La Nochevieja pasó sin ningún incidente: fuegos artificiales en la tele, un poco de champán de mentira del supermercado y nada más. Nos fuimos a la cama. Salió el sol. Era el mismo mundo de siempre, sólo que más viejo. Un paso más cerca del final de los tiempos. Casi ni merecía la pena celebrarlo.
Aquellos días prácticamente lo único que hacía era vigilar al señor Crowley desde mi ventana durante el día y desde la suya durante la noche. Un día, ayudándole con los quehaceres cotidianos, robé una llave del sótano y la guardé en un diminuto agujero del forro de mi abrigo. Conocía sus horarios a la perfección y la disposición de la vivienda con todo lujo de detalles. Poco después salieron juntos a hacer la compra —ella necesitaba víveres y él un grifo nuevo para la cocina— y, mientras estaban fuera, entré a hurtadillas por la puerta del sótano. Allí había un laberinto de cosas almacenadas y unas escaleras que llevaban arriba. Ahí estaba la silla donde veía la televisión, la cama en la que dormía. Dejé una nota debajo de la almohada:
ADIVINA QUIÉN SOY
El viernes 5 de enero el padre de Max llegó por la mañana a la funeraria: limpio y examinado, lo sacaron de la furgoneta en tres bolsas blancas. Crowley lo había rajado y lo había partido por la mitad, y yo sabía que el FBI seguramente lo había destrozado todavía más buscando pruebas. Mi madre iba a necesitar una foto para recomponerlo. Me puse de pie en el borde de la bañera y miré por la ventana mientras Ron, el forense, y otra persona con una gorra del FBI llevaban las bolsas a la sala de embalsamamiento. Mi madre y Margaret salieron, y los cuatro charlaron un poco mientras se realizaba la entrega y firmaban los papeles. Los hombres se metieron enseguida en la furgoneta y se marcharon. En el piso de abajo, el ventilador de embalsamar volvió a la vida con un ruido seco y cerré la ventana.
Mi madre estaba subiendo las escaleras, seguramente para comer algo antes de empezar. Me retiré rápidamente a mi habitación y cerré la puerta con llave; llevaba evitándola de forma casi patológica desde que la había amenazado la otra noche. Para mi sorpresa, las pisadas pasaron la cocina de largo, el baño, el cuarto de la lavadora, incluso su propia habitación. Llegó al final del pasillo y llamó a mi puerta.
—John, ¿me dejas entrar?
No dije nada, sino que seguí mirando por la ventana en dirección a la casa de Crowley. Estaba en el salón: veía la luz encendida y los reflejos azules del televisor en la cortina.
—John, necesito hablar contigo de algo —dijo mi madre—. La pipa de la paz.
No me moví. La escuché suspirar y sentarse en el pasillo.
—Escucha, John. Sé que lo hemos pasado mal, muchas veces, pero seguimos estando juntos, ¿no? Quiero decir que somos los únicos de la familia que han conseguido continuar juntos; hasta Margaret vive sola. Sé que no somos perfectos pero… seguimos siendo una familia y no tenemos a nadie más.
Me removí en la cama y aparté la mirada de la ventana para echar un vistazo a su sombra por debajo de la puerta. La cama chirrió cuando me moví: fue prácticamente imperceptible pero sé que ella lo había oído. Volvió a hablar.
—He hablado mucho con el doctor Neblin sobre lo que sientes y lo que necesitas. Preferiría hablar contigo, pero… bueno, vamos a probar una cosa. Sé que es una locura, pero… —Una pausa—. John, sé que te encanta ayudarnos a embalsamar y sé que no eres el mismo desde que te lo prohibí. El doctor Neblin opina que lo necesitas más de lo que yo pensaba. Dice que a lo mejor te sirve de ayuda. Antes estabas mucho más… tenías más control, así que a lo mejor tiene razón. Además era el único rato que estábamos juntos, así que he pensado… Bueno, acaba de llegar el cuerpo del señor Bowen y vamos a empezar y… si quieres nos puedes ayudar.
Abrí la puerta. Ella se levantó rápidamente y mientras se ponía en pie me di cuenta de que tenía alguna cana más de las que yo recordaba.
—¿Estás segura? —pregunté.
—No, pero estoy dispuesta a intentarlo.
Asentí.
—Gracias.
—Pero antes tienes que saber que hay normas —dijo mientras bajábamos las escaleras—. Número uno: no se lo digas a nadie, a excepción quizá del doctor Neblin. Pero sobre todo no se lo cuentes a Max. Número dos: tendrás que hacer exactamente lo que te digamos, cuando te lo digamos. Número tres. —Llegamos a la sala de embalsamamiento y nos detuvimos justo antes de entrar—: John, el cadáver está especialmente mal, es horripilante; el señor Bowen está partido en dos por el torso y casi todo el abdomen ha desaparecido. Si notas que tienes que salir, por Dios, hazlo. Estoy intentando ayudarte, no dejarte tocado el resto de la vida. Muéstrame que puedo confiar en ti, John. Por favor.
