CAPÍTULO 19

Richie estaba de pie junto a una furgoneta negra, garabateando algo en una multa de estacionamiento. La dobló y la metió debajo del limpiaparabrisas. Shaun salió de la cafetería y miró al cielo.

—No me molestarían aunque no sean más que unas palabras rápidas —insistió Richie, corriendo despacio tras él—. Solo quiero aclarar algo. —Se detuvo y sacó el cuaderno, inclinándolo para evitar la llovizna brumosa que había comenzado a caer.

—Claro —accedió Shaun—. Pero voy de regreso a la escuela.

Se subió la capucha del chaquetón que proyectó una sombra sobre sus ojos.

—Solo recuérdamelo otra vez —pidió Richie—. ¿Exactamente en dónde te despediste de Katie?

Shaun inspiró profundo.

—Allí, creo, junto al paredón del puerto.

—¿Escuchaste el canto? —preguntó Richie.

Shaun se paralizó.

—¿Qué?

—Dijiste que antes estuviste junto al muelle.

—Sí.

—Al igual que una barca española con veinte marineros borrachos cantando a todo pulmón.

Shaun no dijo nada.

—¿Y entonces adónde fuisteis una vez que dejasteis la casa de Katie? No parece que hayáis estado en el puerto.

A Shaun le latía fuerte el corazón. El sudor frío le goteaba por los costados.

—Estuvimos en el puerto, pero antes…

El dueño de la furgoneta salió de Tynan’s y levantó las manos en el aire.

—Ay, oficial, por el amor de Dios. Solo estuve dos minutos. ¡Mire… el periódico! ¿Cuánto cree que he tardado en eso? Acabo de llegar de Dublín para pasar un par de días…

Richie se encogió de hombros y se dio la vuelta.

Uno de los asiduos concurrentes al bar pasó junto al hombre de Dublín y se inclinó para decirle:

—Él no lo escuchará, ¿sabe? Le dirá «dos amarillos» y los señalará. Es un gilipollas.

Richie ignoró el murmullo detrás de él y miró fijamente a Shaun.

—Luego fuimos a… caminar —dijo Shaun.

—Me estás diciendo tonterías, Shaun. ¿En dónde estuvisteis realmente?

—Ya te lo he dicho. Fuimos a caminar.

—Deja al muchacho en paz —gritó el borracho antes de desaparecer al entrar a Danaher’s—. Gilipollas —dijo entre dientes.

—¿Adónde fuisteis a caminar? —preguntó Richie.

—Por el pueblo y…

—Por el pueblo y ¿después regresasteis hasta aquí y os desviasteis del camino a su casa para despediros?

—No.

—¿Por el pueblo, adónde? ¿Hasta tu casa y de nuevo hasta aquí, desviándoos del camino para luego despediros?

Shaun no podía quedarse quieto.

—¿Sucedió algo, Shaun? Puedes contármelo. ¿Discutisteis?

—No. Todo estaba bien. Ya lo he contado todo antes.

—Entonces no tuvisteis una riña ni nada.

—No —negó Shaun.

Richie comenzó a tomar nota.

—Ella no estaba disgustada.

—No —dijo Shaun.

—Ella no estaba llorando. No le contó a nadie que había tenido una pelea contigo minutos antes de desaparecer.

—No —contrajo la voz.

—¿Lo jurarías?

—Yo… no lo sé.

Richie siguió escribiendo, luego cerró el cuaderno y lo saludó con la cabeza:

—Adiós —le dijo.

Frank estaba frente al cartel de anuncios de la comisaría revisando que las noticias siguieran con fecha vigente. Quitó tachuelas y volvió a colgar pósteres, arrojando los viejos al cesto. No escuchó entrar a Joe.

—Disculpa que te moleste, pero creo que hay algo que tienes que saber. Quizá tenga una conexión con tu investigación.

—¿De qué se trata? —preguntó Frank.

—Hace como un año, yo maté a alguien —dijo Joe—. En el trabajo. A un tipo llamado Donald Riggs. Secuestró a una niña de ocho años, cobró el rescate y luego voló en pedazos a ella y a su madre. Yo lo vi todo. Le disparé a Riggs y quedó tendido en el suelo, muerto. Cuando me acerqué, tenía en la mano un prendedor con forma de halcón. Ese mismo prendedor está en una bolsa con pruebas en algún sitio de One Pólice Plaza en Nueva York. ¿Y entonces por qué encontré uno en la puerta de Danaher’s el domingo? —Levantó la palma de la mano.

Frank miró el prendedor y luego a él.

—No lo sé.

—Creo que alguien anda detrás de mí y de mi familia —manifestó Joe—. Creo que el sujeto se llama Duke Rawlins.

—Ése podría ser un prendedor viejo y…

—No es un prendedor viejo —explicó Joe—. Tiene que ver con un evento específico —él apenas podía mencionarlo—, que sucedió en los ochenta cuando… mira, sé que suena descabellado, no tengo idea de quién es este tipo, pero él…

—Ya has pasado por bastante —observó Frank.

—¿Cómo? —dijo Joe.

—Estás bajo demasiada presión.

—Por supuesto que estoy bajo mucha presión —declaró Joe—. Pero no tiene nada que ver con esto. Creo que él ha venido hasta Irlanda.

—¿Lo has visto?

