Me quedé mirando el charco negro del suelo intentando comprender todo lo que había ocurrido. Un minuto antes aquella sustancia era el demonio y una hora antes, mi vecino: un anciano muy amable que amaba a su esposa y me daba chocolate caliente.
Pero no, la sustancia viscosa era solamente eso: los restos físicos de un cuerpo que en realidad nunca había sido del todo suyo. La vida, la mente o el alma o lo que quiera que fuese que hacía que un cuerpo estuviese vivo había desaparecido. Era un fuego y nosotros, el combustible.
«Recuérdame cuando ya no esté».
—¿Qué era eso?
Levanté la mirada y vi a mi madre; fui consciente de que me sujetaba con fuerza por los hombros, de que tenía el cuerpo ligeramente delante del mío. Se había colocado entre el monstruo y yo pero ¿cuándo? Yo sentía la cabeza cansada y oscurecida, como una nube de tormenta cargada de lluvia.
—Era un demonio —dije.
Me aparté de ella y fui hasta el interruptor de la aspiradora. La apagué y el rumor, el ruido de interferencias, se extinguió y nos abandonó al silencio. El tubo estaba grotescamente retorcido, se había derretido y había formado un montón humeante y tóxico de rizos de plástico. Parecía el intestino de una bestia mecánica. La cuchilla del trocar estaba manchada de la sustancia viscosa y la saqué con cuidado de entre la masa del suelo sujetándola con dos dedos.
—¿Un demonio? —preguntó mi madre echándose hacia atrás—. ¿Qué… por qué? ¿Un demonio por qué? ¿Qué hace aquí?
—Quería comernos —dije— o algo así. Mamá, es el asesino de Clayton, la cosa que ha estado robando partes del cuerpo. Las necesitaba para sobrevivir.
—¿Está muerto?
Miré ceñudo el revoltijo del suelo, que parecía más una vieja hoguera que un cuerpo.
—Creo que sí. No sé muy bien cómo funciona esto.
—¿Cómo sabes todo esto? —preguntó y se volvió hacia mí. Buscó con la mirada alguna señal en mi rostro—. ¿Por qué estabas fuera de casa?
—Por el mismo motivo que tú —mentí—. Oí un ruido y salí. Estaba en casa de los Crowley, haciendo algo; matándolos, supongo. Oí gritos. El doctor Neblin estaba en el coche de los Crowley, muerto, así que lo saqué de allí a rastras para que el demonio no lo encontrase. Entonces fue cuando tú saliste y el demonio vino hacia aquí.
Me miró la cara, el abrigo empapado de sangre, la ropa calada de nieve derretida y sudor helado. Yo la observé mientras dejaba de observarme y recorría la sala con la mirada y asimilaba las huellas de sangre que yo había dejado en la pared y en los mostradores, y el lodo humeante del suelo. Prácticamente podía leerle los pensamientos a medida que se mostraban en su rostro: conocía a aquella mujer mejor que a cualquier otra persona del mundo, y lo que le pasaba por la mente era más fácil de adivinar que lo que yo mismo pensaba. Estaba pensando en mi sociopatía y mi obsesión con los asesinos en serie. Pensaba en la vez que la amenacé con un cuchillo y en la manera en que miraba los cadáveres y en todas las cosas que había leído, oído y temido desde que descubrió, años antes, que yo no era como los demás niños. Quizá estuviera pensando en mi padre, que tenía cierta tendencia hacia la violencia, y se preguntaba hasta qué punto podía llegar —o había llegado— yo a seguir su camino. Lo repasó todo dentro de la cabeza, revisando los distintos panoramas e intentando decidir qué debía creer. Y entonces hizo una cosa que probaba sin duda alguna que yo no la comprendía en absoluto.
Me abrazó.
Abrió los brazos y me acercó a ella, me rodeó con una mano detrás de la espalda y otra en la cabeza, llorando. No de tristeza, sino con aceptación. Lloró aliviada, moviéndose suavemente atrás y adelante, atrás y adelante, empapándose de la sangre del abrigo y los guantes sin importarle lo más mínimo. Sabiendo que le gustaría, la rodeé con los brazos.
