Joe observaba a Anna desde la entrada. Estaba de pie en la sala, frente a un enorme rectángulo envuelto en capas de papel marrón, recostada contra el respaldo del sofá. Apoyó la rodilla en uno de los almohadones y comenzó a rasgar el papel dejando cada vez más a la vista el sólido marco de un acrílico blanco, con una gruesa pincelada de verde brillante en el extremo derecho. Al terminar se echó atrás y sonrió y luego se sobresaltó cuando Joe apareció por detrás. Él cogió un trozo de papel del embalaje que colgaba de una esquina.
—The Hobson Gallery —dijo y agarró la factura antes de que Anna pudiera hacerlo y la sostuvo enfrente. La leyó y sacudió la cabeza.
—Por favor, dime que no van a cargar a mi cuenta trescientos setenta y cinco euros por esto.
Ella lo miró:
—Lo harán.
—¡Por el amor de Dios!
—Lo encargué hace semanas, antes de que sucediera nada. Brendan vendrá de nuevo a sacar fotos. Necesito una obra grande…
—Necesito. Necesito —imitó él.
—Tú no eres creativo —dijo ella con enfado—. No entiendes nada de esto. —Hizo un gesto indicando la pintura, el mueble, el blanco perfecto del entarimado.
—Entiendo lo que haces. Adoro lo que haces —dijo él con calma—. Adoro que seas tan decidida, solo que no estés tan decidida a arruinar nuestras finanzas. —Se alejó—. Y de hecho, pienso que la pintura es estupenda —continuó de espaldas.
Shaun vio el grupo de muchachos al dar la vuelta a la esquina, pero rápidamente se ocultó tras un muro al escuchar su nombre. Tres de ellos estaban hablando.
—Pero para el Estado está jodido.
—Lo sé. Hemos tenido suerte de que no viniera con su abrigo a enterrarnos en la mierda.
—Ay, por Dios, madurad. Esos tipos eran unos fracasados.
—Bueno, quién sabe. En el fondo puede que sea un loco. Los callados siempre lo son.
—¡Pero él ni siquiera es callado! Es simplemente normal.
—Exactamente. Lo que estoy diciendo es que siempre se trata del menos sospechoso.
—Eso a ti te dejaría al final de la lista.
—Ja. Ja.
—Pantalones militares, cabezas rapadas, que se saben de memoria el guión de La chaqueta metálica, Buenos días Vietnam, y La caída del Halcón Negro. Y han visto Pelotón veinticinco veces. —Dijo haciendo el sonido de una alarma.
—Bueno, nadie ha venido a llamar a mi puerta para llevarme.
—Tampoco han ido a llamar a la puerta de Shaun, idiota. Igual es muy incómodo… Aparentemente, su padre anda por ahí haciendo preguntas a lo Jessica Fletcher.
—Jessica Fletcher.
—Como sea, la gente está empezando a fastidiarse bastante. Richie está enloqueciendo. La gente le dice cosas al padre de Lucky, le oculta cosas a Richie, o simplemente están hartos de repetir lo mismo una y otra vez. Y tal vez el tipo tendría que fijarse mucho más cerca de su casa. Quiero decir el señor Lucchesi.
—No hay forma de que Lucky haya tenido algo que ver con esto.
—Ya lo veremos.
—Te pareces a mi madre.
—Ya lo veremos.
—Cállate.
—Lucky… ¿podría ese apodo ser más irónico?
Shaun se dio la vuelta y se fue caminando a casa.
—Detesto tener que volver a hacer esto —se quejó Frank, tratando de sonreírle a Martha—. Pero uno nunca sabe lo que podría llegar a encontrar que sea de ayuda.
—Esto no parece estar bien —dijo Martha—. Ella era muy reservada.
Ella empujó la puerta para abrir la habitación de Katie. Era una mañana húmeda y gris y el cuarto estaba oscuro. Ambos alzaron la vista, atraídos por las estrellas fluorescentes que había en el techo. Martha encendió la luz y el destello desapareció. Se sentó en la cama, cubriéndose la nariz con un pañuelo, pensando: «Esto parece ser lo único que he estado haciendo durante semanas, sentarme y frotarme la nariz irritada».