—No —opinó Joe—. Pero no hay ninguna otra explicación para que ese prendedor esté aquí. Nadie sabría nada al respecto y nadie le hubiera dado ninguna importancia en el momento del crimen. Solo era un efecto personal más de un delincuente muerto. El único motivo por el cual significa algo para mí es por el hecho de que fue lo primero que vi en la mano del primer —y espero el último— hombre que he matado.

—No hay mucho que yo pueda hacer con esa información —le anunció Frank.

—De algún modo podría estar relacionada con Katie. Él podría haber ido tras…

—No tenemos ningún modo de saber si él se encuentra aquí.

—¿Cómo? ¡Inmigración! ¡En el aeropuerto!

—Joe, no funciona de esa manera. Si es un criminal, no podría entrar aquí con un permiso laboral oficial. Y si alguien viaja hasta aquí con un visado temporal de turista, no llevamos registro. —Se encogió de hombros—. Pueden hacer lo que quieran.

Shaun entró en la sala vacía con ordenadores de St. Declan’s y se sentó frente a un PC. Fue al correo y escribió su contraseña. En su casilla había un mensaje, el asunto estaba en blanco y en el casillero del que enviaba había una serie de letras sin sentido. Abrió el mensaje y apareció una fotografía, era del faro. Frente a él había unas llamas ardiendo en la hierba, pertenecía a la sesión fotográfica de la madre. Movió bruscamente el ratón sobre la mesa, cerró el archivo y luego cogió la mochila que estaba en el piso a su lado. Al llegar a casa todavía estaba furioso.

—Realmente me parece patético el modo en que todos siguen con su vida —le gritó a Anna al entrar.

—De nuevo no te estoy entendiendo —sostuvo Anna—. Estoy cansada y sí, tengo que trabajar. No hay nada que pueda hacer al respecto. Sé que estás atravesando un momento difícil…

—¿Y entonces por qué me lo refriegas en la cara?

—Yo no te lo estoy refregando en la cara —le contestó ella. Se dio la vuelta y notó su expresión—. ¿Cómo voy a hacer eso?

—Tu e-mail.

—¿Qué e-mail?

—¡El de la maldita sesión de fotos!

—¿Qué sucede contigo? No permitiré que uses ese tipo de lenguaje conmigo, no importa lo que haya sucedido. Respétame un poco. ¿De qué e-mail estás hablando?

—Del que he recibido hoy. Tuyo.

Joe entró en la cocina y dejó el teléfono portátil sobre la mesa.

—Era Frank Deegan —dijo furioso—. Shaun, ¿has estado hablando hoy con Richie Bates?

—Sí. ¿Por qué? —preguntó Shaun.

—Richie dice que negaste haber tenido una discusión con Katie antes de que ella desapareciera. Pero ellos tienen un testigo que afirma lo contrario.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Shaun.

—Solo te estoy diciendo lo que he escuchado. Richie dijo que habló contigo esta mañana temprano en el pueblo.

—Lo hizo, pero yo nunca dije…

—Aparentemente, negaste bajo juramento haber tenido una discusión con Katie. Él cree que mentiste y tomó nota de todo.

—¿Qué significa «bajo juramento»? ¿Algo así como que todo lo que hagas o digas puede ser tomado en tu contra?

—Algo así.

—Bueno, él nunca me lo advirtió. Lo juro por Dios, papá. No lo entiendo. Solo estuvimos hablando.

—Cielos, voy a parecer un idiota…

—¿Por qué? —preguntó Shaun.

—Por nada. Vamos, tú y yo vamos a tener que ir ahora a la comisaría a hablar con ellos, a aclarar algunas cosas. Yo mismo quisiera saber qué diablos es lo que está sucediendo, Shaun.

Ray iba saliendo del apartamento de espaldas, tirando una bolsa negra. La subió a un hombro y se dirigió hacia los cubos metálicos alienados al final del callejón sin salida. Lanzó la bolsa para arriba y aterrizó haciendo ruido encima de las otras. Fue entonces cuando vio el desgarrón.

—Maldición, Ray —lo insultó Richie, acercándose por detrás a grandes pasos.

Ray se dio la vuelta.

—Mira —le mostró Richie, señalándole el desastre que Ray había dejado en la calle desde la casa.

—Bien hecho, guardia Richie —se burló Ray—. Has seguido una pista con éxito. Te ascenderán a oficial.

—¡Cállate la boca, Carmody! Y limpia todo.

—¿Por qué estás tan interesado en lo que sale de mi bolsa? —sonrió Ray socarronamente.

Richie cogió a Ray del brazo y lo pellizcó fuerte con dos dedos.

—Ay —se quejó Ray—, idiota. —No pudo soltarse.

—Si esta noche vuelvo a casa y encuentro esta mierda —dijo Richie mirando la basura que estaba atrás—, juro por Dios que te la meteré por el buzón —y le soltó el brazo.

—Ya entiendo —ironizó Ray—. Mantener limpias las calles de Mountcannon.

—¿Al menos eres dueño de tu apartamento? —preguntó Richie.

—¿Qué diablos significa eso? —dijo Ray.

—¿Eres dueño?

—Lo alquilo. ¿Pero y eso qué tiene que ver contigo? ¿Solo porque tú y tu novio aunasteis fuerzas y os comprasteis un pequeño nido de amor?

