CAPÍTULO 23

—Actualización del caso Katie Lawson —anunció O’Connor, de pie en su conocido sitio, en el extremo de la sala de conferencias.

»Como ya habéis escuchado, la prueba de la autopsia ha llegado —fragmentos de caracol— que indica que Katie fue asesinada en otro sitio y el cuerpo fue transportado hasta el bosque. El lugar donde nos estamos concentrando es en Mariner’s Strand, donde encontramos otras muestras del, eh… caracol de dunas. Ayer la Unidad de Agua inspeccionó el área, al igual que el puerto, y encontraron una de las zapatillas rosas de Katie, que hoy está siendo analizada para examinar las huellas dactilares. A estas alturas creemos que Katie visitó la tumba de su padre en Church Road —dejaron una rosa blanca allí— y pudo haber seguido por esa calle hasta la zona de Mariner’s Strand donde fue atacada. Por algún motivo pudo haber sido atraída hasta allí; aún no sabemos si se trató de un crimen oportunista o de alguien que habría estado observando sus movimientos. Sabemos que la última llamada que intentó hacer fue a Frank Deegan —señaló a Frank con un gesto, que tenía una expresión turbada en el rostro—. Eso podría significar que era consciente de que se encontraba en peligro o que tal vez estaba llamando por otro crimen. El hecho de que haya llamado a Frank y no al 999 es un dato interesante, aunque ella conocía bastante a la familia Deegan.

»Debido a la demora de tres semanas en encontrar el cuerpo, no esperamos que ninguna otra prueba salga a la luz de nuestra búsqueda en Mariner’s Strand. Algo que destacar es que los posibles movimientos de Katie de esa noche entran directamente en desacuerdo con las declaraciones de Mae Miller, de modo que eso es algo que tendremos que examinar. En cuanto a que el cuerpo fuera dejado en el bosque, podría deberse a varios motivos que incluyen: el aislamiento que provee la naturaleza, la familiaridad con el asesino, la conveniencia, o podría deberse a un motivo más profundo del cual todavía no estamos al tanto. Las propiedades más cercanas al bosque obviamente son la casa de los Lucchesi y la Huerta Miller. Es necesario seguir investigando a fondo a las personas involucradas en esto.

La música se escuchaba fuerte por los altavoces, una melodía metálica y reiterada sobre un bajo retumbante. Duke miró a la peluquera. Llevaba puestos unos pantalones vaqueros de cintura baja que le ceñían los kilos de más y le oprimían por encima de la pretina el vientre perforado con arete. La prenda de arriba negra brillante, sujeta en el cuello y en la espalda, tenía un escote bajo que dejaba a la vista un pecho con una reacción alérgica al autobronceante. Ella movía los labios siguiendo la letra de la música. Mientras cortaba el pelo, los mechones mojados caían sobre un periódico abierto. Ella se agachó y lo limpió, dejando a la vista un dibujo compuesto por la policía en la página húmeda.

—Eso fue espantoso, ¿verdad? —comentó ella, al tiempo que lo señalaba con el peine—. Esa muchacha que desapareció en Tipperary.

—Espantoso —respondió Duke, mientras miraba un rostro que pretendía ser el suyo.

—Una jovencita se presentó después de unas semanas y habló con la policía. Ella se encontraba en ese sitio —Héroes Americanos— cuando el tipo estuvo allí. Imagine, no se presentaba porque pensaba que tendría problemas en la escuela. Qué pérdida de tiempo. —Seguía cortando—. Dios sabe, a estas alturas la muchacha pudo haber olvidado el aspecto del hombre.

—Probablemente —coincidió Duke—. Aunque algunas caras se te quedan grabadas de por vida, para bien o para mal. Supongo que si lo atrapan nos enteraremos. —Las tijeras se movieron cerca de las orejas de él, cortando el pelo al ras de la cabeza.

El estudio estaba en silencio salvo por el lento zumbido de la máquina de fax. Una tras otra las páginas se deslizaban, volando hacia el suelo hasta formar una pila en el piso de madera. Shaun se acercó y se quedó confundido, tratando de concentrarse en las imágenes borrosas de una página suelta dada la vuelta. Se agachó, la cogió y la acercó más. Era una mujer, con el rostro intacto y el cuerpo profanado con tinta negra por sangre. Unas flechas toscas dibujadas a mano señalaban «heridas punzantes como de zarpas» en el torso, «tres laceraciones simétricas en el área inferior a las costillas», «destripamiento parcial». Una sensación helada latió en la cabeza de Shaun. Cayó de rodillas, aferrando las páginas mientras encontraba una sobre otra las imágenes borrosas pero vividas que resaltaban en blanco una bolsa o un calzado que yacía a un lado que hacía que esas mujeres muertas desconocidas parecieran tan reales. Él se desplomó en el piso.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Joe al tiempo que entraba corriendo—. Shaun, no.

Cayó al piso torpemente atrayendo a su hijo hacia sí, abriéndole los dedos aferrados a las páginas arrugadas.

—Ese fax era para mí, solo para mí —le aclaró en vano.

—¿Es eso lo que le sucedió a ella, papá? —preguntó Shaun en un tono de súplica—. ¿Es eso lo que le sucedió a Katie? Porque es una mierda. Es lo más espantoso que jamás haya visto. Es una absoluta mierda. ¿Alguien hizo eso? ¿Algún tipo hizo esa mierda? —Las palabras y los sollozos se mezclaron horriblemente en su garganta. Joe lo rodeó con los brazos. No recordaba la última vez que habían estado tan cerca. Él no se sentía diferente a su propio padre. Lo soltó y comenzó a juntar las hojas. En ese momento supo que tendría que hacer otro viaje a Dublín.

Mae Miller abrió la puerta todo lo que se podía. Llevaba puesto un vestido largo plateado, con un cordón de cuentas púrpuras anudadas que le caía hasta la cintura, unos guantes negros hasta los codos y un grueso brazalete de perlas en la muñeca. Se había recogido la cabellera gris en un rodete.

—Hola —saludó con una amplia sonrisa.

—Oh, señora Miller —contestó Richie—. No tenía intención de encontrarla a punto de salir. —Miró el reloj. Eran las once de la mañana y él acababa de desayunar.