—Ay, lo siento, Frank —se disculpó al tiempo que se levantaba rápidamente—. Estoy soñando —y cerró la puerta suavemente detrás de sí. Frank miró a su alrededor. El cuarto era el de una pequeña haciendo lo imposible por parecer una adolescente. El papel de las paredes era de niña, pero habían quitado una tira para escribir notas. El edredón era florido y descolorido, pero la lámpara que había junto a la cama era sencilla y moderna. El armario debía de ser marrón pero había sido lijado y vuelto a pintar de blanco con los bordes rosa fuerte. No había ositos ni muñecas por ninguna parte. Se dirigió hacia el espejo, había una cinta extendida en la parte superior con fotos sujetas con pequeños clips. No vio la cara de Katie en ninguna pero vio a Ali y a algunas otras chicas del pueblo, a Shaun y a una pequeñita en el zoológico, tomando la mano de un hombre, mirándolo y sonriendo. Se fijó con más atención y vio que era una fotografía de Katie y el padre, tomada unos años antes de que él muriera. Sobre el tocador había una caja llena de horquillas para el cabello, bandas elásticas, maquillaje y alhajas baratas. Se dio la vuelta, abrió las puertas del armario y pasó la mano por la ropa. Se inclinó y vio una pila de zapatos viejos y dos raquetas de tenis viejas. Luego vio un sobre, con una tarjeta enorme, metida en un lado. La sacó de la ranura de la madera y la depositó sobre la cama. La enorme tarjeta era de cumpleaños, firmada por varias niñas, con círculos y corazones. Todos los mensajes eran inocentes. Metió la mano al fondo del sobre y sacó más tarjetas y cartas de sus amigas y de Shaun; tarjetas de cumpleaños que volvían a su niñez y algunas de San Valentín. Una de ellas, que estaba dentro de un sobre rosa claro, tenía un oso sosteniendo flores. La abrió: «Las rosas son rojas, las violetas azules, el azúcar es dulce y también lo eres tú». Era algo escrito por un niño. Había un gran signo de interrogación en el lado izquierdo. A Frank le sorprendía que alguien pudiera escribir un poema tan cursi. ¿Pero de cuándo era la tarjeta? Le dio la vuelta al sobre y tenía una estampilla del año anterior. ¿Sería un niño el que le habría enviado una tarjeta de San Valentín a Katie? ¿O se trataría de alguien que quería parecerlo? Pero eso no tenía sentido. Echó una mirada al resto de las tarjetas, luego alrededor del cuarto y bajó por las escaleras angostas hacia la sala. Martha se quedó expectante.
—¿Y bien? —le preguntó.
Le mostró la tarjeta.
—¿Sabes de dónde ha venido ésta? —le preguntó.
Ella la tomó y sonrió.
—Ah —dijo con lágrimas brotándole en los ojos—. No puedo creer que haya conservado esto. Era de Petey Grant, que Dios lo bendiga. Ella pensaba que era muy dulce. En su momento la alentó un poco, aunque ella sabía que no iba a suceder nada. Por eso me la mostró. Aunque jamás me mostró las otras que recibió. Recuerdo que se rió de que él se hubiera molestado en ponerle un signo de interrogación al lado, ya que su letra era muy reconocible pues solía dejar notas en la pizarra de la escuela para avisarlos de que el piso estaba húmedo o algún aula estaba cerrada por limpieza.
Ella se detuvo.
—En fin, no paro de hablar. ¿La necesitas? —le preguntó sosteniendo la tarjeta.
—No, puedes conservarla —respondió Frank.
El inspector O’Connor aparcó el coche en el sendero y fue caminando hasta la puerta de los Lucchesi, mientras admiraba la vista. Joe se tomó su tiempo para atender.
—Hicieron un excelente trabajo con el faro —comentó O’Connor.
—Esa fue mi esposa.
—A mí siempre me han gustado.
—Sí. Es un sitio estupendo.
Joe asintió con la cabeza y esperó.
—Como estoy seguro que ya lo sabe, soy el inspector Myles O’Connor de Waterford y estoy al cargo de la investigación del caso Katie Lawson.
—Sí, lo sé. Pase.
Se quedaron parados en el vestíbulo.
—Tiene que ver con su intervención. Voy a tener que pedirle que…
Joe sabía que O’Connor tenía la esperanza de evitar completar la oración.
—¿Qué? —le insistió.
—Mantenerse al margen de las cosas. Jamás había pasado por esta situación con alguien que ande tocando a las puertas y haciéndole preguntas a la gente, que llegue a la comisaría sin previo aviso y les diga a nuestros hombres qué hacer…
—Pensé que colaboraba. La información que estaba ofreciendo está basada en mi experiencia…
—Simplemente cortemos con esto aquí. Obviamente cree que nosotros no estamos haciendo bien nuestro trabajo, que somos un pueblo tranquilo con una fuerza policial lenta.