—Yo soy dueño del lugar. Oran me lo alquila a mí.

—¿Por qué estamos teniendo esta conversación? ¿Es porque eres una mujer?

Richie le empujó el hombro a Ray.

—Epa, mantén el orden —se burló Ray—. Llevas puesto el uniforme. ¿Qué dirían los vecinos?

Richie echó una mirada a las calles desiertas.

—Contrólate —lo amenazó, pegando la cara a la de Ray.

—Lo hago. Y me gusta —dijo Ray—. Podría hacerlo el día entero.

Shaun estaba hundido en una silla de la comisaría, con las piernas largas extendidas más allá del escritorio. No había dicho ni una palabra aparte de murmurar un saludo a Frank.

—Solo tenemos que esperar a Richie —dijo Frank.

Al cabo de cinco minutos, Richie entró con la cara colorada y sudada. Frank lo miró fijamente y luego se volvió hacia Shaun.

—Solo cuéntanos en dónde estabas esa noche —le preguntó Frank.

—Por favor. Esto ya ha llegado demasiado lejos.

Joe se sentó junto a Shaun, mirando alrededor de la habitación, concentrándose en el silencio del cartel de anuncios montado sobre la pared pintada de color crema pálido. En la esquina había pegada una fotocopia de mala calidad con la cara de una joven enmarcada en el centro. Tenía ojos pequeños debajo de unas cejas gruesas, la cabellera era una masa negra rizada. Las mejillas regordetas llenaban la foto. Arriba había un cartel que decía «Desaparecida». Siobhan Fallón. Última vez vista en Héroes Americanos, Tipperary Town, el viernes 7 de septiembre. Joe jamás había escuchado hablar de ella. Una persona desaparecida puede captar la atención de los medios, mientras que otra víctima menos atractiva no había llegado más que a aparecer en un póster casero de la pared de una comisaría.

—Vista Marina —confesó Shaun de repente.

Joe giró en redondo.

—Maldición, yo lo sabía.

—Vista Marina. ¿Las casas de veraneo? —preguntó Frank, ignorándolo.

—Sí.

Joe sacudía la cabeza.

—¿A qué hora fue eso? —preguntó Frank.

—A las siete treinta.

—¿Y qué estabas haciendo allí? ¿Trabajando?

—No —respondió Shaun. Y le lanzó una mirada al padre—. Katie y yo… fuimos allí para estar solos.

—¿Por qué necesitabais estar solos? —preguntó Frank.

Shaun se ruborizó.

—Estábamos…

Joe contuvo la respiración.

—¿Qué? —preguntó Frank.

—Fuimos allí para tener relaciones sexuales.

Joe exhaló y cerró los ojos.

—¿Y Katie sabía para qué ibais hasta allí? —preguntó Frank.

—¿Qué?

—¿Katie esperaba que sucediera eso?

—Sí, ella lo sabía —afirmó él.

—¿Y sucedió? —preguntó Frank.

—Algo así. No lo sé —respondió él.

—¿Cómo que no lo sabes? ¿Lo hicisteis o no?

—Ella estaba, ya sabe, era su primera vez. Estaba nerviosa.

Comenzó a llorar. Las preguntas se habían tomado más personales, casi médicas. Cada respuesta le era arrancada. Luego fue el turno de Richie.

—Entonces, básicamente, como no estaba sucediendo nada, ella se puso muy tensa y a ti eso te molestó.

—No —aclaró Shaun—. No fue así como sucedió. Sí sucedió, pero luego le dolió y entonces paramos.

—¡Y tú te enfadaste porque nada estaba saliendo como se suponía!

—No.

—Ella no se estaba entregando y tú perdiste el control.

—¡No!

—Tal vez ella ni siquiera sabía por qué se encontraba allí. Quizá todo fue una gran sorpresa. Tú la emborracharías un poco y luego adentro.

—¡Imbécil! —se alteró Shaun. Y luego no pudo detenerse—. Maldito imbécil. Yo amaba a Katie. Todo esto es absurdo. —Gritó más fuerte, con la boca temblorosa—. Tú —señaló a Richie—, no tienes ni idea de lo que sucedió, no estabas allí. Yo la abracé y le dije que no se preocupara, que podíamos parar cuando ella quisiera. ¡Tú no sabes nada sobre Katie y yo! Ni siquiera sé por qué os estoy contando esto.

—Me llamaste para que viniéramos y tuviéramos una charla informal, Frank, no abuso —aclaró Joe. Le dolía la cara con cada palabra que tenía que pronunciar. Apoyó los codos en el escritorio y la cara en las manos. Levantó la vista para decir—: Os estamos ayudando. Si hubierais obtenido más cosas en contra de Shaun, a estas alturas ya estaría arrestado. Pero no es así. Aparte de la supuesta negación de haber tenido una discusión bajo presunto juramento.

Richie achicó los ojos. Abrió la boca para contestar, pero Frank fue rápido al ponerle una mano firme en el brazo.

—¿Entonces es cierto que después de eso tuvisteis una discusión? —preguntó Frank amablemente.

—Sí —respondió Shaun, secándose las lágrimas.

—¿Por qué no se lo contaste a nadie antes?

