—¡Sorpresa! —dijo Joe al entrar en la cocina cargando una enorme caja.
—Mágico removedor de pintura. Recomendado por Danny. Conseguí algunos en Dublín. Me encargaré de toda esa basura de las paredes de la torre del faro. Espero. —Lo dejó junto a la puerta trasera. Anna corrió hacia él y saltó a sus brazos, enroscándole las piernas fuertemente alrededor de las caderas.
—Hooola —dijo—. ¡Bienvenido a casa y a tu esposa!
—Esto es estupendo —contestó—. Tengo que irme con más frecuencia.
Ella sacudió la cabeza:
—No, no, no. Nunca más. —Lo besó por toda la cara.
—Te he extrañado —le dijo él—. Demasiado.
Ella bajó.
—¿Cómo tomó Giulio el hecho de que te fueras antes?
—¿Y qué podía hacer? Sabía que lo había arruinado. Siempre lo sabe.
—Es un bicho raro.
—Lo sé. Y yo he heredado algunos de sus genes.
—No te preocupes. Jamás podría olvidarlo.
—Eso llevará un tiempo —dijo Joe, señalando el removedor de pintura—. Hay que colocarlo, cubrirlo con papel, esperar un par de días y ver qué sucede. Es un gran trabajo para una pequeña dama.
—Bueno, haré que algunos de los muchachos me ayuden, si puedo. Pero no podía simplemente derivarle todo el trabajo a alguien.
—No —dijo Joe—. Eso podría llegar a ser un desastre.
Anna le lanzó una de sus miradas y Joe rió.
—Voy al taller. Petey me está esperando.
—¿Ya?
—Lo sé. Siempre hay tiempo para dormir más tarde.
Apenas estaba en la puerta cuando Petey empezó a decir:
—¿Alguna vez ha oído cómo algunos fareros ganaban dinero extra? —le preguntó sin esperar respuesta—. Se dedicaban a fabricar zapatos, a la prostitución y a la destilación. En 1862… —De repente se detuvo—. ¿Qué es la prostitución?
—Guau —dijo Joe, estudiándole el rostro para ver si estaba bromeando.
No lo estaba.
—Eh, ¿sabes lo que es el sexo?
Petey se puso colorado.
—Sí —musitó con la mirada baja.
—Bueno, algunos hombres pagan por tener relaciones sexuales con mujeres a las que llaman prostitutas. Eso es la prostitución. Supongo que algunos de esos fareros alquilaban sus cuartos a ese tipo de mujeres.
—Ah —dijo Petey, y rápidamente retomó un tema menos incómodo—. Cerca de Waterford, los contrabandistas solían llegar a tierra con alcohol, velas y materiales de construcción, y los fareros los almacenaban hasta que necesitaban venderlos en…
—¿Aun en faros más pequeños como éste? —preguntó Joe.
—Sí —respondió Petey—, ellos solían…
—Petey —llamó Anna, agitando un teléfono móvil que sonaba—. ¿Has dejado esto en casa?
—Un millón de gracias —contestó, al tiempo que respondía a la llamada. Al colgar parecía traumatizado—. Mi madre lleva a Mae Miller a algún sitio. Quiere que le haga compañía en el viaje de regreso. Siempre tengo que ir a sitios estúpidos con ella.
—Esa mujer tiene que darle más independencia —dijo Anna cuando Petey se marchó—. No debería arrastrarlo todo el tiempo como si fuera un niño.
Eran las tres de la tarde cuando Duke estacionó el coche y se dirigió hacia la calle principal del pueblo de Tipperary. Mientras miraba fijamente por la vidriera de una ferretería, un pequeño terrier gris arrastrando una correa de tela escocesa le saltó encima y lo miró expectante. Duke se detuvo y luego se puso en cuclillas para acariciarlo.
—Eh, amiguito —le dijo al tiempo que lo levantaba en brazos y lo aferraba contra el pecho dejando que el perro lo acariciara con el hocico—. Pero si eres precioso.