Joe no dijo nada.
—¿Honestamente cree que la investigación de la muerte de una adolescente es algo en lo que cada uno de mis hombres no esté poniendo el corazón entero? Por aquí las cosas se hacen diferentes. No confunda un modus operandi mesurado con uno sin prisa. Nosotros no andamos como Harry el Sucio corriendo por las calles persiguiendo delincuentes.
—Ni yo tampoco.
—Bien, entonces ya son dos conceptos equivocados que quedan descartados.
—Supongo que sí —Joe miró más allá de O’Connor.
—Bien, entonces no le quitaré más tiempo. Solo quiero que sepa que nos está yendo bien sin su ayuda.
Empezó a marcharse pero se volvió:
—No contamos con VICAP o HOLMES[10] ni con lista de los diez más buscados, pero tampoco hay miles de asesinatos al año. Tenemos alrededor de cincuenta.
Joe se encogió de hombros.
—No me malinterprete —dijo O’Connor— nosotros cometemos errores, igual que la policía de Nueva York y que la fuerza policial del mundo entero. Pero ninguna de las veces que he estado en Nueva York he irrumpido en un recinto…
—Vamos. Katie era la novia de mi hijo…
—Entonces quizá usted sea una de las últimas personas…
—Si usted fuera yo, ¿se quedaría al margen sin hacer nada?
—Lo dejaría en manos de los profesionales…
—¿Y yo no soy un profesional?
—Aquí es un aficionado. Y está comprometiendo nuestra investigación. En Mountcannon hay gente que dice que anda haciendo consultas y eso a mí realmente me molesta. Se lo estoy pidiendo —ahora formalmente—: Manténgase fuera de esto. Desafortunadamente, usted tiene conexión con la víctima y por eso les ofrezco mis condolencias, a usted y a su familia. Pero la breve entrevista que tuvimos al comienzo de todo esto es donde su intervención debió haber concluido.
Richie estaba preparando café cuando Frank llegó de regreso de la casa de Martha Lawson.
—¿Has encontrado algo? —preguntó.
—Nada extraño —respondió Frank—. Lo único es Petey Grant, de nuevo. En el cuarto de Katie he encontrado una tarjeta de San Valentín enviada por él. Ya sé que es un pobre diablo inofensivo, pero quizá el rechazo le molestó o el hecho de que ella no lo tomara seriamente… No lo sé.
—¿Por qué no tengo una charla con él? —dijo Richie—. Tú ya has hablado con él. Tienes la tarde libre. Entonces puedo traerlo aquí y ahorrarte el fastidio.
—No lo sé —respondió Frank. Luego hizo una pausa—. ¡Eso es! El documental. Él dijo que esa noche estaba viendo algo sobre una tragedia de Fastnet. ¿Cómo se llama?
—¿Qué quieres decir?
—Discovery Channel.
—No lo tengo —aclaró Richie.
—Bueno, hay un tema cada noche: las superestructuras, la delincuencia, o lo que sea. La noche de los viernes es sobre historia. Nora estaba mirando… en fin, no tiene importancia. No veo que un programa de Fastnet coincida con eso. Siempre es sobre historia, nada reciente. ¿Los torneos de Fastnet no son siempre de deportes o barcos o algo así?
—Se lo preguntaré a Petey, honestamente.
—Tienes que ser cuidadoso con alguien como Petey Grant, Richie. ¿Puedes hacerlo?
—No hay problema.
Ray se apoyó contra la escalera de la torre del faro con dos latas de pintura blanca y verde en el piso junto a él. Las paredes estaban lisas por primera vez en años, transformadas después de que las limpiaran y reemplazaran los paneles.
—Bueno —dijo Anna—. ¿Sabes lo que tienes que hacer con los colores y todo?
—Creo que sí. Blanco en las paredes, verde en el techo y en todos los detalles, como la escalera.
—Perfecto —respondió ella—. Te lo dejo a ti.