—Eres un buen chico —dijo estrechándome todavía más—. Eres un buen chico, lo que has hecho está bien.
Quería saber hasta qué punto había adivinado lo que había pasado pero no me atreví a preguntar. Simplemente la abracé hasta que ella tuvo bastante.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo.
Retrocedió un paso y se frotó la nariz. Después cerró la puerta e hizo girar la llave.
—Y tenemos que llamar a una ambulancia por si ha hecho daño a los Crowley, como has dicho. A lo mejor siguen vivos.
Abrió un armario que había a un costado y sacó la fregona y el cubo, pero un momento después sacudió la cabeza y dijo:
—Querrán verlo tal como está ahora.
Bordeó la mancha viscosa con cuidado y se dirigió al pasillo.
—¿Estás segura de que es mejor llamar? —pregunté siguiéndola de cerca—. No sé si nos van a creer… —La seguí por el pasillo hasta la recepción, prácticamente pisándole los talones, intentando convencerla de que no telefoneara—. Podemos llevar a la señora Crowley al hospital, pero primero nos tendremos que cambiar de ropa; estoy lleno de sangre. ¿No crees que sospecharán de nosotros? —Me vi en la cárcel, en los tribunales, en una institución, en la silla eléctrica—. ¿Y si me arrestan? ¿Y si creen que yo maté a Neblin y a los demás? ¿Qué pasa si leen los documentos del doctor y creen que soy un psicópata y me encierran?
Mi madre se detuvo, dio media vuelta y me miró directamente a los ojos.
—¿Has matado a Neblin?
—Claro que no.
—Claro que no —dijo—. Y no has matado a nadie más.
Se echó atrás y se abrió el abrigo, mostrándome la sangre en los costados y en el camisón.
—Ambos estamos cubiertos de sangre y somos inocentes. Los policías entenderán que intentábamos ayudar y mantenernos con vida.
Soltó el abrigo y vino hacia mí; me cogió con fuerza de los brazos y se agachó lo suficiente como para que nuestras caras quedasen a unos centímetros de distancia.
—Pero lo más importante es que estamos juntos. No voy a permitir que te lleven a ninguna parte y nunca te voy a abandonar. Jamás. Somos una familia y siempre estaré aquí para ti.
Dentro de mí, algo cobró sentido por fin; me di cuenta de que llevaba toda la vida esperando oír aquellas palabras. Me aplastaron y me dejaron helado, todo a la vez, y me encajaron en el alma como si fueran la última pieza perdida de un rompecabezas. La tensión de la noche, de todo el día, de los últimos meses, salió de mí formando un torrente como la sangre que fluye de una vena abierta y por primera vez me vi como me veía mi madre: no como un psicópata ni un acosador ni un asesino, sino como un chaval triste y solitario. Me derrumbé sobre ella y me di cuenta, por primera vez en años, de que era capaz de llorar.
• • • • •
En los escasos minutos que pasaron antes de que llegara la policía y mientras mi madre iba a casa de los Crowley a ver cómo estaban, saqué el móvil del señor Crowley del abrigo que había dejado por ahí tirado. Por si acaso, rebusqué en los bolsillos del señor Neblin y cogí también el suyo. No tenía tiempo de deshacerme de ellos adecuadamente, así que, junto con el de Kay, los tiré al bosque por encima de la valla trasera de los Crowley. Allí atrás no había huellas, solamente hectáreas de nieve intacta, así que tenía la esperanza de que quedasen a salvo hasta que tuviera oportunidad de buscarlos y deshacerme de ellos de forma más permanente. En el último momento, justo a tiempo, me acordé del GPS y saqué la segunda unidad de debajo del asiento del coche de los Crowley. También los tiré al bosque, justo cuando se empezaba a oír la sirena del primer coche.
