15

A la mañana siguiente, el último asesinato salió en todas las noticias. Roger Bowen, camionero local, marido y padre, había sido encontrado partido por la mitad en la calle, delante de su casa. El asesino no se había molestado siquiera en mover el cadáver, mucho menos en esconderlo.

Mi madre parecía querer abrazarme para tranquilizarme, o tranquilizarse ella, y hacerme saber que todo iba a ir bien. Imagino que eso es lo que se supone que las madres deben hacer y me sentí culpable porque la mía no pudiese. Por la forma en que me miraba tenía claro que quería consolarme y que también sabía que no lo necesitaba. Yo no estaba triste, sino pensativo. No me sentía mal porque el padre de Max estuviera muerto, sino que me culpaba por no haber sido capaz de impedir al asesino que lo matara. Entonces me pregunté si todo aquello lo hacía para salvar a los buenos o si simplemente quería matar al malo. También me pregunté si eso importaba.

Después de un rato mi madre me preguntó si quería llamar a Max y, objetivamente, yo sabía que eso era lo que debía hacer pero no sabía qué decirle, así que no le llamé. Del mismo modo que nadie podía consolarme, yo no era capaz de hacerlo con ninguna otra persona: se trataba del reino de la empatía, y en ese terreno yo era completamente inútil. Supongo que podría haberle dicho: «Eh, Max, sé quién asesinó a tu padre y lo voy a matar». Pero no soy idiota; sociópata o no, soy lo suficientemente listo como para saber que las personas no se hablan así. Era mejor mantener esto en secreto.

En cuanto la policía despejó la escena del crimen el sábado por la noche, se celebró un velatorio para el padre de Max. No era un funeral, porque el equipo forense del FBI estaba a punto de hacer la autopsia, sino una simple reunión de gente a la que todo el mundo acudió a encender velas, y rezar o lo que fuera. Yo prefería quedarme vigilando la casa de Crowley pero mi madre me obligó a ir. Rescató un par de velas de algún cajón y fuimos hasta allí en coche. Me sorprendí por la cantidad de gente que había.

Max estaba sentado en el porche, rodeado de su hermana y su madre, y toda la familia Bowen que había venido de fuera de Clayton para ofrecer consuelo. Pensé que querrían mantenerse lejos de un pueblo amenazado por un asesino en serie pero ¿qué sé yo? Supongo que las conexiones emocionales te obligan a hacer estupideces.

Margaret se unió a nosotros y dejamos flores en la calle, en el lugar donde habían encontrado el cuerpo; ya había un montón enorme. Alguien había iniciado otra pila para Greg Olson, que también era un hombre con familia y seguía desaparecido, pero el suyo no era ni mucho menos tan grande; mucha gente seguía empeñada en que era culpable de algo. La señora Olson y su hijo estaban allí, solidarizándose con la comunidad, pero iban acompañados de una escolta policial que estaba por allí cerca por si alguien empezaba una bronca.

Tenía frío y estaba nervioso porque quería volver a casa para vigilar a Crowley; pero, más que nada, estaba aburrido. Todo lo que hacíamos allí era estar de pie con una vela en la mano y no le veía ninguna utilidad. No hacíamos nada productivo: ni buscábamos al asesino ni protegíamos a los inocentes ni le íbamos a dar a Max un padre nuevo. Simplemente estábamos allí, sin más, pululando y viendo cómo las diminutas e impotentes llamas derretían las velas, gota a gota.

Al menos en la reunión de vigilancia del vecindario había una hoguera. Podría encender un fuego: nos podríamos calentar, estar a la luz de las llamas y… bueno, tendríamos una gran hoguera. Eso ya contaba como recompensa. Miré a mi alrededor buscando algo que pudiese prender, pero de pronto mi madre me arrastró hasta el otro extremo del grupo de gente.

—Hola, Peg —dijo y abrazó a la señora Watson.

Brooke y su familia acababan de llegar y estaban todos llorando. Brooke tenía la cara mojada por las lágrimas, redondas y con relieve como si fueran ampollas, y hube de hacer un gran esfuerzo por no estirar la mano y tocarlas.

—Hola, April —dijo la señora Watson—. Es terrible, ¿no crees? Es tan… Brooke, cariño, ¿puedes llevar las flores? Gracias.

—John te enseñará dónde están —dijo mi madre rápidamente, volviéndose hacia mí.

Me encogí de hombros.