Asentí y durante un instante contempló mi cara fijamente. Su mirada era una mezcla de tristeza y determinación, y me pregunté si veía a través de mis ojos como si fueran ventanas, si veía la oscuridad del interior y el monstruo que se agazapaba allí. Abrió la puerta y entramos.
El cadáver de Roger Bowen estaba colocado en dos piezas sobre la mesa de embalsamamiento; entre la parte superior y la inferior había un espacio de unos doce o quince centímetros y no se llegaban a tocar. Tenía el pecho marcado por una enorme incisión en forma de Y: del hombro al esternón, del hombro al esternón y hacia abajo desde éste hasta lo que quedaba de cintura. Habían cerrado la incisión con hilo, pero lo habían dejado bastante holgado; parecía una colcha raída. Margaret estaba en el mostrador del lateral, colocando los órganos internos de la bolsa de la autopsia, preparándolos para limpiarlos con el trocar.
Estaba de vuelta en casa. Las herramientas que colgaban de la pared estaban en su sitio, la bomba de embalsamar descansaba obediente sobre el mostrador, el formaldehído y las hileras de productos químicos de colores chillones daban un aspecto festivo a la sala. Sentí cómo volvían los antiguos patrones: limpiar, desinfectar, coser, sellar. El cuerpo tenía el rostro amoratado y la mandíbula rota pero la reconstruimos con masilla y le cambiamos el color con maquillaje.
Mientras trabajábamos pensé en el señor Crowley, en que después de matar al padre de Max se había desplomado en mitad de la calle. Había intentado llegar demasiado lejos, había esperado hasta el último momento antes de matar. Lo cierto es que tenía sentido; si dejaba que pasara el tiempo entre los asesinatos, sería más difícil de rastrear y también permitía que la gente se calmara un poco y volviera a dejar de tomar precauciones. Sin embargo, aquella vez había estado a punto de dejar pasar demasiado tiempo porque a duras penas había conseguido sustituir el órgano dañado y regenerarse. Y lo que era aún peor: había un testigo —yo— al que había tenido prácticamente en sus manos pero que se había visto forzado a dejar marchar. Me pareció que era una debilidad que podía explotar, pero ¿cómo?
Siempre podía utilizar el miedo. Él no quería que lo descubrieran; no obstante, lo habían visto de forma irrefutable y además con apariencia de demonio. Sabía que quienquiera que le estuviese enviando notas no se estaba marcando un farol.
Observando, aquella noche descubrí más que sus miedos; averigüé algunas cosas sobre cómo funcionaba el demonio a nivel biológico. Ya había adivinado que le estaba fallando el cuerpo, pero no me había dado cuenta de lo frágil que era. Si podía acercarse tanto a la muerte simplemente por esperar demasiado tiempo, en realidad no hacía falta matarlo; solamente tenía que impedirle que se regenerara y dejarlo morir. Una raja en el vientre, una bala en el hombro… ésas eran heridas que él mismo podía curar en segundos, pero por algún motivo los órganos internos eran otro asunto. Cuando dejaban de funcionar, lo hacían del todo. Todo lo que necesitaba era una manera de asegurar que dejasen de funcionar permanentemente.
Mi madre y yo acabamos de reconstruir el rostro del señor Bowen con una foto y entonces nos dispusimos a embalsamarlo. El cuerpo estaba demasiado dañado como para hacerlo convencionalmente, y eso hacía que nuestro trabajo fuese más difícil y más sencillo al mismo tiempo. La parte positiva era que solamente teníamos que preparar la mitad del cadáver para el velatorio: la parte superior se mostraría vestida, mientras que la inferior y los órganos iban bien envueltos en un par de bolsas de plástico que se colocarían al fondo del ataúd, donde nadie las vería. No importa cómo haya muerto una persona: nunca es buena idea mirar la mitad inferior del féretro; aunque los funerarios preparan todo el cuerpo para el entierro, sólo una parte tiene que estar presentable. Si el resto no está visible, lo más probable es que sea mejor no mirar.
La parte difícil, claro, era que tuvimos que aplicar inyecciones en tres lugares diferentes: una en el hombro derecho y otra en cada una de las piernas. Sellamos como pudimos los vasos principales antes de meter el anticoagulante que iba a sellar los más pequeños y después mi madre, con mucho cuidado, se puso a hacer el cóctel de tintes y fragancias que acompañarían al formaldehído. Enganché el tubo de drenaje y miramos cómo la sangre vieja y la bilis se drenaba sin percances.