Enseguida, a las estridentes sirenas siguieron fogonazos de luz y una larga fila de coches patrulla, ambulancias, una unidad toxicológica e incluso un camión de bomberos. Los vecinos miraban desde el porche o la ventana, temblando, en zapatillas y con un abrigo por encima, mientras un ejército de uniformes formaba por la calle y acordonaba la zona. Encontraron el cuerpo de Neblin y lo fotografiaron; a Kay, que seguía inconsciente, la trataron y la llevaron directamente al hospital; a mi madre y a mí nos interrogaron y el desaguisado de la funeraria fue estudiado y catalogado con detenimiento.
El miembro del FBI que había visto en las noticias, el agente Forman, estuvo casi toda la noche haciéndonos preguntas en la funeraria: primero juntos, después en solitario mientras el otro se lavaba y cambiaba. A él, y a todo el que preguntó, le conté la misma historia que a mi madre: que había oído un ruido, había salido para ver qué era y había visto al asesino entrar en casa de los Crowley. Me preguntaron si sabía dónde estaba el señor Crowley y dije que no lo sabía; también por qué había decidido mover el cuerpo de Neblin y no se me ocurría nada que no sonase a locura, así que respondí que simplemente en aquel momento me había parecido una buena idea. La masa viscosa de la parte de atrás la pasamos por alto: dijimos que no teníamos ni idea de cómo había llegado hasta allí. No sabía si nos habían creído o no, pero al final todo el mundo parecía estar satisfecho.
Antes de que se marcharan me preguntaron si necesitaba hablar con un especialista en pérdidas de seres queridos para ayudarme a superar la desaparición simultánea de dos hombres a los que conocía relativamente bien, pero contesté que ir a un terapeuta para hablar de mi primer terapeuta me parecía una especie de traición. Nadie rio. Al doctor Neblin le habría hecho gracia.
Por la mañana la historia se había extendido y había mutado: el asesino de Clayton había matado a Bill Crowley cuando, de noche, éste salió a dar una vuelta en coche y después había asesinado a Neblin de camino a casa de los Crowley. Una vez allí, el asesino había torturado y golpeado a Kay hasta que los vecinos —mi madre y yo— se dieron cuenta de que pasaba algo y lo interrumpieron. El asesino vino a por nosotros pero se escapó cuando nos resistimos y no dejó ningún rastro a excepción de la misteriosa mancha negra que ya conocíamos del resto de ataques. Nadie se iba a creer que el atacante era una especie de monstruo en estado de desintegración, así que ni nos molestamos en explicarlo.
Por supuesto, la historia tenía suficientes flecos como para que empezaran a circular rumores; no se encontró el cuerpo del asesino ni de Crowley, así que podían seguir vivos en alguna parte. Sin embargo, yo sabía que la larga ordalía había llegado a su fin. Por primera vez en varios meses, me sentí tranquilo.
Supongo que podrían haber sospechado de mí si Kay no hubiese sido mi defensora más incondicional. Le juró a la policía que era un buen chico y un buen vecino, y que nos queríamos como si fuéramos parientes. Cuando encontraron una pestaña mía en su habitación, ella les contó que había ayudado al señor Crowley con las bisagras de la puerta; cuando encontraron huellas dactilares en las ventanas del coche, les explicó que le había ayudado a comprobar el aceite y la presión de las ruedas. Cualquier pregunta que hiciesen tenía explicación porque durante dos meses enteros había estado en su casa prácticamente todos los días. Las únicas pruebas condenatorias estaban en los móviles, pero de momento nadie los había encontrado.
Además, no era más que un crío; no creo que me llegasen a considerar seriamente como sospechoso. Estoy seguro de que si aquella noche hubiese intentado cubrir lo que había pasado, hubieran sospechado más de mí. Pero como fuimos directamente a la policía con el asunto, parecía que nos habíamos ganado su confianza. Poco después casi daba la impresión que aquello no había ocurrido nunca.