La dueña, una madre joven, se acercó rápidamente cargando un bebé en la cadera.
—Muchas gracias. Es increíble —dijo—. Loco…
—Es un pequeño muy amigable.
Si lo sabré… —rió ella—. Gracias de nuevo.
Duke les siguió los pasos, luego se dio la vuelta y entró a la tienda. Minutos después, él salió con una bolsa de plástico Carilla y verde bajo el brazo. Siguió caminando por el pueblo. Se detuvo en la puerta de un restaurante de comida rápida.
Dentro había un grupo de adolescentes, hundidos en asientos individuales amarillos, estilo cubo, atornillados al piso mugriento. Él miró el cartel: «Héroes americanos», decía entre dos estrellas y franjas sobre un fondo azul descolorido. Entró y sonó un timbre. La camarera miró en dirección suya y luego volvió a mirar su cuaderno. Llevaba un delantal como de hospital muy tirante en la espalda, que se le enrollaba entre los gruesos muslos. Tenía los cabellos oscuros desgreñados que formaban una cresta en la coronilla y terminaban en una cola de caballo seca en la nuca.
—Deletrea vidrio, Siobhan —dijo él de modo tajante.
—B-I-D-R-I-O —dijo ella.
Todos rieron.
—V-I-D-R-I-O —dijo él—. Como vaca.
—Eso es solo porque yo aprendí a escribir muy rápido —aclaró ella, ruborizándose. Regresó al mostrador.
—Como culo de vaca —susurró el chico, lo bastante alto para que todos escucharan.
La camarera se detuvo al ver a Duke.
—Hola —le dijo, de modo torpe e impaciente—. Estaré contigo en un minuto.
Sirvió jugo para el chico, luego se deslizó de nuevo detrás del mostrador.
—Bueno. ¿Qué se te ofrece? —le preguntó.
—¿Puede ser un taco de carne y una coca? —pidió Duke, sonriéndola al mirarla a los ojos. Miró de reojo el cartel con su nombre: «Siobhan»—. ¿Sy-o-ban? ¿Ése es tu nombre? —le preguntó.
Ella rió:
—Se pronuncia Shiv-awn —aclaró—. Es irlandés.
Él sonrió de nuevo.
—¿Shavawn? Eso no es fácil de pronunciar.
Ella desapareció en el cuarto trastero y Duke se sentó a escuchar la ansiosa conversación que tenía lugar detrás de él.
—Ésa no es tu mamá —dijo uno de los muchachos.
—Sí lo es —respondió una de las muchachas, hundiendo la cabeza debajo de la mesa.
—Aunque lo fuera, no podría mirar para adentro —dijo él.
—En este momento la estoy saludando.
—¡Basta! ¡Te verá! —rogó ella.
—Por Dios —exclamó—, estás totalmente paranoica. No tiene sentido salirse de clase si vas a ponerte tan loca.
—¿Ya se ha ido?
—Sí, nunca ha estado allí.
—Para ti todo está bien. Yo estoy castigada —dijo al tiempo que volvía a sentarse—. Lo cual significa, —continuó con tono dramático—, que me expulsarán si me descubren faltando a clases una vez más.
—Bueno, yo estoy faltando a un examen de biología importante —dijo el muchacho—, y a menos que tenga una muy buena excusa, también estoy metido en un buen lío. Me enviarán a la clase más baja. Junto con los bobos.
—Yo solo estoy faltando a dos clases de música y a dos horas libres —dijo la otra muchacha sonriendo—. Y al Sr. Nolan se le puede persuadir —agregó. Todos rieron.
Siobhan llegó trayendo unas patatas fritas, tratando desesperadamente de involucrarse en su conversación. Rápidamente estuvo de nuevo con Duke, con los ojos caídos, de nuevo rechazada con un comentario cruel y fortuito.
—La gente es idiota —dijo Duke.
Ella sonrió.
