Joe estaba sentado junto a la ventana de la cocina mirando fijamente el mar, siguiendo una estela blanca de una pequeña barca de pescar que surcaba el agua a mitad de camino hacia el horizonte. Los pasos de Anna eran tenues en el piso de baldosas. Sin decir una palabra, ella le entregó el correo electrónico.
—¿Qué? ¿De quién es?
—No lo sé —respondió Anna—. Llegó a la dirección de la escuela de Shaun. Donde dice «De» está en blanco y cuando uno hace clic ahí solo aparecen símbolos y números. Es del faro, la noche del funeral de Katie, cuando estaba teniendo lugar la sesión de fotos. Pero no fue tomada por Brendan. Es como si la hubiera tomado alguien desde el otro lado de la carretera.
Ella captó hasta el más mínimo parpadeo del rostro de Joe.
—¿Qué? —le preguntó—. ¿Qué?
—Nada —respondió él.
—Si hay algo que no me estés diciendo…
—No hay nada —la tranquilizó él—. Calmez vous. —Su acento era malo. Sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos y Anna estalló.
—¡Eres un mentiroso! ¡Eres un mentiroso! ¿Crees que soy estúpida? ¿Lo crees? —Tomó la cara de él entre las manos y lo sacudió—: ¿Crees que soy estúpida?
—En este momento no puedo —aclaró Joe.
—¡Me importa un comino! —se alteró ella—. Estoy harta de esto. Me estás ocultando cosas, pasando a hurtadillas por el escritorio, hablando por teléfono…
—Ah, y tú hablas de andar ocultando cosas.
—No, no, no —advirtió, levantando la mano—. No vamos a estar así todo el tiempo. O me perdonas o no. Simplemente. No uses las cosas en mi contra para castigarme.
Él se encogió de hombros.
Ella le dio un golpe en el hombro.
—¡Connard!
—Epa, Betty. —Ella era como Betty Blue cuando se ponía furiosa y hablaba en francés cuando tenía que decirle bastardo.
Ella sonrió pero la sonrisa se desvaneció.
—Hay muchas cosas que sé sobre ti, Joe. Pero la mayoría son cosas que todo el mundo sabe acerca de ti. Eres inteligente, gracioso, equilibrado… —Se detuvo—. Ya lo sabes, no estoy de humor para andar haciéndote cumplidos.
Joe lanzó una carcajada. Ella lo ignoró y continuó:
—Hay algunas cosas extras que sé porque soy tu esposa: acerca de tu honestidad y de tu amor. Realmente eres un tío sensible. Y luego está todo lo horrible que ocultas, cosas de las que jamás me entero. Pero, ¿sabes? Aun así percibo que hay cosas ocultas. No tengo idea de lo en este momento pasa por tu cabeza.
—Cielos, ¿por qué quieres saberlo todo?
—No es que quiera saberlo todo, pero no quiero que me mientan. Todos me están mintiendo.
—No, no es así.
—Oh, vamos. Mis dos muchachos me están mintiendo. Me siento una tonta.
—Bueno, eres una tonta sexy —le dijo él, al tiempo que la atraía hacia sí—. Muy muy sexy cuando estás enfadada.
—No es gracioso.
—Sí lo es —afirmó. Pero su expresión decía lo contrario cuando la atrajo hacia su pecho y le acarició la cabellera. Lo que Shaun y Anna no habían visto al final del correo electrónico era la nota de confidencialidad adulterada.
—————————————————————————————————Este correo está dirigido a la persona responsable del asesinato de Katie y puede contener la verdad, que es que la estrangulaste hasta matarla.
……………………………………………………Los contenidos de este mensaje representan el punto de vista del remitente y de todos. No está prohibido almacenar, revelar ni copiar la presente información.
—————————————————————————————————
El teléfono sobresaltó a Anna, pero ella golpeó a Joe para que contestara. Ella escuchó y luego lo miró entrecerrando los ojos.
—En la línea hay un oficial Henson que quiere hablar contigo —cubrió el auricular—. ¿De qué se trata?
—De trabajo —susurró Joe.
—Tu as raison —dijo Anna, al tiempo que le alcanzaba el auricular. Joe pensó que ella simplemente había dicho «Claro», pero lo que estaba diciendo era «Tienes razón».
—Me llevaré a Shaun al pueblo —le susurró y luego se marchó.
—Hola, oficial —dijo Joe.
—Aquí tengo el expediente que estaba buscando —le dijo Henson—, pero creo que hay alguien que le romperá la cadena, amigo. Duke Rawlins está muerto.
Nora abrió y alisó el periódico sobre el mostrador de la comisaría. El titular abarcaba dos páginas: MUERTAS PERO NO OLVIDADAS. En la parte derecha de la página aparecía el montaje de fotografías de jóvenes y mujeres sonriendo que habían desaparecido o habían sido asesinadas en Irlanda durante los últimos diez años. La imagen principal correspondía a una hermosa muchacha sonriente con melena castaña. El epígrafe decía: «Katie Lawson (16), Mountcannon, Co. Waterford, asesinada». Frank se levantó del escritorio y se acercó.
—Dios mío, hay otra reciente —comentó señalando a una rubia. Frank se inclinó hacia delante mientras ella leía: «Mary Casey (19), de Doon en Limerick, brutalmente violada y asesinada en la puerta de su casa».
—Aparentemente —dijo Nora—, había dejado uno de los portones del parque abiertos y el padre la hizo ir a cerrarlo. Están hechos pedazos por eso. Los padres habían ido a dormir. No la encontraron sino hasta la mañana siguiente.
—Que Dios los ayude —comentó Frank.
—Ese pueblo es muy pequeño. Y no hay ningún acusado. Espantoso. Y también está la chica de Tipperary, la de tu póster. —Señaló el cartel de anuncios.
Frank sacudió la cabeza.
—No puedo leer del revés. ¿Qué es lo que dicen sobre la investigación de Katie?
—Que básicamente no hay pistas. Y que «un joven ha sido convocado por segunda vez a colaborar con las indagaciones», como si nadie fuera a saber de quién se trata. E insinúan que tú podrías estar haciendo algo más.
—¿Insinúan o lo dicen directamente? —preguntó Frank.
