Waterford, Irlanda, un año más tarde
Danaher’s es el bar más viejo del sudeste de Irlanda: piso de piedra, madera y luz tenue. La madera restaurada de barcos desafortunados se extendía en vigas debajo del techo bajo, formando estantes para jarras oxidadas y redes de pescar verdes y enmarañadas. El fuego revive y muere en el ancho hogar de piedra. El baño de hombres se llama «Los muchachos» y está afuera: son dos excusados, uno sin puerta.
—Y todavía no nos han robado ni una mierda —le gustaba decir a Ed Danaher cuando alguien se quejaba.
Joe Lucchesi estaba siendo sometido a un interrogatorio en el bar.
—¿Alguna vez has dicho «Quietos, hijos de puta?» —preguntó Hugh, empujándose las gafas sobre la nariz. Hugh era alto y larguirucho y bajaba la cabeza cuando hablaba, siempre listo para atravesar puertas bajas. Lleva el pelo negro atado atrás en una cola de caballo rizada y apartaba los mechones sueltos con los dedos largos. Su amigo Ray miró al cielo.
—¿O «Todo lo que diga o haga será tomado en su contra en la corte?» —continuó Hugh.
Joe rió.
—¿O has encontrado vainas en los pantalones de alguien?
—Eso era en CSI, psicópata —dijo Ray—. No le prestes atención. Ahora en serio, ¿alguna vez has puesto pruebas?
Todos rieron. Joe no recordaba ni una noche en que hubiera ido a beber algo sin que le preguntaran por su antiguo trabajo. Inclusive sus amigos aún le sonsacaban información.
—Muchachos, tenéis que salir más —les dijo.
—Vamos, en esta cueva no pasa nada —dijo Hugh.
En Irlanda una cueva era un antro en Norteamérica, pero para Joe, Mountcannon estaba lejos de ser un antro. Era un encantador pueblo de pescadores que había sido su hogar desde los últimos seis meses, gracias a su esposa, Anna. Preocupada por su matrimonio, su hijo Shaun, y por la salud familiar, ella los había llevado allí para salvar lo que amaba. Anna había querido que él renunciara después del último caso, pero él no quería, de manera que acordaron que se quitaría el chaleco por un año: un retiro temporal que le ofrecía nueve meses para decidir si quería volver o no.
En ese momento él no sabía adónde lo llevaría ese año. Anna era decoradora de interiores independiente y había presentado una propuesta en Vogue Living para restaurar un edificio antiguo, adquirido por la revista y fotografiado en etapas. El edificio que ella había escogido era Shore’s Rock, un faro desierto y deteriorado que quedaba a orillas de un acantilado en las afueras de Mountcannon, el pueblo del que ella se había enamorado cuando tenía diecisiete años.
Al llegar allí, Joe comprendió cómo se sentía ella. Pero él necesitaba su dosis de Nueva York. Iría al kiosco local y compraría el USA Today, el de hoy o el de hacía dos días. Le había dicho a Danny Markey: «Si sucede algo importante por allá, llámame dos días después, para saber de lo que estás hablando».
Para Nueva York, Irlanda era las tardes de sábado escuchando WFUV 90.7: Cuarenta tonos de verde y Chal Galway. Pero en un faro aislado junto al pequeño pueblo, la verdadera Irlanda no era solo baladas sentimentales… y estaba lejos de las simples cuestiones prácticas. Él podía conseguir una colosal cerveza y encontrar algún amigo en cualquiera de los tres bares de Mountcannon, aunque ni hablar de intentar alquilar una película, pedir comida a domicilio o encontrar un cajero automático. Para la mayoría de las personas, Ed Danaher era banquero y cantinero, siempre contento de volver a llenar su caja con el cambio que acababa de entregar.
Joe se puso de pie, deslizó algunos billetes por encima de la barra y se despidió de los dos hombres. Regresaba a casa en quince minutos, disfrutando de la última curva cuando el desolado faro recién pintado de blanco se erguía en la oscuridad. Empujó el portón y caminó el trayecto de cien metros hasta la puerta principal.
