18

La flecha del GPS se acercaba a la carrera. Miré a mi alrededor: las sábanas revueltas en la cama, el desorden del tocador, el cuerpo magullado de mi vecina tirado en el suelo, atado y amordazado. No podía limpiar nada. Apenas iba a tener tiempo de salir de allí antes de que el demonio regresara, por no hablar de buscar un sitio donde esconderme. Al cabo de unos segundos iba a estar muerto y Crowley iba a reventarme el pecho y arrancarme el corazón. Después de lo que le había hecho a su mujer, seguramente iba a matar a toda mi familia por venganza.

Bueno, a toda mi familia menos a mi padre: buena suerte si quería encontrarlo. A veces valía la pena estar alejado de un hijo psicópata.

Aun así, aunque yo había abandonado, el monstruo se negaba a hacerlo. Me deshice de aquel trance fatalista y me encontré recogiendo mis cosas —el GPS, el pasamontañas, la mochila— y yendo hacia la puerta. Cuando el intelecto alcanzó al instinto de supervivencia me di media vuelta, volví a entrar en la habitación y recorrí el suelo con la mirada buscando cualquier cosa que se me hubiese podido caer. Dejar un rastro de ADN no me preocupaba porque había pasado tanto tiempo en la casa por motivos legítimos que seguramente podría explicar cualquier cosa que la policía encontrase. Me dije a mí mismo que el registro del teléfono también se podía justificar o borrar y que de algún modo todavía podía ocultar quién era. Para estar seguro de ello, me llevé el teléfono. Por último, apagué la luz y salí al pasillo sin hacer ruido.

La casa estaba negra como boca de lobo y me costó un momento acostumbrarme a la oscuridad. Me tambaleé a ciegas hacia las escaleras y me guie siguiendo la pared con la mano, pues no me atrevía a encender la linterna. Tanteé cada peldaño con cuidado, uno a uno, y a medio camino alcancé a ver una chispa de luz en la ventana de la puerta trasera. Luz de luna, tenue y triste. Llegué a la planta baja y me volví hacia las escaleras del sótano, pero otra luz se intensificaba en las ventanas de delante, de color amarillo pálido, y el rugido sordo del motor se convirtió rápidamente en un chillido furioso.

Crowley había vuelto.

Me olvidé del sótano y corrí hacia la puerta de atrás, desesperado por salir de la casa antes de que entrase el demonio. El pomo se quedó enganchado, pero giré con fuerza y un pequeño botón salió hacia fuera y se quitó el seguro. Abrí la puerta de golpe, salí y la cerré tan rápida y silenciosamente como pude.

Los neumáticos chirriaron cuando el coche irrumpió en la entrada frente a la casa y de pronto los árboles del fondo del jardín se vieron inundados por un agresivo resplandor amarillo al tiempo que los faros pasaban por el costado del edificio e iluminaban la nieve. Oí que el demonio abría la puerta del coche y rugía, y me di cuenta demasiado tarde de que al salir se me había olvidado poner el seguro en la puerta de atrás. Seguía agazapado junto a ella, muerto de miedo; si él decidía mirar la puerta, yo era hombre muerto. Quise abrirla y poner el seguro del pomo, pero el sonido de la puerta principal me dijo que ya era demasiado tarde. El demonio estaba en la casa. Salté los escalones de cemento hasta el suelo y corrí hacia la esquina de la casa. Pasar por allí significaba enfrentarme a la luz de los faros, de los que sería imposible esconderse, pero quedarme donde estaba significaba que me iba a ver en cuanto abriese la puerta. Respiré hondo y crucé el haz de luz para refugiarme a la sombra del cobertizo.

Detrás de mí no oí ningún ruido: la puerta de atrás no se abrió. Me maldije a mí mismo por tener tanto miedo de algo tan pequeño: claro que no se iba a dar ni cuenta de que el pequeño botón del pomo no estaba activado, no cuando intentaba rescatar a su esposa. Un momento después oí un alarido en el piso de arriba y mis sospechas se vieron confirmadas: había ido directo a buscar a Kay y a lo mejor así yo conseguía escapar.

