Stinger’s Creek, centro-norte de Texas, 1978
—No va a morderte, Duke. No es del pico de lo que tienes que preocuparte. Es de las garras. Su arma son las garras. «Ataque de siete kilos». Eso equivale a la presión que puede ejercer para destrozarte ese brazo delgaducho que tienes.
Duke alzó la vista para mirar al tío Bill, preocupado. Estaba sonriendo.
—Solomon no te hará daño. Lo estás alimentando. Sabe quiénes son amigos. Y si llegara a extenderte una garra, yo lo mataría de un tiro.
—No te atrevas a dispararle, tío Bill. No te atrevas.
Bill rió entre dientes, despeinando a Duke. Se dio la vuelta hacia el halcón Harris que tenía posado en una mano, desató la correa de cuero que tenía amarrada y con un movimiento ascendente del brazo liberó al pájaro. Lo observaron aterrizar despacio por encima de ellos, sobre un álamo americano.
—¿Qué pasa contigo, Donnie? ¿Quieres intentarlo? Creo que aquí Duke está un poco asustado.
Duke achicó los ojos hasta que le quedaron como rendijas, con el rostro colorado de rabia. Pasó volando junto al tío y se abalanzó sobre su mejor amigo, Donnie, derribándolo en el suelo.
—Duke Rawlins jamás tiene miedo —siseó.
—Cielos, Duke. Cálmate, amigo. Cálmate. ¿Estás bien, Donnie?
—Claro que sí, señor.
Duke se puso de pie y se sacudió los pantalones vaqueros, extendiendo la mano para recibir el guante de cuero. Bill se lo entregó, al tiempo que sacó un trozo de carne cruda del bolso que tenía a un lado. Apretó la carne entre dos dedos del guante y siguió la rutina.
—Extiende tu brazo izquierdo, ése, el que tiene el guante y ofrécele el hombro. Luego llámalo y espera a que se pose.
Solomon bajó en picado y aterrizó en la mano de Duke, al tiempo que arrebataba la carne con el pico antes de que él la soltara.
—Ahora muéstrale tu palma abierta, para que no crea que tienes comida. —Duke le extendió al pájaro una mano temblorosa.
—Ahora cógelo de las tiras de cuero que tiene en las patas y deslízalas por los dedos, asegúrate de que no se escape.
Duke buscó las tiras a tientas y Solomon batió las alas, pero permaneció en el lugar hasta quedar sujeto.
—Bien hecho, Duke. Ahora suéltalo, tal como te mostré.
Solomon volvió a salir volando. Bill se dirigió hacia el arco que había colgado cerca, donde estaba amarrado su segundo Harris.
—Vamos, Sheba, ahora es tu turno. —Liberó al segundo pájaro, que aterrizó en lo alto de otro álamo americano, moviendo la cabeza de un lado a otro. Bill miraba a ambos halcones—. Siempre controlando lo que sucede —señaló—. Siempre observando y esperando.
De pronto Solomon se lanzó en picado sobre el arco entre medias de Duke y Donnie. Una segunda batida de alas y Sheba se había ido en vuelo determinado detrás del primero. Bill corrió detrás de los halcones, llamando a los muchachos para que lo siguieran.
—Han visto algo. Se deduce por el modo en que están volando. —Llegaron hasta una porción de tierra seca y vieron una codorniz.
—Ahí es donde tenían puesto el ojo —dijo Bill—. Esa es su presa, eso es lo que están buscando matar.
Solomon se acercó volando bajo y en cuanto cazó la codorniz, ésta revoloteó desordenadamente hacia los escabrosos bordes con maleza junto a una hilera de mezquites[5]. Luego se detuvo de repente. Solomon rebasó al blanco, demasiado tarde para cambiar de rumbo y se vio obligado a aterrizar en lo alto de uno de los árboles de adelante. Pero Sheba había seguido avanzando en forma perpendicular a la codorniz, y antes de que ésta pudiera reaccionar, ya estaba encima de ella perforándole la carne. Solomon bajó un instante después, trabando la cabeza del ave: ambos halcones atacaban ferozmente a su presa.
—Como Jekyll y Hyde —comentó Bill—. En un momento están en la cima del mundo contemplando la creación, y al siguiente instante están destrozando la creación. Y ayudándose mutuamente al hacerlo. —Bill hizo un gesto con la cabeza, satisfecho.
Wanda Rawlins solía ser la estrella de atracción de Amazon. Hombres ebrios y sin dentadura que jamás habían salido del estado juraban que ella era mejor que cualquiera de esas perras de Broadway, y estaban contentos de que se hubiera quedado a bailar para ellos en un sitio tranquilo como Stinger’s Creek. Diez años más tarde, cuando sus pechos apuntaban al sur, lo máximo que ofrecía era algo así como «para el hambre no hay pan duro». Diez dólares por una masturbación, veinte por sexo convencional, sin cosas raras y por veinticinco entregaba la boca entera. Todo gratis a cambio de ácido; y si tenías coca te podías quedar el fin de semana. Y dos minutos de un fin de semana fue lo que le llevó a uno de sus fanáticos fieles para engendrar la carga que representaba el pequeño Duke, que en ese momento tenía ocho años pero que la hacía sentir como si ella tuviera cien.
