Anna estaba sentada en el sofá con un libro sobre faros irlandeses abierto sobre su falda: casi tres mil quinientos kilómetros de costa y ochenta faros principales que la custodiaban. Se volvió hacia Joe.
—El lema de los Commissioners of Irish Lights es in salutem ominum: «para seguridad de todos». Es cómico, veo nuestro pequeño faro y me siento a salvo. Ni me imagino lo intenso que debe ser cuando uno está en alta mar en medio de una tormenta, encaramado sobre gigantescas olas y toda tu vida depende de esa luz intermitente.
—Debes admirar a esos fareros.
—Sam tiene unas historias tremendas. Algunos fareros solían jugar al póquer con los lugareños y usaban código Morse para revelarse las cartas que tenían en la mano.
El teléfono sonó y ella pegó un salto para contestar en la cocina.
—Ah, hola, Chloe —contestó. Escuchó un momento y luego se desplazó mientras estiraba el cable amarillo por el cuarto. Joe la siguió. La había visto con el ceño fruncido.
—No. Necesito a alguien que no venga hasta aquí para hacer un trabajo tradicional. El trabajo de Greg en Islandia fue tres Bjórsk por un iglú. No muy bueno. Estaba pensando en este irlandés, Brendan…
Ella miró al cielo y a Joe cuando la interrumpió.
—¡No, no, escucha! He visto su trabajo, es totalmente diferente. Y él evitará todos esos terribles clichés. He hecho algunas llamadas y aparentemente él es increíble…
Se detuvo de nuevo.
—¡Yo no dije que quería modelos irlandeses! Utilizaremos muchachas norteamericanas o francesas, así está bien. Pero esto es una nota de interiores, Chloe. Ellos no deberían ser el centro de atención.
Sostuvo el auricular lejos del oído, luego cuando Chloe se calló volvió a acercarlo.
—Está bien, está bien. Lo llamaré, que te envíe su muestrario de fotos y la nota que vi en la revista irlandesa. Luego fundamenta su decisión —y colgó.
Joe la miró, sorprendido. A kilómetros de distancia de la oficina, era igual de segura como plantarle cara a cualquiera.
—¿Y entonces qué hay para el almuerzo? —le preguntó él, bromeando.
—Chloe es una estúpida —comentó Anna mientras iba hacia la nevera—. Emparedados de albóndigas con salsa de barbacoa.
Él la apretó con fuerza, envolviéndola con los brazos por detrás.
—Adoro tus albóndigas.
Ella rió muy a su pesar.
—Tragique. Ah, a propósito, hoy deberían llegar las puertas —comentó.
—Sí, eso sí siguieran juntos y Jim Morrison no estuviese muerto.
Anna simplemente meneó la cabeza.
—Vamos, a ti te encantan los dichos malos —dijo Joe.
Ella lo miró fijamente.
—Quel curieux caractére. —Él reconoció la cita de la versión francesa de Toy Story. La versión en inglés decía: «Eres un pobre y triste hombrecito».
Después del almuerzo, la camioneta de Ray avanzaba dando tumbos por la calle de piedra. Anna le hizo un gesto señalándole el faro. Giró a la izquierda y fue por la pendiente cubierta de hierba, lo más cerca de los escalones que pudo. Bajó y levantó las manos al aire.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora? —le gritó.
Ella corrió despacio hasta el pie de la escalera.
—Tendré que pedir refuerzos —dijo riendo.
—Me encanta la jerga policial.
—¿Puedo echar una vistazo? —preguntó señalando la camioneta.
—Claro que sí —respondió Ray. Abrió las puertas traseras y levantó una capa de tela asfáltica verde.
—Dios mío —exclamó ella llevándose una mano a la boca—. ¡Son hermosas!
—Son puertas de madera —dijo Ray.
—No, no. Son hermosas. Hiciste un trabajo increíble.
—Gracias. Tuve la fotografía de las antiguas puertas de los faros clavada en mi pizarra todo el tiempo.
—Son magnifiques —alabó ella.
—Pudieron ser casi magníficas —corrigió él.
—¡Cállate! —rió—. Siempre te estás burlando de mí.
—Siempre solía burlarme de las muchachas que me gustaban en la escuela —dijo él guiñándole un ojo.
—¿De nuevo coqueteando con mi esposa? —sonrió Joe, acercándose a ellos—. Yo ya casi rondo los cuarenta, Ray, los seductores de treinta me preocupan.