Salí sigilosamente hacia la luz, furtivo y precavido, listo para echar a correr aun sabiendo que, si me veía, ya podía irme tan rápido como quisiera, que eso no iba a cambiar nada. No sabía de cuánto tiempo disponía. Quizá desataría a Kay inmediatamente o posiblemente esperara a recuperar la forma humana; podía quedarse allí hasta comprobar que estaba bien o salir afuera a toda prisa para encontrar a la persona que la había herido. No había manera de saberlo pero de lo que sí era consciente era que las posibilidades de salir de allí disminuían con cada segundo que me quedase parado. Tenía que marcharme en aquel instante.

Me pegué a la casa y caminé rápidamente hacia la luz cegadora de los faros. Mantuve la mirada alejada de ellos, protegiéndome los ojos para acostumbrarme después mejor a la oscuridad del otro lado. Cuando llegué al coche de Crowley lo rodeé corriendo por el lado de fuera, el más alejado de la casa, y me agaché junto a la rueda. Desde allí podía mirar por encima del automóvil y ver la fachada de la casa: la puerta abierta de par en par y las cortinas de arriba que todavía estaban bien cerradas. Miré mi casa, un millón de kilómetros más allá, al otro lado de la calle. Estaba rodeada de hielo y nieve, como si fueran minas y alambre de cuchillas, listos para hacerme tropezar, desvelar una huella o simplemente retrasarme en la carrera hacia la seguridad del hogar. Si conseguía cruzar y entrar en casa estaría a salvo, y Crowley ni siquiera sospecharía que todo aquello tenía algo que ver conmigo. Pero la distancia era amplia hasta el otro lado de la calle. Bastaba con que mirase un instante por la ventana para que todo hubiese terminado. Me preparé para esprintar…

… y entonces vi el cuerpo en el asiento del pasajero. Estaba desplomado hacia delante, por debajo de la ventanilla, pero a la luz tenue de la puerta abierta lo vi: un hombre menudo, medio escondido por la sombra y vestido con un aburrido abrigo de lana, tirado en mitad de un charco de sangre.

Me dejé caer sobre el pavimento, con las extremidades entumecidas por la desagradable sorpresa. No había impedido que el demonio matase, ni siquiera lo había entretenido. Me había demorado demasiado con las fotos y con Neblin, luchando contra mis propios impulsos hasta que ya ni siquiera tenía la menor importancia, y para cuando había conseguido distraer al demonio, ya tenía una víctima y le había robado un órgano. Ya estaba regenerado y todo porque yo no era capaz de controlarme. Quería cerrar la puerta del coche de golpe, o gritar o hacer cualquier clase de ruido pero no me atreví. En lugar de eso, el monstruo, suave e insidioso, me hizo avanzar para fijarme en el cadáver. Después de tantos meses de asesinatos y embalsamamientos, seguía sin haber estado a solas con un cadáver reciente. Quería tocarlo cuando aún estaba caliente, ver la herida y ver qué se había llevado el demonio. Era un impulso estúpido, un riesgo ridículo, pero no me detuve. Mr. Monster era ya demasiado fuerte.

La puerta del conductor estaba abierta, pero yo estaba en el lado del copiloto, alejado de la casa, así que abrí esa puerta sin hacer ruido. El motor seguía encendido y esperaba que el rumor enmascarase cualquier ruido que pudiese hacer yo. Quería ver los tajos del abdomen que eran tan característicos del resto de víctimas del demonio, así que abrí el abrigo de lana que llevaba el cadáver.

No había ni uno.

Tenía la cabeza girada de un modo grotesco, con la cara pegada al asiento, pero cuando lo miré desde la puerta vi que tenía una raja en la garganta, obra seguramente de las zarpas del demonio. Era la única herida que tenía. El abrigo estaba intacto y por debajo la carne tenía un tacto normal. La sangre del asiento y el suelo parecía provenir únicamente de la herida del cuello.

