioso. Él no se lo merecía, sin importar lo que hubiera hecho. La amaba y ella lo sabía. No era ningún esposo imbécil que la tratara mal. Sin embargo, ella había tenido una aventura y ahora se había marchado. Él debía de estar haciendo algo mal. Intentó de nuevo.
—Vamos, Anna.
Agarró el primer libro que encontró en el estante de debajo de la mesa de café y comenzó a hojear las fotos de los lujosos hoteles… lo cual le hizo pensar en Anna. Solo quería que regresara a casa. No podía soportar la idea de que lo abandonara. Su matrimonio solía ser perfecto. Todas las veces que ella se había marchado en viajes de negocios, o a visitar a sus padres él se había sentido perdido. Aunque no era el tipo de esposa que lo hacía todo por el marido, cuando ella no estaba, siempre terminaba comiendo con la TV encendida. Le enfermó la idea de que lo hubiera abandonado. Todo por su trabajo. Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Veinte minutos más tarde se despertó sobresaltado con el corazón acelerado. Por un instante no supo dónde estaba. Miró a su alrededor.
—¿Anna? —llamó. Se levantó y entró en la cocina. Estaba oscura. Volvió a revisar la nevera por si había una nota. Revisó la mesa vacía. De nuevo se encontraba en el sofá y esta vez supo que le había entrado el pánico. Eran las dos y media. Ella no podía estar haciéndole esto. Trató de llamarla otra vez y al no responderle se dirigió al vestíbulo y tomó las llaves del jeep. Condujo colina arriba y sintió un extraño escalofrío al pasar por el sitio donde habían encontrado a Katie. Aminoró la marcha al pasar por la casa de John Miller y luego volvió a acelerar.
«Vamos, Anna. Me estás matando del susto». Tamborileaba los dedos en el volante nerviosamente. Hacía frío, estaba oscuro, su esposa se había ido y no le había dicho adonde, algo en su interior le decía que las cosas no estaban bien. Pero era tarde y no estaba seguro de si debía confiar en su instinto al no haber dormido y al sentirse dividido por la culpa. Trató de deducir a qué se debía su temor: si era por si le había sucedido algo, o por si solo la hubiera afectado su maldita carta. No quería quedarse solo. Se imaginó al cabo de unas semanas sentado con Shaun en McDonald’s, tratando de ser su amigo, como el resto de los padres divorciados que miraban los rostros abúlicos de los adolescentes.
De repente vio una silueta en el medio de la carretera. Torció el volante a la derecha y se desvió hacia una cuneta poco profunda. Miró para atrás y vio un zorro muerto. Era claro que la mayoría de los otros conductores no habían sido lo bastante rápidos para esquivarlo. Retrocedió de nuevo a la carretera y siguió conduciendo. A los pocos minutos cogió de nuevo el teléfono móvil y volvió a llamar.
—¡Maldición! —gritó lanzándose hacia atrás. Condujo durante horas solo para darle el tiempo suficiente a que ella estuviera en casa cuando regresara. Volvió a sentir un espasmo en el abdomen. Se dirigió a casa y estacionó en el sendero, la examinó en busca de algún cambio desde que se había ido. Atravesó la puerta y supo que todo estaba igual. De todos modos subió y revisó todas las habitaciones. Empezó a dolerle la cabeza. Sintió su mandíbula rígida. Al abrir la boca sentía como si le estuvieran arrancando cada uno de los dientes. Fue hasta la cocina donde había dejado las pastillas y tomó muchas. Se sentó en la cama de la habitación de huéspedes con el teléfono portátil y el móvil a su lado. Sentía la cabeza pesada. Si se quedaba dormido ella podía estar allí por la mañana, probablemente enfadada pero bien.
Se despertó con el teléfono que sonaba. El corazón le dio un vuelco.
A Nora nunca le había gustado el viejo sillón de Frank. Era de terciopelo marrón. Los apoyabrazos desgastados y la funda holgada. Estaba en el pasillo de abajo esperando que alguien se lo llevara como trasto viejo. Allí fue donde encontró dormido a Frank a las ocho de la mañana, con la cabeza echada atrás y la boca abierta. Había una pila de expedientes desplegados en abanico en el piso frente a él. Se puso de rodillas y le acarició las manos con suavidad.
—Cariño —lo llamó.
Él abrió los ojos lentamente y le costó mirarla.
—Oh. He debido quedarme dormido. ¿Qué hora es?