—En absoluto —respondió Mae—. Simplemente estoy disfrutando de la presentación. No sabía que usted era aficionado a la ópera.

Richie desvió la mirada.

—Eh, quería saber si podría hablar un momento con John.

—Es el intermedio. Se ha ido al bar.

—¿A Danaher’s? —preguntó Richie.

—No. Aquí —respondió ella, señalándole arriba.

—¿Le molestaría llamarle?

—Será un placer —respondió Mae, al tiempo que se alejaba como deslizándose—. ¿John? ¿John? —lo llamó—. Mira con quién me he encontrado.

Richie había entrado al vestíbulo y estaba de pie junto a la puerta. John bajó las escaleras pesadamente y frunció el ceño al ver a la madre.

—¿Qué tal, Richie? —saludó abruptamente.

—Ah, John —dijo Mae—. ¿Estás listo? —Ella se dio la vuelta hacia la puerta de la cocina y estiró el brazo como si esperara que la acompañaran. Miró a Richie por encima del hombro—: No queremos perdemos la segunda parte.

—Eso es bastante justo, señora Miller —respondió Richie, mirando el suelo.

Joe conducía hacia el norte de Dublín por Malahide Road. Antes de llegar a la autopista que iba al aeropuerto, dobló a la izquierda y atravesó los portones de hierro rojo del Centro de Entrenamiento de Bomberos, siguiendo una calle con curvas, flanqueada por árboles. El cartel de la morgue lo guió alrededor de un enorme campo donde en una esquina había medio aeroplano apoyado sobre una de las alas. Al ver el falso frente de un club nocturno pintado sobre una pared de ladrillo, se dio cuenta: fuego, entrenamiento. Estacionó frente a cuatro casas prefabricadas, hogar temporal de la oficina de la patóloga estatal. Tenía esperanza de que la doctora McClatchie se encontrara sentada junto a su escritorio. No estaba. Estaba dentro, hablando con su asistente.

—Doctora McClatchie, hola, mi nombre es Joe Lucchesi, soy detective de la policía de Nueva York, y, eh… querría saber si tiene un minuto —le sonrió él.

Ella se vio acorralada pero dijo:

—Está bien, pase a mi oficina.

—Es acerca del asesinato de Katie Lawson —le anunció él.

—Ah —respondió, al tiempo que tomaba asiento y le indicaba con un gesto que hiciera lo mismo—. ¿De la policía de Nueva York? ¿Por qué lo han hecho intervenir?

Él sopesó las palabras.

—Eh, no es así —confesó finalmente. Sacó el fax y lo puso sobre el escritorio que había entre ellos y encima una de las fotografías más gráficas. El nombre Tonya Ramer aparecía escrito arriba. Estaba tendida en la morgue, con el rostro espectral aunque casi sereno. Claramente el cuerpo había sido hallado días después del asesinato. Entre las piernas tenía un revoltijo de tejido y trozos negros de algo que él sabía era madera. Las demás heridas visibles eran laceraciones disparejas en las rodillas y tres cortes de similar tamaño debajo de cada costilla. Lara bajó la vista y luego se apoyó enseguida en el respaldo, aunque continuaba separando las páginas mientras lo miraba fijamente a él.

—¿A qué está jugando? —le preguntó, confundida más que molesta.

—Quiero que mire estas fotografías y me diga si en algún sentido las heridas son similares a las sufridas por Katie Lawson.

—¿Está loco? —le preguntó ella con tono entrecortado, como si estuviera a punto de hacer un gesto con la mano para ordenarle a alguien que ejecutara a ese hombre.

Él tomó aire enérgicamente y agregó:

—Katie Lawson era la novia de mi hijo.

Se apoyó atrás y suspiró.

—Y sé —continuó diciendo él—, que mi hijo es el sospechoso número uno. Creo que el hombre que cometió estos asesinatos —señaló sobre la mesa—, puede ser el mismo que asesinó a Katie.

Ella bajó la vista de manera refleja y repasó todas las fotos.

—Usted sabe que no es posible que yo hable de esto con usted. En realidad me sorprende que haya venido hasta aquí.

—No puede culpar a nadie por intentarlo. Créame, realmente aprecio lo que está tratando de hacer, probablemente más que cualquier otra persona que esté trabajando en este caso.

—Ah, pero entonces usted no está trabajando en este caso.

—Me descubrió —admitió—. Pero muero por hacerlo. —Lanzó una mirada hacia afuera, donde estaba la puerta de la morgue. Sonrió y se inclinó sobre el escritorio para volver a apilar las fotos—. Siento haberla molestado —se disculpó, cruzando una mirada con ella—. Aunque espero que mi visita no llegue más lejos.

—¿Perdón? —dijo ella.

—No puedo dejar que la policía sepa que me he presentado aquí.

Ella miró al cielo.

—Bueno, tampoco le he dicho nada.

«Ah, pero sí que me ha dicho todo», pensó Joe. Había recibido entrenamiento relacionado con las reacciones viscerales y con las reacciones derivadas de éstas: parpadeos, tics nerviosos, temblores, tragos de saliva, palabras caricaturescas que describían cosas que a él le servían para diferenciar a un hombre sincero de otro mentiroso. La reacción que ella había tenido ante las fotos para él habían sido por demás elocuentes: las heridas no eran las mismas. Igualmente, lo único que no lograba precisar era el motivo del leve ceño fruncido que detectó en su rostro en el último momento y su casi renuencia a soltar las fotos.

—Aquí tiene mi tarjeta por si necesita contactar conmigo.

Ella lo miró fijamente. Él ignoró la expresión, tachó el número de Nueva York y anotó el número del teléfono móvil de Irlanda. Se puso de pie para marcharse, pero el movimiento fue demasiado rápido para un estómago vacío y trastabilló de costado, agarrándose del escritorio para apoyarse.

—¿Se siente bien? —le preguntó Lara al tiempo que se le acercaba.

Cuando él levantó la cabeza, unos puntitos plateados bailaron delante de sus ojos.

—Siéntese —le sugirió Lara, y le acercó una silla—. ¿Se siente bien?

Él logró asentir con la cabeza. Se llevó la mano a la nuca y comenzó a frotarse.