—Ah, ellos son buenos —dijo ella, mirando atrás hacia donde estaban los jóvenes.
—¿Sabes? Tienes una sonrisa realmente hermosa —comentó.
Ella se ruborizó.
—Sí, claro.
—De veras —afirmó—. Solo quería decírtelo. Nada más.
Volvieron a llamarla, pero Duke se quedó en el mostrador, hablando con ella cada vez que estaba desocupada. Él era la única persona que quedaba cuando cerró el restaurante un par de horas más tarde, se quedó de pie con ella en la acera mientras cerraba el candado de las persianas.
—Ven conmigo —dijo Duke, ofreciéndole la mano. Ella la tomó y sonrió.
Anna, Shaun y Joe estaban en la torre del faro con una copa desechable de champagne cada uno. Joe destapó una botella llena hasta la mitad, llenó su copa y la de Anna y sirvió un sorbo en la de Shaun.
—No te mates, papá.
—Claro —dijo Joe, aclarando la garganta—. Estamos aquí reunidos para brindar por este hermoso faro y por todos los que trabajaron en él. Ha embellecido Shore’s Rock y garantizado la seguridad de los marineros de todo el mundo.
Anna levantó la copa.
—Brindamos por su estado actual…
—… en minas —dijo Shaun.
—Y esperamos ansiosos su futura gloria —continuó Anna.
Joe chocó la copa con ella.
—Por la fiel restauración que estoy seguro que atravesará en manos de mi inteligente esposa. Un cambio de imagen para terminar de embellecerlo.
Shaun levantó la copa.
—En las semanas venideras se hará una liposucción, un retoque en la frente, cirugía estética de abdomen, de nariz, e implantes dentales Da Vinci.
—Gracias por eso —dijo Anna—. Por la sensibilidad de tus…
—… tonterías adolescentes —prosiguió Joe.
—El placer es mío —respondió Shaun—. Está bien… ahí vamos. Por mamá, por habernos arrastrado con su loca idea a toda la familia por el Atlántico. Y personalmente tengo que agradecértelo por haberme presentado a mi hermosa…
—No es por ti —dijo Joe—. Empieza de nuevo.
—Claro que sí —aseguró Shaun—. De todas maneras, mamá: por tu creatividad, tu trabajo arduo, tu dedicación, y por no obligarme a ayudarles a los muchachos a quitar la pintura de estas paredes.
—¿Ves? —dijo Joe—. A veces se le ocurre algo.
Shaun suspiró con aire dramático.
—Está bien. La última. ¿Mamá? Quiero que sepas que… —Se detuvo con un destello en los ojos, y luego le ofreció a Anna una sonrisa muy genuina…— para mí siempre fuiste una luz guía. —Y la besó en la mejilla.
—Oh —suspiró Anna, secándose una lágrima del ojo.
—Eso ha sido encantador —dijo Joe—. Estoy asombrado.
—No soy tan malo… Pero tengo que irme —les informó Shaun, terminándose el champagne de un solo trago.
—Bueno, bueno —dijo Anna—, de todos modos tenemos que seguirte. Los muchachos están esperando.
Al salir, Ray, Hugh y Mark, el paisajista, estaban parados en la hierba frente a ella.
—Esto es con lo que andaremos, muchachos —les indicó, al tiempo que les entregaba unas máscaras blancas—. En estas paredes hay capas de pintura con óxido debajo. Tenemos que remover todo hasta que quede solo el metal, para poder preservarlo y pintarlo adecuadamente.
Mark comenzó a hablar.
—Antes de que digáis nada, Mark, no, no se podía simplemente rascar.
Él sonrió y se pasó la mano por la salvaje cabellera rubia.
—Ni siquiera sé para qué me molesto. No tengo ni la menor idea de lo que voy a hacer. Debió haberme dejado con la hierba.
—Bueno, te lo agradezco —contestó ella—. No tienes idea de cuánto.
