CAPÍTULO 11

—Escuché un grito —dijo Mae Miller.

Frank esperó.

—¿No tuvimos ya su declaración? —le preguntó.

—No. Estuve fuera hasta ahora, no me he enterado de nada de esto hasta que regresé. Como integrante del Grupo de Vigilancia Vecinal, por supuesto con tu esposa como miembro del comité, soy bien consciente de la importancia de mantenerse alerta en relación a actividades sospechosas e informar de inmediato, en ese caso.

Mae Miller tenía ochenta y seis años de edad, era esbelta y lucía un elegante traje de lana marrón con un collar color mandarina. Usaba medias tostadas y zapatos bajos de charol negros. Frank no sabía demasiado sobre maquillaje, pero no estaba seguro del lápiz de labios rojo. Mae Miller había enseñado en la escuela primaria de Mountcannon durante más de cuarenta años. Entre los cuatro y los doce años, la mayoría de los niños del pueblo se habían sentado en su aula, con temor.

—Fue el viernes por la noche —dijo ella, instalándose en una silla junto a la puerta al tiempo que se quitaba unos guantes de cuero verde—. La señora Grant, madre de Petey, y yo estábamos jugando al bridge en la casa de una amiga en Annestown. Yo sabía que mi hijo John esa noche regresaría tarde, de modo que me quedé en la casa de los Grant para sentirme acompañada. Como ya sabe, ellos viven en una esquina del camino que conduce a la casa de la muchacha extraviada, Katie Lawson, donde vive con su madre Martha Lawson. Su padre, Matthew Lawson, por supuesto falleció hace varios años. En 1997, si mal no recuerdo. Era un buen hombre.

Frank asintió pacientemente.

—En fin, yo me encontraba tomando un té en mi habitación —continuó ella—. El cuarto de los huéspedes al frente de la casa, que da a la calle.

—¿Miró hacia afuera? —preguntó Frank, haciéndola avanzar—. ¿Cuándo escuchó el grito?

—Lo hice —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Y vi a dos personas, caminando por la calle desde el pueblo hacia la casa.

—¿Hombres o mujeres?

—A un hombre y a una mujer, bueno, bastante joven, diría yo, no muy grande. Él era más alto. —Hizo un leve gesto.

—¿Reconoció a alguno de ellos? —preguntó Frank.

—Parecían conocidos, pero no puedo asegurar si la muchacha era la joven Katie.

—¿Cómo estaba actuando la pareja?

—Como si el mundo no les importara.

—¿Pero y el grito?

—Sí, eso fue después de que los viera por la ventana.

—Ah. Pensé que eso había sido lo que la hizo asomarse.

—No. Yo ya estaba mirando por la ventana. Volví a tomar mi té, oí el grito y miré de nuevo. Ellos ya no estaban —vaciló—. Pudo haber sido al chico Lucchesi a quien vi. —Hizo una pausa y se inclinó hacia adelante—. ¿Recuerda a su madre hace años?

Frank negó con la cabeza.

—Nosotros no estábamos aquí en esa época.

—Faldas cortas hasta el trasero. Jamás vi una puntada de ropa respetable en ella. Me rompió el corazón que mi John tuviera algo que ver con esa muchacha. No la hubiera tenido bajo mi techo.

La dejó seguir hablando, pero no tenía más detalles que ofrecer. Cuando se puso de pie para marcharse, él extendió la mano para estrechársela, pero ella lo atrajo en un abrazo. Lo apretó fuerte contra sus muslos. Él se soltó amablemente, estrechándole los brazos con gentileza y guiándola hacia la salida.

—Madre de Dios —dijo al cerrar la puerta detrás.

A Sam Tallón le gustaba trabajar por la mañana temprano cuando todo el mundo estaba durmiendo. Fue directo al faro y estaba a punto de abrir la puerta con llave cuando se percató de que ya estaba abierta. Subió los escalones, deteniéndose a mitad de camino para recuperar el aliento. Al llegar arriba, Anna ya estaba allí, quitando los periódicos húmedos del piso.