Pensaba que la muerte del demonio me iba a afectar más, que iba a aparecer en mis sueños o algo así. Pero en lugar de eso me di cuenta de que en realidad a lo que le daba vueltas era a sus últimas palabras: «Recuérdame». No estaba seguro de querer recordarlo: era un asesino maligno y feroz, y yo no quería volver a pensar en nada de todo aquello.
La cuestión era que había muchas cosas en las que no quería pensar, cosas sobre las que no había reflexionado durante años a pesar de que evitarlas no me había llevado a ninguna parte. Creo que era hora de seguir los consejos del señor Crowley y recordar. Cuando la policía la dejó tranquila por fin, fui a visitar a Kay Crowley.
Cuando abrió la puerta me abrazó. Sin palabras, sin saludar, sólo el abrazo. No me lo merecía, pero se lo devolví. El monstruo rugió pero lo miré a los ojos y le obligué a bajar la mirada. Se acordaba de aquella mujer frágil y sabía lo fácil que sería matarla, así que concentré toda mi energía en controlarme. Era mucho más difícil de lo que quería admitir.
—Gracias por venir —dijo con los ojos bañados en lágrimas. Tenía el ojo derecho morado y yo me sentí fatal.
—Lo siento mucho.
—No lo sientas, cariño —dijo y me hizo entrar—. Lo único que hiciste fue ayudar.
La miré con atención, estudié su rostro, los ojos, todo. Era el ángel que había domesticado al demonio; el alma que lo había atrapado y lo había atado con un poder que nunca antes había sentido: el amor. Notó la intensidad de mi mirada y me la devolvió.
—¿Qué pasa, John?
—Hábleme de él —dije.
—¿De Bill?
—Bill Crowley. Llevo toda la vida al otro lado de la calle pero creo que en realidad no lo conocía mucho. Por favor, cuénteme cosas sobre él.
Era su turno para estudiarme: una mirada profunda como un pozo que me observaba desde el pasado.
—Conocí a Bill en 1968 —dijo, y me llevó al salón y se sentó en el sofá—. Nos casamos dos años después; el próximo mayo hubiera sido nuestro cuadragésimo aniversario.
Me senté frente a ella y escuché.
—Los dos habíamos cumplido los treinta —dijo— y en aquellos tiempos, en este pueblo, con esa edad, ya eras una solterona. Supongo que yo ya me había hecho a la idea; sin embargo, entonces un día llegó Bill buscando trabajo. Yo trabajaba de secretaria en la oficina de aguas. Él era muy guapo y tenía un alma antigua, no era como los demás porque no le interesaba todo ese asunto de los hippies. Era educado y tenía buenos modales, y me recordaba un poco a mi abuelo porque siempre llevaba sombrero, les abría la puerta a las señoras y se ponía en pie cuando entrabas en una habitación. Ni que decir tiene que consiguió el trabajo y yo lo veía entrar todas las mañanas; era muy cortés. Fue quien empezó a llamarme Kay, ¿sabes? Mi verdadero nombre es Katherine y todos me llamaban Katie o señorita Wood, pero él decía que hasta Katie era demasiado largo y lo acortó a Kay. Siempre estaba en movimiento, haciendo algo nuevo y corriendo de un lado a otro. Tenía ansias de vivir. Después de un par de semanas ya sabía que era para mí.
Se rio suavemente y yo sonreí.
El pasado del señor Crowley se desplegaba ante mí como un cuadro: de rico color y textura, proporcionaba una buena comprensión del sujeto. No era perfecto, pero durante un tiempo —un período muy largo— había sido un hombre bueno.
—Estuvimos cortejándonos durante un año antes de que me propusiera matrimonio —continuó contando la señora Crowley—. Entonces, estábamos comiendo un domingo en casa de mis padres, con todos mis hermanos y hermanas y sus familias, y estábamos todos riéndonos y hablando, y él se levantó y salió del comedor. Tenía en los ojos una mirada lejana. Lo seguí y lo encontré llorando en la cocina. Me dijo que nunca antes lo había comprendido; recuerdo perfectamente lo que dijo: «No lo entendía, Kay. No lo entendía, hasta ahora». Me dijo que me quería más que nada en el mundo, cielo e infierno incluidos, porque él hablaba de una forma muy romántica, y allí mismo me pidió que me casara con él.