¿Qué le había quitado? Me acerqué para fijarme mejor: la cabeza seguía en su sitio, pero la garganta y las venas tenían un corte muy limpio. No parecía que le faltase nada.

Finalmente miré la cara del hombre; le giré la cabeza y aparté el pelo ensangrentado, y en aquel instante estuve a punto de empezar a gritar.

El hombre muerto era el doctor Neblin.

Me tambaleé hacia atrás y casi me caigo del coche. El cadáver se deslizó lentamente hacia el lado, sin vida. Miré la casa de los Crowley sin poder dar crédito a lo que veía y después volví a observar el coche.

Había matado al doctor Neblin.

Mi mente le buscó sentido a todo aquello. ¿Me había descubierto? ¿Estaba atacando a gente que yo conocía? Pero ¿por qué Neblin, si mi madre estaba al otro lado de la calle? Porque necesitaba un cuerpo masculino, supuse. Pero no, aquello era demasiado extraño. No podía creer que supiera que yo estaba metido en el ajo. Me habría dado cuenta gracias a alguna pista.

Pero entonces, ¿por qué Neblin?

Mientras miraba el cadáver me acordé de la llamada telefónica y me quedé helado. Neblin me había dejado un mensaje. Saqué el móvil y marqué el número del buzón de voz, aterrorizado porque ya sabía qué iba a escuchar.

«John, ahora mismo no deberías estar solo; tenemos que hablar. Voy para allá. No sé si estás en casa o no, pero puedo ayudarte. Por favor, deja que te ayude. Tardaré sólo unos minutos. Hasta pronto».

Había acudido en mi ayuda. En mitad de una noche helada de enero, había salido de su casa hacia las calles vacías para ayudarme. Calles vacías por las que merodeaba un asesino en busca de una nueva víctima; y no había encontrado ninguna hasta que el pobre e indefenso doctor Neblin apareció ante él. Era el único hombre que había encontrado en todo el pueblo.

Y lo había hallado por mi culpa.

Me quedé mirando el cuerpo y pensé en todos los que habían muerto antes que él: Jeb Jolley y Dave Bird, el par de policías que yo había guiado hasta su muerte, el vagabundo del lago que al que no intenté salvar, Ted Rask y Greg Olson y Emmett Openshaw y todos los demás que no conocía. Era un desfile de cadáveres, descansando inertes en mi memoria como si jamás hubiesen estado vivos: una fila de cuerpos eternos que se extendía a lo largo de la historia, perfectamente conservados. ¿Cuánto tiempo hacía que esto ocurría? ¿Cuánto tiempo iba a continuar? Sentí que estaba condenado a seguir aquella hilera para siempre, lavando y embalsamando cada nuevo cadáver como si fuera una especie de sirviente demoníaco: jorobado, mudo y de mirada lasciva. Crowley era el asesino y yo su esclavo. Pero yo no estaba dispuesto a aquello. La fila de cadáveres iba a terminar aquella misma noche.

El demonio todavía no había cogido ningún órgano del cuerpo de Neblin, lo que quería decir que en cualquier momento iba salir tambaleándose, desesperado por regenerarse. Si lograba esconder el cuerpo antes, quizá se debilitara y muriera. Agarré el cuerpo por los hombros y tiré de ellos para levantarlo. Los guantes me resbalaron con la sangre de la herida y lo solté de golpe. Estaba dejando muchas pruebas. Retrocedí un paso, luchando con mi paranoia. No sabía si me atrevería a vincularme a mí mismo con aquel crimen. Había sido muy cuidadoso; me movía silenciosamente, sin dejar huellas ni ningún rastro y había pasado meses planificando eso para mantenerme totalmente alejado de cualquiera de los ataques y de las respuestas que me podían provocar. No podía tirarlo todo por tierra.

Pero ¿qué otra opción quedaba? Esconder el cuerpo era la única oportunidad que tenía de matar al demonio, pero no podía hacerlo sin cubrirme de la sangre de Neblin; y si intentaba no mancharme arrastrando el cuerpo por los pies, iba a dejar un rastro de sangre que arruinaría mi plan. Tenía que evitar que cayese sangre al suelo y eso significaba que lo haría sobre mí. Me quité el abrigo y con él envolví la cabeza y los hombros de Neblin como si fuera un vendaje y lo agarré de los hombros.