—Bueno, lo dicen directamente.
—Siempre lo mismo —se quejó Frank.
—Me llevaré esto a casa —dijo ella, al tiempo que doblaba el periódico—. No quiero que te dé un ataque al corazón por mi causa. —Frank sonrió y entró en la oficina. Nora se fue caminando por el pasillo y Myles O’Connor casi se choca con ella. Irrumpió en la oficina de Frank, cerrando la puerta tras de sí y lanzó un periódico sobre el escritorio.
—¿Qué es esto?
Frank miró hacia abajo.
—¿El qué? —preguntó al tiempo que se ponía las gafas.
—La entrevista. —Golpeó con fuerza el dedo en el mismo artículo que Nora había comenzado a leer—: No debiste haber hablado con este tipo. No debiste haberte referido a Waterford. Especialmente si no estás acostumbrado a hablar con periodistas. Dios santo.
Frank miró la página fijamente.
—Ah, ellos andaban husmeando por ahí. Debieron de haber estado haciendo guardia en la comisaría cuando vinieron a los Lucchesi. Yo no podía arriesgarme… no lo sé, yo…
—Ah, sí, ahora están los «yo no sé» —empezó O’Connor. Cogió un marcador del escritorio y señaló partes del texto del artículo. Al terminar había ocho oraciones. Todas decían «No lo sé».
—Es una manera de expresarse —aclaró Frank, al tiempo que se quitaba las gafas y levantaba la vista para mirar a O’Connor.
—Bueno, es una manera tonta cuando te están entrevistando por un caso de homicidio —le aclaró O’Connor—. Quedamos como unos incompetentes. «No lo sé». ¿En qué estabas pensando?
—No lo sé. Parecía un buen tipo, pensé que no perjudicaría en nada. Señaló que pondría en orden lo que dije.
—Estamos haciendo un buen trabajo, no necesitamos esa mierda —dijo O’Connor—. Estamos recibiendo una severa reprimenda por nuestra aparente falta de progreso en la investigación…
—Bien, ¿y dónde está el progreso? No sabemos nada —reconoció Frank—. Tenemos un par de sospechosos y ni una pizca de prueba para mentirles en nada. Lo único que tenemos es a algunas personas colaborando con las indagaciones. O no colaborando…
—Mira, los periodistas han estado llamando aquí sin obtener respuestas, o han sido desviados a Waterford, y lo que están diciendo es que sin duda están asesinando gente por no haber policías en el pueblo.
—Pero es lo mismo…
—Ah, por el amor de Dios, ya sé… es la misma basura habitual con la que salen para vender más.
Permaneció furioso y en silencio un momento y luego habló con tono brusco:
—Alguien ha hecho esto —y golpeó la fotografía de Katie—. Y que me parta un rayo si los dejo que se salgan con la suya.
Anna estaba estacionando el jeep fuera del supermercado cuando Shaun le tocó el brazo.
—Mamá, es la señora Shanley, voy a preguntarle por el trabajo.
—Después entra en Tynan’s —le dijo ella.
Betty Shanley estaba junto al coche en la puerta de la panadería, luchando por mantener el equilibrio de las cajas con pasteles y las compras del mercado. Shaun estaba del otro lado de la calle cuando la vio y corrió a ayudarla.
—Hola, señora Shanley —la saludó—. Déjeme coger ésa. —Estiró la mano para ayudarla con la bolsa pero ella la apretó fuerte.
—Está bien. Yo puedo. —Él la miró. Algo había cambiado en sus ojos. Shaun se ruborizó.
—Quería saber cuándo necesitaba que pasara… ¿o está tranquilo?
—Está bastante ocupado —respondió, mirándolo al pasar—. Pero lo siento. Ya no te necesitaré más. El amigo de mi hermana menor está ahorrando para comprarse un coche nuevo, un Renault pequeño. Así que le dije que le daría el trabajo. Barry.
Barry, el de la cabeza rapada, como en La caída del halcón negro.
—Ah, bueno. Él está en mi curso en la escuela. —No se le ocurrió nada más que decir.
A Joe se le revolvía el estómago mientras esperaba en doloroso silencio mientras Henson hojeaba las páginas de los documentos del otro lado del teléfono. Joe lo escuchó tragar algo que le llenaba la boca antes de hablar.
—Sí, ya lo tengo. Rawlins, William. Muerto en prisión. Sus fechas también eran incorrectas, murió en 1992, de modo que no pudo haber ido a prisión en el 97. Lo ingresaron por el asesinato de Rachel Wade en 1988. En la época del asesino de Crosscut, pero no pudieron adjudicarle nada del resto. Fue cruel lo que les sucedió a todas esas mujeres, a plena luz del día.
—¿Se trata del Duke que yo preguntaba? ¿Duke Rawlins?
—Duke es el segundo nombre del tipo.
—¿Cuántos años tenía al morir?
—Debía de tener, déjeme ver, unos cincuenta y cuatro años.
—Es el sujeto equivocado. Este tipo debería ser más joven. ¿Tiene a algún otro Rawlins en los archivos?
—No creo. Déjeme ver. ¿Puede aguardar en línea?
Joe creía que el pecho le iba a estallar mientras esperaba a que Henson se organizara.
—Ah, aquí tenemos —le dijo al volver—. Rawlins, Duke, fecha de nacimiento 2/12/1970, apuñaló a un camionero en un estacionamiento en 1997, lo enviaron a Ely, Nevada. Tenía razón. Le pido disculpas. Es mi sistema de archivo.
—¿Es todo? —preguntó Joe—. ¿No hay nada más? ¿No hay secuestro, o algo más violento?
—No —respondió Henson—. ¿Qué piensa que hizo este sujeto?
—Ni idea —respondió Joe—. Pero gracias por su ayuda. Ah, ¿podría enviarme su fotografía por fax?
—Por supuesto.
John Miller estaba encorvado en la esquina de Tynan’s, hojeando una revista de coches.
—No es que tenga licencia ni nada —le comentó a Anna cuando trató de pasar junto a él. Le echó una mirada de reojo y levantó la ceja.
—Decídete, John. Primero quieres disculparte y luego te comportas de este modo… ¿Y qué ha sido lo que has estado diciéndole a Joe?