La primera vez que Duke entró en el cuarto de su madre tenía cuatro años de edad y pensó que la estaban estrangulando. Luego se percató de que sí la estaba estrangulando, pero a ella parecía no importarle. Un enorme hombre desnudo estaba de rodillas detrás de ella, empujándola con un grueso brazo apoyado arriba en la pared y el otro aferrando ferozmente una chalina rosa de seda, torciéndola y tirando alrededor de su cuello. Tenía el rostro enrojecido, los ojos vidriosos y los párpados pesados. El hombre alzó la vista hacia Duke, mirándolo ebrio, de manera lasciva, y continuó haciendo lo que le había costado buen dinero. Duke dio media vuelta y salió. La madre apareció en la cocina un momento después, desnuda bajo la descolorida bata de baño. Le lanzó una mirada a Duke:
—¿Qué? —preguntó bruscamente al tiempo que iba hacia la alacena. Luego— ¡Lárgate! —le gritó en el oído al pasar junto a él con el café. Duke pegó un salto con una inocencia que desapareció para siempre al llegar el turno del siguiente sujeto.
Westley Ames era un tipo rechoncho, legañoso, que hacía ruido con la nariz y con una joroba como cargada de disculpas. Tenía una esposa tímida que desde el principio se había entregado para que abusaran de ella y que le había dado tres hijas insulsas. Durante años, él había luchado una batalla interna, demasiado débil para llevar a cabo las enfermas fantasías que lo consumían.
Se encaminó lentamente por entre los escombros del jardín de Wanda Rawlins, llevaba medio gramo de coca meticulosamente envuelto en un cuadrado de papel en el bolsillo del traje.
—¡Hola, Westley! —saludó Wanda, apoyándose en el marco de la puerta; la mano libre formó un arco sobre la ceja para cubrirse del sol. Ella había sido una hermosa adolescente, morena y curvilínea, con una sonrisa dulce que le arrugaba el puente de la nariz respingona. Ahora tenía el cuerpo con una piel pálida que recubría los huesos, el rostro eran mejillas angulosas y ojos azules vacíos. Tenía las piernas escuálidas curvadas hacia atrás y las balanceaba dentro de un par de botas blancas gastadas que le llegaban a los tobillos.
Esa era la segunda visita de Westley y esta vez había ido por el fin de semana. Después del último encuentro, Wanda pensó que quizá moriría de aburrimiento antes de que llegara el lunes.
En un estallido rojo y azul, cubierto de pies a cabeza, apareció Duke de cuatro años corriendo desde un lado de la casa.
—Bueno, ¿a quién tenemos aquí? —dijo Westley, con un ardiente deseo que le hinchaba el pecho—. ¡Debes de ser Superman! ¿No eres el más apuesto de todos, amiguito? —le sonrió. Duke lo miró fijamente y se metió detrás de la pierna de la madre. Westley miró a Wanda y detectó el pánico en sus ojos. Luego se concentró en las pupilas dilatadas. Se volvió hacia Duke—. Déjame hablar con mamá un momento.
Wanda Rawlins estaba sola en la cocina, con el volumen alto de la radio, cantando con Tony Orlando y Dawn. Junto al cuadrado de papel abierto sobre la mesa, se inclinó para aspirar la atesorada línea, escogiendo ignorar los brutales y desesperantes gritos que provenían del dormitorio.
Dos semanas más tarde, cuando Duke iba caminando por el patio de la escuela, vio la encorvada silueta de Westley Ames en el portón de entrada, una silueta sobrecogedora bajo la luz del sol.
Comenzó a temblar violentamente. El estómago le dio un vuelco, se le revolvió y lanzó todo sobre sus zapatos de lona.
—¡Eh! ¡Duke Vomitón! —dijo Ashley Ames al pasar brincando a su lado y seguir corriendo para saltar a los brazos de papá.
Duke regresó de la casa del tío Bill con una sonrisa en el rostro. Jamás había visto a los halcones, ni hablar de sostenerlos. Le encantaba visitar al tío Bill. En la casa del tío nadie salía herido. Salvo esa pobre codorniz. ¡Bam! ¡Bam! ¡Muerta! Se le ocurrían algunas personas a las que le gustaría hacerle lo mismo. Y cuando dobló la esquina rumbo a su casa, una de ellas estaba allí parada, esperándolo, peinándose la fina cabellera marrón con los dedos tensos. Tenía unos treinta y algo y un rostro tierno y aniñado. Absorbía todo lo que captaban esos ojos azules que se deslizaban hacia un lado y a otro del patio, detrás de unas gafas negras. Todo lo demás quedó paralizado. Tenía las manos firmes en las caderas, los pies clavados en unos zapatos negros lustrados, la camisa y los pantalones cuidados y ceñidos. Duke se detuvo y ladeó la cabeza para observarlo. Él tembló. Este tipo era absolutamente extraño.
Duke lo llamaba Bua-bua, durante sus primeras visitas, él siempre había tratado de detener sus lágrimas. Solo le quedó el nombre. Las lágrimas se habían secado hacía tiempo.