—No podía dormir —le dijo al ver la mirada en su rostro.

—Ah, si me lo pregunta a mí, solo se necesitan cuatro horas de sueño —comentó él—. Empezaré a revistar todo. Podemos llegar a descubrir bastante pronto si se puede encender o no a esta dama.

Shaun iba camino a casa de los Danaher para encontrarse con Ali, con la cabeza gacha contra el viento. Ya no se veían mujeres caminando solas por el pueblo. Padres, esposos, hermanos y novios habían reacomodado horarios para que ellas no tuvieran que hacerlo. Shaun chocó el codo con otra persona que pasaba en sentido contrario y se detuvo para disculparse.

—Solo soy yo —dijo Billy McMann sonriendo.

Shaun bajó la vista y vio al pequeño a quien había ayudado a subirse el cierre después del partido de fútbol.

—Ah, eh, Billy.

—Eh, no te he visto, pero quería decirte que siento lo de Katie.

—Yo también.

—Igual ella regresará, ¿verdad?

—Eso espero.

—Voy de camino a esperar a mi hermana al autobús —le dijo encogiéndose de hombros. La hermana de Billy tenía diecisiete años.

—Bueno, ella cuenta con un tipo rudo que la proteja —comentó Shaun.

—Y también Katie —respondió Billy. Se ruborizó—. Quiero decir, lo que sucedió… si tú hubieras estado, no…

—Gracias —dijo Shaun—. Sé lo que quieres decir.

Joe tomó una madera de la pila que estaba junto a la mesa de trabajo. La aseguró con dos prensas de sujeción y se quedó mirándola. De la parte superior del estante, escogió un cepillo y comenzó a trabajar en uno de los bordes cepillando las astillas. Luego aflojó la madera y volvió a arrojarla a la pila. Se sobresaltó al ver una silueta de pie en la puerta.

—Martha —dijo—. Me has dado un susto enorme. ¿Cómo estás?

—Me estaba preguntando si puedes ayudarme, Joe —le dijo ella—. Con Katie. Tú tienes experiencia con estas cosas.

—Sí —dijo Joe—. Pero…

—¿Qué crees que sucedió? —le preguntó ella.

—Honestamente, Martha, no lo sé. No tengo todos los datos.

—Tú también has estado por ahí haciendo todas esas preguntas. Yo te he informado durante las últimas semanas. Sabes tanto como yo, que es lo mismo que sabe la policía.

—Quizá tenga más información de la que da —sugirió él. Ella bajó la vista.

—Tú no crees que ella haya huido, ¿verdad? —le preguntó.

—Pudo hacerlo —le respondió—. Si tú estás aquí debido a mi experiencia, te diré una cosa que aprendí, y es mantener la mente abierta. En especial con los adolescentes. Uno no sabe cómo actuarán. Yo a veces no tengo ni idea de lo que a Shaun le pasa por la cabeza.

—¿Hay algo que tú puedas hacer?, ¿puedes lograr que la policía te deje ayudarla?

Él sonrió.

—Me temo que no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Sencillamente, no es así como funciona. ¿Qué es lo que ellos creen que sucedió? ¿Adónde creen que fue ella esa noche?

—No tiene sentido. Parecen creer que huyó. Pero no me dicen por qué piensan que haría algo así. Su teoría es que dejó a Shaun en el puerto, fue caminando al pueblo, dobló a la izquierda para ir a casa y luego todo se vuelve un poco vago. Creo que no tienen ni idea.

—Bueno, creo que puedo llegar a hacer algunas preguntas —dijo Joe—, ver si hay algo que no parezca estar bien. Pero no será como mi trabajo de allá donde cuento con todos los recursos de rutina.

Ella asintió tristemente.

—Mira, quizá si tú me mantienes al tanto de todo lo nuevo que la policía te diga, eso pueda servir de ayuda.

—Está bien —dijo ella. Lo miró directo a los ojos—. ¿Y si está muerta?

Él no vaciló.

—Recuerda tener la mente abierta —le dijo apretándole el brazo.

Ella asintió con la cabeza.