Miraba como si estuviera tratando de recordar.
Anna lo miró furiosa.
—No quiero hablar contigo —le apuntó con un dedo.
—Ay, vamos —estiró el brazo para tocarla. Tenía aliento a alcohol. Le apartó la mano bruscamente.
—¡No me toques! —le advirtió.
—Eso no es lo que solías decirme.
—Cielos, John. ¿Puedes terminar con eso? —se mostró furiosa—. No lo entiendo. ¿Qué ha pasado? ¡No puedo entender cómo has pasado de ser un tipo bueno y normal a un borracho maltratador de mujeres!
Ella se detuvo cuando todo el peso de lo que acababa de decir les cayó encima a ambos. Pero ya era demasiado tarde. Ella bajó el tono de voz.
—Tu madre —empezó a aclarar—. Me lo contó.
Un destello de claridad brilló en los ojos de él. Luchó por emitir una voz sobria y fijar la mirada:
—Jamás golpeé a mi esposa —le confesó con tristeza—. Mi madre hablaba de ella misma. De mi padre. Ella confunde el pasado con el presente No está bien, tiene Alzheimer. No lo sabe nadie. —Continuó—: Solía darle unas palizas enormes.
Joe entró en la cocina e hizo la llamada que había pospuesto el día anterior. Danny atendió de inmediato.
—… toda la punta se puso verde y se cayó. ¿Hola?
—Uno de estos días llamará tu madre y tú harás eso.
—Ya ha llamado. Le conté que era un caso desagradable en el que estaba trabajando.
—Danny, el otro día la policía citó a Shaun para tener una charla informal y eso me ha tenido preocupado. Dijeron que le tomaron juramento, pero él dice que no. De todos modos, resultó ser que nos había estado mintiendo, ¿entonces qué diferencia hay con una mentira más? Aunque yo sí le creo con respecto a esto. Él también admitió que había tenido una pelea con Katie la noche en que ella desapareció. Ahora lo saben todo, incluso que mantuvieron relaciones sexuales antes de que ella desapareciera y que tuvieron una discusión al respecto.
—Pobre muchacho. Cielos.
—Ya lo sabes, coincido contigo, pero realmente tuve ganas de darle un puñetazo. Fue el peor día de mi vida, ver cómo lo freían de ese modo. Ya sabes, y ahí ando, tratando de ayudar con la investigación…
»… de ser como uno de esos que detestamos…
»Bastante. Y mi propio hijo es el que está en la mira.
—Es joven y tiene miedo. Eso hace que la gente haga tonterías que normalmente no haría.
—Ya lo sé, pero ahora estoy preocupado de que un enorme dedo lo señale y no hay motivo para que cambie de dirección. Parece que no tienen nada y que él es el sospechoso número uno.
—¿Y entonces yo vengo a ser la terapia o hay algo más que pueda hacer?
—Pensé que jamás lo preguntarías.
—¿Quieres que vaya hasta allí? ¿Qué le pegue a alguien? ¿Qué hable con algunas chicas irlandesas?
—No podría permitir que pasaran por eso. Pero hay un policía útil en Nevada que quizá te deje hablar con cierto compañero de celda.
—El de Rawlins.
—Ya sabes, para ver qué aporta.
Shaun estaba sentado en un sillón con los pies en alto junto al televisor.
—Sé que probablemente no estés de humor para nada —le insinuó Anna—, pero pensé que quizá esto podía animarte.
—¿Qué? —preguntó Shaun.
—Bueno, ya sabes que el viernes tu padre cumple los cuarenta. Pensé que quizá podríamos hacer un pequeño festejo. No estoy hablando de hacer una gran fiesta ni nada, obviamente. Solo los tres.
Shaun se encogió de hombros.
—Vamos, creo que necesitamos algo que nos levante un poco la moral. Solo será un pastel, velas y esas cosas…
—No estoy de humor para celebrar nada.
—Ninguno de nosotros lo está —admitió Anna—. Pero creo que sería bueno. Creo que tu padre lo valoraría.
—¿Necesitas que haga algo? —se interesó Shaun.
Anna rió.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó ella.
Sonrió.
—Sí, lo digo en serio.
—Encargaré el pastel en el pueblo. Y conseguiré que traigan globos cuando tu padre esté fuera. Pero la gran sorpresa es que él no lo sabrá hasta por la noche. —Shaun la miró para saber más. Ella se llevó un dedo a los labios al ver a Joe entrar en la sala. Cuando Shaun se marchó se volvió a mirarla.
—Se me olvidaba algo —dijo y miró el reloj.
—¿Sabes? Ha pasado exactamente un mes desde que Katie murió. Voy a volver a caminar por esa carretera para ver si se me ocurre algo que no se me haya ocurrido antes.
—Antes de que lo hagas, contra mi voluntad —aclaró Anna—, solo quiero comentarte una cosa, porque es inherente a la investigación. Hablé con John Miller…
Frank caminó por el puerto con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, obsesionándose con el bochorno que había pasado antes. Sintió un repentino resentimiento hacia los Lucchesi que solo podía explicar si trazaba una línea que dividiera el antes de que se mudaran a Mountcannon y el después. Porque no podía culparlos por la muerte de Katie. Pero antes de que llegaran, el pueblo era lo que era y él podía darlo por seguro porque la vida era buena. En ese momento él quería rebobinar y valorar cada día que investigaba un caso de un coche robado porque eso era lo peor que podía llegar a pasar. En el pueblo habían aparecido más grietas en un mes que en la historia entera. La gente se peleaba con los vecinos sobre quién sospechaba de quién, insultaban a la policía, los defendían, se frustraban tratando de hacer coincidir las teorías con los hechos. Las familias discutían sobre quién había dejado la puerta trasera sin llave cuando así había estado durante sesenta años. Lo único que los unía a todos era la desesperada necesidad de que se encontrara un asesino y se lo encerrara. Eso ejercía un tremendo poder colectivo. Frank no se sorprendía de que la compostura de O’Connor estuviese empezando a flaquear. No sabía nada acerca de la vida hogareña que llevaba, pero en parte esperaba que tuviera alguna Nora esperándolo cada noche para aliviar la carga. No quería pensar en su propia postura. Le rompía el corazón que su último año quedaría marcado por la tragedia. Solo esperaba que el caso se resolviera. Se sentó en un banco desbaratado a orillas del agua, cerró los ojos y comenzó a rezar.