—Las ocho —respondió ella—. ¿Esto es una especie de protesta? Si hubiera sabido que estabas planeando hacer una sentada… jamás hubiera sugerido deshacernos del sillón.
Él sonrió.
—Solo me senté un instante para descansar la vista…
—¿Hasta qué hora estuviste despierto?
—Como hasta las cinco —respondió él.
—Pobrecillo. ¿Algo nuevo?
Él movió la cabeza.
—En realidad no.
—Vamos —le dijo ella dándole un golpecito en las manos al tiempo que se ponía de pie—. Desayuno.
A Joe se le hundió el corazón cuando la voz que escuchó no era la de su esposa.
—¿Lo he llamado en un mal momento? —preguntó la doctora McClatchie.
—No. Yo… no.
—¿Se ha puesto en contacto con el especialista?
—No.
—Detesto pedírselo, pero con respecto al fax que me trajo el otro día… bueno, me preguntaba si podría verlo de nuevo.
—No.
—Realmente es muy importante.
Joe respiró profundamente y habló deprisa para atenuar el dolor en la mandíbula, que había aumentado durante la noche.
—Eso ha sido bastante inapropiado, doctora. Me encontraba en una situación emocional que no debió haber comprometido mi juicio. Y mi teoría estaba errada…
—Apenas puedo oírlo. ¿Puede hablar más alto?
Él repitió lo que dijo, le latían las encías y el dolor le llegaba hasta las sienes.
—Bueno, hay un proyecto que me puede ser útil. Estoy por dar una charla…
—Lo siento —se disculpó Joe—. Lo eché a la basura cuando supe que no tenía nada que ver con Katie.
—Ah. ¿Alguien se lo dijo?
—No con tantas palabras.
Colgó el teléfono y volvió a caminar por la casa. Sentía como si por las venas le corriera sangre caliente y fría al mismo tiempo. Intentó comunicarse con el teléfono de Anna y tomó más pastillas. Se echó en el sofá hasta que lo invadió un placentero adormecimiento. Pero estaba sucediendo con demasiada rapidez; se estaba hundiendo demasiado profundamente. Parpadeó para mantener los ojos abiertos.
Myles O’Connor estaba apoyado sobre los codos en el techo del coche. Tenía el teléfono en una mano y el cable del manos libres le colgaba del oído. Acercó el pequeño micrófono a la boca.
—¡Mira! Para empezar: Yo soy nuevo, él es viejo. Yo estoy entrando, Frank Deegan va de salida. Sangre fresca versus jubilado. ¿A quién diablos crees que puede importarle el caso más que a mí?
Frank se quedó paralizado detrás de la pared con la bolsa del emparedado en la mano.
Shaun se despertó sudando y sin poder moverse. Permaneció así durante unos cinco minutos hasta que finalmente logró girar la cabeza. Sobre la mesa de noche había medio litro de agua. Él se estiró para cogerla y la tiró al suelo. Trató de maldecir pero no logró mover la lengua. En cuanto se sentó, sintió un movimiento vertiginoso en la cabeza y volvió a desplomarse sobre la almohada. Se le revolvió el estómago y supo que no lograría llegar hasta el baño. Se inclinó a un lado de la cama y vomitó bilis amarilla en un cubo que Joe le había dejado allí. Volvió a vomitar y le salió por la nariz, y los ojos se le hincharon por la fuerza. Tosió seco por el gusto ácido que le quedó en la garganta, después siguió vomitando hasta que no le quedo nada más que echar. Cogió una camiseta del suelo y se limpio la boca. Volvió a hundirse en la cama, con la cabeza mareada. Los fragmentos de la noche anterior lo invadían. Sabía que Ali y Robert se reirían, pero no deseaba enfrentarse a sus padres. De pronto, las imágenes de Katie estaban por todas partes. No soportaba el alcohol que le corría por el sistema nervioso y le sumaba confusión.
Joe golpeó la puerta y entró. Shaun abrió los ojos lentamente y pensó que el padre parecía borracho. Tenía los cabellos desgreñados y los ojos inyectados en sangre.
—Lo siento, papá —se disculpó Shaun con un gemido.
Joe trató de sonreírle.
—Está bien, hijo. —Se acercó a la cama y apartó el cubo del camino. Tomó asiento.
—Tengo algo que decirte —empezó—. Necesito que duermas esta borrachera…
Shaun notó el temor en los ojos del padre por primera vez en su vida.
—Cuando tú regresaste anoche, tu madre se había ido. —Sus palabras sonaban lentas y pronunciadas con dificultad.
