Denison, centro-norte de Texas, 1988
El motor estaba en marcha, un zumbido bajo en la calle oscura. Donnie y Duke estaban en los asientos delanteros de la camioneta.
—Hola, Bárbara —saludó Donnie, sacando la mano.
—¿Por qué le estrechas la mano? —preguntó Duke—. ¿Le estrechas la mano cada vez que la ves?
—No —respondió Donnie.
—Bueno, ¿y por qué diablos lo haces esta noche? —preguntó Duke—. No ESTARÍA bien. —Le hizo un gesto a Donnie para que probara de nuevo.
—Hola, Bárbara —ensayó Donnie—. Estamos organizando una fiesta para Rick y me preguntaba si querrías ayudarme a hacer la lista de invitados.
—Así está mejor —aprobó Duke.
Un coche llegó a la calzada y bajó un hombre con traje gris. Caminó hacia la puerta principal.
—¿Qué diablos significa esto? —siseó Duke—. ¿Quién diablos es este tipo?
Donnie cerró los ojos.
—El esposo —respondió.
—¿Qué hora es, Donnie? —le preguntó.
Donnie miró el reloj aunque ya la sabía.
—Once y cinco.
—¿Y qué noche es? —le preguntó, al tiempo que daba un golpe en el tablero.
—Martes —respondió Donnie.
—Estúpido hijo de perra —maldijo Duke—. Idiota. Te lo dije, Donnie. Visualiza, te dije. Visualiza todo. Imagina un maldito reloj con un maldito martes en grande y la maldita hora impresa en números negros grandes en el medio. Once. Y. Cinco.
Donnie se apoyó atrás en el asiento y suspiró lentamente.
—Lo siento —se disculpó, mirando a Duke.
—Yo también te amo, cariño —ironizó Duke lloriqueando—. Detesto cuando peleamos.
El silencio quedó flotando en el aire.
—Maldito desgraciado —resonó la voz de Duke, al tiempo que encendía el motor—. Suficiente. Hora de irnos. No puedo…
—¡No! —gritó Donnie—. Escucha, sé que lo he estropeado, pero no volveré a hacerlo. Lo juro por Dios.
—¿Qué lo has estropeado? —gritó Duke—. ¿Estropeado? Estropearlo es llegar tarde al cine o echarles sal a los malditos Cheerios[12]. Tu clase de estropicio podría habernos dejado boca abajo, esposados y levantando el trasero en la maldita ducha de alguna prisión. Éste —gritó cortando el aire con un dedo—, éste fue el peor error de tu vida. Y será el último que cometas.
El corazón de Donnie latía con fuerza. Un dolor punzante le atravesó el pecho. Duke se estiró por encima de él y abrió la puerta.
—Sal —le ordenó—. Sal de mi maldito vehículo.
Donnie bajó de la camioneta a tropezones y cerró la puerta detrás con un suave golpe seco. En medio de un chillido de frenos, escuchó a Duke abrir de nuevo la puerta y cerrarla de golpe.
Rachel Wade limpiaba el mostrador de Beeler’s con una toalla sucia que apestaba a cerveza rancia y a ceniza. Se dio la vuelta para sacarle brillo a las botellas que había detrás de la barra, moviendo la melena rubia. Se dirigió hacia el fondo del bar para limpiar las últimas mesas, recogiendo vasos sucios con sus delgados dedos. Cuando iba de nuevo hacia la barra apagó las luces con la mano que le quedaba libre. De repente apareció un hombre desde el fondo del salón a oscuras.
—¿Disculpe? —dijo.
Rachel se sobresaltó.
—¡Cielos! —exclamó ella, al tiempo que se daba la vuelta con la mano en el pecho—. Me ha dado un susto tremendo. Creí que había cerrado la puerta con llave. —Entornó los ojos en medio de la oscuridad, pero lo único que alcanzó a ver fueron los ojos de él, magnéticos y azules.
—Lo siento, señora —respondió él sonriendo—. Quería saber si llego demasiado tarde para pedir una cerveza.
—Cerramos a las cuatro —replicó ella—. Pero usted es el primero que viene desde la medianoche.
—Una botella de Bush, entonces —pidió él.
Ella le sirvió la cerveza, y luego salió de detrás de la barra, recogiendo vasos, limpiando las superficies, volviendo a colocar los dardos en el tablero.
Duke le miró las caderas pequeñas mientras ella se desplazaba entre las mesas, observó el sostén de encaje rosa que presionaba contra la camiseta blanca.
—¿Por qué no me acompaña con un trago? —le preguntó.
—Está bien. —Ella tomó una botella de Jack Daniel’s y se sentó en la banqueta a su lado. Una hora más tarde, cerró las puertas con llave y al cabo de dos horas, ya iban terminando la botella. Rachel se puso de pie para ir al baño y se balanceó sobre los talones.
—Epa. Uno piensa que está todo bien hasta que se pone de pie —rió.
Duke rió también y observó la tela vaquera bamboleándose mientras se dirigía al baño.
Rachel usó la secadora de manos y luego se echó una mirada al espejo. Tenía los ojos colorados y apenas podía enfocar. Sacó un tubo de brillo del bolsillo y se lo pasó por los labios. Cuando se estiró para abrir la puerta, se le vino a la cara. Duke empujó para entrar y rápidamente la tomó con el brazo derecho por la espalda y la empujó contra la fría pared de azulejos. La besó toscamente, empujando con la lengua dentro de la boca, chocando los dientes con los de ella. Rachel lo apartó e inspiró profundo.
—Eh —le dijo—. Calma. Volvamos al bar.
—Mejor no —le respondió Duke al tiempo que bajaba rápidamente la mano y la agarraba bruscamente entre las piernas, con la lengua fuera lista para hundirse de nuevo en la boca de ella.
