—Eso es —lo contuvo Frank mientras Richie apoyaba la mano en un árbol, con la cabeza gacha y un hilo de saliva colgando del labio. Escupió y esperó a que se le pasaran las náuseas. Pero volvió a tener arcadas y vomitó por tercera vez. Se secó las lágrimas de los ojos. Como a un metro yacía el cuerpo hinchado de Katie Lawson, desnudo de la cintura para abajo. Solo la cara y las piernas estaban bien expuestas, tenía un grotesco color negro verdoso en la piel y estaba cubierta de enormes ampollas. La parte superior estaba oculta bajo una mezcla de tierra y hojas, la capucha rosa se había vuelto marrón sucio. Aparte de la ropa, solo se la reconocía por la larga melena oscura que la tenía desplegada arriba y ya estaba comenzando a desprenderse de la cabeza. Tenía los rasgos completamente distorsionados, la piel estaba desprendiéndose del hueso.
—Pudieron ser animales, gusanos; Dios sabe qué heridas habrá debajo —dijo Frank—. ¿Sabes? Hubiera dicho que ella solo salió a dar un paseo, quizá se cayó, se golpeó la cabeza, pero por… —Señaló los pantalones vaqueros y las bragas, enroscadas y tiradas a sus pies; todavía tenía puesta una zapatilla rosa en un extremo.
—Éste es un trabajo terrible —afirmó el doctor Cabot, el médico de cabecera local, al tiempo que retrocedía, cubriéndose la boca con un pañuelo azul y blanco. Su trabajo había terminado, la extraña tarea de confirmar la muerte de un cuerpo en estado de descomposición.
Frank hizo la señal de la cruz.
—En un momento como este, uno tiene que pensar en el alma —dijo con voz conmovida—, porque con un cuerpo en estas condiciones… bueno, simplemente ésta no es la pequeña Katie.
Joe estaba sentado junto a Mick Harrington en Danaher’s mientras el hombre tembloroso se llevaba el segundo vaso de whisky a los labios. Observaba cómo el pecho de Mike subía y bajaba. Ed no preguntó nada cuando llevó las copas. Joe quería irse en lugar de ser amable y esperar a que disminuyera el impacto que sentía Mike; de manera extraña, quería llegar a la escena del crimen más importante que jamás vería. Pero se quedó en silencio. Había tenido demasiado tiempo para pensar en lo que podía haberle sucedido a Katie. Por un instante, la imaginó como si fuera un ángel, tendida de espaldas sobre un manto blanco, con una leve sonrisa dibujada en el rostro tranquilo. Luego un torrente de imágenes más oscuras invadió su mente con toda la maldad que jamás había visto. Pensó en el bosque, en el cuerpo de ella sin vida colgando de una soga que pendía de la rama de un árbol. Pensó en su rostro, dañado y destrozado, en sus ojos opacos y fijos. Luego la vio envuelta en plástico o enterrada o… Miró a su alrededor y sintió deseos de ser cualquier otra persona menos él, alguien que había perdido para siempre la oportunidad de ver el mundo como algo bueno.
Frank extendió la mano y sintió el comienzo de una llovizna brumosa.
—Tenemos que cubrir el cuerpo de inmediato —ordenó.
—¿Tienes algo?
—Solo un par de chaquetas impermeables en el coche —respondió Richie.
—Corre —lo mandó Frank, al tiempo que se estiraba para abrir la cremallera de la dura capucha plegada en el cuello del anorak verde oscuro. Estiró los cordones tirantes y se los ató por debajo de la barbilla. Fue lo último que hizo antes de quedarse absolutamente inmóvil, mirando fijamente al frente, con los pies clavados al suelo. Cualquier movimiento que hiciera podía comprometer la escena. Ya una vez había fracasado en proteger a Katie Lawson; no estaba dispuesto a cometer de nuevo el mismo error.
Mientras Richie estaba sacando las chaquetas del baúl del coche, un par de faros los iluminaron desde atrás acercándose velozmente. Giró en redondo cuando el coche se detuvo haciendo crujir la grava. El inspector O’Connor bajó con la libreta negra en la mano, seguido del comisario Brady. O’Connor le hizo una seña a Richie para que apartara de ellos el reflejo cegador de la linterna.
—¿Definitivamente se trata de ella? —preguntó Brady.
—Sí —respondió Richie—. Está poniéndose húmedo. Necesito cubrirla.
—Hemos traído la carpa blanca —dijo O’Connor—. Tómala de allí. Pero coge una de esas chaquetas para ti.