—Porque pensé que ella iba a volver —sollozó—. Creí que estaba tratando de asustarme. Yo no quería que todo el mundo se enterara de lo que había sucedido. Su madre la hubiera matado. —Al escuchar lo que había dicho, comenzó a llorar con más fuerza. Todos esperaron hasta que se calmó.

—¿De qué se trataba la discusión? —preguntó Frank.

—Fue una estupidez —contó Shaun—. Me preguntó si eso me había sucedido antes con alguien en mi país, y yo le pregunté si quería que fuera sincero. Me dijo que sí y entonces le conté que jamás me había sucedido, que cuando había estado con alguien antes, todo había sucedido normalmente, pero que a mí no me importaba que con nosotros no fuese así.

Richie inspiró profundamente. Shaun lo ignoró y continuó hablando en medio de arrebatos desesperados de llanto.

—Pensé que sabía que para mí no era la primera vez, pero ella había supuesto que sí. No sé por qué me lo preguntó, pero supongo que se estaba sintiendo mal y no lo sé. En fin, le molestó que yo no le dijera que ya lo había hecho. Traté de asegurarle que lo que había sucedido antes no tenía importancia, pero ella estaba muy disgustada. Me dijo algunas cosas y luego se marchó hecha una furia.

—¿Qué fue lo que preguntó exactamente? —preguntó Frank a su vez.

Shaun comenzó a sollozar de nuevo.

—Dijo: «Déjame en paz. Estoy destrozada. Me has hecho sentir como una absoluta imbécil».

—¿Y tú qué le respondiste?

—Yo le dije —miró el techo—, yo dije: «Está bien. Entonces te dejaré en paz». —Continuó entre sollozos—. Y lo hice. La dejé sola. Volví a la casa y lavé los malditos platos. Y ahora mire. —Le temblaba el cuerpo y le brotaron las lágrimas. Joe lo rodeó con un brazo. Shaun ya estaba llorando. Se levantó y corrió al baño.

Joe meneó la cabeza en dirección a Frank y Richie.

—No debió haber mentido —reconoció Frank.

Joe cerró la mandíbula y los dientes se le clavaron como espinas en la boca. Había estado haciéndolos rechinar fuerte durante todo el interrogatorio.

—Iré a ver cómo está —dijo Frank.

—Ya ves, no es necesario mirar tan lejos para encontrar a un asesino —comentó Richie cuando Frank se fue—. ¿Entonces cómo era? ¿El noventa por ciento de los asesinatos son cometidos por el esposo, el novio…?

Joe meneó la cabeza. Pensó en los tipos con los que se había criado, con ésos con los que era imposible hablar por ser tan estúpidos. Era demasiado fácil pelear con ellos.

—Ahora te has quedado bastante callado, ¿verdad? —provocó Richie—. Cagándote en tus estúpidas malditas sugerencias hasta que tu hijo ha quedado involucrado. Luego lo único que queda es el silencio del culpable.

A Joe le dio un espasmo en la mandíbula.

Richie bajó el tono de voz hasta que quedó un sonido gutural.

—Lo que estoy diciendo es que el joven Shaun le toca el culo a su novia, pelean, ella se va hecha una furia y tres semanas después el cuerpo de ella aparece en su jardín trasero. Él no mencionó nada de esto cuando lo interrogamos. ¿A ti qué te sugiere eso? ¿Lo investigarías si se tratara de un caso tuyo, detective? —se burló escupiéndole la última palabra.

Una angosta franja de hierba corría a lo largo del centro del sendero que daba a la puerta de los Lucchesi. Había dos furgonetas aparcadas junto a los árboles, y hacia la derecha, oculto detrás del tronco de un roble, Duke Rawlins estudiaba los números de teléfonos que figuraban en los paneles laterales. Mark Nash. Arreglo de césped SUV 089 676746. Duke cerró los ojos y almacenó el número. De repente escuchó un motor al final de la calle y se agachó. El jeep siguió por el sendero hasta la puerta principal de la casa. Duke esperó a que se detuviera antes de escabullirse entre los árboles.

Frank estaba a punto de llamar a O’Connor cuando éste lo llamó.

—Hola, Frank, soy Myles. He estado repasando los testimonios y creo que he encontrado algo.

Frank trató de detenerlo. O’Connor continuó como una apisonadora.

—Aquí está lo que dijo Robert Harrington: «Yo estuve en el puerto desde las siete de la tarde, revisando unos equipos computerizados nuevos en uno de los barcos que acababa de llegar. Vi a Katie y a Shaun arriba en la pasarela. Luego estaban abrazándose y besándose». Esto es así, cuatro pescadores diferentes lo confirman. Pero después, Robert dice que más tarde, Katie y Shaun «debían de andar abajo junto a la lancha salvavidas». No dice «andarían», sino «debían andar». Kevin Raftery y Finn Banks no vieron a Katie ni a Shaun en absoluto.

Ellos llegaron y se encontraron con Robert a las ocho treinta. De modo que todo avistamiento de Katie y Shaun sucedió esa noche antes de las ocho. Y la persona con el mayor apego emocional a la joven extraviada y a su novio —Robert Harrington— nos está llevando a pensar que andaban cerca, aunque no afirmó haberlos visto realmente.

—No estás equivocado —admitió Frank.