—Solo me he sentido algo mareado —le contó—. No he comido. —De repente, alargó la mano, cogió el cesto de papeles y tuvo violentas arcadas, escupiendo saliva sobre los papeles arrugados y las peladuras de lápices que había adentro. Le ardió la cara.

—Sabía que no debía comprar mimbre —comentó ella.

—Cielos, lo siento mucho —se disculpó él—. No sé…

—¿Tiene dolor de estómago? —le preguntó ella—. Se le ve terriblemente pálido.

—No. Es solo que no he comido y he tomado algunos calmantes y otras cosas. Y café.

—¿Le molesta si le pregunto por qué toma calmantes? ¿O es que todos los policías siguen la misma dieta?

Él rió resoplando.

—No para la primera pregunta y sí para la segunda. Pero siento mucho dolor de mandíbula y presión en la cabeza. Comer puede ser peor, así que supongo que por eso me mareo…

—¿Le molesta si lo examino? —le preguntó ella, ya estirando las manos.

Él echó la cabeza atrás de un tirón.

—Está perdiendo su tiempo.

—En mi oficina mando yo —se impuso ella, ignorando la renuencia de él y presionando los pulgares fríos a los lados de la nariz y en las mejillas, luego sobre ambas cejas. Él contuvo la respiración. Evitaron el contacto visual.

—Lo siento —le apartó la mano—. Tengo que respirar.

—Yo no le he pedido que no lo hiciera —aclaró ella.

Él lanzó una mirada al cesto de papeles de mimbre.

Ella soltó una carcajada.

—Tendría que oler mi mundo. —Volvió a sentarse al borde del escritorio—. Bueno, no son los senos —le informó—. Ha dicho que le duele al comer. ¿Dónde?

—Aquí —respondió él, frotando los dedos en el borde puntiagudo de las patillas. Y cambió de posición en la silla.

—Bien —dijo ella y él bajó las manos. Le puso los dedos a ambos lados en el mismo lugar.

—Abra y cierre la boca —le pidió—. ¿Siente algo?

—Como un crujido —le respondió.

—¿Dolor?

—No, pero ya he tomado muchos calmantes.

—Ah, sí. ¿Alguna vez se le traba la mandíbula? ¿Algunas veces escucha que hace ruido?

—Sí.

—¿Siente dolor en el cuello o en las mejillas?

—Sí.

—¿Alguna vez le han diagnosticado dolor de muelas, de oído o sinusitis?

—Sí, mire, se lo agradezco, pero realmente tengo que irme.

—¿Alguna vez ha sufrido alguna herida en el rostro o en la mandíbula?

Las imágenes de las peleas de su infancia le pasaron volando por la mente, un accidente de coche en la adolescencia, una paliza en un bar en su despedida de soltero, una puerta que se le cerró en la cara durante una redada, una explosión…

—Sí —le respondió.

Ella retrocedió.

—¿Buenas o malas noticias?

—Malas.

Ella movió la cabeza.

—¿Es pesimista?

—En el peor de los casos.

—Antes que nada, yo no soy su médico clínico, de modo que lo que le estoy dando es una opinión experimentada. Podrían ser dos cosas: algún tipo de neuralgia facial, o posiblemente una disfunción de la ATM. Significa articulación temporomandibular, las articulaciones que le permiten abrir y cerrar la mandíbula. Y como es norteamericano entenderá la parte de la disfunción.

En Lara McClatchie nada iba más allá de un comentario.

—Yo me inclino por la disfunción ATM —le dijo—. La he visto antes. Y mi hermano la padece.

Lo examinó un momento.

—¿Por qué tengo la sensación de que usted simplemente me está siguiendo la corriente?

Joe no dijo nada.

—Usted ya sabe esto, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—¿Y por qué no ha hecho nada al respecto?

—He estado muy ocupado.

—Realmente tendría que encontrar el tiempo para hacerse un tratamiento. Su cerebro gasta mucha energía cuidando esa articulación. Y si está estresado el problema empeora, que, dadas las circunstancias, yo diría que lo está. Probablemente le hagan un entablillado, una protección bucal que usará todo el tiempo o solo por las noches. Aunque también hay otras opciones, como la cirugía… —Ella rió al ver su reacción—. Ah —bromeó—, he llegado a la raíz de la negación.

Él se encogió de hombros.

—No se irá —le advirtió ella.

—¿Podría darme algo por el momento?

—Se está olvidando de que yo veo gente muerta.

—Ah, sí —sonrió él.

—Apuesto a que no lo ha estado haciendo demasiado últimamente —comentó ella.

—No —respondió él.

—Aquí tiene —le ofreció al tiempo que se inclinaba por encima del escritorio y garabateaba algo en una hoja—. Éste es el nombre de una especialista del Hospital de Oftalmología y Otorrinolaringología, la doctora Morley. Podría resolverle el problema. Fuimos juntas a la universidad. Me robó el novio.

—¿Y qué? ¿Me envía como su revancha?

—Buen punto —admitió Lara con una sonrisa burlona—. Devuélvame eso.

Tachó ese nombre y anotó otro.

—Aquí tiene. Vaya con este tipo. Él no es muy amante de las cirugías —sonrió ella.

Se lo agradeció y se marchó. Lara salió a la puerta en busca de su asistente.

—¿Gilí? —llamó—. ¿Sabes dónde están mis pinzas?

Gilí asintió con la cabeza.

—Bien, si pudiera quitar algo con ellas en este momento sería la banda de platino de cuatro dedos de ancho de la mano izquierda de ese hombre.

—Platino —repitió Gilí—, lo dice todo.

—No puedo creer que casi se lo envío a esa arpía de oftalmología y otorrino —suspiró—. Hablando más en serio, necesito que me traigas un expediente.

—Pero estabas hablando en serio de ese hombre.

—Cierto.

John Miller estaba sentado en el bar con una cerveza, jugando con un vaso de whisky pequeño. Ed se quedó observándolo unos minutos, luego de repente se inclinó por encima del mostrador y le dijo firmemente al oído:

—Voy a decirte algo y espero que estés escuchando.

—¿Qué? —preguntó John.

—Tú no eres un alcohólico.