Joe siguió por el mismo camino que sabía había hecho Katie. Se preguntaba si también estaría siguiendo los pasos del asesino. Ella había estado sola en un expuesto tramo del trayecto, era silencioso. Podía escuchar su respiración, el vinilo de su chaqueta, las suaves olas del mar, incluso las suelas de goma de sus zapatos. Katie debía de haber escuchado pasos. Pero todo debía de haber sucedido demasiado rápido: una puerta abriéndose, un hombre conduciendo, el otro empujándola dentro del vehículo, la puerta corrediza de una furgoneta cerrándose de nuevo, un grupo de hombres que la agarraban. O podría haber sido alguien que ella conocía, en quien confiaba, alguien que la hubiera acompañado a casa o que se hubiera detenido al lado y ofrecido ayuda. Pero nada parecía ser lo correcto. Dobló hacia la izquierda camino al cementerio y volvió a pararse en la tumba de Matt Lawson. Volvió a seguir lentamente por el sendero y se quedó parado en la curva donde Lower Road se juntaba con Manor Road. Si tiraba hacia el fondo a la izquierda, llegaba a la casa de Katie. Miró a su alrededor y se detuvo al ver un coche adelante, aparcado en la calle a mano derecha. Caminó hacia él y vio a Richie Bates dentro, con el estéreo a todo volumen. Joe le golpeó la ventanilla del acompañante y Richie se sobresaltó:
—¿Qué quieres? —le preguntó bruscamente al tiempo que bajaba la ventanilla con la manivela.
—Nada —respondió Joe—. Estaba dando un paseo. ¿Y tú? ¿Tienes averiado el estéreo de casa?
Richie gritó por encima de la música.
—Qué osado eres —le dijo—. Tengo una investigación de la que ocuparme.
Joe resolló.
—He escuchado que un inspector de Waterford está al cargo.
—Vete al infierno —le espetó Richie. Sacudía la pierna derecha en un movimiento descontrolado.
—¿Haces esto en tu tiempo libre? —le preguntó Joe, al tiempo que le miraba los pantalones vaqueros y el jersey.
—¿Te largarás en algún momento? —le gritó Richie—. Eres como un fuerte dolor en mi maldito culo.
—Cielos, relájate —le contestó Joe. Richie aceleró el motor, retrocedió a escasa distancia de Joe y giró el coche hacia el pueblo. Joe regresó y tomó el camino hacia la casa de Katie.
El inspector O’Connor tenía los ojos puestos en la taza de té sin tocar que tenía delante y en el panecillo danés que estaba al lado. Se echó atrás en la silla, se agachó y abrió el último cajón de su escritorio. Había un encendedor blanco con el logo amarillo y verde de una marca de sopas. Recordaba haberlo encontrado en su bolsillo la mañana siguiente a un baile de caridad. Estaba a punto de cogerlo cuando sonó el teléfono. Apretó el botón del altavoz.
—Una llamada para usted en la línea uno.
Cerró el cajón y tomó el auricular.
—¿Habla el inspector O’Connor?
—Hola, habla Alan Brophy del Departamento Pericial Técnico. En cuanto a los fragmentos hallados en el cráneo de Katie Lawson, pertenecen a un caracol.
—¿Cómo?
—Lo sé. El asunto es así: los fragmentos provienen de una concha muy dura, oscura, con un dibujo en espiral blanco amarillento. Se lo ha identificado como caracol de dunas. No necesita el latín, ¿verdad? Si es así, se trata de Theba pisana, a mí me suena a un pintor español. De todos modos, se encuentra en las dunas, acantilados y sitios por el estilo. Trepa a las plantas y cosas. Así que ahí tiene. Lo más probable es que la hayan golpeado con una piedra que tuviera un caracol pegado y le haya quedado la concha incrustada en el cráneo. También sabemos que se encuentra en el bosque. Los gusanos carcomen el caracol —las partes blandas del caracol, muchas gracias— y dejan la concha.
—Pero en el cuerpo no había arena…
—No, pero estas bellezas también son halladas en los basureros cerca del mar, así que eso podría explicar el hecho de que no hubiera arena. Podría haber sucedido en un sitio cubierto de hierba o cerca de algún muro de piedra o algo así.
A O’Connor le vino a la mente Mariner’s Strand.
—Muy bien, Alan. Gracias.
—Ha sido un placer.
Joe regresó caminando al pueblo y se metió en Danaher’s para beber un último trago. Ray y Hugh estaban sentados en la barra.
—Bienvenido, señor —saludó Hugh al tiempo que le acercaba una banqueta.
—Gracias —respondió Joe—. He pasado un día de mierda, tarde, noche…
—Yo llevo una vida de mierda, si eso lo hace sentir un poco mejor —confesó Hugh encogiéndose de hombros.
Joe admiraba a los dos mensajeros. Habían ido al funeral de Katie vestidos con trajes negros, camisas blancas, corbatas negras, ambos tan respetables. Hasta Hugh se había acicalado la cola de caballo. Ese día habían tenido los ojos llenos de lágrimas, pero jamás sacaron el tema a menos que él quisiera hablar de eso. Sabían que su trabajo era mantener las cosas superficiales.
—Esta noche he tenido un roce con Richie Bates —comentó sabiendo que eso los inquietaría.
—En la escuela solían llamarlo Rich Tea Biscuits —recordó Hugh pretendiendo que sonara con cariño. Las Rich Tea Biscuits eran unas galletas tradicionales comunes, chatas y redondas, para mojar en el té caliente.
—¿Alguien te ha dicho que se supone que acortas los nombres? —preguntó Joe.
—Mi nombre es Hugh. No se puede acortar.
—¿No había un tipo llamado H en esa banda pop? Debía ser una forma corta de algún nombre con H —comentó Ray.
—Caballeros, ¿les cuento mi historia con Richie Bates? Esta noche él estaba en su coche junto a la playa, con el estéreo estallando como…
—¿Tonto? —añadió Ray—. ¿Tarado?
—¿Imbécil? —agregó Hugh.
—Yo iba a decir fracasado —aclaró Joe.