Richie se paró frente al pequeño espejo de la comisaría. Se frotó las sienes con los dedos, sobre nudos que parecían pequeñas cuentas debajo de la superficie de la piel. Se echó cera en las palmas de las manos y se la pasó cuidadosamente por el pelo. Demoró la vista en los músculos que llenaba la camisa. Iba a un gimnasio de Waterford los siete días de la semana, a diferencia de los muchachos con los que se había entrenado en Templemore. Algunos de ellos jamás se entrenaban. Con sus tempranos veinte años ya tenían una barriga de cerveza que ni se molestaban en adelgazar.
—«Muy bien, Petey, ¿qué es lo que tienes para mí?» —se dijo al atravesar la puerta. Condujo hasta la escuela en el patrullero, en lugar de hacer el corto trayecto caminando.
El miércoles habían dejado salir temprano a los alumnos y él encontró a Petey Grant en un aula silenciosa, limpiando pizarras. Toda la escuela parecía desierta.
—¿Qué tal? —saludó Richie.
Petey parecía confundido. Retrocedió.
—Hola, Richie —devolvió el saludo—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió Richie—. ¿Cómo va?
—Bien, solo estoy trabajando un poco con las pizarras.
—Mira, Petey, ¿te molestaría venir a la comisaría a responder algunas preguntas más?
Petey agrandó los ojos.
—¿Por qué?
—Porque sí —se impuso Richie, sabiendo que Petey no discutiría con él.
—Está bien —aceptó Petey— iré por mi abrigo. —Se fue por el pasillo hasta la sala de personal donde cogió una chaqueta. Se sentía mal.
—Me están arrestando —le comentó a Paula, una de las profesoras que se había quedado hasta tarde.
—¿Cómo? —preguntó ella.
—Richie me está llevando a la comisaría —aclaró él—. Creo que tengo graves problemas. ¡Adiós! —Salió corriendo del edificio, se dirigió hacia el patrullero y abrió la puerta para sentarse adelante junto a Richie.
—Sube atrás —le ordenó Richie con tono áspero.
Petey estaba temblando al subir y siguió así durante todo el tormentoso y breve trayecto por el pueblo.
—Soy yo —saludó Danny—. Tu prendedor marrón y dorado está aquí, no lo han revisado, nada. Y tengo tu larga lista de socios conocidos. ¿Tienes un bolígrafo, Duke Rawlins?
Joe esperó.
—¿Eso es todo?
—Sí. Donald Riggs, el señor popularidad. El individuo más probable de recibir un disparo en medio de un parque.
—Rawlins. Ese nombre me suena familiar. ¿Hay algo sobre él?
—Nada importante. Pasó ocho años en Ely, Nevada. Acuchilló a un tipo en un estacionamiento. Riña común de bar.
—¿Es todo?
—Sí.
—¿No hay violación ni asesinato?
—No parezcas tan decepcionado.
—¿Algo más?
—No, solo que fue el policía de la prisión el que gentilmente nos proporcionó una conexión. Asentó una visita de Crane después del asesinato de Riggs, Crane garabateó algo al pie del expediente. La letra del tipo… de todos modos, nadie le prestó atención a eso. ¿Y por qué lo harían? Riggs estaba muerto. Entonces llamé al policía, buen tipo. Al parecer Rawlins se llenaba la boca hablando de Riggs con su compañero de celda. El compañero se involucra en un altercado y negocia con el policía para evitar el confinamiento. Le dice que el amigo de Rawlins, Riggs, estaba planeando secuestrar a un niño y que al salir de prisión lo esperaba una pila de efectivo.
—¿Y cuándo salió? —preguntó Joe.
—¿Rawlins? Eh, en julio. Hace dos meses. ¿Por qué?
—Cielo santo, Danny. Creo que este loco anda detrás de mí.
—¿Por qué diablos? El tipo acuchilló a alguien y en la cárcel era buen chico. A mí no me suena como si fuera un loco. ¿Tú crees que quizá tenga algo que ver con Irlanda o algo?
—Maldición, esto es serio. Pudo haber matado a Katie.
—¿De eso se trata todo esto? ¿Piensas que este tipo Rawlins lo hizo?
—No lo sé —respondió Joe.
—La pregunta es si un borracho pendenciero puede convertirse en un psicótico trasatlántico.
—¿Queremos saber la respuesta? —preguntó Joe.
—¿Cómo diablos supo que estabas en Irlanda? —preguntó Danny.
—No lo sé —respondió Joe.
—¿Quién más sabe que estás allí? —preguntó Danny.
—Los amigos, la familia, el trabajo…
—Sí, pero ninguno de ellos le diría a nadie dónde encontrarte. ¿Y qué, crees que te siguió hasta el aeropuerto? —Se le notó un tono nervioso.