Anna estaba de cuclillas en el piso de la torre del faro, recogiendo periódicos duros manchados con pintura y formando una pila. Joe se dio impulso para atravesar la puerta de apertura horizontal y se quedó en silencio frente a ella. Vio el pronunciado ángulo de sus mejillas y extendió la mano. Ella se la sostuvo contra el rostro y comenzó a llorar. La atrajo hacia su pecho, abrazándola con fuerza, dejando escapar un suspiro. El esfuerzo de no haberse tocado durante días los tenía a ambos agotados. Joe sentía el estómago hueco, la cabeza nublada por la medicación y los ojos secos.

—Di algo —suplicó Anna.

Él no se movió ni tampoco la miró.

—Por favor —pidió ella.

—Creo que estoy molesto por pensar que todo era tan perfecto —confesó él.

—Lo era —aclaró Anna—. Lo es. Eso sucedió hace años…

—Lo sé —admitió él—. Pero cuando veo a ese tipo, veo a un perdedor gordo y ebrio y pienso: contra eso compito. Ese tipo tuvo a mi esposa.

—Eso suena espantoso. Y tú no compites con nadie. Fue tan estúpido. Lo que hice fue estúpido. Siempre lo he sabido, pero te amo…

—Debiste habérmelo dicho —insistió él.

—Tú me hubieras abandonado.

Él la separó despacio y la miró a los ojos.

—Sí, lo hubiera hecho —reconoció—. Entonces tal vez sea bueno que no me lo hayas dicho. —Le ofreció una sonrisa triste—. He pasado los últimos días pensando en eso. En medio de todo. Y a la única conclusión que he llegado es que en este gran cuadro, supongo que no tiene importancia. Lo que le sucedió a Katie, lo que le está sucediendo a Shaun… solo tengo energía para eso. Y por el momento, solo debería destinarla a Shaun. No podemos seguir así. Yo no puedo vivir separado, no importa lo que hayas hecho. Me siento demasiado extraño. Siento lo que te dije. No quise hacerlo. Solo estaba muy enfadado. —Le aferró ambas manos.

»¿Por qué —preguntó él estrechándoselas—, todo se ha vuelto una mierda? —La abrazó más; ella sollozó y él le besó los cabellos.

Martha Lawson estaba enroscada en el sofá, envuelta en un jersey enorme con un cinturón ceñido. El timbre la despertó de un sueño ligero y ella corrió a la puerta. Sonrió débilmente al ver a Richie.

—¿Cómo le está yendo? —le preguntó.

—No lo sé —respondió ella, al tiempo que le hacía pasar. Quitó los periódicos y revistas del sofá y le ofreció tomar asiento.

—¿Tienen alguna noticia? —preguntó, mientras levantaba tazas con té viejo de la mesa y limpiaba con la mano las aureolas que habían dejado marcadas.

—No se preocupe por eso —dijo Richie—. Siéntese. Tengo una noticia, pero en serio, esto es entre usted y yo. Se lo contaré de forma confidencial. Más que nada como un amigo.

Ella lo miró desconcertada.

—Es sobre Shaun.

La habitación estaba completamente a oscuras, las persianas con cortinas black out bien desplegadas sobre el alféizar. El olor a sueño flotaba en el aire. Joe puso una mano en el hombro de Anna y le dio la vuelta suavemente hacia él.

—Me voy a Dublín —le susurró.

Ella frunció el ceño y miró el reloj.

—Son las siete de la mañana.

—Lo sé —reconoció él—. Tengo algo que hacer.

—¿Ahora? ¿Estás loco? ¿Y Shaun? Ni siquiera puedo enviarlo a la escuela hoy. ¿Qué he de hacer? Casi no hemos hablado sobre lo que sucedió en la comisaría.

—Me estoy yendo por Shaun —le aclaró él—. Lo dejaron ir por ahora, pero quién sabe de qué forma vayan a unir las pruebas…

—¿De qué manera ayudarías yéndote a Dublín? —preguntó ella—. ¿No puedes hacer lo que sea por teléfono?

—No —respondió él y le besó la mejilla antes de que tuviera tiempo de girar la cara por completo.

Joe condujo hacia el norte por Waterford Road y dobló hacia Pasaje Este, sumándose a la fila para aguardar el ferry a Ballyhack. Dejó el jeep por el viaje de cinco minutos y subió la angosta escalera hacia cubierta. Cada vez que llegaba arriba lo aguardaba una vista diferente. Se paró contra la baranda y se inclinó hacia la brisa fresca.