—Creo que está muerta. —Se marchó rápido del taller sin mirar para atrás. Él se preguntó, y no por primera vez, ¿por qué la gente pensaba que podía decirle cosas a él que sabía jamás se las habían dicho a otra persona?

Betty Shanley estaba saliendo de Tynan’s cuando vio a Shaun cruzando la calle. Le hizo señas con la mano.

—Disculpa, cariño, sé que estás en tu hora de almuerzo, pero solo quería que supieras que tenemos unos huéspedes en una de las casas este fin de semana. ¿Podrías prepararla?

—Claro, señora Shanley —respondió él—. ¿Para el viernes?

—Sí. Igual podrías pasar después de la escuela. Ellos no llegarán como hasta las diez. —Ella le dio un rápido abrazo—. Espero que estés bien —le dijo—. Pobrecillo.

—Gracias —le manifestó él al tiempo que se alejaba—. Ah, ¿qué casa es?

—La número quince —respondió ella.

Su corazón le dio un vuelco.

Joe estaba sentado en el estudio con la Power Book enfrente.

—Hola —saludó Anna asomando la cabeza.

—Este caso es una maldita pesadilla —comentó Joe. Martilleaba los dedos en el teclado.

—¿Qué caso? —preguntó Anna.

Él desvió la mirada.

—Mierda, quise decir Katie.

—¿Caso?

—Lo siento, ya sabes lo que quiero decir. Es solo que, ya sabes, no estar entre la gente informada.

—No me gusta hacia dónde estás yendo.

—Mira, estoy cerca de esto, conozco a los jugadores, solo necesito saberlo todo si es que…

—Epa —dijo Anna—. Está en un impasse, detective.

—Vamos —dijo Joe—. ¿En quién confiarías más?

—Tú no sabes qué es lo que la policía está haciendo —le dijo ella—. En este momento, podría estar, como tú dirías encima del culpable. ¡Dios mío! —exclamó ella—. Escúchame. Yo ya he asumido que alguien le hizo algo, que alguien… —Las lágrimas le brotaron de los ojos.

—Oh, cariño —dijo Joe—. Ven aquí.

—No sé qué es peor —dijo Anna—. Que alguien se la haya llevado a alguna parte o que ella… quiero decir…

—Lo sé, lo sé. Por eso quiero ayudar.

—¿Hablas en serio? —dijo ella, secándose las lágrimas.

—Por supuesto que hablo en serio. La novia de nuestro hijo ha desaparecido. Él está destrozado. —Bajó la vista—. Y Martha me ha pedido ayuda.

—Ah, ya veo —dijo Anna—. Tienes la bendición de alguien.

Él no dijo nada.

—¿Me permites? —dijo ella, apartándose y haciendo clic en los iconos al pie de la pantalla. Más de treinta Post-it informatizados amarillos, verdes y azules se abrieron ante ella. Sonrió y movió la cabeza:

—Guau.

Cada nota tenía una referencia relacionada a la desaparición de Katie con comentarios debajo. Joe apartó la mano de Anna y bajó la pantalla. Pero no antes de que ella alcanzara a ver un pequeño icono verde, cerrado, pero titulado «Shaun».

Shaun suspiró al ver lo que había dentro de la nevera. Pequeñas migajas de torta. Las empujó con el dedo y quedaron pegadas. Echó el resto en la palma de la mano y se quedó inmóvil, con la mano suspendida encima del fregadero, preguntándose si al tirarlas no estaría atrayendo a la mala suerte. Dio la vuelta a la mano y abrió el grifo, observando cómo las migajas flotaban y luego formaban un remolino hasta desaparecer por la rejilla. Deambuló por todas las habitaciones de la casa, revisando todo lo que se suponía tenía que revisar, cumpliendo con su trabajo accidentalmente. Se dirigió a la habitación principal. El corazón rugió en su pecho. Se recostó en la cama con la almohada en la cara. Se paró. El cuarto estaba vacío. Abrió y cerró los armarios. Arregló la cama, lloró y bajó las escaleras. Encendió la calefacción y dejó una nota de bienvenida sobre la mesa. Cerró la puerta con llave, dejó las llaves debajo de la alfombra y se marchó a casa.