Ray era de la misma estatura que Anna, pero parecía más bajo porque era demasiado ancho. Sus cejas oscuras y la frente constantemente arrugada le daban un aspecto tanto de alguien increíblemente sensible como simplemente de un absoluto estúpido. Pero él no era ninguna de las dos cosas.
—Las puertas están estupendas —comentó Joe, pasando la mano por la madera.
—No lo hagas. Me agrandaré —dijo Ray—. Bueno, ¿y cómo vamos a bajarlas? ¿Dónde está ese refuerzo, Anna?
—Iré por Hugh.
Anna desapareció para sacar a la rastra a Hugh de la merienda y la prensa amarilla. Entre los cuatro subieron las puertas hasta el faro y las afirmaron en las bisagras. Anna las cerró con llave.
—Guau. Estoy emocionada. Estoy muy agradecida.
Ray levantó una ceja.
—No tan agradecida, amigo —comentó Joe, al tiempo que le apoyaba una mano firme en el hombro.
—Para ser franco —dijo Ray—, estoy esperando para ver a las modelos vestirse para la sesión fotográfica. Quizá hasta me ponga un jersey Aran y me meta los pantalones vaqueros por dentro de las botas para la ocasión.
—¿Necesitáis algo más? —preguntó Hugh.
—No, no, gracias por tu ayuda —respondió Anna.
—Yo también me voy —dijo Ray—. Si esas puertas llegan a salirse completamente de las bisagras, ya sabréis a qué se debe.
Anna no lo entendió. Joe rió. Ella se volvió hacia él y le tomó la mano.
—Déjame mostrarte mi pesadilla. —Abrió las puertas nuevas y lo llevó por las sinuosas escaleras. Llegaron hasta el cuarto de servicio y subieron hasta el faro por la escalera empinada.
—Mira esto —dijo Anna, enganchando la punta del dedo en una de las grietas de la pared—. No se mueve.
—¿Y con removedor de pintura? —preguntó Joe.
—No hay posibilidad. Llevaría años quitarla de ese modo. Y por la temperatura que hay aquí, se… —Ella metía y sacaba la mano.
—¿Se hace más grande? ¿Más chico? —preguntó Joe.
—No, no, el metal…
—Ah, se expande y se contrae.
—Sí —respondió—. No sé qué hacer.
—Podría traer algunos de los muchachos para que las rasquen.
Ambos negaron con la cabeza.
—Ya pensaremos en algo —dijo Joe—. ¿Eres tú quien tiene que hacer esta parte? Quiero decir, de todas formas el aparato no funciona —opinó mirando el antiguo pedestal de mercurio—, ¿y en realidad las sesiones de fotos no se harán desde el exterior? —Sabía que él estaba hablando medio en serio.
—Ni siquiera voy a responder a eso. —Además, él desconocía el plan que ella tenía.
Shaun dejó la bolsa en el suelo de la pequeña caseta prefabricada que había visto ese día más temprano en el asfalto, junto al campo de fútbol.
—¿Qué tipo de vestuario es éste? —preguntó.
—¿Veis algún tipo de armario por ahí? —inquirió Robert, mirando alrededor del cuarto vacío. Le gustaba bromear con los amigos—. Se llama vestidor, Lucky. Aquí es donde nos vestimos. Aunque creamos que se nos congelarán las pelotas.
Shaun había descubierto antes que ese tipo de bromas en Irlanda eran comunes, y que si no te las hacían era porque algo andaba mal.
—Quítate del camino —dijo uno de los chicos, pegándole un empujón al pasar. El resto del equipo, con aspecto lamentable en pantalones cortos y camisetas, corrió hacia la cegadora luz de los reflectores. El campo era desolador, duro e inoportunamente frío. Corriendo al margen, vestido de negro de pies a cabeza, con ropa marca Nike iba el entrenador, Richie Bates. Tenía veinticinco años, medía un metro noventa y pesaba noventa kilos, cada centímetro del cuerpo cuidadosamente tonificado conformaba una dura musculatura. Tenía el cuello corto y ancho y la tapa de la cabeza chata como la de Action Man.
Richie era policía, abreviatura de garda, singular de gardai, la Fuerza Policial de Irlanda. Trabajaba con un oficial en una pequeña subcomisaría de Mountcannon. Al cabo de una hora de juego, él aún seguía corriendo de punta a punta, gritando:
—¡Vamos, muchachos! ¡Moveos! ¡Moveos!