—¿Cómo?
—Ella… se fue —dijo Joe. Parpadeaba de nuevo, concentrado en sostener la cabeza firme. Quería tenderse de nuevo en la cama y despertar cuando todo hubiera terminado.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir con que se fue? ¿Adónde?
—No lo sé —respondió Joe—. No está aquí. Tampoco estaba cuando tú regresaste a casa. —Sentía los párpados pesados.
—¡Papá, papá! ¿Te encuentras bien? No pareces… estás… ¿has estado bebiendo? —Le sacudió el brazo y lo volvió en sí.
—No —respondió Joe con firmeza—. No, no estuve bebiendo.
—¿Qué es lo que estabas diciendo sobre mamá? —preguntó Shaun.
—Tu madre se ha ido a alguna parte.
—¿Adónde? ¿Tenía planes o algo así?
—No, que yo sepa.
—No te ofendas, pero tu memoria es nefasta.
—Mira, quizá se haya molestado conmigo por… algo.
—¿Cómo?
—Eso queda entre tu madre y yo.
Shaun frunció el ceño.
—Bueno, ella no estaba molesta conmigo. Me podría haber dicho si tenía que ir a alguna parte.
—Tal vez no.
Shaun parecía herido.
—¿Qué haremos?
—Nada por ahora. Yo me encargaré de eso. Tú ve a la escuela. Cuando vuelvas, ella ya estará en casa.
—Prefiero quedarme aquí… podría esperarla… no me siento bien. —Dejó caer la cabeza sobre la almohada.
Joe se levantó y volvió a taparlo.
Shaun se quejó y se enroscó en posición fetal.
Joe movió la cabeza. «Eres un perdedor y lo sabes».
Frank se sentó junto a su escritorio, preguntándose qué era lo que realmente quería O’Connor esa mañana. Había hecho algunas preguntas sobre el progreso del caso, pero luego solo se había quedado con las manos en los bolsillos, mirando fijamente el mar. Lo único que a Frank le había provocado su visita era sentirse ofendido. Percibió que al pensar en eso se ponía rojo. Esperaba que O’Connor hubiera dicho lo que había dicho de rabia o para impresionar a alguien, no porque pensara que era cierto. Más tarde Frank descubrió que la llamada había estado dirigida al comisario Brady. Y a él no le agradaban las calumnias. Tal vez eso era lo que O’Connor estaba pensando mientras miraba fijamente por la ventana.
Frank desenvolvió el bocadillo y una vez más le quitó la corteza del pan. Jamón y mostaza. Había cierta comodidad en esa combinación. Pero antes de comer, le hizo una breve llamada a alguien que sabía que lo apreciaría.
—Doctora McClatchie. Le habla el oficial Frank Deegan de Mountcannon.
—Ah, hola.
—Solo una breve llamada; creí que estaría interesada en saber qué resultaron ser esos fragmentos… encontrados en el cráneo de Katie. Ya sabe, después de lo que dijo sobre que nunca se entera de nada.
—Absolutamente.
—Era concha de caracol. De la especie de duna, ¿puede creerlo? Probablemente de la piedra que usted mencionó que fue usada.
—Bueno, es muy considerado por su parte hacérmelo saber, oficial. Supongo que finalmente el cuerpo fue trasladado.
—Sí, pero creemos que sucedió inmediatamente después del asesinato. Y como ninguna de las otras pruebas evidenció nada, entonces…
—Bueno, eso tendría sentido.
—Bien. Entonces… la dejo volver a lo suyo.
—Ya que llamó, hay algo curioso que me gustaría que escuche. El otro día recibí una visita de Joe Lucchesi…
—¿Cómo? —dijo Frank.
Lara tuvo que apartar bruscamente el teléfono del oído.
—Bueno, claramente él no está entre los libros buenos —comentó ella—. En fin… me mostró ciertas fotografías de escenas de crímenes de los Estados Unidos, me preguntó si había alguna similitud entre éstas y el asesinato de Katie Lawson, que no la había. Y no, a él no se lo dije. No obstante, lo curioso es que las heridas eran casi idénticas a las de un caso de la policía metropolitana del que estuve al cargo hace unas tres semanas sobre esa pobre muchacha de Doom, Mary Casey, la que fue encontrada muerta en el campo cerca de su casa. Saqué mi expediente y juraría que esos crímenes fueron cometidos por la misma persona. Las heridas de ella son más descuidadas pero son casi idénticas.