Richie corrió hasta el coche de O’Connor. Tomó la carpa del baúl y regresó corriendo hacia los árboles. Los hombres lo siguieron, alumbrando con una linterna adelante entre los árboles. Llegaron a la escena, saludaron a Frank con un gesto, luego echaron un breve vistazo al cuerpo antes de cubrirlo con la carpa.
—Tendremos que hacerle una llamada al perito —aseguró Brady.
El Departamento Pericial de la Policía, con base en Parque Phoenix en Dublín, nunca abría antes de las nueve de la mañana, por atroz que fuera el crimen descubierto la noche anterior. Al cabo de ocho horas y media, alguien levantaría un mensaje del contestador sobre una muerte sospechosa en Waterford y se reuniría un equipo. El patólogo, que a esa altura se habría enterado del hallazgo del cuerpo a través de las noticias, entonces recibiría una llamada del perito técnico para ir a la escena del crimen.
Brady miró a Frank.
—Preservemos esto.
—Richie, tú quédate aquí —pidió O’Connor—. Frank, el comisario Brady y yo hablaremos con Martha Lawson, antes de que lo haga cualquier otra persona.
Frank volvió a mirar a O’Connor al verle las gafas sin montura.
—Está bien —accedió O’Connor, alcanzándole a Richie la libreta negra. Sacó un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta azul acolchada y se la entregó—. Anota cada una de las personas que llega a la escena, comenzando por nosotros. Obviamente, no alteres nada, ten cuidado de por dónde caminas o dónde pisas. O respiras. Definitivamente, no podemos alterar nada, no necesito aclarártelo.
Richie asintió con la cabeza, pero el pánico se le notaba en los ojos. O’Connor vaciló y luego se marchó.
Mick Harrington llegó a casa a los brazos de su esposa y lloró como nunca antes lo había hecho. Robert se quedó quieto al final de la escalera observándolo, pensando en que algo le había sucedido a su abuelo hasta que sus padres se dieron la vuelta para mirarlo.
Joe Lucchesi atravesó despacio la puerta principal de Shore’s Rock y meneó la cabeza suavemente cuando Anna se le acercó. La aferró y ambos se abrazaron. Luego, cogidos de la mano, bajaron las escaleras hasta el cuarto de Shaun.
Martha Lawson gritó hasta que la garganta se le quedó seca, desplomándose en el piso del corredor, cubriéndose los oídos y repitiendo NO una y otra vez entre sollozos entrecortados. Frank, O’Connor y Brady ni siquiera habían hablado y tuvieron que esquivarla para poder entrar a la casa. Frank estaba visiblemente conmocionado por la reacción de ella. Se inclinó y le rodeó los hombros con un brazo, medio abrazándola, medio levantándola del suelo y llevándola al sofá de la sala.
—Que alguien traiga un poco de té —pidió. O’Connor miró a Brady y luego se dirigió a la cocina.
—Yo no quiero té —gritó Martha y se llevó la mano a la boca—. Oh Dios, lo siento —se disculpó—. Lo siento. ¿En dónde está ella? ¿Dónde la habéis encontrado?
—En el bosque —respondió Brady suavemente—. Junto a Shore’s Rock.
—¿Cómo? —preguntó ella—. ¿Pero no habían buscado antes allí?
—Sí, lo hicimos —respondió O’Connor—. Pero quizá sin penetrar demasiado. Resulta muy difícil adentrarse.
—Obviamente no es tan difícil —gritó ella—, si Katie lo hizo. —Y dejó la idea flotando en el aire—. Dios mío —dijo ella de repente—. ¿Y qué estaba haciendo ella ahí? ¿Qué fue lo que le sucedió? ¿Se cayó? ¿O…?
—Aún no lo sabemos —respondió Brady con cautela—. La patóloga…
—… La doctora Lara McClatchie llevará a cabo una autopsia en el cuerpo hoy más tarde —terminó de decir Martha—. Ya conozco el resto de esa oración —dijo sollozando—. Lo he escuchado en las noticias y pensé: «Jesús, María y José, pobre familia», ¡y ahora, mirad esto! La pobre familia soy yo. La pobre familia soy yo. —De pronto se levantó de un salto del sofá y fue deprisa al corredor para tomar una de las chaquetas de Katie del perchero. Tiró con fuerza para abrir la puerta principal y caminó tambaleándose en medio de la noche—. Tengo que ir a verla —expresó desesperadamente. Los hombres quedaron asombrados pero solo O’Connor logró correr tras ella. No hizo falta, Martha estaba tendida de bruces en el jardín, abrazando la chaqueta de Katie, la llovizna caía suavemente sobre su camisón.