—El taxista que nos llevó al aeropuerto pudo haber mencionado algo, no sé. Algún vecino, alguien que haya andando husmeando…
—Joe, hablas como un loco.
—¿Cuánto hace que me conoces, Danny?
—Demasiado.
—Bien. ¿Y en general con cuánta frecuencia me equivoco?
—Sí, pero ahora estás de vacaciones. Yo jamás en mi vida he resuelto un crimen sentado junto a la piscina.
—Vamos —dijo Joe.
—Mira, uno sencillamente no da ese tipo de información. Hoy en día la gente sospecha, quieren saber quién lo pregunta. Espera un momento, me está entrando una llamada.
Joe aguardó en la línea.
—Este tipo es un tarado mental —comentó Danny—. La llamada era para MacKenna, me dejó ahí hablando con… —Danny se detuvo—. Mierda —dijo—. Aguarda un momento.
Al cabo de unos minutos, Joe colgó. Cuando estaba yéndose, volvió a sonar el teléfono.
—Hace un par de semanas —interrumpió Danny, directo al grano—, un teniente Wade llamó desde la Diecinueve buscándote a ti. La llamada fue derivada y la mala noticia es que nuestro recepcionista jamás había escuchado nombrarte, le preguntó por ti a uno de los muchachos que le contestó gritando que estabas en Irlanda. Y ya sabemos que en la Diecinueve no hay ningún Wade. Y también sabemos que en la recepción hay un inepto.
Joe se quedó callado con el corazón latiéndole con fuerza.
—Dios mío —exclamó él—. ¿Le mencionó Irlanda? Pero solo eso, ¿verdad? ¿Nada más?
—Solo eso, de modo que ni siquiera sabrá en dónde te encuentras en Irlanda. Si asumimos que el tipo fue quien hizo la llamada.
Joe meneó la cabeza.
—Sí, estamos asumiéndolo. Y no lo sé. Irlanda es un país pequeño.
—No tan pequeño.
—¿Cuántas personas viven en Irlanda, Danny?
—No lo sé, ¿doce millones?
—Cuatro. Y más de un millón viven en Dublín. Lo que quiere decir que hay menos de tres millones desparramados por todo el país. Créeme, es poco. Mira, déjamelo a mí. Veré qué se me ocurre. —Estuvo a punto de colgar cuando se detuvo—. ¿Eh, Danny? ¿Crees que podrás llamar a ese buen policía, contactar con el compañero de celda de Rawlins y hablar con él a ver qué es lo que sabe?
Danny refunfuñó.
Tan pronto como Joe colgó el teléfono, se dirigió hacia el estudio. Tomó una caja del fondo de la hilera de libros y sacó el duplicado (una copia de su placa). Era ilegal, pero la mayoría de los policías la tenían. Extraviar la original significaba perder diez días de vacaciones, de modo que cuando estaba de servicio, Joe dejaba la placa a salvo en casa y llevaba el duplicado. Esta vez, no había original. Había tenido que entregarla al renunciar. Sintió una sensación de algo parecido a los celos. Abrió rápido la billetera y miró su documento, una palabra impresa en rojo lo cambiaba todo: retirado.
O’Connor estaba sentado frente a una pila de expedientes y se preparaba para seleccionar cada palabra de lo que estaba a punto de leer. Como era usual, cada tarea relacionada con la investigación, seguimiento de registro telefónico, entrevista con la persona que encontró el cuerpo, retirar informes médicos, todo había sido asentado por escrito en formularios por triplicado y asignado a un detective por el encargado de registros. La copia azul estaba pegada a la página izquierda del registro de tareas, con una nota del otro lado donde figuraba quién era el responsable y cuál había sido el resultado. Las demás copias estaban archivadas en los expedientes que tenía enfrente: Testimonios, Testigos, Sospechosos… Miró la pila y sacó la que decía Testimonios. El primero de todos y de cuatro páginas era el de Shaun Lucchesi. Le vinieron a la mente tres hombres que durante los cinco años previos habían asesinado a sus novias y salido en libertad. Si el instinto de cada policía que trabajaba en sus casos hubiera sido admitido como prueba, tres de esos hombres hubieran sido encerrados por mucho tiempo. El instinto de O’Connor no le estaba diciendo que Shaun Lucchesi fuera un asesino, pero sí le estaba diciendo que era un mentiroso.