Margaret miró el ventilador que daba vueltas obstinadamente sobre nuestras cabezas.
—Espero que el motor no falle.
—Vamos fuera, por si acaso —dijo mi madre—. Ya nos toca un descanso.
Era por la tarde y ya estábamos a bajo cero, así que en lugar de salir al aparcamiento nos refugiamos en la capilla, y mientras el cadáver maceraba lentamente en la otra sala, nos relajamos sentados en los bancos de fina tapicería.
—Buen trabajo, John —dijo mi madre—. Lo estás haciendo muy bien.
—Es verdad —apuntó Margaret con los ojos cerrados, frotándose las sienes—. Todos lo estamos haciendo muy bien. Casos como éste me dan ganas de tener un ataque de nervios y comprarme un jacuzzi.
Mi madre y Margaret se estiraron y suspiraron; estaban cansadas y contentas de haber terminado, pero yo estaba ansioso por hacer otro. Este tipo de trabajo seguía fascinándome: la atención meticulosa al menor detalle, la habilidad perfeccionada con el tiempo, la precisión que requería cada paso. Fue mi padre quien me enseñó lo que había que hacer; tenía siete años la primera vez que me hizo entrar allí y me mostró todas las herramientas, recitó los diversos nombres, me enseñó a comportarme con respeto en presencia de los muertos. Según cuenta la leyenda, fue esa reverencia lo que juntó a mis padres en primer lugar: dos funerarios desesperados por compartir la vida con otra persona viva, impresionados por su mutuo respeto por los fallecidos. Trataban su trabajo como una vocación. Si cualquiera de los dos hubiese tenido tan buena mano con los vivos como con los muertos, seguramente aún seguirían juntos.
Me quité el delantal y salí a la recepción. Lauren estaba allí con cara de estar aburrida; apenas había nada que hacer y estaba jugando al buscaminas en el ordenador mientras esperaba que diesen las cinco. Eran las cuatro y cincuenta y cuatro.
—Vaya, te han dejado ayudar —dijo Lauren sin apartar la vista del monitor. La pantalla le hacía la cara pálida y fantasmagórica—. Yo no podría acostumbrarme a todo eso; se está mejor fuera.
—Pues aquí hay mucha menos vidilla. Qué irónico, ¿no?
—Claro que sí, ¿por qué no me lo restriegas por la cara? —dijo Lauren—. ¿Crees que quiero pasarme el día aquí sin hacer nada?
—Tienes veintitrés años —respondí—, puedes hacer lo que te venga en gana. No tienes que quedarte aquí.
Pinchaba en los recuadros del campo de minas, los marcaba con banderitas y comprobaba las zonas circundantes con cuidado. Tocó la casilla equivocada y la pantalla estalló.
—No tienes ni idea de lo que tienes aquí —dijo por fin—. Mamá puede ser un poco bruja a veces, pero… nos quiere, ¿sabes? Te quiere. Que no se te olvide.
Miré por la ventana. Fuera estaba oscureciendo y la casa del señor Crowley estaba agazapada en la nieve, amenazante.
—No importa si me quiere o no —respondí por fin—. Hacemos lo mismo de siempre y nos las arreglamos.
Lauren se volvió hacia mí.
—Que nos quiera es lo único que importa. Yo casi ni soporto estar con ella pero es simplemente porque se esfuerza demasiado en querernos, en hacer que sigamos juntos y en rellenar los huecos. Me costó mucho tiempo darme cuenta de eso.
Una ráfaga de aire pasó frente a la ventana y presionó el cristal; a través de las fisuras de la puerta principal se oyó aullar el viento.
—¿Y papá, qué? —pregunté.
Lauren hizo una pausa.
—Creo que mamá te quiere lo suficiente como para cubrir la parte que le corresponde a él. —Pausa—. Y yo también.
Eran las cinco de la tarde y se puso en pie. Me pregunté qué hora era dondequiera que estuviese mi padre.
—Oye, John, ¿por qué no vienes a casa un día? Podemos jugar a las cartas o ver una peli, ¿no? ¿Qué te parece?
—Sí, claro. Un día de estos.
—Nos vemos, John.
Apagó el ordenador, se puso la parka y salió a la calle con todo aquel viento. Una corriente gélida se abrió paso a través del quicio de la puerta y tuvo que esforzarse para cerrarla.
Subí al piso de arriba pensando en lo que había dicho: el amor podía fortalecerte pero también podía ser un punto débil. Era la debilidad del demonio.