Desde las nueve de la mañana del día siguiente, la gente del pueblo comenzó el recorrido del trayecto hasta el bosque, estacionando los coches donde la carretera había sido cortada y acercándose a pie a la actividad que se desarrollaba colina arriba. O’Connor había asignado a uno de los policías jóvenes más oscuros de Waterford para que se quedara en el cordón, recibiendo todos los ramos de flores y ositos de peluche que quisieran depositar junto a la escena. Una vez que se formó una pila, los cámaras y fotógrafos se acercaron para captar la mejor imagen.
Richie estaba de espaldas a la comisaría, frotándose la cara frenéticamente. Se había quedado con el cuerpo la mayor parte de la noche hasta ser relevado por un policía de Waterford. Se dio la vuelta al escuchar unos pasos detrás y ver a una morena parada en la puerta. Quedó atónito por su altura, medía al menos un metro ochenta. Instintivamente le miró los pies. Llevaba puesto un calzado deportivo caqui con tiras negras. Volvió a mirarla a la cara. Era atractiva al natural, de tez pálida pero saludable, cejas pobladas, labios carnosos y no usaba maquillaje. Llevaba los cabellos recogidos en una cola de caballo alta.
—En realidad no está abierto —aclaró Richie—. Pero si se trata de alguna emergencia…
Ella frunció el ceño.
—Eh… creo que va más allá de una emergencia —afirmó ella, con acento británico occidental—. Estoy aquí por la sospechosa…
Frank había estado intentando salir de detrás del mostrador pero era demasiado lento.
—Lo siento —le respondió, señalando a Richie con un gesto—. Buenos días, doctora McClatchie. Soy Frank Deegan, el oficial al cargo. —Le estrechó la mano y luego se volvió hacia Richie—. Ella es la patóloga estatal. Él es el policía Richie Bates.
Richie se ruborizó.
—Yo…
—Solo me ha visto en la televisión. Aparentemente no parezco ser la misma en la vida real —sonrió ella.
—Eh, sí.
—No se preocupe —dijo ella.
—Sea muy bienvenida, si es que ése es el mejor modo de expresarlo —aseguró Frank—. Déjeme llevarla al lugar de los hechos.
—Por favor, llámeme Lara.
Frank la acompañó afuera, pasaron junto al viejo Citroën negro de ella y fueron en dirección al Ford Focus. En el camino la puso al corriente. Dos camionetas de prensa más habían llegado desde que él se había ido más temprano, los periodistas y cámaras andaban por ahí merodeando. Frank pasó de largo y estacionó detrás de la camioneta del Departamento Pericial Técnico. Con lo primero que se toparon al bajar del coche fue con el hedor a vómito.
—Siempre hay alguien que vomita en la escena del crimen —contó Lara. Uno de los forenses se le acercó sigilosamente.
—En realidad fue Alan —aclaró él refiriéndose a uno de sus colegas—. No tuvo nada que ver con el cuerpo. Es solo que anoche estuvo de copas.
Ella ahogó una risa y luego miró dentro de la camioneta.
—¿Puedo ponerme mi equipo?
—Claro.
Encima de los pantalones y la chaqueta negra se puso el traje blanco estándar extra grande, lo cual era estupendo para su altura, aunque ella jamás querría abarcar todo el ancho, como algunos de los fornidos policías. Seguían los cubrecalzado, los guantes y finalmente se subió la capucha del traje para evitar que los cabellos se le engancharan entre las ramas mientras caminaba.
—¿Tiene alguna bolsa por ahí? —preguntó Frank.
—No —respondió ella—, solo esta pequeña por si necesito recoger alguna muestra —la sostuvo en alto—. En realidad mi trabajo se lleva a cabo en la morgue.
Caminaron hacia la cinta azul y blanca que marcaba la escena del crimen. El policía de allí apuntó su nombre, el de Frank y la hora.
—¿Quiénes son esas otras personas? —preguntó ella mirando a su alrededor.
El policía señaló a cada uno de manera distraída:
—Ésa es una pareja del escuadrón de Waterford, y aquél, en realidad… eh, ése es mi primo que trabaja en el periódico.
Lara lo miró fijo.
Frank la condujo hasta el cuerpo que estaba junto al sendero delimitado con la cinta, y luego fue directo a hablar con el policía de la entrada.