El sitio estaba en pendiente, esculpido a un lado del acantilado y estaba constituido por una mezcla de edificios que databan de 1800 y que se habían ampliado hasta que finalmente quedaron desiertos a fines de los años sesenta. Había tres edificios de dos pisos, dos de los cuales se utilizarían como viviendas. El primero contenía el vestíbulo, la cocina, la sala y un estudio en la planta baja; y el cuarto principal, el de visitas y un cuarto de baño estaban en el primer piso. El segundo edificio era como un enorme sótano del primero, ubicado más abajo del acantilado: un espacio más oscuro y con ventanas pequeñas. El primer piso era el cuarto de Shaun y el piso inferior una bodega. El tercer edificio era la torre redonda del faro, una estructura separada que quedaba en la parte de atrás de la casa principal. Desde el exterior, lucía completo, pero era su interior lo que representaba un mayor desafío. En la parte más alta del terreno un enorme establo había sido transformado en un taller completamente equipado que Joe todavía estaba aprendiendo a usar. Él había fabricado algunos de los que Anna llamaba muebles en bruto, aunque se lo había dicho como un cumplido, que para él era más que suficiente.
Hacia el fin de año, ella quería que la casa fuese moderna y confortable, conservando la mayor cantidad de rasgos originales posibles. Para eso ella se encontraba en el lugar indicado del país, con carpinteros, ferreteros y obreros fáciles de colocar; aunque rápidamente aprendió a no ser tan obsesiva con sus tiempos, como lo hubiera sido en Nueva York. El usual incentivo que significaba recibir una mención en Vogue estaba lejos de motivar a estos hombres, pero aun así, en seis meses ellos habían colaborado en transformar el potencial incumplido de los húmedos y desmoronados cuartos y los estropeados exteriores. Cuando la familia había entrado por primera vez en Shore’s Rock, parecía que todo había sido abandonado de repente, como si alguna tremenda tragedia hubiera barrido con los antiguos encargados. Apestaba a mar, humedad y madera podrida. A Joe y a Shaun les pareció inútil pero para Anna representó el grado de abandono perfecto.
Ahora todo el exterior de ladrillo había sido pintado de nuevo. En el interior de la casa, se había instalado calefacción debajo del piso y las paredes y pisos de madera habían sido restaurados. Muebles simples de madera blanca con toques modernos aportaban a los cuartos una decoración minimalista. La habitación de Shaun fue lo primero en terminarse, pero solo después de que se instalara una antena digital. Anna había tenido que hacer algo para combatir la angustia de los dieciséis años.
Para él, el impacto cultural había sido intenso, porque era joven y su mundo era demasiado pequeño. No soportaba el aislamiento que en ese momento para Anna era como el paraíso transportado a otra área, alejada como estaba de las mismas viejas caras conocidas en los mismos lanzamientos de prensa e inauguraciones de muestras en galerías. En Mountcannon uno conocía a los vecinos, dejaba el coche abierto y no existía calle que no fuera segura.
Joe se deslizó en la cama junto a Anna:
—Asume la posición —le susurró. Ella sonrió, medio dormida, y le volvió la espalda al tiempo que él la envolvió con los brazos alrededor de la cintura y atrajo su diminuto cuerpo contra el suyo. Le depositó besos en la nuca y se durmió con el ruido del mar rompiendo contra las rocas.
—¿Irlandés puro? —preguntó Joe sonriendo. Estaba vestido solo con pantalones vaqueros, parado junto a la cocina, apuntando a Anna con una espátula grasienta.
—¡No, no! —rió ella—. No sé cómo pueden hacer esto todas las mañanas. Tocino, huevos, salchichas, budín negro, budín blanco… —Ella meneó la cabeza y caminó descalza hacia la alacena. Se puso de puntillas para alcanzar el estante de arriba.
—Eso te hace hombre —dijo Joe.
—Eso te hace un hombre gordo —aclaró Anna.
—Para una francesa todos son gordos —ironizó Joe.
—Tal vez todos los norteamericanos.
—Eso ha dolido —dijo Shaun, al tiempo que se deslizaba en la silla junto a la mesa, estirando las piernas bien abiertas hacia ambos lados—. Adelante, papá. Esta mañana estoy orgulloso de enarbolar la bandera de los Estados Unidos. —Cogió el cuchillo y el tenedor y le sonrió al padre de modo travieso. Los genes Lucchesi habían dominado a los Briaudes, pero lo que volvía a Shaun tan atractivo era que en contraste con los cabellos oscuros y la tez pálida del padre brillaban esos ojos verde claro de la madre.
