Brooke se despertaba todas las mañanas alrededor de las siete. Su padre se levantaba a las seis y media, se duchaba y se vestía, y después despertaba a sus hijos mientras la madre hacía el desayuno. Entraba en la habitación de Ethan y encendía la luz; a veces jugaba a quitarle las mantas, otras cantaba en voz alta y una vez que no quería levantarse llegó a meterle una bolsa de brócoli congelado en la cama. Brooke era una privilegiada: su padre simplemente llamaba a la puerta, le decía que se despertara y sólo se marchaba cuando oía una respuesta. Después de todo, era una jovencita, más responsable que su hermano y necesitaba más intimidad. Nadie entraba sin permiso y sin llamar, ni se asomaba a su habitación, ni la veía hasta que ella quería.
Nadie excepto yo.
La habitación de Brooke estaba en la segunda planta de la vivienda, en la esquina izquierda de la parte trasera; eso significaba que tenía dos ventanas: una en el lateral, que daba a casa de los Peterman y siempre tenía la cortina corrida, y otra atrás, que daba al bosque y ella dejaba al descubierto. Vivíamos en el límite de la población, así que detrás no teníamos vecinos ni ninguna otra casa; en esa dirección no había nadie en varios kilómetros. Brooke pensaba que nadie la podía ver. A mí me parecía hermosa.
La veía cuando se incorporaba en la cama; entonces apartaba la colcha y se estiraba a placer antes de peinarse el pelo con los dedos. Dormía con un chándal gris grueso, que para ella era un color raro y apagado. A veces se rascaba las axilas o el culo, cosa que ninguna chica haría de saber que la estaban vigilando. Hacía muecas frente al espejo y a veces bailaba un poco. Después de un par de minutos cogía la ropa que se iba a poner y salía de la habitación para entrar en la ducha.
Pensé en pedir permiso para recogerles la nieve como hacía en casa del señor Crowley, así podría ponerla donde quisiera y tener mejor acceso al jardín. Pero, a menos que hiciera lo mismo en toda la calle, sería un poco sospechoso y no tenía tiempo para tanto. Ya estaba muy ocupado tal como iban las cosas.
Todos los días encontraba la manera de dejarle una nota al señor Crowley: algunas en el coche, como la primera, otras pegadas con celo a las ventanas o metidas en el quicio de la puerta, demasiado alto para que Kay las pudiera coger. Después de la segunda, ninguna de ellas fue una amenaza clara, sino que le mandaba pruebas de que sabía qué estaba haciendo:
JEB JOLLEY: RIÑÓN
DAVE BIRD: BRAZO
A medida que le iba dejando notas sobre las víctimas me aseguré de saltarme al vagabundo que había matado junto al lago, en parte porque no sabía cómo se llamaba y también porque tenía miedo de que hubiese visto las huellas de la bici en la nieve y no quería que atara cabos.
El último día de clase le mandé una nota que decía:
GREG OLSON: ESTÓMAGO
Ésta era la más importante, porque no habían encontrado el cuerpo de Greg Olson y, que Crowley conociera, nadie sabía nada del estómago. Después de leerla, se encerró en casa, pensativo. A la mañana siguiente fue a la ferretería y compró un par de candados para aumentar la seguridad del cobertizo y la puerta del sótano. Me preocupó un poco que pudiera estar volviéndose demasiado paranoico, y que yo pudiese perderle la pista, pero en cuanto terminó de instalar los candados vino a casa y me dio una copia de la llave del cobertizo.
—John, he cerrado el cobertizo; últimamente hay que andar con mucho cuidado. —Me dio la llave—. Ya sabes dónde están las herramientas, así que mantenlo limpio como siempre haces y, una vez más, muchas gracias por tanto como nos ayudas.
—Gracias —dije.
Todavía confiaba en mí: me dieron ganas de saltar de alegría. Le ofrecí mi mejor sonrisa de «nieto postizo».
—Me ocuparé de recoger la nieve.
Mi madre bajó las escaleras a mi espalda.
—Hola, señor Crowley, ¿todo bien?
—He puesto un par de candados nuevos, le recomiendo que haga lo mismo. El asesino aún anda suelto.
—Nosotras mantenemos la funeraria cerrada a cal y canto —dijo mi madre— y tenemos un sistema de alarma bastante bueno en la parte de atrás, donde guardamos los productos químicos. Creo que estamos bien protegidos.