—Se pueden aplicar los cuatro —añadió Hugh.
—… y le di un susto tremendo —continuó Joe—, y luego perdió el control y se fue de la lengua como un loco.
—Yo tengo una mejor —contó Ray—. El otro día en la calle anduvo buscándole la quinta pata al gato en la puerta de casa, porque mi bolsa de residuos se rompió. Y estoy diciendo residuos por usted, Joe. Normalmente diría basura.
Joe lanzó una carcajada.
—De verdad. Se puso loco. Absolutamente…
Joe escuchaba distraído a Ray que hacía un comentario sobre Richie y la furia al volante cuando una mano huesuda sobre su brazo lo distrajo. Se dio la vuelta y se encontró con uno de los bebedores empedernidos con el rostro cansado que se le acercaba más. Señaló a Joe con un dedo.
—Qué bien que pueda volver a beber cerveza y reír, señor Lucchesi, con todo lo que ha sucedido. —Y estaba yéndose cuando refunfuñó en voz alta—: Maldito recién llegado.
Joe terminó el trago, cogió la chaqueta y se fue de Danaher’s irritado por el viejo amargado. Se había sorprendido de la bienvenida que Mountcannon le había dado a su familia; luego tras la muerte de Katie los habían compadecido y ahora los despreciaban. Se dio cuenta de que frustración nunca era la palabra indicada que describía lo que se sentía cuando a una persona inocente se la acusaba de sospechosa. La frustración era inofensiva, esto era abrumador, sofocante, extenuante. No solo dudaban de Shaun sino de Joe, debido a su experiencia con el crimen, y de Anna por encubrir posiblemente a su hijo y a su esposo. Se habían hundido en una situación de la que no tenían control. Luego cayó en la cuenta: esto es exactamente lo que alguien debe pretender.
Danny Markey entró al final de la hora punta del almuerzo cuando el gentío había mermado en Buttinsky Burger. Los envoltorios y las cajas cubrían las mesas y los pisos. Esperó hasta que el último cliente abandonó el mostrador.
—Hamburguesa con queso, patatas y coca normal —pidió. El enorme negro que estaba detrás del mostrador sacó dos cajas de cartón del estante tibio que tenía detrás y las deslizó sobre una bandeja—. ¿Hay algo que te gustaría contarme sobre Duke Rawlins?
Abelard Kane levantó la vista lentamente, sus enormes ojos marrones lo miraron fijamente.
Danny se encogió de hombros.
—Me temo que soy un entrometido.
—¿Y no puede buscar la vida de otro donde meterse?
—Tú eres el hombre —respondió Danny.
—Duke Rawlins —el amplio rostro de Kane se iluminó—. ¿Y ahora qué ha hecho mi amigo volador?
—¿Amigo volador? —repitió Danny.
Kane cogió la caja de cartón de la hamburguesa y la llevó por el aire.
—El tipo tenía una obsesión.
—Con volar.
—Con los pájaros.
—¿Qué tipo de pájaros? —preguntó Danny.
—Ah, bueno —dijo Kane—. Sin presentación, sin nada. ¿Quién diablos es usted y a qué se dedica?
—Soy el detective Danny Markey, de la policía de Nueva York.
—Así es como me encontró. ¿Pero qué es lo que anda buscando?
—No puedo decírtelo —respondió Danny—, solo necesito saber un poco más acerca de Rawlins, algo que nos ayude a entenderlo mejor.
Kane silbó.
—Buena suerte, detective.
—Solo cuéntame cómo era. Tú viviste con él durante cinco años.
—L-O-C-O
—¿Algo más específico?
—Sí. Con letras mayúsculas.
Danny lo miró.
—¿Específico cómo? —preguntó Kane.
—El temperamento, preferencias, qué le gustaba y qué no… todo lo que sepas, ya sabes.
—Como en el Dating game[11] —gritó Kane. Se llevó una mano a la cadera, aflautó el tono de voz y susurró: «Hola, me llamo Duke y me gusta dispararle a las latas y dormir con mis primos. Mis pasatiempos son…».
—Está bien, grandote. Al grano. Ayúdame con esto.
—¿Aquí es cuando me niego y usted desliza unos Benjis encima del mostrador?
—Y luego te digo que no soy un policía bueno, soy un policía muy malo y te rompo todos los huesos del cuerpo si no me dices lo que necesito saber.
Kane rió burlón.
—Háblame sobre los pájaros —le pidió Danny.
—Halcones. Halcones Harris. Fotos por toda la celda, libros, basura sobre ellos, lo que se le ocurra. Cuando salí podría haberme conseguido trabajo en un negocio de pájaros.
—¿Eso es todo? ¿Qué hay del secuestro planeado por su amigo?
—Ese fracasado terminó muerto. Nadie confiaba en los planes de ese tipo. Si yo fuera usted, estaría buscando pistas por otro lado. Hombre, tendría que haber visto a Vomitón ese día. Ése era su apodo, Dukey Vomitón. El tipo se volvió loco. Empezó deprimido, después se enfureció, después se puso realmente furioso diciendo que Donnie debía haberlo sabido, que no debía haber quedado acorralado en esa esquina. Luego volaron pedazos.
—¿Algo más?
—Comentó que lo único que Donnie había hecho bien era matar a esas dos personas cuando esa mujer había llamado a la policía: «Hay que cumplir con las promesas» —dijo.
—Qué tipo más honrado —ironizó Danny.
—Sí —respondió Kane.
—¿Habló sobre si tenía planes para cuando saliera?
—Claro. Me mostró planos de bóvedas de bancos y me dio hora, fecha y lugares. Ah, y el culpable es Oswald.
—Está bien —aceptó Danny—. Está bien. ¿Pero no se te ocurre nada más?
Kane sacudió la cabeza.
—Un misterio para mí —le comentó—. Ya ve, uno les da los mejores años de su vida… —rió entre dientes y se dio la vuelta otra vez hacia la caja con la mano extendida—: Hamburguesa, fritas y coca. Serán seis dólares con noventa y nueve.
Danny le arrojó un billete de un dólar sobre el mostrador.
—Uno de George Washington es lo mejor que tengo. —Se marchó.