—Gracias, hijo —dijo Joe.
—Aunque no vendría mal si te pusieras una camiseta —opinó Shaun.
—Es que estás celoso. Y además yo siempre cocino con el torso desnudo —dijo Joe—. Para no apestar después.
Sirvió la comida en dos platos y aspiró exageradamente:
—Tu madre no sabe lo que se está perdiendo.
—Lo sé —aseguró Anna, señalando con un gesto la barriga de Joe.
Él se la acarició.
—Con un día de abdominales desaparece —comentó él.
Ella hizo una mueca.
Él tenía razón. Siempre había estado en forma.
—Vamos, cariño —le dijo él—. ¿Cómo es posible que yo compita con una mujer que se compra la ropa en la tienda de niños?
Ella sonrió. Él se puso por la cabeza una camiseta blanca de mangas largas y se dirigió hacia la cafetera. La tomó de debajo del estante, luego echó agua hirviendo y la agitó. Cuando el vidrio se calentó, vertió el agua y echó cuatro cucharadas de granos Kenyan en el fondo. Lo llenó de agua hasta el borde de cromo. Enjuagó el émbolo con agua hervida y lo colocó encima, girándolo hasta que quedó asegurado en el pico. Al cabo de cuatro minutos, lo hundió suavemente, observando cómo los granos eran empujados lentamente hacia la base de la jarra. Rotó la parte superior del émbolo para que la rejilla quedara alineada con el pico y se pudiera verter el café. Joe no podía ver a nadie más preparar café.
—Anoche llamó tu padre —comentó de repente Anna. Shaun abrió los ojos, pero sabía cuándo quedarse callado.
—Sí, claro —respondió Joe llevando el café a la mesa.
—Lo hizo. Está a punto de casarse.
Joe la miró fijamente.
—No me jodas.
—Cuida tu vocabulario. Y hablo en serio. ¿Cómo podría inventarlo? Quiere que vayas.
—Por Dios. ¿Es con Pam?
—Por supuesto que con Pam. Eres atroz.
—Bueno, con ese tipo nunca se sabe.
—Es increíble —dijo Shaun.
—Sí —respondió Joe—. Compórtate con la familia y parecerás normal ante tu nueva esposa: «¿Ves?, mis hijos vinieron a mi boda. Son estupendos. No soy un asesino con hacha».
—Bueno…
—Bueno, nada.
—Eh, mamá —dijo Shaun—. Detesto cambiar de tema, ¿pero tienes alguna foto mía de bebé? Quiero decir, ¿has traído alguna a Irlanda?
—Bueno, quizá pienses que ni me hubiera molestado en hacerlo —señaló Anna—, pero eran tan bonitas que he guardado algunas en mi agenda. Espera.
Trajo la agenda de la habitación y sacó tres fotografías de un sobre que había al final.
—Mírate —le dijo. Sostuvo la primera foto, Shaun de dos años en la bañera, con el rostro sonriendo en medio de un halo de espuma. Luego, otra a los cuatro años, con traje camuflado, sosteniendo un rifle de plástico. En la tercera, estaba soplando cinco velas de un pastel con forma de escarabajo—. Ese pastel fue una pesadilla —comentó ella—. Tu padre que revoloteaba encima de mí todo el tiempo asegurándose de que tuviera la forma anatómicamente correcta.
—Ese pastel era increíble —refirió Shaun—. Pero prefiero la foto de soldado. Bonita, pero políticamente incorrecta. Como yo. Esa vida secreta de insecto podría ser un poco demasiado.
—¿Para qué es? —preguntó Anna.
—Para la página de Internet de la escuela —contestó Shaun—. St. Declan’s está creando una página. Tenemos un profesor de informática, el Sr. Russell, que en los noventa trabajaba en una de estas compañías masivas de software, pero se le quemó el cerebro y se dedicó a la docencia. De todos modos, es genial. Quiere que todos los que estamos en quinto año subamos algo a la web con una biografía. De modo que tenemos que llevar fotos, como de antes y después. De bicho raro a elegante.