Cerca del cuerpo, había otro policía señalando las huellas mientras alguien gritaba:
—Es fresca. Es la huella del policía de Mountcannon. De cuando él y el oficial llegaron. Yo no me preocuparía por eso. Dijeron que en la escena del crimen no había ninguna.
—Hola, Alan —saludó Lara al del equipo forense—. ¿Cómo fue anoche?
—No me hables —le respondió él.
Ella echó una mirada alrededor.
—Parece espantoso.
—¿El crimen? ¿O los idiotas, disculpa mi lenguaje, que andan pisando la escena? —Parecía calmado pero ella lo conocía bien.
—Ambas cosas —aseguró.
Alan le señaló a alguien.
—A propósito, el de allá es periodista y tiene una pequeña cámara. Así que recuerda no sonreír.
Ella arqueó una ceja castaña:
—Esa es mi sonrisa de la escena del crimen. Solo para principiantes. Es igual a tu furia medida. Para que nadie que esté mirando las noticias te vea y piense «sospechoso»; nadie me mira y piensa «qué mujer tan tonta haciendo el trabajo de un hombre».
Frank observó a la doctora McClatchie de cuclillas junto al cuerpo, luego se levantó y caminó lentamente alrededor. Todos la miraban como si con cada movimiento hubiera posibilidad de que ella se diera la vuelta y dijera: «Muy bien, el asesino es fulano de tal y lo encontrarán en tal lugar».
El hecho de que todos supieran con certeza que había un asesino involucrado no era impactante sino más bien otra deprimente realidad que tenían que afrontar. Frank sabía que la mayoría de los hombres que estaban allí jamás había visto un cuerpo. Los únicos cadáveres que él había visto eran suicidios, el más reciente era el de un chico de quince años colgado en el granero de un vecino. Frank lo había encontrado, segundos después que la madre.
Parte de él sentía deseos de detener el mundo entero, pero la mayor urgencia era la de parar lo que sucedía delante de él. La violación de la intimidad de Katie le resultaba casi insoportable. Aunque era consciente de que la verdadera violación probablemente había sucedido hacía semanas. Esa parte era algo que tenía sentido, que tenía que haber sucedido, que había sido hecho para el beneficio de la víctima.
La gente regresaba caminando lentamente del sitio donde se hallaba el cuerpo mientras la doctora McClatchie se iba acercando. Dos forenses se pusieron en cuclillas junto a ella. El fotógrafo los siguió. Pieza por pieza apartaron las ramas y hojas que cubrían el torso de Katie, deteniéndose para fotografiar y filmar cada nueva capa. Al cabo de dos horas, el cuerpo estaba completamente descubierto y todos se quedaron tensos y retrocedieron.
Frank observaba mientras amarraban bolsas en la cabeza, manos y pies del cuerpo que luego metieron en una funda plástica, cerraron con una cremallera y trasladaron en una camilla.
—¿Alguna idea de la causa de la muerte? —preguntó O’Connor al tiempo que se acercaba a la doctora McClatchie.
—Eso se lo diré una vez que lleve a cabo la autopsia —miró a su alrededor—. ¿Alguien podría acercarme hasta mi coche?
Duke usó todo su control para no apretar la bocina con fuerza. El tráfico que tenía delante estaba estancado, incongruente en la angosta carretera de las afueras de Dromlin Woods, a kilómetros de Mountcannon. A su lado, estacionado en el arcén había un hombre sentado con la ventanilla abierta escuchando los comentarios frenéticos del partido de fútbol gaélico.
—Joder, Din, puedes enterarte del resultado más tarde —le gritó el amigo que pasó caminando frente a la camioneta de Duke dando una palmada en el capó al pasar.
Din apagó la radio y bajó con renuencia, recogiendo el equipo del baúl del coche antes de partir. Duke observó a los hombres dirigirse hacia la entrada del bosque, ambos con ballestas a los costados. Mientras el tráfico avanzaba lentamente, Duke alcanzó a ver a una mujer inmensa con una chaqueta anaranjada sentada junto a una mesa de picnic, con una pila de papeles delante, entregando a los arqueros formularios y bolígrafos.
Algo que para Duke estaba enterrado y hundido volvió a salir a la superficie. Salió a toda velocidad, brevemente hacia el lado equivocado de la carretera.