Joe entró corriendo despacio a la comisaría y le preguntó a Richie si podía hablar con Frank.

—Supongo que sí —le respondió—. Frank —gritó—. El señor Lucchesi está aquí y quiere verte. —La sonrisa era amplia y falsa.

—Bueno, en realidad los dos podéis escuchar esto —dijo Joe.

Frank se acercó al mostrador.

—Es sobre lo que he estado tratando de decirles en Danaher’s. Shaun le regaló a Katie una rosa blanca el viernes que ella desapareció, y yo la encontré en la tumba del padre. De modo que creo que ella fue por Church Road y en el camino se detuvo en el cementerio. Todavía está allí, podéis ir a comprobarlo.

—Eso está muy bien, pero tenemos una testigo que dice lo contrario —Frank le contó brevemente sobre Mae Miller.

—Ah —dijo Joe confundido—. Bueno, siento haber… Debe de haberse tratado de otra rosa… Tal vez Martha… —Él se dio la vuelta y les hizo un gesto con la cabeza—. Gracias por escucharme.

Anna pasó por el faro. Sam estaba terminando, guardando unas llaves dentro de una pequeña y ordenada caja de herramientas amarilla. Se limpió las manos con un paño lleno de aceite y sonrió.

—Le tengo buenas noticias —dijo—. No tuve que hacer demasiado. Había algunas pérdidas de keroseno y tuve que reemplazar las cubetas de la bomba de aire.

Anna había esperado malas noticias.

—Lo que digo es que no pude encontrar nada que impida encenderlo.

Ella le dio un fuerte abrazo y le palmeó la espalda.

—Muchas gracias, Sam.

—Ah, y hay otra cosa —le dijo él—. ¡Esto! —Sacó un pequeño paño rosa de seda.

—¡Guau! Gracias de nuevo. —Lo cogió y lo sostuvo en la palma de la mano—. No es lo que me esperaba en absoluto. Es muy suave. Parece algo que mi abuela pudo haber tejido a ganchillo.

—Las cosas buenas vienen en envase pequeño —dijo Sam, guiñándole un ojo.

Joe cerró la puerta principal detrás de sí y atravesó el vestíbulo obsesionado con Frank, Richie y Mae Miller. Se sentía como el alumno que levanta la mano para responder todas las preguntas en la escuela, pero siempre da la respuesta equivocada. Necesitaba volver al principio. Mientras iba caminando se percató de que iba disminuyendo la marcha. Luego algo lo hizo detenerse: una extraña y vaga esperanza. Se quedó vacilando ante la puerta del cuarto de Shaun. En parte le dolía lo que estaba a punto de hacer, pero la otra parte estaba con el piloto automático. Abrió la puerta y bajó las escaleras. Caminó por el cuarto, tocando lo menos posible. Imaginaba que cualquier cosa que tocara, brillaría como Luminol[8] en cuanto Shaun volviera a entrar. La cama estaba hecha y había una revista de cine encima. El único póster que había en la pared era el de Scareface. En el cuarto no había fotos de modelos ni actrices, Shaun las había quitado cuando empezó a salir con Katie. Joe no esperaba que él volviera a ponerlas. Se paró frente al armario abierto y tomó las cajas apiladas en el estante de arriba. Tenían una marca negra y blanca de zapatillas al frente, pero estaban repletas de fotografías, entradas de conciertos y pequeños juguetes de plástico. Joe estiró la mano y sacó un Magic 8-Ball. Lo sacudió.

No escuchó el crujido de arriba.

—¿Qué diablos estás haciendo? —le gritó Shaun desde la puerta.

Joe se dio la vuelta lentamente.

—Eh…

Shaun bajó las escaleras corriendo y le arrebató la pelota de la mano.

—Eso es mío.

—Solo estaba…

—¿Qué? —dijo Shaun—. ¿Espiando?

—¡No! —dijo Joe—. No, yo…

—¡Mentiroso de mierda!

—Cuida tu boca.

Shaun resopló.