Un aullido repentino rompió el silencio. Me eché atrás y dirigí la mirada primero hacia la puerta trasera y después a la de delante, una y otra vez, preguntándome por dónde iba a emerger el demonio. Mr. Monster chillaba dentro de mi cabeza, me decía que echara a correr, que saliera de allí, que me salvase y que ya lo intentaría otro día. Eso hubiese sido lo más inteligente, el comportamiento más analítico. El demonio seguiría vivo pero yo también. Tarde o temprano le pararía los pies sin correr riesgos.

Mi vista recayó en Neblin. «Él no se marcharía», pensé. Neblin había salido de su casa en mitad de la noche sabiendo perfectamente que el asesino andaba suelto y lo hizo porque quería ayudarme. Hizo lo que debía a pesar de que corría un gran peligro. «Tengo que dejar de pensar como un sociópata. Si no me pongo en peligro, Crowley volverá a matar». Dos meses antes, incluso dos horas antes, la elección hubiese estado muy clara: hubiese salvado mi propio pellejo. Incluso en aquel momento sabía, pensando con objetividad, que era lo mejor que podía hacer. Pero Neblin había muerto intentando enseñarme a pensar como un humano normal, a sentirme como un humano normal. Y a veces los humanos normales y corrientes arriesgaban la vida ayudando a los demás por las cosas que sentían. Emociones. Conexiones. Amor. Yo no sentía nada de eso, pero a Neblin le debía por lo menos el intento.

Lo cogí por debajo de los brazos y tiré de él hacia mí; la camisa ensangrentada se me pegó a la chaqueta y me llenó de comprometedoras muestras de ADN. Se oyó otro aullido que provenía de la casa pero lo ignoré; levanté a Neblin y me eché hacia atrás para sacarlo del coche hasta que las piernas —que seguían limpias de sangre— cayeron sobre el asfalto. La sangre me empapó la ropa pero no cayó al suelo; apreté los dientes y di un paso. El cadáver pesaba más de lo que parecía; recordaba haber leído que los cuerpos sin vida eran más difíciles de levantar que los activos porque los músculos flácidos no compensan el movimiento ni el equilibrio. Era como un saco de cemento mojado, torpe e imposible de cargar. Mantuve la cabeza y los hombros bien pegados a mi pecho: lo tenía abrazado por debajo de las axilas sujetando las manos a la altura de su esternón. Girando mi propio cuerpo con cuidado, me apoyé sobre un pie y empujé la puerta con el otro; conseguí cerrarla casi por completo antes de que el brazo cayera hacia uno de los costados y el peso del cuerpo se trasladara. Caí sobre el coche, con el cuerpo bien sujeto, intentando mantenerlo recto. No había caído ni una gota de sangre, al menos por el momento.

Se oyó un estrépito en la casa, como si Crowley hubiera caído o chocado contra algo o como si lo hubiera destrozado en un ataque de rabia. Le di un empujoncito a la puerta para cerrarla y me giré un poco más, hasta que me encontré de cara a la calle; entonces retrocedí lentamente en dirección al jardín de los Crowley. Avanzaba cautelosamente, paso a paso, fiándome de mi memoria para que me guiara por entre los montones de nieve cuidadosamente apartada del camino para no tocarla ni dejar ningún rastro. Paso a paso. Oí otro estrépito, esta vez más cercano, en la planta baja, y apreté los dientes. Ya casi estaba.

Llegué hasta el cobertizo y maniobré para que las piernas de Neblin quedaran en dirección a la entrada. El cobertizo quedaba paralelo a la casa y al camino, y la puerta daba hacia el lado de la calle, así que yo siempre apartaba la nieve de delante, formando un caminito que salía del sendero principal. Tenía menos de dos metros de largo, pero era suficiente para rodear el cobertizo y meter el cadáver en el estrecho espacio que quedaba entre éste y la valla de tablones de madera. Estiré a Neblin todo lo que pude sin que yo sobresaliera por la parte de atrás del pequeño cobertizo y lo dejé caer sobre la nieve.