La sala de autopsias de Waterford Regional Hospital no era más grande que un aula de clases, con las paredes revestidas con planchas de acero. Frank y O’Connor estaban de pie de manera incómoda junto al lavabo, con mascarillas colgadas en las manos. Lara echó una mirada. Era como un Western, uno esperando a que el otro desenfundara. Estaba vestida con uniforme azul, una bata desechable verde de mangas largas que le llegaba hasta los tobillos y un delantal plástico verde. No llevaba puesta máscara. Se puso unos guantes de látex, los frotó con una crema de manos perfumada y luego se puso otro par de guantes. Los hombres la observaban atentamente.
—No me importa el olor —explicó ella—, solo quiero evitar que se me quede en las manos cuando estoy almorzando. Así que uso doble. —Se dio la vuelta y se acercó al cuerpo de Katie, tendido sobre una de las dos mesas de acero inoxidable que había en la sala, junto a una bandeja de instrumentos. Los hombres la siguieron, pero mantuvieron la distancia. Por una fracción de segundos O’Connor fue el primero en colocarse la máscara. Desde algún sitio, la voz grave de Johnny Cash llenó la sala. Lara había metido cuatro discos compactos entremezclados en el estéreo, dos recopilaciones de música country, uno de Hank Williams y otra de Johnny Cash.
—Tengo épocas —comentó ella para sorpresa de los hombres—. Aunque jamás pensé que me daría por la música country.
Luego casi no habló ni una palabra mientras ellos la observaban ponerse a trabajar junto a un técnico, un fotógrafo y un experto en balística y huellas dactilares.
—Mmm, ¿qué tenemos aquí? —comentó ella, sosteniendo un pequeño fragmento de algo oscuro que había arrancado de la herida de la cabeza. El de balística abrió una bolsa de plástico; ella lo metió allí y se volvió hacia el cuerpo—. Aquí hay más —agregó, al tiempo que quitaba una segunda y una tercera pieza.
O’Connor se adelantó.
—¿Qué cree que es?
—Ni idea —respondió ella—. Y probablemente nunca la tendré hasta que me presente en la Corte con mi prueba. —Ella alzó la vista hacia los hombres—. Son ustedes los que averiguan este tipo de cosas a través del laboratorio. A mí nadie me dice nada. —Ella rodeó a O’Connor y él se quedó al fondo junto a Frank, donde estuvieron apoyándose en un pie y en otro hasta que finalmente, al cabo de cuatro horas, Lara se quitó los guantes y dejó que los hombres se acercaran al lavabo. El comisario Brady acababa de llegar y un policía que había en la puerta le permitió entrar. Retrocedió ante el olor, se cubrió la boca con la mano y atravesó la sala hacia donde se encontraban ellos. Pareció buscar de dónde venía la música.
—El mismísimo Man in Black —comentó.
Lara asintió con la cabeza y sonrió.
—Muy bien —dijo. Los tres hombres se amontonaron frente a ella. Ella los miró de modo despectivo y ellos retrocedieron un poco—. Hay pruebas de golpe en la cabeza con objeto contundente. Ha recibido varios golpes, obviamente con algo pesado. También hay pruebas de estrangulamiento, daño en laringe, fractura de la nuez de la garganta. La herida del cuero cabelludo está carcomida por gusanos. Cuando las moscas se acercan al cuerpo, lo que probablemente haya sucedido a las pocas horas, buscan los lugares jugosos para depositar los huevos; esto incluye todos los orificios: ojos, fosas nasales, oídos, boca, pene, vagina, ano. Pero si hay heridas, allí es donde penetrarán primero. Disculpen el juego de palabras. Eso explica lo que mencioné sobre el cuero cabelludo. También hay evidencia de actividad de gusanos en brazos y manos, lo cual indicaría la presencia de heridas defensivas.
—¿Y entonces la causa de la muerte? —preguntó Brady.
—Yo diría que fue estrangulada y luego golpeada en la cabeza. Cuando se es estrangulado, no se muere inmediatamente. Pudo haber quedado balbuciendo, lo cual quizá pudo haber alarmado al atacante que tal vez cogió lo que tuvo a mano para terminar el trabajo. En este caso había marcas angulosas, yo diría de una piedra.
—¿Y la hora de la muerte? —preguntó Brady.
—Resulta difícil decirlo. Lo más cercano que podría decir, basado en las condiciones del cuerpo es que coincide con el momento de la desaparición.
El inspector O’Connor tenía el ceño fruncido.
—Me temo que no puedo ser más específica que eso —aclaró ella—. La hora del deceso sería mucho más precisa si el cuerpo hubiera sido hallado a los pocos días, pero cuando ya han pasado semanas, se vuelve mucho más difícil.