Joe casi ignoró el teléfono que sonó a su lado sobre el escritorio.
—Hola, señor Lucchesi. Soy Paula de aquí de la escuela… La profesora de historia de Shaun. No puedo comunicarme con la madre de Petey Grant, de modo que pensé en llamarle a usted. Él me acaba de decir que fue arrestado por Richie Bates y que iba camino a la comisaría.
—¿Cómo? —preguntó Joe—. ¿Está segura?
—Bueno, no. Ya conoce a Petey.
—Iré a comprobarlo. Gracias por llamar.
Richie y Petey estaban sentados uno frente al otro en el escritorio de la comisaría.
—¿Por qué me has arrestado? —preguntó Petey.
Richie se rió de él.
—No estás arrestado, estás… —levantó los dedos para hacer el gesto de comillas—: «ayudándonos con la investigación». Quiero decir, no tenemos ninguna prueba… todavía. Entonces —continuó, deliberadamente con tono amigable—, obviamente estamos aquí por Katie.
—Ah —dijo Petey.
—¿A ti te gustaba? —preguntó Richie a secas. Tamborileaba fuertemente los dedos en la madera de la superficie.
Petey se ruborizó.
—¡No! —respondió.
—Le enviaste una tarjeta de San Valentín, ¿verdad?
Petey agrandó los ojos de repente:
—Eso fue antes de que saliera con Shaun —aclaró tartamudeando.
—¿Y te molestaste cuando ella empezó a salir con Shaun?
—¡No! —respondió Petey, horrorizado—. Shaun es mi amigo. ¡Y también Joe!
—¿Alguna vez la invitaste a salir?
—¡No! —Se detuvo—. Jamás he invitado salir a nadie. —Parpadeó para contener las lágrimas.
—Voy a ir al grano, Petey —empezó Richie—. ¿Sabes algo de lo que sucedió el viernes por la noche en que desapareció Katie?
—No —respondió Petey—. Ya te lo he dicho. Yo estaba dentro, como se suponía que debía estar.
—¿Estás seguro? —preguntó Richie enérgicamente.
—Sí —Petey comenzó a dar golpecitos con el pie en el piso.
—¿Te das cuenta de lo importante que es que nos digas si sabes algo? —le preguntó Richie—. Si no contamos con toda la información, otra muchacha podría morir.
Petey parecía conmocionado.
—¿Alguien más podría morir? —repitió—. Oh, Dios.
El timbre lo sobresaltó.
—Quédate dónde estás —le ordenó Richie con tono brusco. Petey estaba temblando.
Duke se levantó del banco de un salto y apoyó la oreja en el grueso vidrio redondo. Lo escuchó de nuevo: un ruido de algo que raspaba, luego se agitaba y luego raspaba.
—Mierda. —La dueña del lugar se le acercó.
—¿Tiene algún inconveniente con la secadora?
—Eh, sí —titubeó Duke—. Creo que dejé un prendedor en el bolsillo de mis pantalones vaqueros.
—Oh, querido —se lamentó ella—. Bueno, a ver. —Colocó una llave en la ranura del lateral y la apagó—. Ahora deberías poder abrirla.
Él se estiró y sacó el pantalón y la chaqueta enredada de tela vaquera. Al fondo del tambor había una moneda de euro caída. Él la recogió, confundido. Le quemó la palma de la mano.
—Dinero —dijo—. Mejor aún.
Pero en ese momento a Duke le entró pánico, le dio la vuelta a los bolsillos, examinó la tela vaquera, palpó la ropa que llevaba puesta, vació la bolsa en el piso. Tocó todo, hasta que quedó de rodillas, agitado y con el corazón acelerado. Se puso de pie y se apoyó pesadamente contra la secadora, con la cabeza agachada. Las gotas de sudor le habían brotado en la frente.
—Maldición —gritó, golpeando las manos con fuerza contra la máquina y pateándola con la bota—. Maldición. —Todos los que lo rodeaban quedaron en silencio. La dueña no se movió. Duke volvió a guardar todo de nuevo dentro de la bolsa y salió, pasó junto a una mujer que sostenía unos pantalones blancos con una mancha de grasa en la rodilla.
—La melaza quitará esa mancha —comentó con un gruñido al pasar a su lado.
Joe irrumpió en el vestíbulo de la comisaría, gritando:
—Será mejor que no tengas a Petey Grant aquí, por tu bien —aunque ya podía ver a Petey sentado pálido como un muerto, retorciéndose las enormes manos.