—Vamos —dije y Brooke y yo atravesamos el gentío—. Menos mal que estoy aquí —dije medio en broma, medio avergonzado—, el gran montón de flores en mitad de la calle es bastante difícil de encontrar.

—¿Lo conocías? —preguntó Brooke.

—¿A Max?

—A su padre.

Se secó las lágrimas con una mano enguantada.

—No mucho —dije.

De hecho lo conocía bastante bien: era fanfarrón y arrogante, y hablaba demasiado de cualquier cosa sobre la que se hubiera formado media opinión. Lo odiaba. Max lo idolatraba pero le iba a ir mejor sin él.

Llegamos al montón y Brooke dejó las flores.

—¿Por qué hay dos pilas? —preguntó.

—Ésa es por el que está desaparecido, Greg Olson.

Se arrodilló y sacó una flor del ramo que había dejado y dio un paso en dirección al montón más pequeño.

—Brooke… —dije y me quedé callado.

—¿Qué? —Se le oscureció el rostro—. No creerás que es el asesino, ¿verdad?

—No, pero… ¿Crees que esto sirve de algo? Tiramos flores en la calle y mañana mata a otra persona. Así no conseguimos nada.

—Yo creo que sí —dijo Brooke. Se secó la nariz. Tenía los ojos rojos de llorar—. No sé qué pasa cuando morimos ni adónde vamos pero tiene que haber algo, ¿no? El cielo, otro mundo. A lo mejor nos están mirando, no sé… Quizá puedan vernos. —Dejó la flor en la pila de Greg Olson—. Y si nos ven, a lo mejor se ponen contentos al saber que no nos hemos olvidado de ellos.

Se abrazó a sí misma temblando de frío y miró hacia la oscuridad.

—Max se acuerda muchísimo de su padre —dije—, pero eso no significa que vaya a volver. ¿Y qué hay del resto? Ha matado a gente de la que no sabemos nada, estoy seguro. Si ocultó el cadáver de Greg Olson, seguramente habrá escondido el de otros. Si el recuerdo es tan importante, ¿qué pasa con ellos? Nadie los echa de menos.

Los ojos de Brooke volvieron a llenarse de lágrimas.

—Es terrible.

Tenía la cara roja del frío, como si alguien le hubiese dado una buena bofetada en cada mejilla. Mirarla me hacía enloquecer, sentí que la respiración se me aceleraba.

—No quería entristecerte —dije.

Miré mi vela, miré el corazón de la llama. «Recuérdame….»

Brooke cogió otra flor de su ramo y la puso a un lado, la tercera pila de la calle.

—¿Qué haces?

—Es para los otros —dijo.

Pensé en el vagabundo que estaba en el fondo del lago. ¿Le importaba a él que una niña estúpida pusiera una flor en la calle para él? Seguía en el fondo del lago, y el hombre que lo había dejado allí seguía matando y la flor no iba a remediar ninguna de las dos cosas.

Me giré para marcharme, pero alguien que pasaba por allí puso otra flor en la pila de Brooke. Me detuve en seco y miré el par de flores cruzadas sobre el asfalto. Un momento después se les unió una tercera.

Todo el mundo parecía saber lo que estaba pasando. Era como observar una bandada de pájaros dando vueltas en el cielo, virando, cayendo en picado y remontando el vuelo sin que nadie lo ordenase: sabían qué hacer, como si compartieran una misma mente. ¿Qué les pasaba a las otras aves, las que no sabían interpretar las señales y seguían recto cuando la bandada describía un giro amplio y comunal?

Oí una voz que me resultaba familiar y levanté la vista: el señor Crowley acababa de llegar con Kay y estaban hablando con alguien a unos tres metros de distancia. Él lloraba, igual que Brooke, igual que todo el mundo menos yo. Los héroes de las historias se las ingeniaban para luchar contra demonios con ojos rojos como ascuas pero los de mi demonio estaban enrojecidos a causa de las lágrimas. Lo maldije en aquel momento, no porque las lágrimas fueran falsas, sino porque eran reales. Lo maldije por mostrarme con todas sus lágrimas, sus sonrisas y sus emociones sinceras que el verdadero engendro era yo. Él era un demonio que mataba a placer, que dejó al padre de mi único amigo hecho pedazos sobre el asfalto helado y, sin embargo, encajaba en la sociedad mejor que yo. Él no era natural, era horrible; pero aquella comunidad era su lugar y no el mío. Yo estaba tan alejado del resto del mundo que cuando intenté mirar atrás había un demonio entre nosotros.