—Muchas manos… y todo lo que sigue —dijo él.
Ella prosiguió:
—Entonces, lo que tenéis que hacer es colocar este material con una cuchara y cubrirlo con papel. Una vez que esté terminado, lo dejamos unos días. Debería hacer transpirar la pintura vieja. Entonces podremos comprobar el verdadero daño, para ver si hay que reemplazar algunos de los paneles. Eso es todo. Ah, y antes de comenzar cubrid el piso con periódicos.
El viento azotaba alrededor del puerto de Mountcannon, meciendo botes e izando velas. La pasarela de cemento que había arriba, de unos diez metros estaba desierta, salvo por Katie que estaba de pie balanceándose con el viento, con las manos hundidas en los bolsillos de su canguro rosa. Le dio la espalda a los botes y miró hacia el mar, con las luces intermitentes de los faros que había del otro lado.
—Este sitio aún me asusta —dijo Shaun, que llegaba por detrás de ella, señalando la pasarela de dos metros de ancho sin barandas en todo el largo—. Quiero decir, aquí las opciones son desollarte el trasero en un contenedor oxidado y luego asfixiarte bajo una pila de redes podridas, o… —miró hacia el otro lado… golpearte con alguna piedra enorme y ahogarte.
—Eso es como, ¿qué es peor, morir en un barril de pus o de costras? —dijo Katie.
—¿Cómo? —preguntó Shaun.
—Era uno de los dichos preferidos de mi padre —contestó Katie—. Yo probablemente me inclinaría por el de costras.
—Lo cual suena como una gran idea, hasta que te raspen en la garganta, y luego las inhales hasta que te lleguen a los pulmones…
Katie meneó la cabeza.
—Oh.
Shaun la atrajo entre sus brazos, aferrándole la cabeza contra el pecho y apretándola hacia sí. Ella lo miró y él supo cómo se sentía.
—Todavía no puedo creer que me invitaras a salir —dijo ella.
—¿Qué? ¿Por qué? Si eres un encanto. ¿Por qué no te pediría salir?
—No soy un encanto —dijo ella dándole un golpe—. Es solo que llegaste pareciendo un… un gran jugador de fútbol americano o algo así, con tu dentadura perfecta, y todas pensamos que ninguna tendría posibilidad. Simplemente pienso que es raro que yo esté aquí.
—Estás loca. Realmente eres hermosa. Me haces reír, eres inteligente, bonita…
—Oh, eso es muy bonito.
—No es bonito, es cierto.
—¿Cómo fue la ceremonia del faro?
—Me llené la boca de champagne. Ah, e hice llorar a mamá.
—Por un buen motivo, espero.
—No. Le dije que había cometido un gran error.
Katie rió. Shaun la cogió de la mano y caminaron contra el viento hasta bajar los escalones. Fueron por el andén, pasaron junto a las ventanas empañadas de Danaher’s y subieron por una calle sinuosa que había detrás de una corta hilera de tiendas. Se pararon en un cartel que decía: «Casas de veraneo Vista Marina».
Más adelante había un callejón desierto sin salida bordeado de árboles. Hacia la izquierda, la calle subía en una pendiente pronunciada hasta juntarse con otra, un callejón más grande, donde había quince casas de veraneo de cuatro habitaciones que daban hacia la fila de árboles. Tres de las casas tenían luces encendidas, cerca de la entrada. La jefa de Shaun, Betty Shanley, vivía en la primera, pero esa noche estaba fuera de la ciudad. Shaun y Katie doblaron a la derecha, fueron corriendo junto a los árboles y bajaron por la pendiente, lanzando rápidas miradas alrededor antes de que Shaun deslizara la llave en la puerta de la última casa, la número 15 y ambos entraron riendo al vestíbulo.
—He encendido la calefacción temprano —comentó Shaun.
—Sí, lo huelo —dijo Katie, arrugando la nariz ante el aire rancio que salía del calefactor.