—¿Y eso qué tiene que ver contigo? —preguntó Richie.
Joe saludó a Petey, luego guio a Richie de nuevo al vestíbulo.
—¿Qué diablos está sucediendo aquí? —preguntó Joe—. ¿Qué haces interrogando a Petey sin un adulto presente? ¿Estás loco? Eso es ilegal.
—No, no lo es. No está bajo arresto. Y de todos modos eso a ti no te incumbe —respondió Richie.
—Lo estoy haciendo por mi cuenta —arremetió Joe.
—Pues haz por tu cuenta todo lo que quieras —replicó Richie—. Yo no he hecho nada malo, el tipo no está siendo arrestado. Yo solo quería intercambiar unas palabras con él.
—¿Por qué diablos no lo hiciste en la escuela? Lo estás aterrorizando —dijo Joe—. Se le nota en la cara. Con un tipo así. Ya he hablado con él. No sabe nada sobre Katie.
—Ah bueno, el gran detective norteamericano ha hablado. Ahora todos podemos ir a casa, caso cerrado.
—¿Qué diablos significa eso? Yo solo te estoy diciendo que estás procediendo mal con esto.
—Y yo te estoy diciendo que te mantengas alejado de las cosas que no entiendes, ¿de acuerdo?
—¿Tienes idea de lo que estás haciendo? —preguntó Joe, levantando el tono de voz—. ¡Es Petey Grant, por el amor de Dios! El tipo es inofensivo. Yo conozco a Petey Grant, Richie…
—Todos conocemos a Petey Grant, desde hace mucho antes que tú y…
—¿Y qué? ¿Qué clase de oscuro secreto sabes de él que yo no sepa?
—Él sabe algo. No es solo lo que muestra, él…
—¿Ese es el tema? Un jodido giro del destino es el motivo por el cual Petey está como está. ¿Sabes lo que sucedió? Sí, no me sorprende que no. El chico no recibió suficiente oxígeno al nacer. —Levantó la mano—. Eso es. Ahí tienes tu gran secreto.
—¿Y qué? Eso no quiere decir que no haya…
—Oh, vamos, Richie. Conoces bien a Petey Grant y sabes que no mataría ni una mosca. Tuve que explicarle lo que era una prostituta, por el amor de Dios. ¿Crees que un tipo así…? Tú viste a Katie. ¿Sinceramente crees que Petey Grant…?
—Mira, a él le gustaba…
—Podrías encerrar a medio Mountcannon por eso —se quejó Joe—. Esto es absurdo, es absolutamente absurdo. Probablemente un maldito psicópata ande suelto ¿y tú en quién te fijas? ¡En Petey! ¿Alguna vez has trabajado en un verdadero crimen en toda tu vida?
—Maldito arrogante —lo insultó Richie. Se acercó a unos centímetros de Joe.
—Ni lo intentes —lo amenazó Joe.
Richie se quedó parado frente a él, echando humo. Tenía la cara colorada y las venas le latían en las sienes. Le llevaba unos centímetros a Joe pero no tenía su aplomo. Era todo arrebato y furia.
Joe se volvió hacia Petey.
—Bueno —le habló a Richie, que lo había seguido hasta allí—. Hazle tus preguntas. Si él solo está colaborando, no hay nada que impida que yo esté presente. ¿No es así, Petey?
—En realidad, señor Lucchesi, ¿le molestaría si lo hiciera yo solo?
Joe abrió la boca y luego se detuvo.
—Eh, claro, Petey. Si estás seguro de que estarás bien… No te sientes presionado, ¿lo estás?
—No. Estoy bien.
—De acuerdo. Bueno, supongo que te dejaré a solas.
—Gracias —ironizó Richie—. Se lo agradezco.
Joe pasó a su lado y atravesó la puerta.
—Muy bien. Voy a preguntártelo de nuevo —insistió Richie—. ¿Sabes algo de todo esto?
Petey inspiró profundo y confesó:
—Algo.
Richie se movió incómodo en la silla.
Petey alzó la vista:
—El viernes por la noche me encontré con Katie.
—¿Qué quieres decir con que te encontraste con ella?
—Me topé con ella —contó Petey—. Estaba llorando. —Bajó la vista y luego miró fijamente a Richie—. Dijo que había tenido una pelea con Shaun. Richie sonrió.