John apoyó la cerveza suavemente.

—Lo que te estoy diciendo, Miller, es que tu cuerpo no es adicto al alcohol. Tú solo eres adicto a estar ausente para poder olvidar. Mañana podrías parar sin ayuda y creo que lo sabes. Pero dentro de seis meses podría llegar a ser otra historia.

—Cielos, solo he venido por un par de tragos —se defendió John.

Ed golpeó el puño en la barra. Luego se dio la vuelta y tomó una de las fotos que había en la pared. Era el equipo de rugby Munster de 1979. La arrojó sobre el mostrador y señaló con furia la fila de atrás donde estaba situado John Miller, joven y saludable, con una amplia sonrisa amigable.

—¡Eras un ganador! —comentó Ed.

—Ah, finalmente todas son tonterías —respondió John.

Ed casi le grita.

—¡Deja de comportarte de ese maldito modo difícil, por el amor de Dios! Tengo suficientes clientes y con uno menos no habrá gran diferencia. He escuchado tus mierdas sobre tu esposa e hijos todos los días durante más de un mes. Lo que estoy diciéndote es que dejes de lloriquear y que hagas algo al respecto. Si tu esposa no quería que aquel tipo bueno regresara, definitivamente no querrá a este desperdicio en el que te has convertido.

Victor Nicotero estaba a punto de hacer una llamada cuando vio una luz roja titilando en el contestador automático. Pulsó Activar.

—Hola, Nic, soy Joe. El viaje a Texas queda suspendido. No estoy seguro… ¿Qué puedo decirte? Todo y nada tiene sentido. Tengo la cabeza fundida. Pero gracias de todos modos.

Anna estaba cansada y pálida al llegar al supermercado. Se desplazó rápidamente entre los pasillos cortos, tratando de ignorar las miradas dirigidas en su dirección. La cara se le estaba empezando a poner caliente y las manos húmedas y frías. La cesta casi se le resbala de la mano, y cuando se inclinó para sostenerla vio un par de botas de pescador en el piso frente a ella. Levantó la vista.

—No me gusta lo que ha hecho Shaun —arremetió Mick Harrington. Se había preparado para decir eso, pero se lo veía claramente abochornado.

—¿Qué es lo que quieres decir? —preguntó Anna.

—Ya sabes, hizo que Robert le cubriera las pruebas. Hizo que fuera a Vista Marina y apagara la luz después de haber estado allí con Katie. Robert pudo haber sido arrestado.

—Yo no sabía que Shaun hubiera hecho eso —se sorprendió Anna—. Pero sé que no estuvo bien. No sé qué más decirte, Mick. Shaun se encuentra muy turbado. No tenía idea de que nada de esto estaba sucediendo. Hubiera hecho algo al respecto.

—Parece que tú y Joe desconocéis bastantes cosas, ¿verdad? —comentó Mick—. ¿O es que estáis negándolo?

Anna no podía hablar.

—Robert no volverá a ir por allí —advirtió Mick.

Anna se quedó sola en el pasillo. Contuvo las lágrimas y se dirigió hacia la caja. Mientras estaba en la cola escuchó que alguien gritó su nombre.

—Anna —volvió a escucharse la voz, esta vez con un golpecito en el hombro—. ¿Cómo estás?

Se dio la vuelta y vio a Nora Deegan que le sonreía cálidamente.

—Debe ser espantoso por lo que estás pasando. Espantoso.

Su voz sonaba fuerte y firme.

Aferró el brazo de Anna. La mujer que estaba en la caja miró.

—De todos modos, no nos quedaremos con eso —se solidarizó Nora—. Me preguntaba si te gustaría pasar esta tarde a tomar café.

—Claro —aceptó Anna—. Sería estupendo.

Barry Shanley fue hasta la puerta de entrada, dando golpecitos con los dedos en una mancha de sangre en la cabeza afeitada. Respiró profundamente al ver quién estaba fuera.

—Hola, Barry. ¿Puedo pasar? —preguntó Frank y le miró los pantalones militares, la camiseta negra con una inscripción que decía «No abandones a ningún hombre».

—Sí, claro. —Barry retrocedió.

—¿Está tu padre?

El padre de Barry trabajaba en los trasbordadores de Rosslare. Rara vez estaba en casa.

—Eh, sí.

—¿Y tu madre?

Barry asintió con la cabeza.

—¿Quiere que los busque? Estoy en mitad de mi tarea. —Se aferró a la baranda.

—También necesito hablar contigo —agregó Frank.

—Ah. Está bien.

El señor y la señora Shanley guiaron a Frank hasta la sala y se sentaron en el sofá con cautela. Barry se apoyó en la puerta desgarbado. Frank sacó un trozo de papel y abrió el correo electrónico para entregárselo al señor Shanley.

—¿Qué es esto? —le preguntó.

—Bueno, en los viejos tiempos, le hubiéramos llamado anónimo. Pero hoy en día, uno puede hacerlo por correo electrónico. Le fue enviado a Shaun Lucchesi y yo creo que fue Barry. —Sus padres lo miraron.

—Jamás en mi vida he visto eso —respondió Barry. Los padres hicieron un gesto con la cabeza.

—Vamos, Barry —insistió Frank—. Ayer de regreso a casa le hice una visita al señor Russell, el profesor de informática de la escuela y logró rastrearlo hasta ti.

—Debe haber algún tipo de error —empezó a decir la señora Shanley—. Esto es terrible. Algo espantoso para enviar, no importa lo que haya hecho Shaun Lucchesi.

—¿Qué cree que ha hecho Shaun Lucchesi? —preguntó Frank.

La señora Shanley se ruborizó.

—Sí, es algo espantoso para enviar —opinó Frank—. Y me temo que Barry es la persona que lo envió —se volvió hacia él—. El señor Russell es un experto y podría jurarlo en la corte si fuera necesario.

Barry abrió los ojos.

—¿Tendré que ir a la Corte? —Comenzó a temblar.

—Esto es culpa tuya —la señora Shanley acusó al esposo.

Todos se volvieron a mirarla.

—Bueno, sí lo es —aseguró ella—. Nunca estás aquí para imponer disciplina al muchacho.

Frank se concentró en Barry.