—Eh, detective. Una cosa más —le llamó Kane. Danny giró en redondo.
»Su bebida —le señaló Kane batiendo la coca—. ¿Qué? ¿Pensó que iba a resolverle el caso? —Lanzó una carcajada que resonó en el acero inoxidable.
Danny tuvo que sonreír.
Joe detuvo el jeep para dejar que un grupo de niños cruzara la calle hacia el puerto. Bajó la vista hacia la foto que estaba en el asiento del acompañante. Duke Rawlins lo miraba desde una mala copia de fax. Joe pensó en el médico italiano que en 1800 estudiaba los rostros de los criminales y llegó a la conclusión de que la mayoría de ellos tenía rostros alargados, mandíbula prominente y cabellera oscura y tupida. No como Duke Rawlins. Joe siguió conduciendo y aparcó en la puerta de la comisaría.
—Magnum está de vuelta. —Le susurró Richie a Frank cuando él entró.
—Miren, hay algo que deben saber sobre Mae Miller —dijo Joe.
Ellos lo miraron desconcertados.
—Tiene Alzheimer.
—No hay nada malo con la cabeza de Mae Miller —aclaró Frank, al tiempo que se ponía de pie—. Esa mujer es de lo más despierta. —Se dio golpecitos en la sien con dos dedos—. ¿Por qué habrías de andar diciendo esas cosas?
—No lo ando diciendo por gusto —se defendió Joe bruscamente—. John Miller se lo dijo a Anna. Eh, confidencialmente.
—Bueno, eso es absolutamente absurdo —insistió Frank—. A mí me parece que se encuentra perfectamente bien. Yo me preocuparía por la sanidad mental de John Miller.
—¿No hay nada que les haya parecido inusual cuando hablaron con ella en aquel momento? —preguntó Joe.
—No —respondió Frank. Pero su mente revivió el extraño abrazo sexual en el que se había visto envuelto en brazos de la respetable maestra de escuela.
El teléfono sonó y Richie atendió:
—Bien —contestó y se volvió hacia Frank—. La Unidad de Agua está aquí.
—¿Buzos? —preguntó Joe—. ¿Por qué?
Frank meneó la cabeza.
—Joe, tengo que irme. —Cogió las llaves y se dirigió hacia la puerta. Joe lo siguió.
—Frank, mira, antes de que te vayas…
—Voy camino al puerto, ¿no puede esperar?
—No, no —aseguró Joe—. Tengo una foto que quiero que veas. Del tipo del que te hablé. Duke Rawlins. Por las dudas. Algunos amigos están haciendo averiguaciones en los Estados Unidos. Y esto —agregó Joe entregándole el correo electrónico—. Alguien le envió esto a Shaun el otro día, sin remitente. Lee la nota de confidencialidad. No puede ser todo una coincidencia. Yo he pasado tiempo dedicándome a esto. Sé de lo que estoy hablando.
—Está bien, Joe. Le informaré a Waterford sobre todo esto por la mañana. Ellos podrán investigar a este Rawlins a través de Interpol, pero con todo el papeleo burocrático, yo diría que tus amigos de Estados Unidos lograrán averiguarlo antes.
—Gracias, Frank. Te lo agradezco. —Le agarró el brazo a Frank cuando intentaba subir al coche—. Han encontrado algo nuevo, ¿verdad? Por eso la Unidad de Agua se encuentra en el puerto. ¿Qué habéis encontrado?
—Ya sabes que no puedo decírtelo.
—¿Qué significa esto para Shaun?
—Creo que más bien se trata de lo que significa para Katie.
Frank subió al coche y volvió a mirar el correo electrónico. Decidió hacer un desvío antes de ir a casa esa noche.
Anna llenó dos cubos con agua caliente y tiró un chorro de jabón líquido en uno. Se puso un gorro de lana gris hasta abajo y un par de guantes de jardinería. Shaun se derrumbó en el sillón junto a la ventana.
—¿Quieres ayudar? —le preguntó animada.
—Sí, claro. Solo las madres creen que las tareas domésticas hacen que la gente se sienta mejor.
Ella suspiró.
—Está bien, está bien. Yo solo preguntaba.
Anna se metió unos trapos bajo el brazo y empujó la puerta trasera. Eran las once y media de la mañana, pero estaba tan nublado que estaba oscuro. Al atravesar la hierba apenas levantaba la vista, controlando el nivel del agua de los cubos. Al llegar al faro, no pudo más que sentirse mejor. Abrió las puertas con llave y subió a la galería para comenzar a limpiar la lente. A los veinte minutos estaba en el taller recogiendo todos los cubos y trapos posibles. Regresó a casa a buscar a Shaun.
—Disculpa pero no tienes opción. No puedo andar subiendo y bajando esas escaleras todo el día. Tendrás que ayudarme a subir agua.
Shaun la miró furioso.
—No puedo creer que me hagas hacer esto justo ahora. Acabo de perderlo todo en mi vida, incluso mi jodido trabajo, y tú quieres que…
—Lleves unos cubos, Shaun. Nada más dramático que eso. Te llevará media hora. Te recompensaré. Créeme, yo preferiría no estar haciendo esto, pero desafortunadamente la vida continúa.
—Pareces muy fría —la culpó él. En su rostro, notó la reacción que esperaba.
Cuando terminó de ayudarla, fue a su cuarto, se tiró en la cama y cogió el mando a distancia. Puso las noticias: «Un equipo de buzos ha llegado a Mountcannon, condado de Waterford, siguiendo la aparición de una nueva prueba en la investigación del asesinato de Katie Lawson…».
La imagen cambió al puerto. Una reportera vestida con un abrigo beis y una bufanda roja a cuadros levantó el micrófono. Shaun pegó un salto y cogió la chaqueta.
Durante cuatro horas Anna lavó la lente, por dentro y por fuera, luego barrió y fregó los pisos. Dardos de dolor se le clavaban en la cintura. Le dolían los hombros y estaba famélica.
Regresó a la cocina y había un emparedado y una botella de coca sobre la mesa que le había dejado Shaun junto a una nota que decía: «He salido». Comió deprisa y volvió a salir, bajándose la parte superior del mono hasta la cintura y amarrándose las mangas en un nudo. Se puso un buzo azul encima de la camiseta y se dirigió hacia el faro.