—¿Preferirías congelarte el trasero? —le preguntó Shaun.
—No.
—¿No te sientes un poco culpable? —le preguntó él.
—Un poco.
—Yo también. Es solo que… la señora Shanley. Ha sido buena conmigo. Y con mamá, cuando ella era su niñera, o la cuidaba, o lo que sea.
—Lo sé. Pero estoy segura de que nuestros padres hicieron lo suyo cuando tenían nuestra edad.
—No vayamos allá —dijo Shaun.
—Sí. Oh.
—¿Estás lista para tu sorpresa?
—¿Tengo una sorpresa? ¡Genial!
—Ve a la nevera.
Katie abrió la puerta de la nevera y se encorvó. Había un pequeño pastel de chocolate con forma de corazón, media botella de vino y una rosa blanca. Ella le sonrió.
—Es lo más dulce que jamás alguien ha hecho por mí en toda mi vida —le dijo—. ¡Eres adorable!
—Sé que no es algo original, pero qué diablos…
—Cállate. Me encanta todo. Te amo.
Joe se sentó junto a la mesa de la cocina con un correo que había llegado esa mañana. Miró el plato y luego rápidamente a Anna.
Ella movió la cabeza:
—Tú estás malcriado.
—¿Qué? —dijo él encogiéndose de hombros.
—Te vi. Mirando tu cena con esa cara.
—¿Qué cara? —estaba sonriendo.
—Esa cara que se usa para expresar que estás acostumbrado a la comida casera…
—… Preparada por una cocinera francesa.
—Por una idiota francesa —remarcó Anna.
Joe abrió la carta de una empresa telefónica en oferta, le echó una mirada y la arrojó a un lado.
—Estoy exhausta —apuntó Anna—. Compro esta hermosa cena de TV, la pongo en el microondas y…
—Sí, bueno, pero que no vuelva a suceder.
Anna rió.
—No dejaré que sucedan más comidas, a ver qué prefieres…
Joe estaba sonriendo al coger una carta del banco. La rasgó para abrirla, leyó el extracto bancario y frunció el ceño.
—¿Por qué desaparecieron de mi cuenta cuatrocientos euros? ¡En una tienda de muebles de Dublín!
—Oh. Me fui un poco del presupuesto con el baño.
—¿Qué?
—He gastado de más en los accesorios.
—Eso no fue lo que quise decir. Lo que quiero decir es ¿en qué diablos estabas pensando? ¡Otra vez! Supongo que la revista tampoco va a pagarme por esto.
—No, pero sabes que esto es importante para mí.
—Sí, lo sé, pero no voy a caer en bancarrota por esto. ¿Sabes en lo que estoy metido ahora? Dos mil euros gastados en una casa que ni siquiera es mía. Me quedo sin dinero por la habitación, la sala…
—Vale la pena. Jamás he tenido un proyecto así, algo que haya hecho de principio a fin. Esto cambiará mi carrera.
—¿Y qué pasa si no lo hace?
—¿Qué quieres decir con que si no lo hace? Siempre ha sido tu trabajo, tu trabajo…
—Sí. El mismo que os ha mantenido a ti y a Shaun económicamente asegurados durante los últimos dieciocho años. ¿Qué hubiera sucedido si hace algunos años yo hubiera renunciado para intentar hacer algo nuevo?
—Yo te hubiera mantenido.
—¿Con qué? Por el amor de Dios. Tú no vives en un mundo real. La gente común tiene fondos. La revista tiene fondos. Yo tengo un maldito fondo. Pero eso no está bien, ¿verdad? Eso para ti es demasiado normal, ¿verdad?
—Eso no es cierto.
—Lo que estás haciendo es egoísta.
—Al final, dará resultado. Ganaré mucho dinero. Te compraré cosas bonitas. —Ella trató de sonreír. Joe lo ignoró.
—Yo tengo todo lo que quiero aquí, Anna. Yo no estoy buscando siempre algo mejor. —Él terminó de comer en silencio.