La puerta de atrás repiqueteó y aguanté la respiración. Los pies de Neblin todavía asomaban por delante del cobertizo, pero sólo unos cuantos centímetros. El espacio entre el cobertizo y la valla estaba protegido de las brillantes luces de los faros por una pared de nieve, así que el demonio no tenía por qué ver los pies. Pero si buscaba, si yo había dejado algún tipo de rastro visible, seguro que nos encontraría.

Aguanté la respiración una eternidad, presté atención a todo pequeño ruido: el rumor del motor, el suave tintineo del salpicadero, los latidos de mi corazón. El demonio dio unos cuantos pasos arrítmicos y debilitados al otro lado del cobertizo y pisó o tropezó con la nieve. La capa superior, helada, crujió bajo sus pies una, dos, tres veces, pero después volvió a pisar sobre cemento. Su paso era lento y poco firme. El plan podía funcionar.

Le oí arrastrar los pies por el camino de cemento: paso, pausa, paso, tropiezo. No me atrevía a respirar y cerré los ojos queriendo que el demonio cayera redondo y muriera, que tirara la toalla para siempre. Paso, pausa, paso, pausa, paso, gruñido. Se movía más lentamente que nunca. Yo me quedé totalmente quieto, con miedo de moverme ni que fuese un centímetro, y el frío, la nieve y el aire helado empezaron a pasarme factura. Volví a tener la misma sensación de fallo físico que sentí cuando descubrí al demonio, escondido en la nieve junto al lago Friqui, consciente de cada torpe latido y sensación titubeante. Tenía un hormigueo en los pies y las manos que me quemaba; esta sensación se convirtió en un cosquilleo adormecido y por último, en nada. Mi cuerpo era un mecanismo de relojería gastado, se me estaba acabando la cuerda poco a poco, el último engranaje iba a girar por última vez, el último muelle iba a saltar y el mecanismo se iba a parar para siempre.

Con mucha precaución para no perder el equilibrio y sin un buen lugar donde apoyar los pies en un espacio tan estrecho, me incliné hacia delante y poco a poco, imperceptiblemente, tiré de los pies de Neblin para esconderlos tras el cobertizo, centímetro a centímetro sin hacer ni un solo ruido. Los pasos del camino todavía se oían, pausados y cargados de angustia. Doblé las rodillas de Neblin y silenciosamente —muy, muy en silencio— se las apoyé contra el cobertizo. Una sombra negra atravesó la ráfaga de los faros y llenó la valla, el cobertizo y el jardín a mis espaldas con la gigantesca silueta del demonio: cabeza bulbosa y diez garras en forma de guadaña, el grueso abrigo y los pantalones colgando holgadamente de aquellas extremidades flacas e inhumanas. Me pregunté si había tenido la oportunidad de volver a su forma humana o si se había visto obligado a ayudar a Kay de aquella guisa. Debía de estar a punto de morir.

Con mucha delicadeza di un paso adelante, colocando los pies con mucho cuidado, y me asomé a mirar por el lateral del cobertizo. El demonio luchaba por mantenerse en pie, se tambaleaba junto al coche; cuando se apoyó en el capó, arañó la pintura con las zarpas. Avanzó trabajosamente hacia el lado del copiloto, se detuvo un momento prácticamente doblado por el dolor e intentó alcanzar la manilla de la puerta. Cuando levantó la mano del coche, perdió el equilibrio y se desplomó de costado sobre la nieve. Me quedé sin respiración y el pulso, aunque mi corazón ya estaba haciendo esfuerzos, se me aceleró todavía más. ¿Qué pasaba? ¿Estaba muerto? Con un gruñido patético el demonio se puso de rodillas, se apretó el pecho y emitió un aullido inhumano. Todavía no había muerto, pero estaba muy cerca de la muerte y lo sabía.