—Está helando —protestó Robert, corriendo despacio detrás de la pelota.
—Si corres, te calentarás —dijo Richie. Robert miró al cielo. Acababa de entrar. Todos a su alrededor tenían las caras coloradas y el aliento blanco. Él seguía pálido como un fantasma, pero sabía que el mínimo esfuerzo lo pondría colorado y lo haría llorar. Él no era deportista. Sudaba demasiado, respiraba con mucha dificultad, se le caían los cabellos en la cara, tenía las piernas oscuras y peludas, pesadas y lentas. Pero llegó a apreciar la ironía. Él era el periodista deportivo del diario escolar. Shaun tenía el balón y estaba a punto de meter un gol. Tropezó y aterrizó con fuerza.
—¡Levántate, Lucchesi! —dijo Richie al instante.
Shaun respiraba con dificultad. Richie sopló el silbato.
—Muy bien, muchachos, es todo. Podéis iros. Bien hecho. —Nadie respondió.
De nuevo en el vestuario, Billy McMann, un chico flacucho, de baja estatura, de doce años, estaba temblando encorvado en el rincón tratando de subirse la bragueta, pero tenía los dedos enroscados y entumecidos por el frío. Se encontró con la mirada de Shaun y le ofreció una sonrisa débil. Shaun se acercó, le subió rápidamente el cierre al niño y le dio una palmada en la cabeza.
—Gracias —le dijo Bill sonrojado.
—No hay problema —respondió Shaun.
—¡Cielos, Billy! ¿Ni siquiera sabes subirte el cierre de los pantalones? —Era Richie, quieto y riéndose apoyado en el umbral.
Shaun lo miró fijamente y le dijo:
—Deja en paz al chico.
Billy buscaba algo a tientas en la mochila.
—Tienes que hacerte más fuerte —dijo Richie señalándolo con el dedo.
—No hay nada de malo con él —comentó Shaun—. Tenía los malditos dedos congelados.
—Cuida tu boca, Lucchesi —se enfadó Richie—. O no te llamarán Lucky mucho tiempo más. —Desafió con la mirada al resto del salón.
—Ahora no llevas puesto el uniforme —le gritó alguien desde atrás.
—Ten cuidado, Cunningham —contestó Richie—. O estaré esperando fuera de la tienda cuando salgas con el paquete de seis botellas de alcohol —y se marchó.
Algunos de los muchachos refunfuñaron. Luego Robert dijo:
—Igual sigues siendo un maricón, Lucky. —Y todos rieron.
—¿Quieres ayuda? —le preguntó Robert a Shaun.
—No —le respondió—. Ya viene mi padre.
Salió de la escuela y se paró junto a los portones, mirando cómo los demás padres llegaban y se iban con sus hijos. Finalmente, Joe llegó en su jeep.
—Qué informal —le dijo Shaun asomándose por la ventanilla—. He estado de pie aquí fuera como veinte minutos.
—Estaba ocupado. Estoy tratando de hacer el equipaje.
—Te has olvidado.
—No, no lo he hecho. Vamos, sube, Shaun.
—¿Cómo es tu jerarquía de las cosas que recordar, papá? ¿En una escala del uno al diez, en qué lugar estoy yo?
—Aquí vamos —dijo Joe.
—Sí, bueno, es un fastidio. Eres capaz de recordar todo lo relacionado con el trabajo, pero…
—Basta —lo interrumpió Joe bruscamente.
—Cielos, relájate, ¿quieres? Soy yo el que se ha quedado Plantado aquí. De nuevo.
—Dije que basta —repitió Joe, demasiado alto. Continuaron el resto del camino en silencio.
Estaba casi en la puerta cuando sonó el teléfono. Joe contestó.
—Regresa, todo está olvidado —aclaró Danny Markey.
—Por favor, deja de llamarme a este número —le recriminó Joe—. Ya te he dicho que se terminó.
—Sí, sí, ya sé lo que sigue —dijo Danny—. No soy yo, eres tú. —Ambos rieron. Shaun hizo un gesto ante la transformación del padre.
—¿Así de mal están las cosas? —preguntó Joe, ignorando a Shaun.