—No se trata de mi boca sino de invadir mi privacidad. No serías capaz de revisar ni la casa de un drogadicto de mala muerte sin una orden, ¿qué es lo que estabas buscando?

—No lo sé. Algo que pueda servir de ayuda. Quiero ayudar. Quieres saber lo que le sucedió a Katie, ¿verdad?

—Por supuesto que sí —respondió Shaun bruscamente—. Pero si la respuesta estuviera en mi cuarto, creo que ya la habría encontrado. ¿Y qué diablos fue eso con Robert? ¿Crees que todos somos estúpidos? ¿Qué es ese raspón que tienes en la mano? ¿Crees que él no se dio cuenta de lo que querías decir? Te pasaste, papá. Lo único que puedes ver es lo malo en la gente. Hasta en tu propio hijo. Incluso habiendo renunciado a tu estúpido trabajo. Eso es muy triste.

La silla estaba húmeda en la espalda de Duke. Tenía los párpados pesados y la cabeza se bamboleaba floja hacia adelante y hacia atrás. Afuera, en algún lugar, escuchó un grito entre los árboles. Abrió los ojos de golpe. Se aferró a los apoyabrazos de la silla y se levantó lentamente. Se dirigió hacia la puerta trasera y salió al patio. En el siguiente terreno vio a un par de mochileros riendo y ayudándose a cruzar un cerco. Detrás de ellos había un largo sendero de hierba amarillo. Duke se inquietó. Fue caminando hacia el frente de la casa y hasta el comienzo del camino. Un pequeño cartel con una mano pintada mostraba el dibujo de un hombre caminando. La flecha señalaba hacia donde se encontraban los mochileros. Él se estiró y movió el cartel hacia un lado y hacia otro hasta quitarlo. Lo arrojó en la maleza, se dio la vuelta y volvió caminando hacia la camioneta. Subió y condujo hasta que vio el mar.

Sosteniendo con una mano una taza de café y con la otra un posavasos debajo con cuidado, Nora Deegan se ahuecó en el enorme sillón.

—Él conoce su café. Se lo daré —dijo ella, inclinándose para inhalar el intenso vapor.

—¿A Joe?

—Sí. Éste es otra variedad colombiana. Podría quedarme oliéndolo toda la noche.

—Qué amable por su parte traértelo de nuevo —dijo Frank.

—Sí. Igual es algo del café. Los bebedores de café son los fumadores del mundo de los brebajes.

Frank rió entre dientes.

—Hablo en serio —dijo ella—. Nos estamos volviendo marginados: Dios mío, estaría toda la noche despierto si bebiera tanto café como tú, o ¿No te preocupa lo que va dentro de tu organismo? o No, no. Para mí descafeinado. Los descafeinados tienen más sustancias químicas…

—Algunos no tenemos opción —dijo Frank poniendo cara triste.

—No estoy hablando de ti, cielo —dijo ella—. Estoy hablando de la gente a quien no le pasa nada y quitan el café de su dieta. Una locura.

—¿Qué vas a ver? —le preguntó él, señalándole la TV con un gesto.

—Estoy viendo —dijo ella, al tiempo que se ponía las gafas y levantaba un periódico enrollado— Las últimas horas de Pompeya. Noche de historia.

—Estupendo. Yo me estoy yendo a Danaher’s a encontrarme con Richie, para continuar con algunas cosas del caso.

—Cuando esto termine, estaréis hartos de veros —comentó ella.

—Mmm —dijo Frank.

Joe se inclinó y echó una mirada a los tres trozos de bistec que había debajo de la parrilla. La manteca apenas se había derretido encima. La salsa Worcestershire no chisporroteaba.

—Sal de ahí —dijo Anna.

—Vamos. Emparedados de bistec. Mi especialidad.

—El único inconveniente es que claramente Shaun no sale de su cuarto por algún motivo. Y yo no tengo mucha hambre. Y lo último que tú necesitas es algo para masticar —comentó ella señalando la LV8 abierta y la tableta de calmantes vacía que había sobre la mesa.