Desde Ballyhack, condujo hacia el este, pasando carteles que indicaban Rosslare hacia la derecha y Wexford hacia la izquierda. Tomó el camino de la izquierda hasta llegar a la N11, que lo llevaba a Dublín en poco más de dos horas. Luego avanzó lentamente por un ridículo sistema de calles de sentido único que había en la ciudad hasta que finalmente encontró sitio en un estacionamiento de varios pisos de Temple Bar. Caminó hacia la derecha hasta la calle Westmoreland y pasó bajo la arqueada construcción de piedra del Bank of Ireland, donde cruzó la atestada calle hacia Trinity. Ya había estado en Dublín antes, pero nunca había caminado por los adoquines ni pasado por debajo del famoso arco. De pronto se sintió viejo, rodeado de estudiantes absolutamente modernos en contraste con la arquitectura del siglo XVIII. Pasó junto a la biblioteca y dobló a la izquierda, mirando el juego que se estaba desarrollando en el campo de rugby, donde unos locos despojados de los cascos y hombreras de la Liga Nacional de Fútbol se exponían practicando paces similares. Pronto se encontró parado frente a las enormes puertas monásticas de madera del Departamento de Zoología. El imponente edificio de piedra tenía más de cien años y emanaba una sensación de historia que impactó a Joe en cuanto atravesó el pequeño vestíbulo. A la derecha se encontraba la oficina de Neal Columb, revestida de madera pintada de blanco y vidrio esmerilado. En la puerta había una nota apenas pegada con una letra garabateada en un Post It que decía: «Regreso 2:30». Hasta el más mínimo acto daba indicio de cómo era una persona. Joe ya podía imaginar a Neal Columb como alguien desorganizado y rudo. De modo que cuando a las dos y veinte pasó caminando un hombre menudo, recién duchado, con un emparedado en la mano, Joe no prestó demasiada atención. El hombre meneó la cabeza al ver la nota pegada, la quitó y se la guardó en el bolsillo. Abrió la puerta con llave, entró a la oficina y salió inmediatamente con una nota perfectamente escrita que pegó cuidadosamente en la puerta: «Regreso 2:30 de la tarde. Gracias. Neal Columb». Le gritó a la secretaria que se encontraba en otra sala:

—Jane, te dejé la nota. No necesitabas gastar uno de tus preciados Post It. —Estaba sonriendo y ella rió en respuesta. Joe revisó su apreciación de Neal Columb y la cambió por alguien bien organizado y amigable. Se alegraba de concederle los diez minutos para almorzar, aunque sentía ganas de entrar a la oficina tirando la puerta abajo.

Finalmente, después de mirar el reloj varias veces, golpeó el cristal.

—Entre —llamó Neal—. Joe, ¿verdad? Tome asiento.

—Ah. Lo vi fuera corriendo —comentó Joe—. Alrededor del campo de rugby.

—Prefiero correr alrededor que tener un motivo para estar dentro —dijo Neal. Tenía unos cuarenta años, acicalado, en forma, y claramente no era un hombre capaz de lanzarse a una melé. Joe echó una ojeada a la oficina. Definitivamente tenía un aire académico, aunque bastantes fotografías en las paredes y toda clase de cosas en los estantes que la volvían acogedora.

—Vayamos al laboratorio y veamos lo que ha traído —le ofreció.

Se encaminaron hacia dos tramos cortos de escalera hasta un pequeño descanso. Una flecha indicaba el laboratorio hacia la derecha, pero Neal le indicó la izquierda con un gesto.

—¿Le gustaría ver primero nuestro fichero de delincuentes?

Joe lo miró.

—El museo —aclaró Neal.

—Eso sería fantástico —aceptó Joe.

Atravesaron la entrada hacia el rancio aire con olor a sustancia química del pequeño museo. Joe retrocedió en el tiempo. Unos antiguos armarios de caoba cubrían todo el largo de las paredes, y un pesado mostrador cubría la parte superior de casi todos los gabinetes que se encontraban en la parte central de la habitación. Detrás de cada puerta había estantes atiborrados de animales y criaturas suspendidas en tenebrosos frascos con formol.

—Adivine —propuso Neal, deteniéndose frente a una de las muestras y cubriendo la placa. Dentro había un objeto redondo de aspecto delicado del color de la raíz de jengibre. En el fondo había un hueco cavado que dejaba ver un centro revestido de algo que se veía como un panal de abejas.

—No tengo idea —reconoció Joe.

—Es el estómago de un camello. Esos pequeños bolsillos internos es donde almacenan agua.

—Guau. Ni me lo esperaba.

Neal señaló otro frasco que había en uno de los armarios con una larga tira de lo que parecía ser un fideo tallarín suspendido en una solución verdosa.

—¿Le gusta la morcilla? —le preguntó Neal.

—Ah, pero no me estropee eso —le pidió Joe.

—Bueno, este amigo es el motivo por el cual siempre hay que cocerla bien. La lombriz solitaria. Gran fanática de los cerdos.

—De ahora en adelante lo coceré en el microondas. —Joe miró dentro del frasco entornando los ojos—. Es muy larga —comentó moviendo la cabeza.

Al darse la vuelta, Neal estaba sacando bandejas de un cajón que olía a madera y a naftalina. Había hileras de insectos preservados sujetos con alfileres a un fondo color crema. Neal habló de las diferentes especies, luego se detuvo para mirar la hora.

—Bueno. Éste es el laboratorio —le informó—. Tengo que ir a una reunión. Recuérdeme en qué puedo ayudarlo.

Joe mintió para ganarse la vida, pero sentía una extraña compulsión a ser honesto con Neal Columb. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo. De modo que se comprometió a comenzar con la verdad.

—Hace un par de noches encontré este saco de crisálidas vacío en el bosque que hay cerca de mi casa. Supongo que solo sentí curiosidad. Hice algunas materias de entomología en la universidad, cuando vivía en los Estados Unidos, pero abandoné… Aunque sigo fascinado por la carrera, no estoy al tanto en un cien por cien.

Luego siguió con la mentira.

—Había un animal muerto cerca y me preguntaba si tendría algo que ver. O tal vez usted podría identificar la especie de mosca y cuánto tiempo estuvo ahí, ya sabe…

—Muy bien —dijo Neal, al tiempo que alargaba la mano para coger el pequeño frasco de pastillas de color marrón donde Joe había colocado la crisálida. Lo deslizó debajo del microscopio de disección y miró.