Se arrancó el abrigo y se abalanzó sobre el coche. Las enormes garras blancas parecían brillar en la oscuridad; las clavó en la chapa con una fuerza aterradora y así se puso en pie. Tendió una de las zarpas hacia la manilla pero se detuvo en seco. El demonio se quedó mirando el coche, inmóvil.

Había visto el asiento vacío. Sabía que su única esperanza se había desvanecido. El demonio cayó de rodillas y lloró: no era un rugido ni un gruñido, sino un llanto agudo cargado de lamentos.

Era el sonido que siempre asociaré a la palabra «desesperación».

El llanto se convirtió en un alarido —de rabia o frustración, no lo supe distinguir— y se puso en pie con gran dificultad. Vi cómo daba un paso en dirección a la casa y otro hacia la calle, demasiado confundido para decidirse, y después cayó de nuevo de rodillas. Avanzó centímetro a centímetro utilizando las garras para arrastrarse y finalmente cayó de bruces en el suelo. Sentí como si hubiera quedado atrapado en ese momento durante horas, esperando una sacudida, o una arremetida o un grito, pero no ocurrió nada. El mundo entero estaba helado e inmóvil.

Esperé un momento más, uno largo y desesperado, antes de atreverme a salir. El demonio estaba inerte sobre el cemento, tan apagado como la superficie sobre la que estaba tendido. Salí lentamente de mi escondite y avancé poco a poco sin apartar la mirada del cuerpo. Tenues remolinos de vapor se elevaban en el aire de la noche. Caminé pausadamente hacia él, entrecerrando los ojos para protegerme del reluciente brillo de los faros y me quedé mirándolo.

Era una sensación peculiar, como un estremecimiento visceral que rápidamente se convierte en trascendencia: no se trataba de un cadáver cualquiera, era mío, mi propio cuerpo, tendido y totalmente inmóvil. Era como una obra de arte, algo que yo había hecho con mis propias manos. Me invadió una sensación de orgullo y comprendí por qué tantos asesinos en serie dejaban que los cuerpos de sus víctimas fuesen descubiertos: cuando creabas algo tan hermoso, querías que todo el mundo lo viera.

Estaba muerto, por fin.

Sin embargo, me pregunté por qué no se estaba descomponiendo del mismo modo que hacían los órganos viejos. Si la energía que los mantenía en funcionamiento había desaparecido, ¿por qué seguía… entero?

Un resplandor me llamó la atención y levanté la cabeza de golpe. La luz venía de la ventana del salón de casa. Un segundo después, las cortinas se abrían. Era mi madre: seguramente había oído el bramido del demonio y buscaba una explicación. Me agaché junto al coche, fuera de la luz de los faros, a tan sólo un par de metros del demonio muerto. Se quedó en la ventana un buen rato antes de apartarse y dejar que la cortina volviese a su lugar. Esperé a que apagara la luz pero ésta continuó encendida. Un momento después se encendió la luz del baño y yo negué con la cabeza. Ella no había visto nada.

El demonio se movió.

Al instante concentré toda mi atención en el demonio caído, que estaba tan cerca que prácticamente podía tocarlo. Giró la cabeza hacia un lado y el brazo izquierdo dio una sacudida salvaje. Me levanté y retrocedí un paso. El demonio agitó el brazo una vez más antes de plantarlo firmemente en el suelo y apoyarse en él. Levantó los hombros con la cabeza aún colgando y dio una patada al costado. Luchó un momento con la pierna antes de abandonar e intentarlo con el otro brazo. Se estaba arrastrando.

Levanté la mirada justo a tiempo para ver que se encendía otra luz, esta vez la de mi habitación. Mi madre había entrado para ver si estaba bien y se había dado cuenta de que no estaba en la cama.

«¡Haz algo!», grité para mis adentros. El demonio avanzó la distancia de su larguirucho brazo y después tendió el otro. De algún modo, había conseguido revivir, como cuando mató al padre de Max. Sólo que esta vez no tenía un cuerpo fresco a tan sólo un metro de distancia. La fuente de órganos más cercana era yo y al parecer ni siquiera sabía que estaba allí. En lugar de eso, se arrastraba…

Hacia mi casa.