—¿Disculpe? ¿Señora Lucchesi? —Ella se dio la vuelta y encontró a un hombre que la estaba sonriendo.
—Hola, soy Gary. De parte de Mark, el del césped; él no podrá venir hoy ni mañana. Problemas personales. A veces me llama para reemplazarlo.
—Ah —dijo ella desconcertada—. Él no mencionó nada al respecto. Hubiera estado bien aunque no viniera durante un par de días. En realidad no hay necesidad de que usted esté aquí.
Él miró la maceta que traía.
—Bueno, he traído algunas cosas, quizá podría descargarlas.
—Es muy bonita —comentó ella, tocando una de las hojas—. ¿Qué es?
—Eh, es una… —miró la etiqueta— hosta.
Anna le examinó el rostro.
—Bueno, puede dejarla aquí —le indicó—. Al pie de la escalera. ¿Está seguro que se trata de eso? ¿De algo personal, por lo que Mark no ha venido a trabajar?
Él se detuvo.
—Claro —le aseguró—. Es solo eso.
Anna lo observó mientras se alejaba, luego entró de nuevo a casa y marcó el número de Mark. Estaba desviado.
Cuando Shaun llegó al puerto, lo primero que vio fue al personal del canal de TV, al cámara levantando el equipo y subiéndolo a la camioneta de noticias por las puertas abiertas. La reportera se encontraba a unos metros, apartándose la melena que se le había caído sobre la cara y luego sentándose del lado del acompañante. Shaun vio cómo subieron la cuesta y el conductor lo saludó con la cabeza al pasar junto a él. Una pequeña multitud se había reunido a ver la actividad que se estaba desarrollando junto al muelle. Shaun permaneció lo bastante lejos como para pasar desapercibido.
Siete hombres con trajes negros de buzo estaban de pie en el puerto examinando el agua, una hilera de botes se balanceaban hacia un lado y otro contra el hormigón que había debajo. Uno de ellos hizo un gesto y el primer buzo se deslizó por un lado y se metió al agua, sosteniendo una gruesa soga en la mano. Mantenía la cabeza en la superficie. Luego tres buzos se pusieron máscaras negras y saltaron detrás de él, cada uno con doble tanque cilíndrico blanco de oxígeno montado en la espalda. Se agarraron a la soga y avanzaron por debajo de los botes.
Martha Lawson se llevó un kleenex a la nariz y volvió la cara, como si inmediatamente fueran a encontrar un nuevo horror al que debiera enfrentarse. Enlazó el brazo de la hermana. Los buzos continuaron durante horas, trasladándose alrededor del puerto y luego más lejos, trabajando desde un pequeño bote.
Shaun siguió allí después de que la mayoría de los curiosos se había ido a casa. Todo lo que veía lo deprimía. Los botes que podían haber pasado un mes acarreando pruebas al mar en esas enmarañadas redes de pesca, la marea agitada que rompía en las piedras a lo lejos, incluso las hambrientas gaviotas que volaban en lo alto. Los secretos que hoy guardaba el puerto no eran los mismos de hacía un mes. De pronto escuchó un grito de uno de los buzos del bote. Los tres buzos que estaban en el agua subieron a la superficie. Uno de ellos sostenía una zapatilla rosa en la mano derecha. Shaun observó cuando la metían dentro de una bolsa de plástico de pruebas. Comenzó a llorar. A él le encantaban esas zapatillas. Eran tan de Katie.
Victor Nicotero estaba sentado en cubierta con un jersey con la cremallera subida hasta el cuello y una lata de cerveza que le estaba congelando la mano. Su esposa, Patti le alcanzó el teléfono.
—Nic, ¿cuándo te llamo?
—Cuando estás buscando algo, Joe.
—Lo sé, lo sé. Y esta vez, es para confirmar otra alarma que suena. Porque aquí está sonando fuerte. Pero ¿honestamente?, en parte no sé si quiero que sea así o no…
—Explícamelo.
—Está bien, si escucharas lo que estoy a punto de decirte… ¿qué es lo que tú pensarías? Dos tipos del mismo pueblo, uno secuestrador-asesino y el otro en prisión por acuchillar a un tipo. Antes de eso, el gran crimen de la zona fue la violación de nueve mujeres que en aquel entonces fueron cazadas como animales y luego asesinadas. El caso queda sin resolver. Años más tarde, el primer tipo muere por un disparo. El segundo tipo sale de prisión y a los dos meses encuentran a una chica muerta en el bosque, donde él se encuentra. Mientras tanto, el jefe de policía de su pueblo, jefe del grupo operativo contra el primer asesino en serie, se suicida.
—Tengo que decirte, Joe, que yo también estaría escuchando un ruido. Especialmente si se tratara de la novia de mi hijo…
—No se te escapa una. —Se quedaron callados un momento—. ¿Y qué te parece un viaje a Texas, Nic?
—Estoy viejo. Necesito el calor. Digo que sí.
—Ya te veo dando largas caminatas con los pantalones subidos hasta las axilas…
—Tú me sigues detrás, amigo. ¿Cuándo es el gran cinco cero?
—Dentro de cuatro días. Y diez años.
—Claro, Lucchesi. ¿Y cuál es el plan?
—Necesito que vayas a hablar con la solitaria viuda de un hombre llamado Odgen Parnum. Que averigües todo lo que puedas sobre por qué el esposo jefe de policía decidió volarse los sesos. Y todo lo posible acerca del caso Crosscut en el que él había estado trabajando…
—¿Crosscut? Está bien. Hecho.
Nora Deegan estaba junto a su cuadro favorito, una sencilla acuarela que resaltaba los verdes y púrpuras de la sala. Sostenía una tarjeta pintada y la movía entre hileras de pequeños cuadrados con diferentes tonos de blanco.
—No puedo decidirme —dijo—. Para la galería.
—Demasiados tonos de blanco —opinó Frank. Señaló uno—. A mí me gusta ése.
Nora asintió con la cabeza.
—Necesito que hagas algo por mí —le pidió él de repente—. En una de esas pequeñas reuniones de café por las mañanas.
—¿Qué quieres decir con pequeñas? Si me permites, son grandes eventos importantes.