—Oh —se sorprendió ella—. Relájate. —Echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos confundida. En ese momento él los tenía negros, con las pupilas enormes. Movió la mano delante de su rostro.
—Hola. Este no es el modo en que se trata a una dama. —Le sonrió aunque el pánico le subía por el pecho. Comenzó a pensar en el bar, las puertas, el teléfono, los vecinos, los gritos. Se dijo a sí misma que era una estúpida. Entonces trabó la mirada con él y supo que era el fin. Al mismo tiempo se le aflojó el cuerpo y se dio cuenta de que sus brazos, puños y todo le resultarían inútiles. Tenía las piernas deshechas en sacudidas. Se las ingenió para levantar la rodilla pero erró en su entrepierna y fue a dar inofensivamente contra el rígido muslo. En ese instante la agarró del cuello, apretándole la cabeza contra la pared, la besaba de nuevo arañándola por todas partes. Con un último empujón, ella se liberó, abrió la puerta y corrió trastabillando en medio de la oscuridad del salón. Ese lugar que tanto conocía, de pronto le resultó extraño mientras tropezaba con mesas y banquetas, tratando desesperadamente de llegar a una puerta cerrada con llave. En un segundo Duke ya la había alcanzado, empujándola sin esfuerzo contra el piso, aplastándole la mandíbula contra la alfombra azul manchada. El olor a humo y cerveza le llenó las fosas nasales una vez más. Trató de soltarse retorciéndose, pero algo en su interior le dijo que se quedara inmóvil. Pensó que tal vez él sentiría pena por ella, era tan pequeña que no querría hacerle daño. En ese momento estaba llorando de dolor, pero se sentía demasiado débil por el alcohol y el terror como para hacer algo con el peso de ese cuerpo que ejercía presión encima del suyo. Sintió la tela de la camisa rasgada en la espalda, la brisa helada y el sudor frío. Luego sintió algo afilado. No le estaba rasgando la camisa, estaba haciendo cortes con un cuchillo.
—Por favor —sollozó.
—Cierra la maldita boca —le ordenó. La voz era sumamente escalofriante, despojada de la calidez anterior.
—Por favor, no —volvió a intentarlo ella; musitó entre la mandíbula rota y la alfombra.
—Dije. Que-Cerraras-La-Maldita-Boca.
Vio el cuchillo. Se veía muy pequeño, curvo y peligroso en su mano. Era un cúter de alfombra. Oh, Dios. Ella recordaba con qué facilidad cortaba la misma alfombra en la que ahora yacía. Comenzó a llorar. Le tapó la boca y con la mano libre le buscaba los pantalones vaqueros. Empezó a tener convulsiones en todo el cuerpo. Se le puso encima. El temor la dejó inmóvil en el suelo. Luego un desesperado arranque de energía y pánico la impulsó a arrastrarse de lado y se alejó en vano en un último intento por sobrevivir. Él la dejó ir, la dejó llegar hasta la puerta, arañar la madera hasta el cerrojo, pero en tres pasos ya estaba allí arrastrándola de nuevo de cara a la alfombra. Se desabrochó los pantalones vaqueros de un tirón, luego, enfurecido, cogió una botella de cerveza que estaba cerca y se arrodilló frente a ella. Los gritos eran penetrantes. Estrelló la botella en la cabeza y todo quedó en silencio. La invadía el dolor, pero todavía tenía esperanza de que para él ya fuera suficiente. No le importaba, podía dejarla ahí y escapar. Entonces volvió a ver el cuchillo y soltó un grito que le hizo vibrar hasta los dedos. Metió la mano en los bolsillos, sacó un pañuelo y se lo metió en la boca para mantenerla cerrada. Le dio la vuelta, luego le deslizó el cuchillo por debajo y utilizó su propio peso para enterrárselo en la carne debajo de las costillas. La soltó y volvió a hundirlo, provocándole una segunda y una tercera heridas profundas. Luego, cuando estaba a punto de trabajar en el costado izquierdo, escuchó un crujido. Fuera.
—¿Rach? ¿Rach, cariño? ¿Estás ahí?
Duke la miró.
—Mierda, mierda, mierda. —Los ojos de ella eran suplicantes. Él se estiró y agarró una banqueta.
Donnie cambió de canal en la TV y captó los minutos finales de un informe.
«… se cree que no está relacionada con las otras muertes, al parecer todo indicaría que se cometió durante las horas diurnas». —Mientras veía cómo sacaban un cuerpo de un bar en una camilla cubierta de negro, escuchó a alguien que golpeaba la puerta lateral.
—Donnie, abre, abre… lo siento, hombre, maldición, Donnie. —Los puños martilleaban la madera hasta que oyó la cerradura que se corría y Donnie apareció frente a él.
—Dios santo —se alarmó Donnie. Duke estaba cubierto de sangre, tenía la camiseta empapada, los pantalones vaqueros salpicados, con la cremallera a medio cerrar. Entró a la cocina tambaleándose y con el pecho agitado.
Donnie tomó un trapo del lavabo y comenzó a limpiar las manchas de la puerta.
—¿Por qué no fuiste a la ensenada como siempre? —le preguntó.
—Perdí el control, hombre, perdí el control —respondió Duke—. Alguien apareció. Yo casi la dejo con vida.
—La chica de la TV.
—¿Ya apareció en TV? Hijo de perra.
—¿Y si Geofif estaba allí?
—Su coche está fuera de Amazon —dijo Duke.
Donnie lo observó dirigirse hacia el baño a grandes zancadas.
—Entonces sí soy bueno para algo —le comentó a sus espaldas.
—Sí lo eres, Donnie. Antes yo lo estropeé. Estaba loco. No lo haré solo. Lo que dije fue una tontería.