Las zarpas se clavaron en el asfalto, justo al otro lado de la alcantarilla, y volvió a tirar de sí para avanzar. Los movimientos eran lentos pero decididos y poderosos. Cada movimiento que hacía parecía tener más fuerza, ser un poco más rápido.

Otra luz y más movimiento: mi madre había abierto la puerta lateral y estaba junto a la puerta, iluminada por la luz de las escaleras, visible como un faro. Llevaba el grueso abrigo por encima del camisón y tenía los pies enfundados en un par de botas altas de nieve.

—¿John? —Su voz se oyó clara y alta, y tenía el tono descarnado que yo reconocía como preocupación. Había salido a buscarme.

El demonio estiró otro brazo y emitió un gruñido sobrenatural mientras se acercaba a mi casa. Se movía con mayor rapidez y parecía más impaciente. A medida que avanzaba iba dejando pegotes negros en el asfalto que chisporroteaban con un calor antinatural y se descomponían en segundos. Mi madre debió de oírle y se volvió hacia él. Ya estaba a medio camino entre el coche y ella.

—¡Entra en casa! —chillé y me abalancé corriendo hacia ella.

El demonio levantó la cabeza de golpe y cuando pasé hizo un intento desesperado de agarrarme con sus largos brazos. Corrí hacia un lado y lo esquivé, pero se puso en pie de un salto y vino a por mí. Yo me tambaleé hacia el costado y el demonio cayó; no me agarró por unos escasos centímetros. Cayó con fuerza sobre el asfalto y aulló de dolor.

—John, ¿qué pasa? —gritó mi madre mirando con horror al demonio que estaba tirado en la calzada.

No podía verlo bien desde donde estaba pero sí lo suficiente como para estar aterrorizada.

—¡Entra! —repetí antes de pasar junto a ella como una exhalación y tirar de ella hacia dentro.

Los guantes le dejaron manchas de color rojo oscuro en el abrigo.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Ha matado a Neblin —dije y la metí en casa—. ¡Vamos!

El demonio estaba otra vez en movimiento, arrastrándose directamente hacia nosotros con aquella boca bestial llena de colmillos luminiscentes, afilados como agujas. Mi madre estaba a punto de cerrar de golpe pero yo cogí la puerta y la forcé a abrirla.

—¿Qué haces?

—Tenemos que dejarle entrar —dije intentando empujarla hacia la funeraria. No había manera de moverla—. Tenemos que ponérselo fácil porque si no irá a casa de los vecinos.

—¡Aquí no entra! —chilló.

Había llegado a la acera de delante de casa.

—Es lo único que podemos hacer —dije y la aparté.

Soltó la puerta y cayó contra la pared, mirándome con el mismo horror que le había dedicado al demonio. Era la primera vez que despegaba los ojos de él y recorrió la sangre que me cubría el pecho y los brazos con la mirada. El monstruo de mi interior se encabritó con el recuerdo del cuchillo en la cocina, ansioso por volver a dominarla a través del miedo, pero lo tranquilicé y abrí la puerta que conducía a la funeraria. «Enseguida matarás».

—¿Adónde vamos? —preguntó mi madre.

—A la parte de atrás.

—¿A la sala de embalsamar?

—Espero que eso sepa encontrar el camino.

La llevé conmigo al vestíbulo de la funeraria, encendí las luces y me apresuré a cruzarlo en dirección a la sala de atrás. La puerta dio un golpe a nuestras espaldas, pero no nos atrevimos a mirar. Mi madre chilló y corrimos hacia el vestíbulo de atrás.

—¿Tienes las llaves? —pregunté empujando a mi madre contra la puerta.

Rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un llavero. El demonio bramó desde la recepción y yo respondí con otro alarido, liberando la tensión en forma de un rugido primario. Apareció tambaleándose por la esquina justo cuando mi madre abría la cerradura. Su cuerpo se descomponía a medida que caminaba, era como si estuviera chorreando. Cruzamos la puerta a toda prisa e irrumpimos en la habitación de atrás. Mi madre corrió hacia el fondo buscando una llave, pero yo encendí las luces y fui directo a un lateral. Enroscada en un ordenado montón estaba nuestra única esperanza: la cuchilla del trocar, descansando como la cabeza de una serpiente en un extremo de la aspiradora. Accioné el interruptor para ponerla en marcha y vi cómo el ventilador volvía lentamente a la vida.

—Esperemos que no nos deje tirados esta noche —dije y me lancé hacia la pared, junto a la puerta abierta.

Al otro lado de la habitación, mi madre giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de fuera de golpe. Se volvió hacia mí y me miró aterrorizada.

—John, ¡está aquí!

El demonio irrumpió en la sala e intentó agarrar a mi madre con sus garras como relucientes cuchillas. Entonces, con todas mis fuerzas, le clavé el trocar, que emitía un suave zumbido, en mitad del pecho. Retrocedió un paso, tambaleándose, y abrió los ojos más de lo que yo creía posible. Oí un sonido húmedo cuando algo —la sangre, quizá, o el corazón entero— fue arrancado de cuajo de aquel cuerpo medio descompuesto y se deslizó por el tubo de la aspiradora. El demonio cayó de rodillas mientras más órganos y fluidos eran chupados por la máquina y oí el conocido y asqueroso chisporroteo de la carne que se convertía en la sustancia negra. El tubo se enroscaba y expulsaba humo de tanto calor. Me aparté y me quedé mirando mientras el propio cuerpo del demonio se devoraba a sí mismo y sacaba fuerzas y vitalidad de las extremidades para regenerar los tejidos que perdía. Parecía estar descomponiéndose ante mis ojos, y pequeñas olas de desintegración subían desde los dedos de las manos y de los pies por los brazos y las piernas, y avanzaban inexplicablemente por el torso.

No sé cuándo se acercó mi madre a mí pero de pronto fui vagamente consciente de que me estaba agarrando con fuerza mientras ambos mirábamos horrorizados. Yo no la abracé, simplemente me quede allí, mirando.

Pronto el demonio había dejado prácticamente de existir y un torso hundido y una cabeza nudosa me miraban fijamente desde un charco humeante de alquitrán en forma de hombre. Luchaba por tomar aire, aunque no parecía que tuviese los pulmones lo suficientemente enteros como para respirar. Lentamente me quité el pasamontañas y di un paso adelante, mostrándole una imagen perfecta de mi rostro. Pensaba que se iba a revolver, a volverse loco de rabia y dolor, desesperado por segar mi vida para salvar la suya. Pero en lugar de eso el demonio se calmó. Me vio acercarme y aquellos ojos amarillos me siguieron hasta que estuve justo delante de él. Le devolví la mirada.

El demonio respiró hondo y los pulmones, hechos polvo, se agitaron con el esfuerzo.

—«¡Tigre! ¡Tigre! —dijo. Su voz era un susurro áspero—. Luz llameante». —Tosió con violencia y cada sonido que arrancaba estaba cargado de agonía.

—Lo siento.

No se me ocurría nada más que decir.

Respiró una vez más, con el aliento entrecortado, ahogándose con su propia materia en descomposición.

—No quería hacerle daño —dije; prácticamente le estaba suplicando—. No quería hacerle daño a nadie.

Los colmillos le colgaban marchitos de la boca como briznas de hierba seca.

—No… —dijo y un horrible ataque de tos lo calló—. No se lo digas.

—¿A quién? —preguntó mi madre.

Aquel rostro horrendo se crispó una vez más de rabia, esfuerzo o miedo y aquella voz espantosa pronunció una última frase con voz áspera.

—Recuérdame cuando ya no esté.

Asentí. El demonio miró hacia el techo, cerró los ojos y se hundió, se derrumbó, se deshizo en un montón informe de color negro chisporroteante. El demonio estaba muerto.

Fuera empezó a nevar.