—No tienes idea —dijo Danny—. Estoy aquí con Aldo-marmota-Martínez, que te garantiza que te ayuda a dormir o te devuelve el dinero. Y por si eso fuera poco, anoche salí con María y mi esposa me llamó buscándome. Este novato le dijo que yo había terminado hacía horas. Y cuando llego a casa y le cuento la noche difícil que tuve, me dio un rodillazo en la zona central. Lo juro por Dios. ¿Qué ha pasado con lo de «Está en la calle, le diré que le devuelva la llamada»? La próxima vez que lo vea le haré volar esa cabeza de novato. Es un retrasado. Clancy lo llamó para joderlo, haciéndose pasar por un chulo que buscaba a su chica Juanita, Sofía, Margarita o lo que sea, y el tipo se levantó del escritorio para ir a comprobarlo. No te miento. En fin, es como que estoy jodido por donde me mires.
—Ojalá estuviera ahí para ofrecerte mi apoyo —dijo Joe.
—Sí, sí, claro —dijo Danny—. ¿Y cómo están esas irlandesas horribles?
—Están muy bien —aseguró Joe—. ¿Quieres que les mande saludos tuyos?
—Por supuesto —contestó Danny—. Iré hasta allí para abrazarme a uno de esos traseros anchos.
—Eh, a Shaun no le va tan mal con su muchacha irlandesa.
—Sí, pero ya la he visto en fotos. Katie es la excepción. Déjame decirte, si él alguna vez se cansa de…
—Eres un enfermo, Danny. Un enfermo.
—Es cierto. En fin, me estaba preguntando si regresarías para tu cumpleaños…
—¿Y ahora qué eres, una chica?
—Es todo un acontecimiento. Cuando yo sea viejo como tú, quiero que lo tomes como un gran acontecimiento.
—No sé qué haré para mi cumpleaños, Danielle, pero quizá podamos hacer un pijama party…
—Ya te pareces a mí. Uno trata de hacer lo correcto y…
—Mira, no sé qué haré para mi cumpleaños. Pero esta noche estaré en Nueva York.
—¿Cómo?
—Giulio se casa mañana. No preguntes. No sé si iré a la ciudad. Solo estaré un par de días.
—Llámame. Iré al aeropuerto, te veré para que tomemos un trago o algo.
—Claro. —Vio acercarse a Anna—. Danny, tengo que ir a tomar un vuelo. Aquí te paso, tal vez deberías hablar con mi encantadora señora esposa para hacer algún plan para mi cumpleaños.
—Mmmm, acento francés…
—Cielos. No se salva nadie…
Anna sonrió y le cogió el teléfono a Joe.
—Bonjouuur —dijo. Joe alcanzó a escuchar el alarido de Danny.
El taxista conducía el sedán rojo por la sinuosa carretera bordeada de árboles. Hacía una hora que había recogido al primer pasajero de la mañana en el aeropuerto Shannon y había estado hablando desde entonces.
—Eso es lo que necesitamos aquí, a Rudy Giuliani. El tipo hace una limpieza en toda Nueva York y nuestros políticos no son capaces de limpiarse sus propios traseros. —Miró por el espejo retrovisor. No obtuvo respuesta. Siguió hablando.
—Una vez terminé en Harlem, ¿sabe? Ahí solo hay blancos, lo juro por Dios. Y yo soy de Cork y allá a todos les decimos «chico». Decimos: «¿Cómo va, chico?» o «¿En qué andas, chico?». Bueno, le digo que una noche en Harlem me enderezó bastante rápido. Mi compañero, un tipo negro enorme, me dijo: «Aquí alguien te apuntará con un arma si lo llamas chico». De modo que empecé a llamar a todo el mundo «hombre». «Eh, hombre, ¿cómo andan las cosas?». Ahora estoy de vuelta aquí llamándoles a todos «hombre» y piensan que estoy chiflado. —Se volvió hacia el pasajero y siguió conduciendo—. Bueno —dijo al cabo de dos minutos en silencio—, aquí estamos. ¿Aquí está bien? En general parece que hacen buenos negocios.
—Aquí está muy bien —contestó Duke Rawlins.
Brandon Motors quedaba sobre una carretera flanqueada por árboles, bajando por un campo, junto a un bungalow de ladrillo rojo. Coches nuevos y usados cubrían la hierba, tenían etiquetas rosa y verde fluorescente sujetas en el parabrisas. El Coche de la Semana estaba subido a una plataforma de madera con banderines verdes y dorados en los bordes. El vendedor se encontraba de pie al lado, haciendo un gesto hacia el coche, y luego a Duke. Él negó con la cabeza.