Anna rió.
—Bueno, no hay nada de bicho raro en mi pequeño soldado charlatán —comentó ella mirando la fotografía—. Tal vez tú puedas ser el chico que fue de elegante a bicho raro —le dijo al verle los pantalones vaqueros.
—Mamá, no sabes lo que significa bicho raro.
—Bueno, ¿y entonces qué es? ¿Chicos con pantalones grandes y camisetas largas hasta las rodillas?
—No, eso es ser cool. Un bicho raro es un nerd. Piensa en alguien como papá.
—Ella lo golpeó con la agenda. Joe rió. Shaun terminó el desayuno, cogió la mochila de la escuela y salió corriendo.
—Os veo en la función de esta noche —dijo, y la puerta se cerró de golpe detrás de él.
Anna se dio la vuelta y señaló a Joe:
—Llama a tu padre.
—Está bien, llamaré a mi padre —repitió él. El inglés de ella era casi perfecto, pero aún le costaba pronunciar la «r». Ella le lanzó una mirada.
—Eres tan exótica, Annabel —le dijo él demorándose en la «l».
Ella le lanzó otra mirada.
No.
Sam Tallón estaba en el cuarto de servicio del segundo nivel del faro, moviendo la cabeza. Era un hombre de baja estatura con una gordura fofa.
—Dios mío, esto me trae recuerdos —dijo—. El encargado sentado en este escritorio completando informes… —Se detuvo y señaló—. Tendrá que conseguir una rasqueta para quitar las pisadas de pintura de esa escalera. —Sam era el experto en restauración de Anna, un ex ingeniero de Commissioners of Irish Lights[4]. Tenía sesenta y ocho años de edad y ella acababa de hacerlo subir por una angosta escalera de caracol.
—Bien —dijo él, y se aferró fuerte para darse aliento y subir los escalones del segundo tramo, luego empujó una puerta de hierro fundido de apertura horizontal y entró con dificultad hacia la torre del faro. La risa del hombre hizo eco hasta donde estaba ella. Cuando Anna subió, él soltó un silbido.
—Sí que tiene trabajo aquí.
—Eso pensé —dijo Anna, mirando alrededor las paredes agrietadas y mohosas.
—Tendrá que limpiar esto de inmediato —comentó Sam. Ahí hay capas y capas de pintura. Va a estar duro como la piedra.
En el centro del cuarto había un pedestal con un tanque de mercurio que soportaba las cinco toneladas de peso de la lente del faro. Solo se podía ver la base, la mayor parte de la cual llenaba la galería de abajo. Sam revisó el medidor que había al lado del tanque.
—Bueno, el nivel de mercurio ha bajado un poquito. De modo que los rodillos que hay debajo de la lente probablemente estén cargando un poco más de peso de lo que se supone que deben soportar. Pero no es gran problema, en especial si la luz no va a estar siempre encendida.
—Solo espero lograr encenderlo.
—Ah, quédese tranquila. Yo diría que la harán encenderlo en determinado momento y dejar que el haz de luz se proyecte tierra adentro.
Anna contuvo la respiración cuando Sam examinó la base de la lente, revisando el mecanismo de reloj que lo hacía girar.
—No puedo creerlo —dijo Sam finalmente—. Creo que está todo en orden. Después de casi cuarenta años. Hay que poner los pesos en movimiento, pero creo que tuvo suerte.
—Gracias a Dios —exclamó Anna.
—Un paño, como la mecha de una vela se consume dentro de esto —dijo mirando de nuevo la lente—. Si no hay paño no habrá luz. Y es un trocito de seda que se puede guardar en el bolsillo —bromeó él—. De todas formas el prisma que hay en la lente refracta la luz, esta gira y así se obtiene el bonito haz de luz del faro. —Sam subió la escalera por dentro de la lente, rompiendo telarañas a su paso.
—Está muy sucio —dijo—. Tendrá que ocuparse de esto más adelante, probablemente después de limpiar las paredes. Y tendrá que comprar algunos paños nuevos, a propósito, de cincuenta y cinco milímetros.
Bajaron las escaleras del faro y salieron por las viejas puertas.
—A éstas también tendrá que reemplazarlas —opinó Sam.