—Dios santo —dijo Frank.
—Sí. Lo extraño es que cuando Joe vino a mi oficina, lo cual fue una movida arriesgada, tiene que admitirlo, él estaba muy… no quisiera decir insistente, pero claramente se comportaba como alguien que trabajara en una misión. Pero cuando lo llamé por teléfono esta mañana, él no mostró interés. Quiero decir, yo medio le mentí acerca de por qué se lo estaba preguntando, quizá lo haya notado, pero en fin, me dijo que había tirado el fax a la basura… lo cual me pareció extraño, teniendo en cuenta hasta dónde había llegado. ¿Y usted qué cree?
El timbre sonó corto tres veces. Joe corrió. Buscó la cerradura a tientas, luego abrió la puerta y vio a un tipo de Fed Ex que extendió un paquete grueso y rectangular y un portapapeles adjunto. Joe garabateó una firma y cerró la puerta. El expediente gris. Joe rasgó el plástico y lo abrió. Lo miró fijamente, solo era un manojo de papeles con letras y una carpeta marrón lisa. El mismo tipo de expediente que podía contener indicaciones médicas, informes impositivos, archivos personales… papeles de divorcio. La gente recibía mierda en carpetas a diario. Y ésta significaba más para Joe de lo que él soportaba imaginar. La hojeó y se detuvo cerca del final. Escudriñó una larga lista de nombres, con el corazón agitado… y allí estaba.
Oran Butler estaba doblado con un acceso de tos, agarrándose la garganta y esparciendo motas de salsa de tomate por el piso de la cocina. Un bol con mozzarella y hongos salió disparado. Se desplomó en una silla y trató de calmar su respiración. Luego tomó la porción de pizza que tenía enfrente y la arrojó al váter. Richie entró desde la sala.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó, mirando el desorden.
Oran gruñó.
—Toda la salsa se me ha salido de la boca.
—Yo lo limpiaré, no te preocupes —Richie señaló el piso.
—Bueno, eso ya lo sabemos —respondió Oran.
Richie ya estaba cogiendo un estropajo.
—A propósito, mañana tendremos una breve charla con tu amigo —contó Oran.
—¿Qué amigo, quién?
—El inspector O’Connor. La brigada antidrogas está fuera durante la semana, de manera que O’Connor se rebajará a cubrir las calles con nosotros.
—¿De veras? —preguntó Richie—. Tú lo disfrutarás.
—No si regreso a casa todas las noches y tú estás aquí sufriendo por él.
Joe iba a toda velocidad por la carretera a Waterford, muy concentrado en los escasos coches que los rebasaban. Ya no tenía la mente paralizada por la bruma sino acelerada por la adrenalina que latía en su interior. Pisó el acelerador con fuerza, alimentando la parte de él que quería seguir conduciendo hasta dejarlo todo atrás y que Anna estuviera en casa. Estacionó el jeep junto a los atracaderos y entró directo en la librería Fingleton, agarrando el teléfono móvil con la mano. En la atestada calle adoquinada, Fingleton parecía un negocio rectangular, pero se abría en tres plantas. Estaba oscuro y en silencio, con un área hundida en la planta baja bordeada de estantes negros altos. Rápidamente, Joe escudriñó la sección de historia natural y escogió el único libro sobre halcones Harris. En la tapa había dos, cernidos y alertas sobre la rama de un árbol. Mientras hojeaba buscaba a tientas, deteniéndose en las fotografías y en los dibujos, examinando rápidamente los pasajes. El escritor era un halconero embelesado con el tema. A Joe lo intrigaba el hecho de que un pájaro pudiera llegar a captar la imaginación de un halconero, un criminal, y, en ese momento, de un policía. Permaneció allí varios minutos, absorto en las palabras, dividido entre sentirse reconfortado o un constante pánico desesperado.
Duke Rawlins volvió a sentarse en la silla de madera blanca, con el rostro iluminado por el destello del teléfono móvil de Anna. Presionó una hilera de teclas, entrando y saliendo del menú. El dedo vaciló al abrirse frente a él un juego que reconoció vagamente. Giró el teléfono en la mano, apretó una pequeña tecla roja y la pantalla se puso negra.
Anna yacía enroscada de lado mirando la pared del cuarto. Sabía que la cabaña estaba alejada, porque durante horas había podido gritar hasta que la garganta le quedó irritada, atrás en el piso, atada de pies y manos, agotada. Pero tampoco iba a quedarse dormida en compañía de ese hombre. Mantuvo los ojos cerrados para borrar la oscuridad absoluta; no había casas aledañas, ni luces de calles, ni faros de vehículos que le dieran alguna esperanza.