Alejada de la brillante fila había una camioneta Ford Fiesta blanca del año 85; estaba abollada, y era tosca y barata. Duke caminó alrededor, mirando por las ventanillas, luego regresó hacia el capó y se inclinó encima apoyando ambas manos. Se enderezó.
—¿Acepta efectivo? —preguntó.
—Sí —respondió el vendedor.
Duke le entregó el dinero y garabateó una firma en los formularios. Se sentó en la camioneta, se estiró y tiró bruscamente un pino que se mecía en el espejo retrovisor. Lo arrojó por la ventanilla mientras se alejaba. Tras conducir durante veinte minutos, se detuvo en una gasolinera y compró un marcador y un mapa. Hizo un círculo en los sitios donde necesitaba ir y luego siguió la carretera con el dedo. Giró la llave del motor y se dirigió a Limerick. En las afueras de la ciudad, se detuvo en un Travelodge[6], durmió y se duchó.
Para cuando estuvo de nuevo en la carretera, estaba oscuro, esta vez en un tramo congestionado hacia Tipperary. Pronto quedó atrapado entre dos enormes vehículos de seis ruedas; giró el volante virando hacia la derecha hasta encontrar un sitio despejado. Adelante, la fila de coches era constante. Retrocedió y vio un enorme cartel que indicaba un pueblo llamado Doon. Haciendo un viraje abrupto y de improviso hacia la izquierda se metió por un camino angosto y sinuoso. Los faros alumbraron un cartel en blanco y negro que decía Dead River. Cruzó el puente de piedra y condujo hacia el pequeño pueblo en medio de una oscuridad como boca de lobo. Giró a la derecha en la esquina rumbo a la calle principal de Doon, una extensa hilera de casas, comercios y bares. Eran las once y media de la noche y estaba desierta. Siguió conduciendo hasta que detuvo la camioneta junto a unos portones de hierro que daban a un parque. Aferró el volante y suspiró profundamente. Luego bajó para regresar al pueblo a pie. Quería una cerveza. Pero se le presentó otra oportunidad.
La carretera era larga y con muchas curvas, bordeada de sicomoros a ambos lados. Giulio Lucchesi estaba esperando a su hijo en el vestíbulo de mármol. Estaba en forma, bronceado y arreglado, con el pelo gris cuidadosamente peinado con gomina. La chaqueta de color azul marino de corte entallado, la camisa celeste pastel, los pantalones beis perfectamente planchados y los zapatos de piel de ante cepillados.
—Joseph —dijo con acento entrecortado y británico.
—Papá —se estrecharon las manos.
—¿Recuerdas a Pam? —Preguntó Giulio.
—Sí, hola —respondió Joe—. Cómo me alegro de volver a verte. No puedo creer que finalmente te haya sacado el sí.
Ella sonrió.
No era una sorpresa que la segunda esposa de Giulio Lucchesi no se pareciera a la primera. Pam era alta, delgada y reservada, una rubia nórdica. María Lucchesi era morena y fogosa.
Giulio retrocedió.
—Te mostraré tu cuarto.
—Creo que lo recuerdo —dijo Joe. Tomó la maleta y subió solo las escaleras que conducían al cuarto que no había visto en doce años. Abrió la puerta del hotel minimalista que jamás le había dado la bienvenida y que tampoco se la daba en ese momento. Desde los catorce años y hasta los diecisiete, los vecinos lo traían a Rye para pasar agosto con su padre. Y cada septiembre, su madre bajaba corriendo las escaleras de su pequeño apartamento en Bensonhurt para darle la bienvenida de vuelta a casa.
Pam guió a Joe hasta una mesa de comedor de madera de cerezo. Ella fue a la cocina y regresó con tres platos pequeños con espárragos ennegrecidos en vinagre balsámico.
—Ponle un poco de parmesano —dijo Giulio, acercándole a Joe un pequeño bol.
—Esto está bueno —dijo Joe levantando el tenedor—. ¿Se supone que Beck está aquí? No pude localizarla en su teléfono móvil. —Beck era el nombre de la hermana mayor de Joe, era directora de localizaciones para cine.
—Rebecca está en filmación —dijo Giulio—. En un sitio bastante apropiado, un asilo de locos.
—Tenemos una gran desilusión —le comentó Joe a Pam. Ella desvió la mirada. Giulio lo ignoró.