—No —le respondió—, no tendrás que ir a la Corte. Pero creo que les debes una disculpa a los Lucchesi.

Barry empezó a llorar.

Danny Markey se colgó por el borde del respaldo del sofá a las seis de la mañana, cogió el teléfono y marcó un número.

—Hoy en día uno no sabe quién te está escupiendo la hamburguesa —dijo.

—Danny. ¿Qué sucede? ¿Cómo es que tú estás despierto?

—Otra de esas noches de sofá en la residencia Markey. Hablé con Kane. Está lanzando hamburguesas aquí mismo en Nueva York, así que gracias por traer la montaña a Mahoma. Y quiero decir montaña. Es un tipo enorme, aunque extrañamente cariñoso. Algo cómico. Igual no podría incluirlo en esos rap de mierda. Tortura, mutilación… le sacó los ojos a alguien, con una muleta. Psicópata hijo de puta.

—¿Y qué hay con Rawlins?

—Me temo que nada importante. Aquí va: loco; Kane se encargó de deletreármelo, como si él supiera hablar; obsesionado con los halcones Harris, lo cual respaldaría la primera acusación; se volvió loco cuando mataron a Riggs, pero también pensaba que el tipo hizo lo correcto al hacer volar a la madre y a la hija, porque las promesas se cumplen. Eso fue todo. No te mencionaron, amigo.

—No creí que lo hiciera. No lo sé… —Sentía que las palabras se le mezclaban en la cabeza, debatiéndose por ver cuál salía primero.

—Realmente necesitas relajarte con todo esto, Joe. No pareces en tus cabales. ¿Va todo bien? ¿Qué hora es allí? ¿Has estado bebiendo cerveza?

—No —respondió Joe—. Es solo el dolor. —Nada le salía bien. Empezó a sentir pánico.

—Mira —lo tranquilizó Danny—, todo acabará y algún loco de ahí caerá encerrado por eso.

—No estoy tan seguro —reconoció Joe.

—Hombre, hablas como si necesitaras dormir un poco.

Joe resolló.

—Dormir. Genial. —Se frotó los ojos.

—Bueno, entonces date una ducha. Soy yo el que está llamando a mitad de la noche, recuerda —dijo y rió. Joe no.

—¿El nombre Rawlins te dice algo, Danny?

—Desde ahora solo significa loco.

—¿Y antes? ¿Nosotros trabajamos con algún Rawlins?

—Se lo estás preguntando a la persona equivocada.

—Qué hace ruido.

—Jamás lo hubiera imaginado. Mierda. Ahí viene Gina de nuevo. Tengo que irme.

Anna nunca había estado antes en la casa de los Deegan. Quedaba en una pequeña calle lateral de Mountcannon, pero del otro lado de la comisaría, de modo que no tenía vista al mar. Estaba pintada preciosa, con un techo de paja recién terminado y puerta y ventanas con marcos de color verde tradicional. No había timbre, de modo que Anna golpeó suavemente con el llamador de bronce.

—Bueno, la esposa del oficial no va a andar invitando a su casa a la madre de un asesino, ¿verdad? —comentó Nora al tiempo que la hacía entrar.

La franqueza de Nora podía llegar a ser impactante, pero Anna trató de reírse.

—Es un placer. Bueno, en realidad, es un poco egoísta por mi parte —admitió Nora—. Tenía la esperanza de explotar tus conocimientos mientras estés aquí.

—Claro. ¿Sobre qué?

—La galería. El interior, más específicamente. Quiero que quede perfecta, pero no tengo presupuesto, ya lo sabes.

—Me encantaría ayudar —ofreció Anna—. Pero ¿estás segura? No quiero dificultarte las cosas. Sé como es la gente.

Nora miró al cielo.

—Necesito una experta y basta. No les prestes atención a ellos ni a sus tonterías.

—En realidad no soy una experta —reconoció Anna—. Soy nueva en esto.

—Pero estás trabajando para una de las revistas de interiores más importante del mundo.

—Fue suerte y contactos —admitió Anna—. Ellos no vinieron a mí. En realidad estaba comenzando, solo hace cuatro años que soy diseñadora. Fui yo la que acudí a ellos… con una propuesta que esperaba que no rechazaran. Mi profesora de decoración de interiores me dio una buena puntuación. Cuando le expuse mi idea, me envió a hablar con su amigo de la revista a quien le gustan los desafíos.

—Bueno, entonces te lo merecías. Éste es un riesgo elevado. Quiero decir, no te lo habrían concedido de no pensar que eras capaz de llevarlo a cabo.

—Joe diría que no soy muy buena con los presupuestos.

Shaun sacó la maleta del armario y la abrió sobre la cama. Estaba sacando una pila de ropa limpia de la cómoda cuando Joe bajó las escaleras hasta su habitación.

—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó.

Shaun giró en redondo.

—¿No podías llamar?

—Lo he hecho. No has contestado. ¿Qué estás haciendo?

—El equipaje.

—Vamos, Shaun, deja esa actitud. ¿Adónde crees que vas?

—A casa. De regreso a Nueva York.

—¿Cómo?

Shaun bajó la vista.

—El abuelo me ha enviado un pasaje. —Señaló el escritorio. Joe cogió un delgado sobre de viaje.

—Sí, bueno, ya lo veremos —amenazó mientras iba caminando hacia la puerta—. Y puedes dejar la maleta —agregó—. Después de hablar con tu abuelo, iré a caminar y después a Danaher’s. Será mejor que estés aquí cuando regrese.

—Probablemente no te sirvan nada —le gritó Shaun—. Todos nos detestan.

Nora bajó de un rincón del escritorio una pila de libros, revistas y papeles y los llevó hasta la mesa de la cocina. Abrió los libros por las páginas que había marcado con tarjetas y le mostró a Anna los artistas cuyas pinturas esperaba exhibir. Miró detenidamente recortes de secciones de cultura de periódicos, notas de arte de revistas y faxes de contactos de otras pequeñas galerías de todo el país.

—Creo que quizá tenga algo en casa que podría llegar a gustarte ver —ofreció Anna—. Una idea en la que comencé a trabajar antes, pero no he tenido la oportunidad de terminar.

—Brillante —respondió Nora, seleccionando más documentos.