Joe volvió a echar una mirada a la parrilla. Anna suspiró.

—Lo he estropeado —dijo Joe sin mirarla—. Me encontró revisando su cuarto. —Se enderezó, apagó la parrilla y echó los bistecs a la basura.

Anna frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Honestamente no lo sé.

—Sí que lo sabes.

—No lo sé. Mira, simplemente hay algo que a mí no me cuadra, ¿de acuerdo?

—¿Qué es lo que quieres decir? Me estás asustando.

—Creo que yo mismo me estoy asustando. —Fue hasta la puerta—. Voy a salir.

—Basta de hacer eso, de salir cuando yo quiero hablar contigo. Escapar.

—No lo hago. Necesito dar una vuelta. Hablaremos más tarde.

Joe retrocedió con el jeep por el sendero, doblando violentamente en el último momento para esquivar el poste de la izquierda. Se detuvo antes de doblar en dirección al pueblo, tratando de calmar sus nervios crispados. ¿En qué clase de padre se había convertido? Mientras conducía recordó cuando trabajaba en Delitos Sexuales y cuando un día Anna había llegado con Shaun a la comisaría. Él no la había visto durante cinco días. Había estado durmiendo en el sillón de la sala de espera de arriba al recibir la llamada desde el escritorio. Estaba exhausto después de su turno pero se había quedado a trabajar en un caso. En el suelo, a su lado, había un expediente y una foto de color brillante, encima, de un niño hispano de cuatro años vestirlo con pijama celeste con avioncitos rojos. Estaba riendo, la parte superior del cuerpo inclinada y los brazos extendidos como si estuviera planeando. Joe aún recordaba su nombre: Luis Vicario. Había sido atraído con engaños hacia una casa por una prostituta joven pagada por el dueño, un sucio camionero obeso que acababa de trasladarse al barrio. Él le había dicho que Luis era su hijo y que su esposa jamás lo había dejado entrar. La prostituta le prometió a Luis dar una vuelta en un avión de verdad, lo llevó a la casa y se marchó. El pequeño cuerpo fue hallado tres horas más tarde. Apenas respiraba. Una ambulancia lo trasladó urgente hasta un hospital, donde lo entubaron, le trataron las heridas lo mejor que pudieron, tenía agujas clavadas en los brazos y estaba conectado a un respirador. Joe visitó a la familia todas las semanas durante tres meses hasta que el niño perdió la batalla. El vecino huyó. La prostituta vio la historia en las noticias y se presentó. Estaba esperando en la sala de reuniones para ver a Joe. Se levantó y bajó las escaleras deprisa para encontrarse con Anna, quien, sin decir una palabra, le entregó de un empujón a Shaun de seis años y le dijo: «Éste es tu hijo, Shaun». A Joe le resultó difícil mirarlo pero se agachó y lo abrazó dándole una palmadita en la espalda, mirando fijamente a Anna en todo momento. Ella tenía lágrimas en los ojos. Al cabo de un instante, él se levantó. Anna tomó a Shaun de la mano y se dio la vuelta: —Au revoir, —le dijo mientras se marchaba. Sabía que eso no significaba simplemente adiós, sino hasta la próxima vez que nos veamos. Pero prefería que ella se enfadara con él a tener que explicarle.

Ese año en Irlanda había comenzado del mejor modo para él y para Shaun. No quería que sucediera nada que lo echara a perder. Pero la peor parte de que Shaun lo hubiera descubierto más temprano era el hecho de darse cuenta de que al entrar a su cuarto él si estaba pensando lo peor. Se había acercado a esas cajas con el corazón martilleándole en el pecho. El hecho de tomar el Magic 8-Ball era solo por tocar algo familiar y agradable. En ese momento estaba lleno de temores. ¿Y por qué razón tenía a Mae Miller metida en la cabeza como un CD atascado? Apenas la conocía, pero se preguntaba si su testimonio podía tomarse en sentido literal o si ella tendría algo que ocultar o alguien a quien proteger. Un nombre le vino a la mente. Condujo hasta la casa de los Grant, donde Mae Miller se había quedado la noche en que Katie había desaparecido. Eran casi las once y media, hora en que Katie hubiera estado regresando a casa a pie. En el instante en que bajó, percibió que algo estaba mal. Había otras tres casas cerca, sin embargo, ninguna había escuchado ningún ruido. Frank hubiera apoyado el testimonio con la mayor cantidad de testigos posibles. Solo las pisadas de Joe ya habían provocado el ladrido de un perro. Otro cachorro de terrier gritón apretaba la cara contra los barrotes de un portón. Joe miró las ventanas de la planta baja. En dos de ellas había luces. La tercera estaba a oscuras pero, al acercarse, alcanzó a ver un reflejo al fondo de la casa. No era demasiado tarde para que el vecino de la señora Grant estuviera despierto.