Se quedó un momento con los ojos cerrados, recordando.
—Me prometió que se quedaría a mi lado para siempre, en la salud y en la enfermedad… Los últimos días estaba más tiempo enfermo que sano, ya lo viste, pero todos los días me decía: «Siempre estaré a tu lado».
• • • • •
No creo que mi madre se diese cuenta de que aquel día otra persona se mudó a vivir con nosotros pero lleva aquí desde entonces. Mi monstruo había surgido definitivamente y no era capaz de recluirlo. Lo intenté, lo intentaba todos los días, pero no funciona así. Si deshacerse de él fuera tan fácil, no sería un monstruo.
Una vez muerto el demonio, intenté reconstruir el muro y volver a establecer las normas, pero mi propio lado oscuro se rebelaba a cada instante. Me dije a mí mismo que ya no podía pensar en hacer daño a la gente y, a pesar de eso, siempre que bajaba la guardia mis ideas iban en esa dirección y acababa teniendo pensamientos violentos. Era como si mi mente tuviera un salvapantallas lleno de sangre y gritos, y si alguna vez me quedaba ocioso demasiado tiempo, aparecían esos pensamientos y tomaban el control. Empecé a practicar aficiones que me mantenían ocupado —leer, cocinar, resolver acertijos de lógica—, cualquier cosa que evitase que apareciera el salvapantallas mental. Durante un tiempo me dio buen resultado pero tarde o temprano tenía que dejar los pasatiempos a un lado e irme a la cama y entonces me quedaba solo, tumbado a oscuras, y me peleaba con mis propios pensamientos hasta que me mordía la lengua y golpeaba el colchón suplicando clemencia.
Cuando finalmente abandoné la idea de intentar cambiar las cosas que pensaba, decidí que lo siguiente mejor eran las acciones. Me obligué otra vez a hacer cumplidos y a mantenerme alejado de los jardines de la gente y prácticamente me produje a mí mismo un miedo patológico a las ventanas de tanto forzarme a no mirarlas. Los pensamientos oscuros seguían allí, ocultos, pero mis acciones se mantenían inmaculadas. Dicho de otro modo, se me daba bien fingir que era normal. Si me vieras por la calle, no tendrías ni idea de las ganas que tenía de matarte.
Había una norma que nunca llegué a reinstaurar; tanto el monstruo como yo la pasamos por alto por motivos diferentes. Apenas pasó una semana antes de que mi madre me obligara a enfrentarme con ello. Estábamos cenando y viendo «Los Simpson» una vez más (los momentos como aquél eran prácticamente los únicos en los que hablábamos).
—¿Qué tal Brooke? —preguntó mi madre y quitó el volumen del televisor. Yo no aparté la mirada de la pantalla.
«Está genial —pensé—. Pronto será su cumpleaños y he encontrado la lista de invitados a su fiesta de pijamas, arrugada en la basura de sus padres. Le gustan los caballos, el manga y la música de los ochenta, y siempre llega al autobús del instituto con el tiempo tan justo que tiene que echar a correr para no perderlo. Conozco sus horarios de clase, su media de notas, su número de la seguridad social y la contraseña de su cuenta de Gmail».
—No sé —dije—. Supongo que bien. No la veo mucho.
Sabía que no debía seguirla, pero… Bueno, quería hacerlo. No deseaba renunciar a ella.
—Deberías pedirle una cita —dijo mi madre.
—¿Una cita?
—Tienes quince años, casi dieciséis. Es normal. No tiene piojos.
Ya, pero seguramente yo sí.
—¿Ya se te ha olvidado todo el rollo de la sociopatía? —pregunté. Mi madre me miró ceñuda—. No tengo empatía, ¿cómo voy a construir una relación con alguien?