John Miller estaba apoyado pesadamente sobre la barra, aferrando una jarra de Guinness con un vaso de whisky al lado. Ed Danaher asentía con la cabeza pacientemente. En general era gruñón y bruto. Pero la gente se sinceraba con él porque si tenían suerte, hasta podía llegar a gritarles alguna verdad útil. Se frotó las puntas de los bigotes negros, luego se arremangó las mangas de la camisa blanca.
—¿De veras, John? —preguntó—. Eso es algo tremendo. ¿Qué hiciste?
—Me emborraché —sonrió John—. Y desde entonces no he vuelto la vista atrás.
Ed rió con él.
—En serio —dijo John—. Me quedé con un amigo. Pero él era más perdedor que yo. Ambos simplemente nos entregamos a la bebida, mañana, tarde y noche. Allí fue cuando mi hermano, ya sabes, Emmet, vino a buscarme. Sally tenía una orden de protección judicial en mi contra, no podía ver a los niños. —Las lágrimas brotaron de sus ojos, rápidamente la furia reemplazó a la congoja—. Todavía no puedo ver a mis malditos niños.
Ed había aprendido a no decir nada cuando los borrachos estaban alterados.
—Oh, no te preocupes —dijo John—. Puedo estar amargado pero todavía no soy malvado. —Se dio la vuelta en la silla balanceándose, para echar una mirada alrededor del bar, con los codos apoyados en el respaldo de la silla y los movimientos imprecisos.
Joe entró y se dirigió a la barra.
—Eh, Joe —lo llamó Ed—. ¿Cómo van las cosas? ¿Cómo va esa mujer arreglándoselas sola?
—Las cosas van bien. Anna se ha topado con algunos problemas con lo del faro, pero ya la conoces…
—Este es un hombre —señaló John, con gesto salvaje—, que lo tiene todo.
Joe lo miró fijamente. John alargó un brazo hacia él.
—John Miller —le dijo.
—Joe Lucchesi.
—Ya sé quién eres, está bien. Esposo de Anna. Padre de Shaun…
—¿Perteneces al Servicio de Inteligencia Local? —preguntó Joe con una leve sonrisa.
—Una vez que eres local, estás dentro —dijo John.
—¿De veras? —respondió Joe con tirantez, tratando de volver a captar la atención de Ed.
—Solo estoy bromeando contigo —dijo John.
—Claro —contestó Joe.
—No te vayas a poner raro conmigo ahora —le dijo John, dándole un empujoncito suave en el pecho.
—Déjame invitarte a un trago. Ed, una Guinness para mí y un Jameson aquí para el señor Miller.
—Quédate con tu maldito dinero —balbuceó John—. Quédate con tu maldita esposa, tu hijo, tu faro y tu perfecta…
—Eh, amigo… —dijo Joe.
—¿Has escuchado esta mierda? —comentó John.
Ed dejó la cerveza de Joe encima de la barra y se volvió hacia John.
—Bueno, ya es suficiente. Quizá debas salir e ir hasta los muchachos y llenar los pulmones con un poco de aire.
John resopló pero se levantó y se fue.
—No le hagas caso —dijo Ed—. Su esposa lo dejó, no puede ver a sus hijos. Están en la otra punta del mundo, él está bastante afectado por eso.
—No me digas —murmuró Joe—. Pero yo no he sido el que le cambió la cerradura. —Sonrió y se dirigió hacia el salón. Vio a John Miller que pateó la banqueta al regresar del baño. Tenía los ojos saltones y lanzaba miradas en diferentes direcciones como una mosca. Joe estaba sonriendo para sí cuando Ray y Hugh entraron y se le unieron.
—¿Por qué estás tan contento? —preguntó Hugh.
—Simplemente estaba mirando al borracho de allí con esos ojos de bicho y me recordó un experimento con moscas de la fruta. Era a raíz de una investigación sobre el alcoholismo, porque las moscas de la fruta viven en la fruta fermentada, y aunque al igual que nosotros se aceleran o pierden el conocimiento, jamás se vuelven adictas.