—Su hijo es un buen chico —dijo él con una sonrisa. Entonces algún pensamiento le nubló la mente y miró calle abajo, desconfiado—. Este pueblo no es tan seguro como solía ser. No intento asustarla, es sólo que… —Se volvió hacia nosotros—. Tengan cuidado, eso es todo.
Se dio media vuelta y cruzó la calle apesadumbrado, con los hombros caídos. Cerré la puerta y sonreí.
Lo había engañado.
—¿Vas a hacer algo divertido? —preguntó mi madre. La miré con recelo y levantó las manos inocentemente—. Es una pregunta, nada más.
La esquivé en las escaleras y subí al piso de arriba.
—Voy a leer un rato.
Era mi excusa habitual para pasar horas en mi habitación vigilando la casa de los Crowley desde la ventana. En ese momento del día no podía acercarme, así que tenía que conformarme con la ventana.
—Últimamente pasas demasiado tiempo en tu cuarto —dijo mientras me seguía escaleras arriba—. Es el primer día de las vacaciones de Navidad, deberías salir y hacer algo divertido.
Eso era una novedad, ¿qué intenciones tenía mi madre? Había estado fuera de casa casi tanto como dentro, acechando sigilosamente en casa de los Crowley o de Brooke. Mi madre no sabía adónde iba ni qué hacía, pero era imposible que creyese que pasaba demasiado tiempo en la habitación. Seguro que tenía otra cosa en mente.
—Ponen esa película que hemos visto anunciada tantas veces —dijo—. Ayer la estrenaron aquí, por fin. Podrías ir a verla.
Me volví y la miré fijamente. ¿Qué estaba haciendo?
—Sólo digo que podría estar bien —dijo escondiéndose en la cocina para evitar mis miradas. Estaba nerviosa—. Si quieres ir, té daré el dinero para las entradas.
«Entradas», en plural, ¿a qué jugaba? No iba a ir al cine con mi madre, de eso nada.
—Ve tú si quieres —dije—, yo voy a terminar ese libro.
—No, yo estoy muy ocupada. —Salió de la cocina con un puñado de billetes y me los ofreció con una sonrisa nerviosa—. Puedes ir con Max. O con Brooke.
Ajá. Era por Brooke. Sentí cómo me sonrojaba, así que di media vuelta y me metí en mi habitación.
—¡He dicho que no!
Di un portazo y cerré los ojos. Estaba enfadado, pero no sabía por qué.
—La idiota de mi madre intentando que vaya al cine con la idiota de…
No podía decir su nombre en voz alta. Nadie debía saber lo de Brooke; ni siquiera Brooke sabía lo de Brooke. Le di una patada a la mochila y la tiré: estaba demasiado llena de libros como para volar hasta el otro lado del cuarto como yo hubiese querido.
Estar sentado a oscuras con Brooke no podía ser tan malo, pensé, independientemente de qué película pusieran. Imaginé su risa y pensé en cosas ingeniosas que decir para hacerla reír: «Esta peli es una mierda; deberían estrangular al director con uno de los rollos». Brooke no se rio; abrió los ojos y se apartó de mí, como en el baile de Halloween. «Eres un freak —dijo—. Eres un enfermo mental». «¡No es verdad! Tú lo sabes, me conoces. Me conoces mejor que nadie porque yo te conozco mejor que nadie en el mundo. Veo cosas que nadie más ve. Hemos hecho los deberes juntos, hemos visto la tele, hemos hablado por teléfono con…». El maldito teléfono… ¿con quién hablaba ella? Iba a averiguar quién era y matarlo.
Juré delante de la ventana y…
Estaba en mi habitación, jadeando. Brooke no me conocía porque no habíamos compartido nada, porque todo lo que habíamos hecho juntos eran cosas que ella hacía sola mientras yo la miraba a través de la ventana. Unas noches antes la había visto hacer los deberes y me di cuenta que los dos teníamos el mismo trabajo, pero eso no contaba como haberlo hecho juntos porque ella ni siquiera sabía que yo estaba allí. Y después, cuando sonó el teléfono y lo cogió y le dijo hola a quien fuera, fue como si se abriera un espacio entre nosotros. Sonrió al invasor en lugar de a mí y quise chillar, pero era consciente de que nadie estaba interrumpiendo nada porque yo era el único en todo el mundo que sabía que estaba pasando algo.