—¿Cómo está Shaun?
—Está muy bien, adaptándose a…
—… hasta que en unos meses se desarraigue y regrese a casa.
Joe lo miró.
—Tal vez lo lleve en sus genes. —Se volvió hacia Pam—. Yo pasé mi niñez en Brooklyn, después cuando papá consiguió trabajo en el estado de Louisiana nos mudamos todos, luego tuve que regresar a Brooklyn con mi madre cuando se divorciaron, después me repartí entre ir allí y venir a Rye cuando papá compró el apartamento y más tarde esta casa. Regresé a Louisiana durante unos años y luego volví a Nueva York. Y ahora, por supuesto, estoy Irlanda.
—Guau —dijo Pam—. Eso es mucha mudanza. ¿Fuiste a la misma universidad que tu padre? No me he dado cuenta.
—Brevemente —respondió Joe.
Giulio se aclaró la garganta.
Después de la cena, todos fueron a la sala con gruesa alfombra, sofá tapizado con adornos blancos y dorados, y pesadas cortinas de terciopelo. La peor pesadilla de Anna.
—Entonces, ¿estáis ansiosos por la boda? —preguntó Joe.
Giulio y Pam intercambiaron las miradas.
—Ya nos hemos casado —dijo Giulio—. En Las Vegas. El fin de semana.
—En Las Vegas.
—Lo sé —confirmó Pam—. Suena de mal gusto pero fue maravilloso…
—Cielos, papá, en realidad nunca me habían invitado a una boda donde los novios se hubieran casado antes de que yo llegara. Sí que es un caso particular. Realmente un día especial para todos.
—Lo hecho, hecho está. Me alegra que vinieras hasta aquí —dijo Giulio.
—Estupendo —contestó Joe—. Bueno, buenas noches, ¿eh?
Dejó la copa y se fue a la habitación. Se tiró en la cama y cambió los canales de la TV. Más tarde, cuando escuchó cerrarse la puerta de la habitación del padre, se levantó y se fue a la cocina a buscar café. Tomó la taza y deambuló por el pasillo atraído por el estudio. Miró en los estantes los libros que trazaban la carrera de su padre: textos de los años sesenta sobre entomología: Introducción y guía práctica, luego Entomología agrícola: Tábanos y mosquitos.
Joe acababa de cumplir cuatro años cuando Giulio comenzó la Universidad en Cornell. Tenía veintisiete años y tres trabajos para costear su carrera de entomología. Él era el único padre del barrio que los fines de semana se quedaba dentro estudiando. Joe sintió una desconocida punzada de orgullo. Había olvidado a ese muchacho que le arrojaba una pelota en el patio para que él pudiera batear.
El resto de los libros cubrían la especialidad final de Giulio, títulos que a Joe le resultaban familiares: Atlas: Tiempo de muerte, Descomposición e Identificación; Entomología y Muerte: Guía de procedimientos; Entomología forense; La utilidad de los artrópodos en las investigaciones legales; y cuatro tomos de Aprenda a deducir el tiempo: Guía para entomología forense de Giulio Lucchesi. Hileras e hileras de libros sobre insectos y medicina legal. En la base de una pila caída, Joe reconoció un manojo de páginas azules y amarillas de un grueso manuscrito que le provocó un vuelco en el corazón. Lo sacó y limpió la tapa: Universidad Estatal de Louisiana: Entomología y Tiempo de muerte: Estudio de campo. Los nombres aparecían impresos debajo. El que saltó a la vista fue el suyo propio. Era de 1982. Tenía diecinueve años y era estudiante universitario de segundo año. Debido a la amistad que su padre tenía con Jem Barmoix, el profesor de entomología médica de la Universidad de Louisiana, había recibido una invitación para sumarse al equipo con el fin de realizar un innovador proyecto de investigación.
—¿Remordimientos? —preguntó Giulio desde el umbral. Joe pegó un salto.
—No, papá. No.
Creo que no valoras lo que tuviste.
Y yo creo que tú no valoras lo que tengo ahora.
—Pero Jem…
Lo sé. Sé cuánto significó la investigación. Pero en lugar de estar mirando un microscopio todo el día, yo soy el que sale a encontrar a los cabrones que crean el cuerpo, para empezar Sin cuerpo no hay descomposición, ni línea de tiempo de larva o mosca. Pero sin asesinatos no hay cuerpos.