—¿Quién es este sujeto? —preguntó Anna, señalando la mitad superior de un rostro solemne, oculto bajo unas hojas—. ¿Un artista?

Nora quiso coger el fax, se ruborizó, pero Anna ya lo había sacado y supo que lo que estaba viendo era una foto. Se llevó una mano a la boca.

—Es de Frank —aclaró Nora—. Debí de haberla arrastrado con mis cosas.

El rostro de Anna palideció.

—Oh, Dios mío —exclamó—. ¿Quién es? —se volvió hacia Nora—. ¿Quién es? ¿Por qué Frank tiene esta foto? —Le temblaba la mano. Nora no respondió. Anna volvió a mirar la hoja y notó un garabato escrito, cinco letras cortadas al borde de la página, chesi—. ¿Esto tiene algo que ver con Joe? —le preguntó con voz temblorosa.

—Tendrás que preguntárselo a él —respondió Nora—. Lo siento. Ha sido un error por mi parte.

—No, no lo ha sido —la desculpabilizó Anna—. Pero tendré que irme. Tengo que hablar con Joe.

Joe marcó los números en el teléfono y caminaba por la cocina antes de que Giulio contestara.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo? —le preguntó.

—Supongo que estarás hablando de los pasajes de avión. Estoy ayudando a mi nieto.

—Haciendo tu gran jugada. Él no necesita tu ayuda.

—El chico ya ha pasado por demasiadas cosas. Necesita un respiro.

—Eso no depende de ti. ¿Estás loco? ¿Venir a arrastrarlo de vuelta a Nueva York? ¿Crees que aquí eso le hace bien a alguien?

—Él me llamó, buscando ayuda. Y yo lo estoy ayudando.

—A huir. No puedo creer que esta conversación esté teniendo lugar. Ni siquiera puedo creer que Shaun te haya llamado.

—No, creo que no llegas a entender del todo lo que ha estado pasando por su cabeza —le dijo Giulio.

—¿De qué estás hablando?

—Se siente como un criminal. Solo tiene dieciséis…

—¿Y qué diablos sabes tú sobre tener dieciséis años?

—Y luego tú, yendo de un lado a otro tratando de involucrarte, avergonzando al pobre muchacho.

Joe quedó desconcertado.

—Nada de esto es de tu incumbencia —lo reprendió bruscamente.

me incumbe, si mi nieto es infeliz.

—Pero si tu nieto es infeliz… «Comprende, Joseph. Mamá y papá aún te quieren, es solo que no pueden vivir juntos». —La voz sonaba cruel—. Eres un tipo muy frío, Giulio.

—Shaun necesita marcharse, relajarse, donde nadie se cruce de acera para evitarlo.

—Nadie se está cruzando de acera para evitarlo, por el amor de Dios.

—Él ve las cosas diferentes. Necesita que lo acepten en esta etapa de la vida. Y eso no es lo que está sucediendo en ese pequeño pueblo de por allí. Maldición, déjalo ir antes de que el daño sea mayor. Él está en una etapa importante…

—¿Cómo? ¿Ahora estás compensando el tiempo perdido? ¿Es eso? ¿Estarás a su lado porque no lo hiciste conmigo?

—Bueno, y mira cómo has terminado, no puedes seguir adelante con nada.

—Dios santo, de nuevo con la universidad. Déjame aclarártelo, jamás iba a resultar. No nací para ser nada que creas que se vea bien ante tus amigos profesores o a quién demonios quieras impresionar. Sí, mi hijo es policía, sí, sí. Apuesto a que eso no sale demasiado en las conversaciones de almuerzo con el rector. ¿Papá? Hubiera sido un entomólogo de mierda, ¿de acuerdo? Pero sí soy un maldito buen policía.

—¿Y entonces por qué no estás trabajando ahora?

Joe estaba furioso.

—Lo echaste a perder, Joe, y lo sabes.

La línea quedó zumbando. Joe no podía estar más furioso, de modo que hizo lo mejor que podía hacer. Respiró profundamente varias veces, bajó el tono de voz y habló despacio.

—Crees que no puedo seguir adelante con nada, ¿eh? ¿Es eso lo que sientes? ¿Y Anna? ¿Qué hay con la mujer que amo y que prometí amar con todo mi corazón el día en que me casé con ella? Diecisiete años de matrimonio. Ahí tienes, ahí hay algo… he seguido adelante con mi esposa. Que creo que coincidiremos en afirmar que es muchísimo más honesto que dejar abandonada a una muerta.

El jeep se fue y, cuando Anna regresó, la casa estaba vacía. El teléfono móvil de Joe estaba sobre la mesa de la cocina. Ella aún estaba tratando de llegar a una conclusión con respecto a la foto. No quería pensar en lo que significaba. Recordó el proyecto que quería mostrarle a Nora y fue hasta el archivo que estaba en el estudio. Buscó en el cajón de arriba, pero estaba abarrotado. El de abajo aún estaba abierto. Se agachó y tiró. Al fondo, una esquina de una hoja se salía de una carpeta marrón sin etiqueta. Su mano revoloteó por encima de la hoja. Era el cajón de Joe, estiró la mano y la sacó. Era una breve carta destinada al departamento de personal de One Pólice Plaza. Se le hundió el corazón. Bajó la vista y leyó: «Joe Lucchesi… Número de placa… desearía reincorporarse… lo antes posible… tengan a bien considerar mi solicitud…».

Anna cerró el cajón de una fuerte patada.

El cielo estaba gris en la Mariner’s Strand. Joe caminaba por la arena con guijarros, deseando ser unas de las personas que estaban disfrutando de la vista. En cambio estaba pensando en el sufrimiento: en el suyo por la pérdida del matrimonio perfecto, en el de Shaun por la muerte de su hermosa novia.

Vio a Frank y Nora Deegan junto al agua y se acercó. Frank le hizo un gesto a la esposa y ella se adelantó.

—No sé si sean buenas o malas noticias para ti, Joe, pero descubrí quién le envió ese correo electrónico a Shaun. Fue Barry Shanley, un estudiante de quinto año del St. Declan’s que estaba tratando de hacerse el duro.