Me apreté los ojos con las palmas de las manos.
—La estoy acosando —musité.
Eso no era lo que tenía que hacer. Debía vigilar al señor Crowley, no a Brooke. Rompí las reglas para él, para nadie más; pero el monstruo había derribado el muro y había tomado el control antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo. Ya apenas pensaba en el monstruo por lo bien fusionados que estábamos el uno con el otro. Levanté la mirada y crucé la habitación para acercarme a la ventana y observar la casa del señor Crowley.
—No puedo hacerlo.
Volví hasta la cama y le di otra patada más fuerte a la mochila; esta vez se deslizó por el suelo.
—Necesito ver a Max.
Cogí el abrigo y salí a toda prisa sin decirle nada a mi madre. Había dejado el dinero en la esquina de la encimera; lo cogí al pasar, me lo guardé en el bolsillo y salí dando un portazo.
La casa de Max estaba a tan sólo unos kilómetros de la mía y en bicicleta se llegaba enseguida. Volví la cara al pasar por delante de la casa de Brooke y me lancé por la calle demasiado deprisa, sin pensar en el hielo ni fijarme en si venían coches. Me vi a mí mismo rodeando el cuello de Brooke con las manos; al principio lo acariciaba, pero después lo apretaba hasta que ella chillaba y pataleaba y se ahogaba y todos sus pensamientos estaban centrados en mí y nada más que en mí, y yo era todo su mundo y…
—¡No!
La rueda trasera pisó una placa de hielo, la bici resbaló y me tiró hacia un lado. Conseguí no caerme, pero, en cuanto recobré el equilibrio, desmonté, la cogí como si fuese un garrote y la golpeé contra un poste de teléfonos. Hizo un sonido metálico y vibró entre mis manos, y cuando la solté quedó apoyada en el poste. Apreté los dientes.
«Debería llorar. Ni siquiera puedo llorar como un ser humano».
Rápidamente, miré a mi alrededor para ver si alguien me observaba. Unos cuantos coches pasaban por allí, pero nadie me prestaba atención.
—Necesito ver a Max —mascullé de nuevo y recogí la bicicleta.
Llevaba semanas sin quedar con él fuera del instituto: pasaba todo el tiempo solo, escondido entre las sombras y enviándole notas al señor Crowley. No era un comportamiento seguro, ni siquiera sin las normas; especialmente sin ellas. La bici estaba bien; a lo mejor tenía algún rasguño, pero no estaba abollada. El manillar estaba desviado y demasiado duro como para enderezarlo sin herramientas, pero pude compensarlo sujetándolo torcido. Fui directo a casa de Max y me obligué a no pensar en nada más que en él. Era mi amigo. Era normal tener amigos. No era un psicópata si tenía un amigo.
Max vivía en un dúplex junto al aserradero, en un barrio que siempre olía a serrín y humo. La mayoría de la gente del pueblo trabajaba en la planta, incluida la madre de Max, pero su padre conducía un camión. Normalmente llevaba la madera del aserradero y estaba tanto tiempo fuera como en casa. No me caía bien y siempre que iba allí lo primero que hacía antes de entrar era buscar la gran cabina diésel. Aquel día no estaba, así que seguramente Max estaría solo en casa.
Dejé la bici en el césped de delante y pulsé el timbre. Llamé por segunda vez. Max abrió la puerta con expresión apagada, pero cuando me vio se le iluminó la mirada.
—Controla esto, tío, ¡ven a ver lo que me ha regalado mi padre!
Se lanzó sobre el sofá, cogió el mando de una Xbox 360 y me lo enseñó como si fuera un trofeo.
—No estará en casa el día de Navidad, así que me la ha dado antes. Es flipante.
Cerré la puerta y me quité el abrigo.
—Mola.
Estaba con un juego de carreras y yo suspiré con alivio: lo que necesitaba era exactamente eso, perder el tiempo a lo tonto.
—¿Tienes otro mando?
—Puedes usar el de mi padre —dijo señalando el televisor. Junto a él había un segundo mando, con el cordón pulcramente enrollado—. Pero no lo rompas, porque cuando vuelva va a traer «Madden» y vamos a jugar toda una temporada de fútbol, los dos. Si le estropeas el mando se cabreará mucho.
