Stinger’s Creek, centro-norte de Texas, 1980
La señora Genzel vigilaba a su clase de quinto grado. Estaban inclinados sobre el examen parcial de historia, con los brazos en forma de gancho sobre sus respuestas. Duke Rawlins estaba sentado con la cabeza gacha, moviendo el lápiz furiosamente. Ella alcanzó a ver las hojas que él había terminado, crujientes sobre el pupitre por la presión de sus trazos. Alzó la vista en busca de algo y ella se preguntó qué ocultarían esos ojos pálidos. Luego él se detuvo, y de repente arrancó las hojas y se las comió ruidosamente. Arrojó una o dos al piso. El resto de los niños se quedaron mirando fijamente. Una risita rompió el silencio.
—Shhh —dijo la señora Genzel. Se volvió hacia Duke—. ¿Está todo bien? —le preguntó con tono suave.
Él le devolvió un rápido y brusco movimiento de cabeza. Tenía la boca herméticamente cerrada. Los dedos de la mano izquierda tamborileaban el escritorio.
—¿Quieres comenzar de nuevo? —le preguntó ella.
Él volvió a sacudir la cabeza, esta vez más despacio.
—No, señora.
Luego se apoyó atrás y apretó mucho los ojos. Tenía el pecho agitado.
Ella examinó su expresión.
—¿Puedo verte fuera, Duke?
Él se levantó del pupitre y atravesó la puerta. La señora Genzel trató de mirarlo, pero él mantuvo la cabeza gacha.
—Parece que las cosas no andan muy bien contigo —dijo ella.
—Estoy bien —respondió.
—¿Qué ha sucedido ahí dentro?
—Nada, señora.
Ella esperó.
—Cosas —agregó él.
—¿Qué tipo de cosas?
—No lo sé, señora.
—¿Las preguntas eran muy difíciles?
—No —respondió Duke—. Es que yo… —Él desvió la mirada.
Entonces él la cogió desprevenida, levantó la cabeza para mirarla fijamente. El corazón de ella dio un vuelco. En ese momento se encontraba lo bastante cerca para poder distinguir la lucha interna que ocultaba la mirada del niño. Duke solo veía calidez en el rostro de la mujer, pero rápidamente la reemplazaban imágenes oscuras de rostros en quienes él no podía confiar, en reacciones que él no podía predecir.
—Nada —dijo retrayéndose—. No supe escribir algo.
Ella no se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta que la soltó.
—Está bien. Volvamos dentro.
La oficina era ordenada y acogedora, con paredes color crema y papel estampado, había guardasillas y zócalos con girasoles. Los dibujos de los niños cubrían la pequeña pizarra de avisos. La señora Genzel estaba sentada detrás de su escritorio, tenía los cabellos grises con corte masculino que enmarcaban un rostro cálido y suave.
—Señora Rawlins…
—Señorita —dijo Wanda—. No puedo vivir con ellos…
Se movió en la silla ancha, retrayéndose en ella, de modo que las piernas cruzadas y la costra negra que tenía en la rodilla fue lo primero que la maestra notó.
—Sí —continuó la señora Genzel—. Señorita Rawlins, hoy la he hecho venir hasta aquí para hablar de Duke.
—Ese niño va a matarme —exclamó Wanda, parpadeando lentamente, con la cabeza floja sobre el cuello.
—Ayer estuvo llorando. Dijo que se le había muerto el perro, que alguien le había matado al perro.
—Sparky —dijo Wanda. Comenzó a rascarse con fuerza, las uñas recorrían los muslos de arriba abajo, dejando una huella caliente de líneas rojas—. Pobre Sparky.
La señora Genzel la observó con el ceño fruncido.
—¿Es eso cierto? —le preguntó.
—Me temo que sí. El lunes salí al patio y encontré al animalito tirado allí, frío como teta de bruja… ¡Ups!
—¿Qué le sucedió?
Wanda se inclinó hacia adelante.
—Ni idea. —Volvió a apoyarse atrás, retorciéndose en la silla, calzándose sobre los codos, irguiendo el cuerpo, luego deslazándolo de nuevo hacia atrás.
—Sé que Sparky era importante para Duke —dijo la señora Genzel—. En tercer grado, trajo una fotografía del perro para enseñarlo y hablar sobre él; y solía dibujarlo. Debe estar muy triste.
—Sí —respondió Wanda.
—¿Hay algo que podamos hacer para facilitarle las cosas? —dijo la señora Genzel.
—Lo superará.
—No es tan sencillo…
Wanda ya estaba luchando por levantarse de la silla. Le ofreció una muñeca débil a la maestra.
—¿Está todo bien con Duke? ¿En casa? —preguntó la señora Genzel.
Wanda siguió caminando hacia la puerta…
—Yo estoy sola, pero cuido a mi hijo.
—Por supuesto que sí. Yo simplemente estaba… preocupada.
Wanda se adelantó con un paso drástico.
—¡Tsss! —dijo estampándose un hierro de marcar imaginario en la frente—. Mala madre.
La señora Genzel la miró fijamente. La carcajada de Wanda terminó en un pequeño suspiro.
—En fin, debo irme.