—Por supuesto que sí —respondió Frank sonriendo—. Solo necesito que aplaques las cosas en el pueblo, ya sabes.
—¿Cómo?
—Con respecto a los Lucchesi. Todos en el pueblo hablan de Shaun —le contó—. Pero el muchacho no tiene nada que ver. Si así fuera, ya estaría encerrado. Está hecho pedazos. Ya he visto cómo está reaccionando la gente. Y Anna y Joe. Él ha sido un terrible fastidio desde que todo esto sucedió, pero no se le puede culpar. Creo que el pobre se ha vuelto loco. Creo que está enormemente obsesionado. Me trajo este correo electrónico que es absolutamente absurdo y él pensaba lo peor, como siempre. De todos modos, suficiente con esto, está claro que la familia está un poco bajo presión. ¿Hay alguna posibilidad de que tú, ya sabes, digas lo indicado a la persona indicada? Yo sé que les hablas sobre mis casos a las damas de golf.
Ella levantó una ceja.
—Eres la esposa del oficial, cariño. Ellas confiarán en ti.
Un aroma a lima llenaba el cuarto de baño. Joe entró y se paró junto a una pila de ropa de Anna que yacía revuelta en el piso.
—Ni te acerques allí —le gritó ella desde la ducha—. Son tóxicas.
Él trató de sonreír.
—En serio. Hoy he tenido que hacerlo todo. Algunos obreros no han aparecido, ni siquiera Mark. Estoy empezando a ponerme nerviosa.
Él hizo una mueca. Abrió la puerta del armario con espejo y comenzó a buscar algo.
—Bueno, ¿aparecerías en el trabajo si pensaras que en la casa alguien fue investigado acerca de un homicidio? —comentó Anna.
Joe seguía buscando y levantó un dedo para indicarle a Anna que no podía hablar. A ella una expresión de frustración le atravesó el rostro.
—Pero Shaun fue voluntariamente —logró decir él—. No es para tanto.
—No es así como funciona la cabeza de la gente. Creo que algo extraño está sucediendo, Joe. Contigo tratando de meter las narices y Shaun siendo investigado. Creo que todos nos están evitando.
—No seas tonta, cariño.
—Al menos Mark tiene el decoro de enviar un reemplazo. Aunque casi no tenía idea. Tú sabes el modo en que Mark se desenvuelve, conoce cada trozo de tierra. Este chico parecía nulo. De todas formas le hice marchar. Prefiero esperar.
—Mark regresará al igual que el resto.
—Soy yo la que necesita un descanso —dijo Anna—. Estoy exhausta. —Cerró la ducha.
Joe le alcanzó la bata. Ella lo vio hacer una mueca de dolor cuando giró la cabeza.
—Tengo una bolsa de agua caliente para tu mandíbula. Son como las máscaras para los ojos. Llevan agua caliente.
—Le señaló el lavabo y los objetos redondos que había flotando. Joe miró y vio dos caras plásticas llenas de gel. Una era la de Homer Simpson y la otra de Bart. La miró y levantó una ceja. Ella sonrió. Las tomó, las secó con la toalla y se colocó una en cada mejilla.
—Mmm. Tibio.
De repente, escucharon unos golpes frenéticos en la puerta de la calle. Intercambiaron las miradas. Joe miró el reloj, era casi medianoche. Volvió a dejar las bolsas en el lavabo. Ambos caminaron lentamente por el corredor, Joe mantenía la mano atrás para que Anna quedara detrás de él. Ella la apartó.
—Oh, oh —se lamentó Joe al mirar a través del cristal. Abrió la puerta.
—¿Qué sucede con tu familia? —preguntó Martha con tono histérico—. ¿Qué les sucede a todos? —Tenía los ojos oscuros y hundidos, el pelo hacia atrás en una delgada cola de caballo. En un mes había perdido unos catorce kilos de su esbelta figura.
Miraba a Joe y a Anna.
—Vuestro hijo viene y tiene… relaciones sexuales con mi hija… ¡Yo no la crié para que mantuviera relaciones sexuales antes del matrimonio! Y luego le miente a la policía. ¿Qué le hizo?
Anna casi llora por lo que estaba presenciando, más debido a la mujer quebrada ante ella que por lo que estaba diciendo acerca de su hijo.
—Martha… —Joe sentía como si le estuvieran arrancando la mandíbula.
—¡Eres un asesino! —gritó ella—. ¿Quién eres tú para hacer algún comentario? Me enteré que mataste a alguien de un disparo. ¡Y yo que vine a pedirte ayuda! Justamente a ti. ¿Estaba loca? ¡Tú… cargaste su ataúd! —Levantó la mano y volvió a bajarla, apretándola adelante en un puño—. Si me entero de que… él, que… juro por Dios… —Se fue callando.
Joe se quedó mirándola.
—¿No tienes nada que decir? —le gritó.
Finalmente habló Anna:
—Shaun realmente amaba a Katie. Lo sabes en el fondo de tu corazón, Martha, él jamás le haría daño.
—Yo no sé nada —gritó ella—. ¡Nada de nada! ¡No sé qué pensar! ¿Por qué la dejó volver sola a casa? —preguntó, con la voz estrangulada y desesperada.
Shaun había ido a la puerta.
—No sé por qué —le respondió, mirando a cada uno de ellos, de manera suplicante—. ¿Está bien? Yo tampoco lo sé. Fue un error.
—Martha, siento tanto lo de Katie —se lamentó Anna—. Todos lo sentimos. Pero ninguno de nosotros sabemos por qué sucedió.
—¡Alguien tiene que saberlo! —exigió Martha—. ¡Alguien tiene que saberlo! ¿Qué más sabes? —le suplicó a Shaun—. ¿Qué más no les contaste?
—Nada, nada, nada —dijo, agotado y resignado—. Ahora ya les he contado todo. Ella simplemente se fue. No puedo creer nada de esto.
—Mentiras, mentiras y más mentiras —les reprochó Martha—. Sois una desgracia de familia. —Se dio la vuelta y se marchó tambaleándose por el sendero.
Shaun se fue corriendo a su cuarto.
Joe meneó la cabeza y miró a Anna.
—Dios santo —exclamó con los dientes apretados—. Esto es una maldita pesadilla.