—¿De modo que este sujeto pudo haberla tenido en algún lugar y luego asesinado en una etapa posterior?
—Si me está preguntando si el cuerpo fue trasladado, yo diría que no hay nada que lo indique, pero fuera de eso, solo depende de cualquier prueba que se encuentre.
—¿Y qué hay del abuso sexual? —preguntó Brady.
—Diría que hay prueba circunstancial —explicó Lara—, basada en el hecho de que le quitaron pantalones vaqueros y ropa interior. Obviamente, eso sugiere altamente un intento de abuso sexual, aunque no podría arriesgarme a decir nada más definitivo.
—¿Por qué no? —preguntó Frank amablemente.
—Lo que sucede con la descomposición es que la zona genital se inflama mucho… —Todos los hombres bajaron la vista. Ella continuó—… y puede haber ruptura de tejido de esa zona, que es lo que ha sucedido en este caso. Eso complica las cosas. Nuestra única esperanza son los resultados de los exudados vaginales y anales. Si el atacante utilizó un preservativo, no tendremos nada.
—¿Qué hay con la escena? ¿Con la mitad superior del cuerpo cubierto de ese modo? —preguntó O’Connor.
—Yo trabajo con lo que veo en el cuerpo. Por lo demás, pueden llamar a un criminólogo —sonrió ella.
—Es algo que no quiero volver a escuchar mientras viva —dijo Joe, acariciándole el rostro a Anna mientras estaba tendida en el sofá pegada a él. Ella sabía a lo que él se refería: el grito ahogado en la garganta de Shaun. Se habían quedado con él toda la noche hasta que finalmente se había quedado dormido. Desde entonces, no había subido. Joe siguió acariciándola hasta que a Anna le pesaron los ojos y la respiración se tomó lenta. Él le besó la frente tibia, luego bajó la cabeza suavemente de su regazo y la apoyó sobre un almohadón. Tomó una linterna de un cajón junto a la puerta de entrada, salió sigilosamente y se dirigió al bosque.
Oran Butler estaba sentado en el sofá con los pies sobre la mesa baja. Se metía en la boca judías con salsa de un plato que sostenía debajo de la barbilla. Richie salió de la cocina.
—Eres un maldito asqueroso, Butler —lo insultó—. Este lugar es un desastre. ¿Por qué no…?
Oran levantó la mano para callarlo.
—Estoy destruido. No empieces.
Ambos se habían entrenado juntos para ser policías y ahora compartían un apartamento en Waterford Road, a diez minutos del pueblo. Oran era uno de los seis policías que trabajaba en la Brigada antidrogas en las afueras de la ciudad de Waterford.
—¿Qué hay con el trabajo? —preguntó Richie.
—Ah, lo mismo, lo mismo. Un atraco en el Depósito de Alfombras Healy en el polígono industrial Carroll, sorprender a los cabrones. O’Connor meándose encima. Este podría ser su gran momento.
Se inclinó y abrió una lata de cerveza, levantándola para hacer un brindis. Miró el vaso de Richie.
—Agua mineral. Qué tristeza.
—Cállate, colorado —dijo Richie.
—Original y además detallista —ironizó Oran—. Por qué también no me llamas pecoso.
Bebió de la lata, agitándosela a Richie y sonriendo.
Joe podría haber seguido conduciendo más colina arriba y llegado hasta donde habían hallado el cuerpo, pero no quería perderse nada. La luz de la linterna era débil, un brillo pálido y confuso que apenas le iluminaba el camino. Tenía que levantar mucho las rodillas por encima de los brezos e imaginó que a quien fuera que se hubiera llevado a Katie hasta allí viva o muerta le habría costado. Al cabo de quince minutos, encontró los restos andrajosos de la cinta azul y blanca de la policía agitándose en un árbol y a veinte metros, otro trozo en la base de un tronco. Miró alrededor con cuidado, alumbrando el suelo con la luz tenue, buscando el sitio donde claramente había yacido el cuerpo. Se acercó lentamente, luego retrocedió y se puso en cuclillas, alumbrando con la linterna adelante. Buscó en la parte interna de la chaqueta y sacó un bolígrafo que utilizó para levantar algunas hojas desparramadas. Se detuvo para observar algo con más detenimiento, lo tomó entre sus dedos con cuidado y lo trajo bajo la luz. Era un cilindro de color rojo amarronado, muy delgado y de unos cinco milímetros de largo, con un extremo en forma de punta y el otro roto. Él sabía de qué se trataba pero no estaba seguro de lo que significaba.