—¿Uno puede apuntarse para ser parte de esos experimentos? —preguntó Hugh.
Frank Deegan estaba sentado junto a la puerta de Danaher’s observando a su esposa, Nora. La ceñuda, testaruda y ferozmente inteligente Nora. Sostenía una copa de coñac en la mano y un cigarrillo imaginario entre dos dedos huesudos. Le estaba vociferando a su amiga Kitty algo sobre un artista que le había colgado el teléfono cuando ella le preguntó si mostraría su trabajo en la galería que estaba planeando abrir en el pueblo.
—Ese miserable —comentó, y luego, mirando a Frank, agregó—: disculpa mi lenguaje. Estoy tratando de cultivar su imagen como la de un genio imprevisible. Cuando en realidad es un pobre don nadie, razonablemente inteligente, roto y terriblemente alcohólico. Y, de manera previsible, volvió a llamarme y me dijo que accedía. Y sé que es porque necesita el dinero. Probablemente para comprarse unas sandalias y una bata.
Frank y Kitty rieron. Nora bebió el resto del trago de una sola vez, sacudiendo el pelo corto y de color rubio rojizo por encima de los pronunciados pómulos.
—Brandy, oficial —dijo ella, ofreciendo la copa al tiempo que le guiñaba un ojo al esposo.
—A casa —dijo él—. Mira la hora. —Eran las once y media, hora de cerrar.
Nora le lanzó una mirada a Kitty.
—Lo siento —comentó—, él nunca es amable.
Frank se puso de pie, sin alcanzar el metro ochenta de su esbelta esposa. Se pasó una mano por la espesa cabellera gris, se estiró el jersey verde y extendió los brazos a los lados. Nora lo había visto realizar la misma rutina durante cuarenta años. La descubrió observándolo y le guiñó un ojo.
Ray, Joe, y Hugh estaban marchándose al mismo tiempo y se detuvieron frente a él.
—Eh —informó Ray, poniendo un megáfono imaginario en la boca—. Señores, apártense de sus copas. Por favor, dejen sus copas. Han pasado tres punto cuatro segundos de la hora de cierre. Aléjense de sus copas.
Frank sonrió.
—¿Necesita ayuda para despejar el área, oficial? —preguntó Ray.
—Podrías esposar a algunos de éstos. Probablemente Joe recibiría una patada por registrarlos, ¿verdad?
Frank y Joe rieron.
Mick Harrington se abrió paso entre ellos cuando iba a salir cargando una enorme bolsa de papel marrón llena de botellas.
—Cielo santo —dijo Hugh—. Es el padre Merrin.
Mick lo miró.
—Ya sabes, el Exorcista. Entra y se lleva los espíritus —ironizó Hugh.
Mick lanzó una de sus vigorosas carcajadas.
—Hay como veinte hispanos borrachos en el puerto a los que tengo que mantener lubricados —explicó—. Esta es mi segunda redada de la noche en el bar. Les están reparando el barco y ellos lo están esperando mientras cantan esas canciones de mierda de borrachos. —Se volvió hacia Joe—. A propósito, si Robert está con Shaun, dile que regrese a casa. Será mejor que alguien le haga compañía a mi esposa.
—Han salido —dijo Joe.
—Entonces pondrán dos grandes marcas negras junto a los nombres de ambos —manifestó Mick.
Katie se detuvo y echó la cabeza atrás, apretándose los ojos. Aún le caían lágrimas. Comenzó a caminar de nuevo, rápidamente, desesperada por estar en su casa y en su cama. De repente, las luces traseras de un vehículo cobraron vida frente a ella, el vehículo se inclinó en la cuneta. Ella entornó los ojos encandilada y disminuyó el paso hasta quedar lo bastante cerca para saber que algo estaba muy mal.