—¿Estás seguro? —preguntó Joe—. Pero…

—Lo he rastreado todo en detalle con el profesor de informática de la escuela. No hay absolutamente ninguna duda y, aparte, Barry lo admitió. Cuando me fui estaba llorando. Ya has pasado por mucho, Joe. Es comprensible que este tipo de cosas te pongan nervioso. Ah, y hoy Richie fue a ver a Mae Miller y dijo que no hay problema con ella. No creemos que sufra de Alzheimer, Joe. Puede que John Miller sea un tipo extraño, probablemente en busca de un poco de compasión.

—Ah.

Joe se alejó sin más que decir, con la mente ya distraída por un arranque de resentimiento hacia Giulio. Hasta los menores fallos volvían a recordarle la baja expectativa que su padre tenía en relación a él. Siguió caminando por la playa, respirando profundamente, luchando contra la furia que sabía —por esta agotadora reacción en cadena— se despertaría en él a la larga. Se detuvo y se dio la vuelta a mirar el mar. Una gaviota atravesaba el cielo a lo lejos, las alas con puntas negras la guiaban con gracia. Joe se quedó paralizado hasta que la gaviota bajó súbitamente en picado hacia el agua y de pronto devolvió a Joe a la palma de la mano abierta de Donald Riggs y a la silueta del halcón. Recordó el silencio dentro de su cabeza, escalofriante, en contraste con el caos que lo circundaba. Y entonces cayó en la cuenta. Rawlins. Rawlins. Buscó a tientas el teléfono móvil dentro de la chaqueta y marcó el número de Danny.

—Danny, soy yo. Hazme un favor. Envíame por Fed Ex el expediente gris. Ahora.

Anna caminó por la casa tratando de decidir qué hacer. No quería desperdiciar su rabia en una llamada telefónica que Joe podía cortar. Quería que él registrara cada pizca de dolor y decepción que ella estaba sintiendo. Había estado en lo cierto, sus dos hombres le habían estado mintiendo. Había luchado por ellos más de una vez y ése era el modo en que le pagaban.

—¡Al diablo! —Estaba volviendo al cajón cuando escuchó sonar el timbre. Se quedó inmóvil.

Volvió a sonar. Irrumpió en el vestíbulo y abrió la puerta bruscamente. Había un hombre sonriendo parado frente a ella. Llevaba puestas unas botas marrones de excursionismo, pantalones ceñidos, una camisa a cuadros y un chaleco color crema. El ritmo del corazón de Anna aumentó tan bruscamente que se quedó paralizada. Él le recordó que era Gary, el jardinero sustituto. Ella se descubrió mirándole fijamente los tendones de los brazos. Y luego se percató de que él había dejado de hablar. Levantó la vista, sus ojos se encontraron y a él se le borró la sonrisa. Anna comenzó a buscar la puerta a tientas, desesperadamente. Trató de trabarla con el pie descalzo. Duke ya la estaba empujando y deslizándola contra la pared. La madera áspera le raspó los pies, arrastrando astillas en la piel rasgada. Ella gritó y quitó los pies bruscamente golpeando atrás ruidosamente contra la pared. Cayó de rodillas y pasó a gatas junto a Duke. La alcanzó de un paso. Le envolvió los brazos alrededor de la cintura, luego la giró y le apretó el estómago y las costillas. Ella intentó calcular la distancia del brazo, pero él la apretó con fuerza. Algo se hundió en su interior. Mientras la sacaba de nuevo por la puerta, ella captó el extraño reflejo distorsionado de él en el vidrio. Lo único que logró distinguir fueron las pupilas dilatadas que la hicieron gritar. Como ventanas de un alma… un alma negra.

Ray y Hugh estaban sentados en el bar manteniendo una de sus típicas discusiones cuando Joe se les unió.

—Para mí, esos rostros confeccionados por la policía son como toda una raza aparte —comentó Hugh—. Como ese sujeto de ese lugar, Héroes Americanos. Ese rostro no existe en ninguna realidad. Solo en un expediente policial o en el periódico. Quiero decir, el rostro que nosotros vemos en realidad no es el de nadie. Es como el de un mutante, confeccionado de acuerdo a un recuerdo. Yo siempre imagino esos rostros bidimensionales flotando en un lugar, con esos ojos malvados, esos pómulos angulosos y siempre con esa extraña boca pequeña: «Hola, soy el boceto del robo. ¿El del banco? ¡Guau! ¡No te pareces en nada al sujeto que mostraron!». —Miró a Ray y a Joe—. ¿Entendéis lo que digo? —agregó.

—El PC de Hugh está en reparación —dijo Ray—. Para él ha sido un fastidio.

Hugh asintió con pesar.

—No he visto el dibujo del que estáis hablando, pero creo que son todos una mierda —opinó Ray—. Hace un par de años, había un violador por Waterford y la policía publicó uno de esos dibujos compuestos que era mi imagen. Lo juro por Dios. Apareció en todos los periódicos. Creí que yo era el único que lo había notado, pero todo el mundo me miraba fijamente…

—Yo diría que Richie Bates lo dibujó solo para fastidiarte —sugirió Hugh.

—No me extrañaría viniendo de él —respondió Ray.

—Bueno, después de aquel episodio de furia al volante del otro día en la calle… —comentó Joe.

—¿Y ahora qué es lo que ha hecho? —preguntó Ray.

—¿Qué es lo que quieres decir? Eras tú quien estabas ahí.

Ray lo miró fijamente.

—¿Con la basura en la calle en la puerta de tu casa?

Ray y Hugh intercambiaron miradas. Ray rió resoplando. Tres cervezas llegaron delante de ellos y la conversación cambió.

Robert Harrington salió por la ventana del techo del invernadero, montado a horcajadas sobre los paneles de vidrio, apoyando los pies con cuidado sobre el aluminio. Bajó lentamente, luego saltó al jardín, lo atravesó corriendo a toda velocidad y salió a la calle.

—Vía libre —anunció Shaun, al atender la puerta—. Mamá y papá han salido.

—Tú y tus expresiones irlandesas —le dijo Robert—. ¿No deberías decir algo así como «estoy solo en casa»? Eres una mierda, a propósito.