—¿Estás bien?

—¿Qué? —pregunté.

Era Brooke, que me miraba extrañada.

—Digo que si estás bien. Estabas rechinando los dientes; parecías estar a punto de matar a alguien.

«Por favor, ayúdame», le supliqué en silencio.

—Estoy bien.

«No estoy bien, voy a matar a alguien y no sé si seré capaz de parar».

—Estoy bien, volvamos.

Caminé hasta donde estaba mi madre. Brooke me siguió con las manos bien metidas en los bolsillos; me miraba furtivamente cada pocos pasos.

—¿Nos vamos? —Le pedí a mi madre. Se volvió hacia mí, sorprendida.

—Yo quiero quedarme un rato más —dijo—, todavía no he hablado con la señora Bowen y tú no has visto a Max y…

—¿Podemos irnos, por favor?

Mantuve la mirada fija en el suelo, pero sabía que todos me estaban observando.

—Hemos empezado otro motón de flores —dijo Brooke para romper la incómoda tensión—. Hay una para el señor Bowen y otra para el señor Olson, pero hemos hecho otra para las víctimas que desconocemos, por si acaso.

La miré brevemente y ella respondió con una sonrisa, débil y… algo más. ¿Cómo iba a saber yo qué era? Entonces la odié, y a mí mismo y a todos los demás.

La gente seguía mirándome fijamente y yo no sabía si veían a un humano o a un monstruo. Ya ni siquiera estaba seguro de cuál de los dos era yo.

—No pasa nada —dijo mi madre—, podemos irnos. Me alegro de verte, Peg. Margaret, por favor, saluda a los Bowen de nuestra parte.

Fuimos hasta el coche y yo entré en silencio; me froté las piernas en el frío asiento. Mi madre puso el automóvil en marcha y encendió la calefacción a tope pero pasaron unos minutos antes de que aquello se calentara.

—Eso de empezar otro montón ha sido muy bonito —dijo cuando íbamos hacia casa.

—No quiero hablar —dije.

Sentía que estaba empeorando: pensamientos lúgubres se extendían sobre mí y me atravesaban como los gusanos hacen con un animal muerto, y no era capaz de acabar con ellos. Quería matar al señor Crowley, a nadie más. El monstruo estaba confuso y me agitaba la mente como si fueran los barrotes de una jaula. Me susurraba y rugía, me suplicaba constantemente que saliera de caza, que matase, que lo alimentara. Quería más miedo. Quería poseer. Quería la cabeza de mi madre en una estaca y la de Margaret y la de Kay. Quería a Brooke atada a una pared, chillando para nadie más que para nosotros. Durante las semanas anteriores me había encontrado gritándole de pronto que parase o haciéndome daño para hacerle daño a él, pero era más fuerte que yo. Sentía que estaba perdiendo el control poco a poco.

Recorrimos el resto del camino en silencio y cuando llegamos a casa me preparé un bol de cereales y encendí el televisor. Mi madre lo apagó.

—Creo que tenemos que hablar.

—He dicho que no quiero…

—Ya sé lo que has dicho, pero esto es importante.

Me levanté y fui a la cocina.

—No tenemos nada de qué hablar.

—Eso es exactamente de lo que tenemos que hablar —dijo mirándome desde el sofá—. Han asesinado al padre de tu mejor amigo, han matado a siete personas en cuatro meses y es obvio que no lo estás llevando muy bien. Apenas me has dicho ni una palabra desde Navidad.

—Apenas te he dicho ni una palabra desde cuarto curso.

—Pues ya va siendo hora, ¿no? —dijo y se puso en pie—. ¿Es que no tienes nada que decir, sobre Max, o tu padre o cualquier otra cosa? Por Dios, hay un asesino en el pueblo, es tu tema favorito. Hace unos meses no había forma de hacerte callar cuando hablabas de ellos y ahora parece que te has quedado mudo.

Me oculté detrás de la pared de la cocina para que no me viera y comí otra cucharada de cereales.

—No te escondas de mí —dijo y entró en la cocina—. El doctor Neblin me ha contado lo de la última sesión…

—El doctor Neblin debería callarse.

—Intenta ayudarte, y yo también. Pero es que no nos dejas entrar. Ya sé que no sientes nada, pero por lo menos podrías decirme qué piensas.