Shaun estaba esperando en el vestíbulo cuando Joe entró. Su rostro era una mezcla de esperanza, alivio y ansiedad. Miró la bolsa que Joe traía en la mano.
—¿Fuiste de compras? —le preguntó.
Joe envolvió el plástico tirante alrededor del libro.
—Investigación.
—Mamá no ha regresado. —Su voz sonaba cargada de culpa.
—Lo supuse.
—¿No crees que es un poco extraño? Mamá jamás ha huido de nosotros. Jamás.
—No, no creo que sea extraño. ¿En este momento? Pienso que tu mamá está realmente enfadada conmigo y está necesitando espacio. Solo les diremos a todos que se fue a París unos días a ver a sus amigos. ¿Crees que podrás hacerlo?
—Sí. Pero no veo por qué tenemos que hacerlo.
—Porque eso nos da tiempo. Mamá regresará y le compraré flores y la llevaré a cenar y todo estará bien.
Shaun le examinó el rostro.
—Ni siquiera te lo crees tú.
—Sí, lo creo. Joe lanzó una mirada al teléfono y pensó en llamar a Frank.
—Deja de tratarme como a una especie de idiota.
—No lo hago —aclaró Joe con paciencia—. Simplemente necesito conservar la calma.
—Ajeno, querrás decir —gruñó Shaun.
—Hijo, estás enfadado —le dijo Joe con tono suave—. Creo que debes desahogarte con alguien por…
—¡Mira a Katie! ¡Mírala! ¿Y qué hay con eso? ¡Mira cómo resultó! Eso salió bien, ¿verdad? ¿Verdad? —La voz crecía cada vez más firme a medida que se ponía histérico—. ¿Y si alguien se ha llevado a mamá? Y nosotros esperándola aquí como dos idiotas…
—Nadie se ha llevado a mamá.
—¿Y si así fuera? —insinuó Shaun. Alzó la vista como si acabara de pensar en algo—. ¿Podría esto tener que ver con aquel correo extraño que recibí?
—No, no tiene que ver —respondió Joe pacientemente—. Resultó que era de ése de tu escuela que se hace el soldado.
—¿Barry Shanley? —preguntó Shaun aturdido.
Frank llamó a Richie a la oficina y le pidió que cerrara la puerta detrás de sí.
—Bueno, necesito informarte de algo inusual que ha surgido. —Le explicó lo de Joe, la doctora McClatchie y el fax.
—Guau —dijo Richie—. Eso es extraño. —Frank casi podía escuchar cómo le trabajaba la cabeza. Le recordó a un juego con un panel plástico vertical donde hay que rotar una serie de piezas con ranuras para hacer maniobras con una pequeña ficha en una bandeja que hay abajo. Caída. Así se llamaba. Se preguntó si la ficha de Richie caería.
—Llamé a Limerick y hablé brevemente con el encargado de allí. Me reuniré con él mañana. Se encuentra de vacaciones en alguna cabaña de Ballyhoura Mountains. No hay pistas. Han investigado a un par de lugareños, pero los han descartado. De modo que esta novedad de la doctora McClatchie es interesante. Y mira esto. —Le dio la vuelta a un mapa para que Richie pudiera verlo.
El ojo derecho de Richie giró hasta quedar de nuevo en su sitio.
—Nadie quiere que estos crímenes estén relacionados —comentó Frank—. Pero mira. —Desplegó el mapa hasta que pudo ver la mitad sur del país. Dibujó un círculo alrededor de Doon, donde Mary Casey había sido encontrada muerte en al campo, luego Tipperary, donde Siobhan Fallón había desaparecido. Lentamente, hizo lo mismo con Mountcannon. Miró a Richie—. Todos estos pueblos quedan por la misma carretera. —Se detuvo—. Creo que Joe está un paso por delante de nosotros. Y para ser justos, después de todo el trabajo del caracol, parece estar en lo cierto con respecto adónde fue Katie aquella noche, más allá de lo de Mae Miller. Tenemos que seguir esto. Recuerda, Joe nos ha pasado por encima y fue directamente a la patóloga…
Richie asintió con la cabeza.
»… entonces hay algo que no nos está contando —anunció Frank. Bajó el bolígrafo y suspiró—. Y no es que yo lo culpe.