Y yo sabía cómo aprovecharme de ella.
• • • • •
Cogí el iPod de mi cuarto, que seguía sin estrenar desde que lo tiré al suelo en Navidad, me monté en la bici y fui a Radio Shack, la tienda de electrónica. Aquel regalo de mierda de papá me iba a servir de algo después de todo.
Cuando empecé a acechar al señor Crowley buscaba un punto débil. En aquel momento ya tenía tres y entre ellos formaban una oportunidad. Pensé en ello con cuidado mientras iba en bici, pedaleando con precaución sobre la ligera nevada de la tarde.
La primera debilidad era el miedo que tenía a ser descubierto, junto con la determinación de esperar tanto entre un asesinato y el siguiente. Esperaba y esperaba y lo retrasaba todo lo posible: yo mismo lo había visto, así como ese último momento se volvía cada vez más precario. Creo que eso iba más allá del miedo; evitaba matar como si lo odiara, como si no soportase tener que hacerlo hasta que la necesidad biológica lo forzaba a ello. Estaba convencido de que la próxima vez que matase estaría al borde de la muerte, listo para precipitarse en su pozo. Yo ni siquiera tenía que empujarlo, bastaba con impedirle que, una vez abajo, se arrastrara de nuevo a la superficie.
Aquí es donde entraba en juego su segunda debilidad: su cuerpo se degeneraba más rápido de lo que podía repararlo. La noche que mató al padre de Max estuvo a punto de morir, y de no haber tenido una víctima recién sacrificada delante de él seguramente no hubiera sobrevivido. Si conseguía distraerlo de la caza y lograba engañarlo antes de que tuviera la oportunidad de volver a matar, no podría regenerarse. Lo imaginé desesperado, incapaz de conseguir una víctima a tiempo, sudando y jurando en arameo y, al final, deshaciéndose en un charco humeante de moco negro como la tinta.
Llegué a Radio Shack, apoyé la bicicleta contra la pared y entré.
—Me han regalado esto por Navidad, pero ya tengo uno —dije a la vez que sacaba la caja abierta del iPod y la dejaba frente al vendedor. No es que ya tuviera uno, pero me pareció que sonaría mejor si decía eso. Realmente necesitaba que el plan funcionara—. ¿Puedo cambiarlo por un vale?
El vendedor lo cogió y abrió el lateral.
—Está abierto —dijo.
—Ha sido mi madre —respondí. ¿Qué más daba una mentira más o menos?—. No conocía vuestra política. Pero está sin estrenar; lo encendió diez segundos y ya está. ¿Puedo cambiarlo igualmente?
—¿Tienes el ticket?
—Me temo que no, es un regalo.
Me quedé quieto observándole, ansioso por que dijera que sí. Finalmente pasó el código de barras por el lector y miró la pantalla de la caja registradora.
—Te devuelvo sólo parte del importe —dijo—. ¿Quieres una tarjeta regalo?
—No, no hace falta —repliqué rápidamente—. Voy a coger algo ahora mismo.
El vendedor asintió y yo me dirigí hacia la sección de sistemas de GPS. El plan iba a funcionar. Estaba seguro de que con él podía matar a Crowley, de que podía distraerlo lo suficiente como para evitar que se regenerase y muriera. Ya había sido testigo de la vez que había estado a punto de pasarle y estaba convencido de que podía volver a suceder. Y tenía la manera perfecta de distraerlo: el tercer punto débil, el amor. Haría cualquier cosa por su esposa; lo había visto cómo contestaba al teléfono en mitad de un ataque. Si recibía otra llamada y algo en el teléfono lo convencía de que su mujer estaba en peligro, dejaría lo que estuviese haciendo y saldría corriendo.
Y con la preparación adecuada podía enviarle pruebas muy convincentes.
Finalmente encontré lo que buscaba: un rastreador GPS con un terminal que indicaba dónde estaba el aparato en todo momento. Miré el precio, lo llevé al mostrador y lo puse encima.
El vendedor lo miró extrañado, preguntándose quizá por qué un adolescente cambiaría un iPod muy guay por un aburrido GPS pero se encogió de hombros y lo pasó por el lector.
—Gracias —dije, y salí afuera.
Tenía un plan y me sentía preocupantemente ansioso. Quería volver corriendo a casa y dar comienzo al ataque, pero sabía que tenía que esperar. Necesitaba una manera de esconder las pruebas de lo que estaba a punto de hacer para que la policía no pudiera relacionarlo conmigo. Y, cuando llegara el momento, tenía que asegurarme de que la amenaza a su mujer fuese creíble, sin ningún fallo. Era una tarea difícil de cumplir.
Pero si funcionaba, el demonio moriría.