Lancé el bol contra la pared con todas mis fuerzas y lo rompí. La cocina quedó salpicada de leche y cereales.

—¿Qué narices crees que estoy pensando? —grité—. ¿Qué te parecería vivir con una madre que piensa que eres un robot? ¿O una gárgola? ¿Crees que puedes decir lo que te dé la gana y que me va a resbalar? «¡John es un psicópata! Dale una puñalada en la cara, total ¡no siente nada!». ¿Crees que no siento cosas? Lo siento todo, mamá; cada puñalada, cada grito, cada susurro a mis espaldas, y estoy dispuesto a apuñalaros a todos, ¡si eso es lo que hace falta para que os enteréis!

Di un golpe en la encimera con la mano, encontré otro bol y lo lancé contra la pared. Cogí una cuchara y la tiré contra el frigorífico. Entonces agarré un cuchillo de cocina y lo iba a lanzar también pero de pronto me di cuenta de que mi madre estaba rígida y pálida, y tenía los ojos abiertos como platos.

Estaba asustada. No sólo tenía miedo, sino que tenía miedo de mí. Estaba aterrorizada por mi culpa.

Me estremecí, sentí como un rayo, una ráfaga de viento. Estaba eufórico, completamente deshecho por el poder, por aquella emoción pura y absoluta.

Eso era. Era lo que nunca había sentido: una conexión emocional con otro ser humano. Había intentado ser amable, amar, tener amigos. Había intentado hablar y compartir y observar, y nada había dado frutos hasta aquel momento. Hasta que descubrí el miedo. Sentí su terror en cada fibra de mi cuerpo como un zumbido eléctrico y me sentí vivo por primera vez. Necesitaba más justo en ese momento o las ansias me iban a comer vivo.

Levanté el cuchillo. Ella dio un paso atrás, atemorizada. Volví a sentir su miedo, ahora más fuerte, en perfecta sincronía con mi cuerpo. Era una verdadera sacudida de pura vida; no sólo miedo, sino control. Blandí el cuchillo y palideció. Di un paso adelante y ella retrocedió: estábamos conectados. Yo guiaba sus movimientos como en una danza. Supe en aquel instante que el amor debía de ser así: dos mentes trabajando al unísono, dos cuerpos en armonía, dos almas en absoluta unión. Ansiaba dar un paso más, dictar su reacción. Quería ir a buscar a Brooke y hacer que aquel miedo ardiente prendiera también en ella. Quería sentir aquella unión resplandeciente y gloriosa.

Pero no me moví.

Ése no era yo.

El monstruo me abrazaba con tal fuerza que no sabía dónde acababa yo y dónde empezaba él, aunque yo seguía allí, en algún lugar.

«¡Más!», chillaba.

El muro había desaparecido; la jaula estaba destruida. Pero los cascotes seguían allí y de alguna manera, en ese momento, encontré el muro de nuevo. Me hallaba entre las ruinas de una vida que había construido meticulosamente durante años: jamás la había disfrutado, pues yo mismo me había alejado de la alegría; pero, aunque no fuese alegre, no dejaba de valorarla, así como las ideas que la respaldaban. Los principios.

«Eres maligno —dijo mi yo—, eres Mr. Monster. Tú no eres nada, eres yo».

Cerré los ojos. El monstruo se había nombrado a sí mismo; había robado el nombre del Hijo de Sam, que se autoproclamó Mr. Monster en una carta a la prensa. Le suplicó a la policía que le dispararan en cuanto lo vieran, porque de otro modo volvería a matar. Era incapaz de evitarlo.

Pero yo sí podía. No soy un serial killer.

Dejé el cuchillo.

—Lo siento —dije—. Siento haberte gritado. Siento haberte asustado.

Su miedo se drenó de mi cuerpo, la dicha exquisita de la conexión me abandonó y el vínculo se rompió. Volví a estar solo. Pero seguía siendo yo.

—Lo siento —repetí y doblé la esquina hacia el pasillo, hacia mi habitación. Cerré la puerta con llave.

Me aferré desesperadamente al clavo ardiendo de mi autocontrol, pero el monstruo seguía ahí fuera, más fuerte y enfadado que nunca. Lo había vencido, pero era consciente de que volvería a salir, sin que yo supiera si sería capaz de vencerlo por segunda vez.

Así terminó la carta el Hijo de Sam: «Permitid que mis palabras os persigan: ¡Volveré! ¡Volveré!».