—Está absolutamente en lo cierto. En efecto se trata de un saco de crisálidas de mosca. Ahora veamos si podemos ponerle nombre a este amiguito.

Sacó guías taxonómicas y las miraba una y otra vez comparando el saco de crisálidas. Cada tanto se detenía y le señalaba algo a Joe. Finalmente se dirigió hacia una mesa atiborrada de especies de insectos encerrados en frascos y trajo uno que contenía un saco de crisálidas y larva en formol.

—Bien. Lo que tiene aquí es una Calliphora, que como estoy seguro sabrá es una moscarda. De la especie yo diría vicina o vomitoria, aunque basado en comparaciones ahora puedo afirmar que se trata de una vomitoria. Lo que viene a concordar con el sitio donde usted la encontró, es… es mucho más probable que se la encuentre en zonas rurales, particularmente en bosques. De hecho es una gran herramienta para determinar la hora de la muerte en las investigaciones de crímenes. —Levantó una ceja—. Pero, por supuesto, usted ya sabe todo esto.

Joe asintió con la cabeza.

—Está bien. ¿Y qué significaría eso en términos de ciclo de vida…? —Se demoró con la esperanza de que Neal pudiera darle un marco de tiempo, para así lograr descubrir algo que pudiera ayudar a Shaun.

—Bueno, las moscardas van al cuerpo casi inmediatamente. Poseen un radar extremadamente avanzado para detectar la muerte. Esto, por supuesto, no sucederá durante la noche, pero sí durante el día. De modo que si su pequeño zorro o lo que haya sido fue muerto por la noche, la mosca azul habrá aparecido a la mañana siguiente y se habrá ocupado de depositar los trescientos huevos de una tirada, dirigiéndose directamente a los orificios o heridas. —Alzó la vista para mirar a Joe—. Lo estoy haciendo de nuevo, le estoy diciendo cosas que ya sabe. Entonces iré al grano. Básicamente, teniendo en cuenta lo que usted me dijo, yo diría que esto significaría que su pequeña criatura murió como unos veinte días antes de que usted encontrara esto.

Joe vaciló.

—Gracias. —Trató de ocultar su decepción. Eso llevaba la muerte de Katie de nuevo a la noche en que había desaparecido, cuando la última persona que la había visto con vida, aparte del asesino, era el pobre Petey Grant y, antes, Shaun. Arrojó el saco de crisálidas en un cesto de basura y regresó por el campo de rugby. Comprendía su rabia, pero esa sensación que no sabía de dónde venía y que lo golpeaba como una bofetada era un desconocido desconcierto.

—Intenté decírtelo —comentó Frank—, ayer, antes de que llamáramos a Shaun, Joe Lucchesi estuvo aquí con información nueva.

—Qué interesante —ironizó Richie.

—Vamos. Nuestro trabajo es incorporarlo todo. Joe está preocupado porque cree que alguien de un caso anterior acontecido en Nueva York podría andar tras él y fue por Katie para lograrlo. El año pasado Joe mató a un sujeto de un disparo —nadie lo sabe— y el amigo de ese hombre acaba de salir de prisión y cabe la posibilidad de que haya venido hasta aquí.

Frank observaba cómo los ojos de Richie cambiaban el brillo si la conversación se extendía a más de unas frases. El ojo derecho se apagaba levemente y luego volvía a brillar en cuanto regresaba a la realidad.

—¿Y por qué Joe piensa eso? —preguntó finalmente.

—Bueno, para ser justo con él, la otra noche encontró una prueba en la puerta de Danaher’s que era un lazo directo con el caso original del disparo.

—Guau —exclamó Richie después de haberlo pensado—. Eso es extraño. Allí podría haber algo.

Frank se puso tenso, esperando descubrir el sarcasmo hasta que se dio cuenta de que no había ninguno. No llegaba a entender a Richie. En un momento se comportaba de una forma, al instante de otra diferente. Se aferraba a cada nuevo acontecimiento como si se tratara del único. Y quienquiera que estuviera conectado con ese hecho, según la lógica de Richie, era sospechoso. Y en consecuencia estos iban apareciendo y desapareciendo: Petey, Shaun, Joe, Duke Rawlins…

Frank estaba a punto de resaltar esto, dar un discurso de pesos y medidas, pero estaba demasiado agotado para un choque frontal con el susceptible policía. En lugar de eso, le proporcionó más detalles y se marchó.

Anna estaba sentada en el sofá leyendo un libro con las gafas puestas. Tenía las piernas extendidas sobre la mesa baja. Joe entró y se sentó a su lado. Cogió el control remoto y comenzó a cambiar canales con la TV sin sonido.

—Entonces no vas a contarme nada —protestó Anna—. Nuestro hijo nos ha estado mintiendo, tú me has estado ocultando cosas…

—Otra vez, no.

—Sí, otra vez. No hablamos cuando a ti no te conviene, Joe. Esto es serio. Él mintió.

—Shaun tiene dieciséis años. Estaba asustado. Lo último que le contarías a un adulto es que estás manteniendo relaciones sexuales, ni hablar de a los padres o un grupo de policías.

Ella lo miró fijamente.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Tú nunca les has mentido a tus padres?