Apretó el timbre de la primera casa. Atendió una mujer con una blusa blanca radiante y unos pantalones de poliéster. Se ruborizó al ver a Joe.

—Hola, señor Lucchesi —saludó—. ¿Cómo está?

—Hola —respondió Joe—. Estoy bien, Yo… me preguntaba si usted estuvo aquí el viernes por la noche, el 6, cuando Katie desapareció.

—Pobrecilla. —Meneó la cabeza—. Sí, estaba —dijo—. Era el cumpleaños de un amiguito. Estuve limpiando después de la fiesta hasta tarde.

—¿Como hasta la medianoche?

—Cielos, no. Como hasta las dos de la mañana.

—¿No escuchó nada de nada?

—No. Nada.

—¿Pudo haber tenido la aspiradora encendida?

—La hubiera tenido de haber estado reparada. Andaba de rodillas quitando las palomitas de maíz de la alfombra. ¿Los muchachos le dijeron que viniera para ayudar con la investigación? —le preguntó ella con los ojos brillantes.

—No, no —respondió Joe—. En realidad no es así como funciona. Solo curiosidad, eso es todo. ¿Esa noche vio algo?

—No. No tuve ni tiempo de persignarme, ni hablar de mirar por la ventana.

—Está bien —dijo Joe—. Gracias. —Se dirigió hacia la segunda y la tercera casas, antes de regresar conduciendo a Danaher’s.

El bosque de Shore’s Rock estaba sumamente tranquilo, el silencio roto solo por las pisadas de Mick Harrington y la respiración fuerte de su perro, Juno. Como a un kilómetro y medio de la casa de los Lucchesi, a través de una tupida valla de arbustos y brezos, Mick siguió por un sendero hacia el borde del acantilado, el mismo sendero que había recorrido de arriba abajo durante más de treinta años, hasta una comisa que sobresalía hacia el mar, donde le gustaba sentarse a contemplar una de sus vistas preferidas. Juno siguió trotando despacio, cansado. De repente, el perro soltó un ladrido penetrante y siguió ladrando hasta que Mick trepó y lo cogió suavemente de la cabeza, sujetándolo de las orejas y poniéndose en cuclillas para mirarlo a los ojos.

—¿Qué sucede, muchacho? ¿Por qué mi muchachote ladra como un loco? —La mirada de Mick se deslizó más allá del perro y se detuvo repentinamente. Retrocedió tambaleando, buscando a tientas la correa de Juno, esforzándose por volverlo a enganchar al collar. Él empezó a correr de nuevo por medio del bosque, llevando a Juno detrás hasta que finalmente lo levantó y lo llevó de nuevo al coche caminando con pasos torpes.

Frank estaba tranquilo terminándose la cerveza cuando Joe llegó y se sentó a su lado, Richie casi se levanta de su silla para protestar. Abrió la boca, pero las palabras quedaron ahogadas al abrirse de golpe la puerta de Danaher’s. Mick Harrington escudriñó el bar. Fijó los ojos en los de Frank.

Frank se puso de pie y atravesó el salón como atraído hacia él.

—Dios santo —dijo Mick, en voz baja. Contuvo las lágrimas—. Yo estaba fuera dando un paseo. Por… por el bosque. Vi… creo que… No sabía lo que era. —Contuvo la respiración—. Creo que… era Katie.