—Salías a encontrar a los cabrones.
—¿Cómo?
—Dijiste salgo a encontrar a los cabrones que cometen asesinato, ¿pero no debiste decir salía a encontrar? ¿No estás en un impasse? ¿Ahora a qué te dedicas, Joseph? Anna me contó que eres carpintero. Qué bíblico…
—¿Cuál demonios es tu problema?
—Pudiste haber sido un academ…
—Escúchate. —Joe apuntó al padre con el dedo.
Luego se detuvo e inspiró profundamente.
—¿Sabes algo?, no voy a fastidiarme. Ambos sabemos qué es lo que está sucediendo aquí. No voy a alterarme, es la misma conversación una y otra vez. —Él arrojó el papel y salió de la sala.
Pam hizo un esfuerzo en vano durante el desayuno; las respuestas de Joe eran cortas y contundentes.
—Detesto irme el día de su boda —dijo al tiempo que se levantaba de la mesa y se dirigía hacia las maletas que había dejado en el corredor.
Giulio lo siguió:
No hay necesidad de partir al día siguiente.
He venido por tu boda —continuó Joe—, que ya ha acabado. Que incluso terminó antes de que yo llegara. Felicitaciones. Pam es una mujer encantadora. Ahora iré a pasar un momento con Danny y Gina.
—Como quieras.
—Como yo quiera. Claro.
Había oscurecido cuando Anna fue a cerrar el portón al final del sendero. Estaba a punto de regresar a casa cuando vio la punta de un cigarrillo que iluminaba el camino. John Miller levantó la mano para que ella se detuviera.
—Anoche perdí el juicio, decididamente —le dijo, al tiempo que caminaba en dirección a ella con la cabeza gacha, mirándola con ojos apenados. Estaba recién bañado, vestía una camiseta de rugby limpia aunque arrugada y unos pantalones vaqueros. Ella lo miró confundida. Luego recordó. La primera noche que se habían encontrado, hacía veintiún años, él había estado bebiendo. Francia había derrotado a Irlanda por un tanto en un partido de rugby en París. Al comienzo de la noche, John había llorado la derrota, pero hacia el final, estaba ebrio y exultante porque los irlandeses hubieran estado tan cerca.
—El whisky no va conmigo —le dijo, apoyando los brazos en el portón, mirando para abajo y pateando la grava suelta.
Ella meneó la cabeza y suspiró.
—Lo siento —se disculpó, al tiempo que alzó la vista—. De veras lo siento.
—Está bien —respondió ella y trató de marcharse.
—Vamos. Por favor.
—¿Qué quieres que diga? No fue una buena presentación después de todo este tiempo.
—Ojalá no te hubiera encontrado anoche.
—¿Y cómo te hubieras comportado si me hubieras encontrado hoy?
—Estaría sobrio y tú aún serías hermosa. —Había un brillo conocido en sus ojos.
Ella no pudo evitar sonreír.
—Será mejor que regrese —dijo ella, señalando la casa con un gesto. Cerró con llave la puerta principal detrás de sí. Al entrar al estudio, Shaun se mecía en su silla.
—Mira esto, mamá. Estoy en directo.
Ella se inclinó por encima de su hombro y vio el rostro sonriente de Shaun en la pantalla, junto a la foto de GI Joe. Su nombre aparecía abajo con una lista de datos demográficos.
—¿Tu película favorita es Mientras dormías? —preguntó Anna.
—¿Qué? —respondió Shaun asustado.
—Te atrapé —dijo Anna.
Shaun la miró inexpresivo.
—Qué tonta eres.
—Lo sé —le respondió.
Ella leyó que la comida preferida de Shaun era cualquiera que fuera norteamericana, que su bebida preferida era Dr. Pepper, su deporte era el béisbol y su lugar favorito Florida.
—Veo que te estás convirtiendo en un verdadero irlandés —comentó Anna señalando la pantalla.
—Ah, pero mi chica preferida es irlandesa —dijo Shaun—. Esa es la diferencia.
Ella se desplazó más hacia abajo y vio signos de interrogación en la parte de la carrera.
—¿No sabes qué es lo que quieres hacer? —preguntó Anna.
—No —respondió Shaun—. Es como si mirara mi futuro y lo viera en blanco, ¿sabes? Como vivir al borde de este acantilado, sin poder ver nada.
—¿Has estado viendo de nuevo Dawson’s Creek?