—Gracias. Entra. Te lo contaré todo. Mi vida es un desastre. Creo que deberíamos asaltar el armario de bebidas.

—Sin excusas —coincidió Robert—. Y he llamado a Ali. Está en camino.

La mesa de la cocina estaba cubierta de expedientes. Frank se sentó, apoyado sobre los codos y examinó una carpeta abierta. Nora se quedó parada en la entrada.

—Pensé contarte lo que sucedió hoy…

Frank levantó la mano para detenerla. Y luego levantó la vista con las gafas de aumento.

—Lo siento —se disculpó—. Estoy hasta el cuello tratando de resolverlo todo. —Se apartó de la mesa.

—Sé que es así, cariño —lo calmó Nora—. Estás pálido. Y tus ojeras son enormes —le sonrió ella—. ¿Te sientes bien?

—Tengo el estómago hecho trizas. —Hizo un gesto señalando la cafetera.

—A veces vale la pena —le respondió ella sonriendo—. Si es que has bebido demasiado para mantenerte activo.

—Es que… me estoy volviendo loco tratando de deducir por qué de todas las personas, Katie escogió llamarme a mí. ¿Por qué no al 999 o a la comisaría o a Shaun por lo que fuera?

Aunque hubieran discutido, como supongo… —Él suspiró—. Simplemente no lo sé.

—No permitas que O’Connor te escuche decir eso.

Rieron.

—No te preocupes por la llamada. Pronto descubrirás de qué se trata todo —lo tranquilizó Nora, al tiempo que se acercaba y le ponía las manos sobre los hombros. Le inclinó la lámpara que tenía al lado—. Así está mejor.

—Gracias —respondió él.

—Te dejaré con esto.

Mientras Joe entraba con el jeep por el sendero, las luces delanteras enfocaron la cima del faro donde había una silueta peligrosamente inclinada sobre las barandas del balcón. Retrocedió el vehículo y las luces alumbraron a otras dos personas debajo que saludaban al que estaba arriba. Aceleró de golpe y condujo hasta la mitad del sendero, detuvo el motor y bajó de un salto a las escaleras que daban al faro. Caía una llovizna brumosa y cuando se acercó, vio a Ali inmóvil en el lugar. Robert se volvió tambaleándose para mirarlo de frente.

—Señor Lucchesi —señaló arriba hacia el balcón—. Es Shaun. Está ahí clavado. Dice que va a saltar. —Robert apestaba a cerveza, pero estaba casi sobrio del susto.

—Dios santo —exclamó Joe—. ¿Qué diablos está sucediendo?

—Ay, Dios, ay, Dios, ay, Dios —repetía Ali de manera histérica.

—Estábamos bebiendo en casa —contó Robert—. Después él quiso salir bajo la lluvia, entonces accedimos y luego dijo que quería mostramos el faro y se adelantó corriendo y ha estado colgado de la baranda desde hace mucho tiempo diciendo que quiere morir. Nosotros no sabíamos qué hacer. No podíamos dejarlo.

—¿Dónde está Anna? —preguntó Joe.

—No lo sé —respondió Robert—. Shaun dijo que salió.

—¿Él ha tomado algo? —preguntó Joe.

—¿Como drogas? No. Solo ha mezclado bebidas.

—Mierda —maldijo Joe.

Ambos observaban cómo Shaun vomitaba en el viento y todo se le volvía encima.

—Quiero morir —se lamentaba.

—Bueno, y yo quiero matarte —lo regañó Joe entre dientes.

Robert sonrió.

—Lo siento, señor Lucchesi. No tenía idea…

—No es culpa tuya —lo disculpó Joe—. Él ha estado pasando momentos difíciles. Era inevitable.

—Tú no quieres morir, Shaun —le gritó Joe—. Baja, por el amor de Dios. Te prepararé café.

—Mi vida ha acabado —gritaba Shaun, sujetándose de la baranda y balanceándose hacia atrás—. Katie ha muerto y todos piensan que yo la maté.

—No, no es así —gritó Robert.

—¿Y tú qué sabes? —respondió Shaun—. Tu padre ni siquiera me quiere cerca.

Robert se encogió de hombros hacia Joe.

—Vamos, hijo —le pidió Joe—. La que está hablando es la cerveza. Voy a subir por ti y vamos a bajar juntos. ¿Puedes quedarte dónde estás?

—Vete al diablo y déjame en paz —gritó Shaun, tratando de subir la rodilla para trepar. Retrocedió trastabillando y golpeó contra la pared, el estómago se le partió en dos. Volvió a vomitar y se limpió con la manga.

—Ay, cielos —dijo Joe—. Voy a subir, muchachos. Esperad aquí. Él no va a saltar. Ni siquiera lograría subir la pierna a la baranda.

Joe corrió hacia las puertas dobles y escaleras arriba hacia la torre del faro, empujó las puertas hacia el balcón. En ese momento Shaun estaba llorando, frotándose los ojos con las manos, le temblaban los hombros. Joe se sentó y lo atrajo hacia sí, acariciándole los cabellos y diciéndole que todo saldría bien. Les gritó a Robert y a Ali que se fueran a casa.

Al cabo de media hora, logró poner a Shaun de pie y guiarlo escaleras abajo y atravesar el césped hasta la casa. Shaun murmuró cosas durante todo el trayecto, pasando salvajemente de una emoción a otra.

—Anna —llamó Joe cuando llegaron.

—Madre —gritó Shaun con acento inglés—. Oh, madre. Joe rió y luego le preguntó.

—¿Tu madre te dijo antes si iba a salir?

—No —respondió Shaun—. No lo recuerdo. Tal vez. ¿Pero en realidad quién sabe? —Suspiró.

—Bueno, claramente no me sirves para nada. A la cama. Ahora. En realidad, ¿sabes qué? Primero ducha.

Shaun se desplomó en el piso y se encorvó haciéndose una pelota, el rostro descansaba sobre la alfombra de cerda y tenía los ojos cerrados.

—Levántate —pidió Joe, arrastrándolo por la alfombra. Lo llevó al cuarto a la rastra—. Puedes hacer el resto.

Joe miró en la cocina, pero estaba vacía y a oscuras. Subió y llamó de nuevo a Anna. No obtuvo respuesta.