—Ya están en camino —explicó Anna. Él quedó impresionado.
—Ahora, lo que haré —comentó Sam—, será limpiar los rodillos y revisar la presión de la bomba de keroseno. Le dejaré a usted la limpieza de la lente y el cobre. —Le sonrió.
—Está bien.
—Entonces podemos echar un vistazo, para ver si todo funciona bien —apuntó Sam.
—Tal vez no sea inmediatamente. Ya se lo comunicaré cuando llegue el momento oportuno.
—No hay ningún problema.
Los últimos murmullos cesaron y la audiencia se dio la vuelta hacia el escenario. Una música hechizante llenó el salón. Katie Lawson dio un paso adelante y comenzó a cantar. Shaun sonrió. Ahí estaba su hermosa novia, cautivando a la audiencia hasta dejarla en silencio, con la voz más dulce que él jamás había escuchado. Ella le había cambiado la vida. Él había llegado a Irlanda de mala gana, extrañando tremenda y desesperadamente el béisbol, el cable, todo durante las veinticuatro horas del día. Y entonces llegó Katie. El primer día de clase ella fue lo único que vio. Estaba inclinada hacia adelante en su pupitre, golpeándolo con el puño, estallando en una de sus contagiosas carcajadas cantarinas. Luego se apoyó hacia atrás, apartándose el pelo oscuro del rostro y secándose las lágrimas de los ojos. El corazón de Shaun dio un vuelco cuando se le acercó. Ella tenía la sonrisa más bonita que le iluminaba todo el rostro. Era toda natural: piel brillante, mejillas frescas, ojos marrones chispeantes. En cuanto cruzó una mirada con él, quedó perdido.
Katie bajó del escenario y se sentó a su lado, con la cabeza gacha, incómoda por los aplausos.
—Guau —le susurró Shaun—. Has estado estupenda. Los has dejado a todos boquiabiertos.
Katie se ruborizó.
—No, no lo he hecho —contestó ella, moviendo la cabeza.
—Vamos —dijo Shaun—. Has causado sensación.
Ali Danaher, la mejor amiga de Katie, fue la que siguió con un poema escrito por ella misma. Shaun ya estaba sonriendo aun antes de que ella comenzara porque sabía que sería algo oscuro y denso, como sus ropas y la sombra de ojos. Ali tenía el pelo rubio oscuro, y si se arremangaba demasiado, tenía marcas de hojas de afeitar en los brazos, para causar efecto. Ella jamás admitió provenir de un hogar feliz y confortable, porque su personaje se vería afectado. Terminó el poema de manera solemne:
… alma podrida.
Filtrándose hasta finalmente penetrar la superficie de marfil:
una historia manchada
ya desvelada, demasiado tarde para ocultar.
Shaun y Katie ovacionaron por encima de los educados aplausos de los padres. Ed Danaher miró a la esposa, pero fue el último en dejar de aplaudir. Al terminar, Shaun tomó a Katie de la mano y la llevó por el pasillo.
Joe se despidió de Anna con un beso y se fue con Ed a Danaher’s. Ella se dio la vuelta aún sonriendo y vio a Petey Grant, el portero de la escuela que se acercaba a grandes zancadas. Petey tenía tez clara y cabellos marrón oscuro bien cortados antes del punto en que empezaran a ondularse. Debajo de las espesas cejas, sus ojos almendrados eran de un suave azul y rara vez contactaban con alguien. Cuando hablaba se inclinaba hacia un lado, sosteniendo las grandes manos al frente y moviendo los delgados dedos como si estuviese a punto de atajar o pasar una pelota de básquet.
—Hola, Sra. Lucchesi. Cuánto me alegra verla esta noche. ¿Ha disfrutado del espectáculo? Yo creo que fue excelente. Katie es una maravillosa cantante. También es una muchacha bonita. El otro día estuve escuchando cuando ensayaba. —Se ruborizó—. ¿El Sr. Lucchesi está aquí? No me molestaría pasar por el taller mañana si le parece bien. ¿Tiene algo que hacer mañana? Yo tengo el día libre. No me molestaría ayudarle con esa mesa que está fabricando.