Abandonó la oficina y miró el reloj. Ya era casi hora de esperar a Duke. Se apoyó en el portón de la escuela con los hombros caídos y encendió un cigarrillo. Vio a Duke caminar con pesadez detrás de los otros niños. Se acercó y ella le alborotó los cabellos, dándole una palmada juguetona en el hombro.
—Esa señora Genzel es una vieja bruja.
—A mí me cae bien —comentó Duke. Caminó adelante hacia la casa. Finalmente Wanda habló, extendiendo el brazo y haciéndole dar la vuelta del hombro hacia ella.
—Cielos, Duke. ¡Ya te lo dije! Siento lo del perro, ¿está bien? —Arrojó la colilla del cigarrillo y la pisó con la bota y luego giró la pierna—. ¿Quién hubiera creído que unas patadas lo mandarían a la tumba? Sí, sí, sí, al maldito bicho.
Duke se detuvo, rígido. La miró con furia. Lo único que ella hizo fue sonreír.
El pequeño perro mestizo reapareció en medio del polvo talcoso. Al asentarse alrededor de él, volvió a dar volteretas y formó otra nube.
Duke no podía hablar. Solo observaba. Wanda estaba esperando una reacción.
—¿Cariño? —Esperó—. ¿Cariño? —La voz de ella sonaba aguda en su cabeza.
—¡Cariño!
—¿Qué? —respondió con un tono demasiado alto.
—¿Qué dices?
El corazón de Duke latía con fuerza. El sudor le corría por la espalda. Alzó la vista para mirar a Búa, búa con la frente en alto, las piernas separadas y las manos en las caderas haciendo un gesto de cabeza y sonriendo. Luego volvió a mirar al infeliz animal que daba brincos frente a él. Todo estaba muy mal.
—Gracias, señor —dijo Duke.
—¿Cómo vas a llamarle? —preguntó Wanda.
—Cabrón —señaló Duke.
Wanda le dio un golpe fuerte en un lado de la cabeza.
—¡Dile qué nombre vas a ponerle a este encantador perro nuevo! —le gritó—. Es un gesto hermoso que nunca nadie ha tenido contigo, Duke. Tienes que demostrar un poco de respeto.
—Está bien —dijo Búa, búa—. Pronto lo sabrá. —Le dio una palmadita al niño en la cabeza y entró a esperar a Wanda.
Duke no siguió. Cogió al animal flacucho, sostuvo debajo del brazo el cuerpo que se meneaba y se fue hasta la casa del tío Bill. Él estaba sentado en un claro, con los brazos extendidos después de liberar a un halcón joven.
—¿Es Bounty? —gritó Duke—. ¿El halcón pichón?
—Sí —respondió Bill—. Solo estoy cuidándolo un poco hasta que regrese Hank. —Echó una mirada al perro—. ¿Es tuyo? ¿Ya tienes uno nuevo?
—Mamá me lo ha conseguido.
—Ah. Está bien. Solo ten cuidado…
—No lo dejaré ir, si a eso te refieres —dijo Duke.
—Es importante porque…
Fue interrumpido por un coche que se paró frente a la casa. Le entregó a Duke el guante de cuero.
—No te hará nada —le dijo, señalándole a Bounty—. Tengo la carne en mi bolsa. Regresaré en un momento y entonces comenzaremos con ella.
Duke dejó el perro en el suelo y lo sujetó entre las piernas mientras deslizaba la mano en el guante. Luego lo soltó y el perro salió corriendo por el claro, lanzándose salvajemente de árbol en árbol. Bounty abrió las alas de golpe. Movía la cabeza de un lado a otro. En un instante, se elevó y bajó en picado, con el temor que la conducía hacia una presa improbable; el perro aulló cuando el halcón clavó los talones. Los ojos de Duke se pusieron vidriosos. Apenas percibía el ruido, las alas batiéndose, la frenética y confusa actividad. Volvió a centrar la vista en los instantes finales. Luego, silencio.
—¿Qué diablos está sucediendo aquí? —dijo Bill, golpeando las ramas para apartarlas mientras corría por entre los árboles que había junto a la casa. Se detuvo al ver al perro muerto.
—¿Bounty lo…?
Duke asintió con la cabeza. Miraba fijamente la sangre que estaba formando un charco debajo del cuerpo.
—Siento muchísimo lo que ha sucedido —dijo Bill. Justo después de Sparky… Lo siento muchísimo, amiguito. El maldito pájaro es cazador de perros, demasiado joven para tener juicio, se asustó, probablemente…
—Está bien —dijo Duke.
—Debí decirte que los jóvenes pueden comportarse de ese modo…
—Lo hiciste, tío Bill. La semana pasada me lo dijiste —le dio una palmadita en la enorme mano del hombre.
Se quedaron en silencio. Finalmente Bill entró. Regreso con una pila de periódicos y dispuso una capa delgada en la tierra para limpiar la sangre. Luego tomó el cuerpo sin vida y lo colocó encima del resto de la pila, envolviéndolo bien con las páginas. Escuchó un sollozo detrás de él. Se dio la vuelta y vio las lágrimas rodando por el rostro de Duke, los espasmos le entrecortaban la respiración. El tío Bill se limpió las manos en el mono, luego atrajo a Duke hacia sí aferrándolo fuerte mientras el pequeño lloraba por un perro llamado Sparky.