—Nunca te arrestaron por asesinato —siseó ella—. ¿Estás loco?

Él se puso de pie.

—Voy a caminar.

Oran Butler y Keith Twomey estaba sentados en un patrullero sin identificación en la puerta de Healy’s Carpet Warehouse. Otros dos policías estaban en un coche en la entrada de la zona industrial.

—No puedo creer que esto esté sucediendo de nuevo —se quejó Keith.

—No lo sabemos —dijo Oran—. Todavía pueden aparecer.

—Son las dos de la mañana. Hemos pasado aquí cuatro horas, Butler. No hay posibilidad.

Oran se apoyó en el apoyacabezas y cerró los ojos. Dormitó durante una hora hasta que se canceló la vigilancia y Keith los llevó de vuelta a la comisaría de Waterford.

Anna había olvidado preguntarle a Shaun sobre el correo electrónico que había recibido en la escuela. Golpeó suavemente en la puerta de su habitación y entró. Los dedos martilleaban el Game Boy Advance, con los ojos inyectados en sangre, fijos en la pantalla brillante.

—Solo quería saber de qué estabas hablando el otro día —empezó a decir ella—. Sobre un correo que se suponía que yo te había enviado.

—Se suponía —resopló él, clavado en el juego—. ¿Quién más me enviaría una foto de tu estúpida sesión?

—Pero si yo ni siquiera he visto las fotos todavía, Shaun. Brendan no me las ha enviado por correo electrónico.

—¿Qué? —Él perdió la última vida que le quedaba y abandonó el juego—. ¡Maldición! —La miró fijamente—. Pero lo vi. En mi cuenta de la escuela.

—¿Por qué haría yo algo así? ¿Y para qué usaría tu cuenta de la escuela? Si fuera a enviarte algo yo usaría Hotmail. Tráemelo mañana.

—Yo reenvío mis correos de la escuela a Hotmail. Puedo mostrártelo ahora.

Fueron hasta el escritorio y Shaun bajó su correo. Hizo clic en el más nuevo. La imagen apareció en la pantalla.

Anna frunció el ceño. Definitivamente se trataba de la toma.

—Pero mira —le mostró ella, señalando la pantalla—. Ahí está Brendan. Él aparece en la foto. No pudo haberla tomado él.

Frank detestaba estar en la comisaría fuera del horario. Era demasiado silenciosa. Estaba leyendo y volviendo a leer cada testimonio que había copiado. Interminables escenarios le pasaban por la cabeza. Sonó el teléfono que había sobre el escritorio y se sorprendió de escuchar a O’Connor del otro lado.

—¿Frank? Myles. Te tengo una noticia relacionada con el registro telefónico de Katie.

—¡Habla!

—A la última persona que ella llamó esa noche…

—¿Llamó a alguien?

—No. Yo diría que a la última persona a la que intentó llamar…

¿Sí?

—… fue a ti, Frank.

La casa estaba en silencio cuando Joe regresó. Se dirigió al estudio y cerró la puerta suavemente detrás de sí. Inspiró profundo y luego marcó Información Telefónica Internacional para averiguar un número de un pueblo que ni siquiera figuraba como un punto en el mapamundi.

—Oficial Henson, Stinger’s Creek. —La voz sonaba lenta, lacónica.

—Mi nombre es detective Joe Lucchesi, de la policía de Nueva York. Quisiera hablar con alguien sobre un sujeto local, un tal Duke Rawlins que salió de prisión hace algunos meses, que habría sido ingresado a mediados o fines de los noventa.

—Duke Rawlins. No me suena conocido, pero yo soy nuevo aquí. ¿Por qué lo pregunta?

Joe escogió las palabras con cuidado.

—¿Cree que pueda estar involucrado en algo? Bueno, déjeme ir a consultarlo —pidió Henson—. Pero no podré devolverle la llamada antes de uno o dos días.

—Solo necesito…

—Perdimos un oficial, detective. El funeral es mañana.

—Ah, lo siento —se disculpó Joe—. ¿Qué sucedió?

—Eh, una herida de bala auto infligida. Una tragedia. Además era el ex jefe de la policía. Odgen Parnum, un buen hombre. Recientemente retirado.

—Lo siento mucho —repitió Joe.

—Nosotros también —afirmó Henson—. Deme su número. Lo llamaré en cuanto pueda.

Joe encendió el ordenador y esperó a que se iniciara. Se conectó a Internet y escribió tres palabras: «Stinger’s Creek Parnum». Obtuvo varios enlaces de lo que parecía corresponder a la misma historia. Accedió a la primera, un breve artículo del Herald Democrat Online.

PUEBLO DE LUTO POR TRAGEDIA DE SUICIDIO

«El ex jefe de policía Odgen Parnum, del pequeño pueblo Stinger’s Creek del condado de Grayson, fue hallado muerto ayer por la mañana por causa de una herida de disparo auto infligido. El jefe Parnum encabezó los titulares por primera vez a fines de los ochenta, comienzo de los noventa, por su trabajo relacionado con la investigación del asesino de Crosscut cuando nueve jóvenes fueran brutalmente violadas y asesinadas, sus cuerpos fueron dejados en zonas de bosques en las afueras de la I-35. A la fecha, el caso sigue sin resolverse…».

—Dios santo —dijo Joe.