A Petey le gustaba expresar cualquier pensamiento que se le venía a la cabeza. Tenía problemas de aprendizaje desde niño, y los chicos de la escuela se dividían entre los que le hacían pasar un mal rato y los que lo defendían ferozmente. Anna lo adoraba. Era amable, entusiasta, sensible y encantadoramente inocente para sus veinticinco años de edad. Desde el principio, Petey había encontrado un amigo en Joe, y alguien con quien compartir su interés por los faros. Aunque para Petey ese tema era su especialidad y de lo único que podía hablar y salir impune. Cuando Joe estaba fabricando los muebles para la casa, Petey iba, se apoyaba en la mesa y hablaba horas sobre las historias de los faros de Irlanda.
—Eres bienvenido en casa cuando quieras, Petey —dijo Anna.
—Muchas gracias, Sra. Lucchesi. Será un placer.
Vaciló, sin saber nunca cuándo la conversación se podía dar por concluida.
Las llaves de Vista Marina pesaban en el bolsillo de Shaun. Su trabajo era cortar el césped y hacer trabajos de mantenimiento en las casas de veraneo, pero ahora era septiembre y la mayoría de las casas estaban vacías. Su plan era escabullirse con Katie en una de ellas esa noche más tarde. Ella le había dicho a su madre que iría a la casa de él, y viceversa. Martha Lawson era una mujer difícil de sortear, pero confiaba en su hija.
—Parece que esta noche hay un poco de confusión —dijo Martha al acercarse a la pareja—. Acabo de hablar con la Sra. Lucchesi y ella dice que venís a nuestra casa.
«Mierda», pensó Shaun.
—Pensé que esta noche veríamos Aliens —comentó Katie.
—No —respondió Shaun—. Playstation en casa.
—Bueno, yo me voy, así que os alcanzaré —dijo Martha.
—«Mierda», le dijo Katie a Shaun en silencio.
Anna se quedó un par de horas más, conversando después del espectáculo con algunos de los otros chupadores de madres como Joe los llamaba. Para cuando ella se marchó era medianoche. Iba caminando junto a la iglesia, perdida en sus pensamientos.
—Bueno, pero si es la hermosa Anna. —Ese tono de voz sonó muy mal.
Ella contuvo la respiración y luego se dio la vuelta. Quedó aturdida por cómo John Miller aparecía en ese momento. Los ojos encendidos, el rostro con manchas coloradas y las piernas inestables de lo que deducía se debía a la borrachera, aunque lo que más la impactó fue todo el resto: los cabellos grisáceos y grasosos, la piel hinchada, la camiseta estirada en la barriga. Se balanceaba frente a ella.
—Sé que se me ve fatal —le dijo con los brazos extendidos.
—No, no es así —contestó Anna rápidamente—. En absoluto.
—¡Al diablo! Eres francesa. Eres una maldita perfección.
Ella no supo qué decir.
—Así que ahora es Anna Lucheesy, según me comentaron. Muy bien.
—Lucazey —aclaró ella tratando de sonreír.
—¿Entonces te casaste con un policía? Vaya un tipo con suerte. Mucha, mucha suerte. —Sonrió burlón—. ¿Alguna posibilidad de follar?
—¡Por Dios, John! —exclamó ella, mirando alrededor—. ¿Qué es lo que estás diciendo?
—Que quiero follar.
—¿Y dónde está tu esposa?
—Aún en Australia. Me echó. ¡Ja! ¿Puedes creerlo? Yo estoy de vuelta aquí viviendo con mi madre, psicópata, en la montaña. A punto de encargarme del huerto. Lo único que juré que jamás haría.
—Lo siento, John —se dio la vuelta y se alejó.
—Eres una estupenda chica. Una chica guapísima —le susurró a sus espaldas.
Siguió caminando. Le temblaban las manos, le ardía la cara.
De repente, se encontraba de nuevo detrás de ella, la agarró y la apretó contra la pared, el aliento olía a cebolla y alcohol, las ropas apestaban a pescado. Tenía una mancha brillante en el mentón y unas boqueras blancas duras. Ella empujó su pesada borrachez a un lado.
—Ve a casa y despéjate.
—Siempre fuiste una perra difícil, Anna…
Lo miró fijamente, inspeccionándole el rostro, pero no encontró ni rastro del John al que solía amar.