Era la gran paradoja de mi sistema de normas: si me obligaba a no pensar en las personas en las que más solía hacerlo, evitaba las malas relaciones pero, de la misma manera, también las buenas.
—¿Quién habla de tener una relación? —dijo mi madre—. Si quieres, puedes esperar a los treinta para tener una, para mí sería mucho más fácil. Lo único que digo es que eres un adolescente y deberías estar por ahí pasándotelo bien.
Miré la pared.
—No se me da bien la gente, mamá. Tú deberías saberlo.
Se quedó en silencio un momento y yo intenté imaginar qué estaba haciendo: fruncir el ceño, suspirar, cerrar los ojos, pensar en la noche que la amenacé con un cuchillo.
—Últimamente estás mucho mejor —dijo finalmente—. Ha sido un año difícil y durante un tiempo no eras tú mismo.
De hecho, en los últimos meses había sido más yo mismo que nunca, pero tampoco iba a contestarle eso.
—Lo que debes recordar, John, es que todo se consigue con la suficiente práctica. Dices que no se te dan muy bien las personas; pues bien, la única forma de mejorar es salir y practicar: hablar, interactuar. No te vas a volver más sociable aquí en casa conmigo.
Pensé en Brooke y en los pensamientos sobre ella que ocupaban una parte tan grande de mi mente: algunos buenos y otros muy peligrosos. No quería renunciar a ella pero tampoco me fiaba de mí lo suficiente. Así era más seguro.
Aunque mi madre tenía razón en una cosa. La miré furtivamente —el rostro cansado, la ropa gastada— y pensé en cuánto se parecía a Lauren. En cuánto se parecía a mí. Entendía lo que me estaba pasando, no por experiencia, sino por pura y simple empatía. Era mi madre y me conocía aunque yo apenas la conociera a ella.
—¿Por qué no empezamos con algo más fácil? —dije cogiendo un trozo de pizza—. Ya sabes, primero te conozco más a ti y luego ya voy mejorando a partir de ahí.
La miré y pensaba que iba a hacer algún tipo de comentario burlón sobre que hablar con otras personas era mejorar respecto de ella, pero en lugar de eso capté la sorpresa. Tenía los ojos bien abiertos, la boca apretada y algo en el rabillo del ojo. Me fijé en cómo se convertía en una lágrima.
No estaba triste. Conocía los estados de mi madre lo suficiente como para distinguir eso. Aquel tipo de lágrima era algo que no había visto nunca. ¿Disgusto? ¿Dolor?
¿Alegría?
—No es justo —dije señalando la lágrima—. No vale ponerse emocional conmigo.
Contuvo la risa, me agarró y me dio un gran abrazo. Yo se lo devolví, un poco torpe y sintiéndome idiota, pero algo contento. El monstruo le miró el cuello, fino y desprotegido, e imaginó qué pasaría si lo partiera por la mitad. Me lo reproché a mí mismo y me separé del abrazo.
—Gracias por la pizza de esta noche —dije—. Está buena.
Era el único cumplido que se me ocurrió.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada.
• • • • •
A medida que las semanas se convirtieron en meses, la investigación siguió su curso; finalmente se dieron cuenta de que se habían acabado los asesinatos y el condado de Clayton recuperó algo parecido a la normalidad.
Aun así, era común que la gente hiciera sus propias especulaciones, y con el tiempo las teorías se hicieron más ridículas: a lo mejor era un vagabundo o alguien que mataba por placer; quizá se trataba de un asesino a sueldo que conseguía órganos para el mercado negro; puede que fuera un culto demoníaco que utilizaba a las víctimas en ritos indescriptibles. La gente quería que la explicación fuese tan espectacular y llamativa como los propios asesinatos, pero la verdad era mucho más aterradora: el verdadero terror no lo provocan los monstruos gigantes, sino gente de aspecto inocente. Personas como el señor Crowley.
Personas como yo.
Porque nunca nos verás venir.
CONTINUARÁ…