—No estaba pensando en darle ningún martillazo —repliqué mientras lo enchufaba y retrocedía hacia el sofá—. Venga, juguemos.
—Un momento —dijo—, antes tengo que terminar esto.
Reanudó la partida que estaba jugando e hizo un par de carreras; entremedias me aseguró que sólo era un pequeño torneo y que no duraba mucho, pero que no sabía cómo guardar la partida sin llegar al final. Finalmente, puso una carrera uno contra el otro y jugamos durante una o dos horas. Me ganó todas las veces pero no me importaba: estaba comportándome como un chaval normal y no tenía que matar a nadie.
—Qué malo eres —dijo al final—. Tengo hambre. ¿Quieres pollo?
—Vale.
—Queda un poco de anoche. Hicimos una celebración de Navidad adelantada, para mi padre.
Fue a la cocina y volvió con un cubo de pollo frito medio vacío; nos sentamos en el sofá a ver la televisión y tiramos los huesos en el cubo a medida que nos íbamos comiendo los trozos. Su hermana pequeña entró en el salón, cogió un trozo y volvió a su habitación sin hacer ruido.
—¿Vas a algún sitio a pasar la Navidad? —preguntó.
—No hay ningún sitio al que ir —dije.
—Igual que nosotros. —Se limpió las manos en el sofá y buscó otro muslo entre los huesos—. ¿Qué has hecho estos días?
—Nada. Cosas. ¿Y tú?
—Has estado haciendo algo —dijo mirándome de reojo—. Casi ni te he visto en dos semanas y eso significa que has estado haciendo algo por tu cuenta. Pero ¿qué puede ser? ¿Qué hace el joven psicótico John Wayne Cleaver en su tiempo libre?
—Me has pillado —respondí—, soy el asesino de Clayton.
—Sí, yo también lo pensé, pero solamente ha matado a… ¿cuántos, seis personas? Tú lo harías mucho mejor.
—Más no significa automáticamente mejor —dije, y me volví hacia la tele—. La calidad también cuenta.
—¿Qué te apuestas a que sé qué has estado haciendo? —dijo apuntándome con un muslo de pollo—. Has estado dándote el filete con Brooke.
—¿El filete?
—Enrollándote con ella —dijo Max poniendo morritos—. Montándotelo. Deslizándote por la pista.
—Creo que «deslizarse por la pista» significa «bailar».
—Y yo creo que eres un mentiroso de mierda.
—¿Qué? ¿Quién dices que es un mierda? ¿Tú? —pregunté—. Vaya, contigo nunca se sabe.
—Estás coladito por Brooke —dijo antes de darle un mordisco al pollo y reírse con la boca abierta—. Ni siquiera lo has negado.
—Pensaba que no hacía falta negar algo que es imposible de creer.
—Sigues sin negarlo.
—¿Por qué iba a estar colado por Brooke? —pregunté—. Eso ni siquiera sabe que yo… ¡mierda!
—¡Oye! —dijo Max—. ¿Qué pasa?
Me había referido a Brooke como «eso». Fue una estupidez, fue… horrible. ¿Cómo podía caer tan bajo?
—¿Qué pasa? ¿He metido el dedo en la llaga? —preguntó Max y se relajó de nuevo.
No le hice caso, miré al frente. Llamar «eso» a los seres humanos era un rasgo común de los asesinos en serie; no pensaban en otras personas como humanos sino como objetos, porque así era más fácil torturarlos y matarlos. Les resultaba más difícil torturar a «él» o a «ella», pero no tanto a «eso». «Eso» no tenía sentimientos. «Eso» no tenía derechos. «Eso» no era más que una cosa y con «eso» podías hacer lo que te viniera en gana.
—Hola —dijo Max—. Tierra llamando a John.
Siempre había llamado a los cadáveres de la funeraria «esto» o «eso», aunque mi madre y Margaret me regañaban si me oían decirlo. Pero nunca lo había usado para una persona viva, jamás. Estaba perdiendo el control. Por eso había ido a ver a Max, para recuperarlo, y no estaba funcionando.
—¿Quieres ver una película? —pregunté.
—¿Quieres decirme qué mierdas está pasando? —replicó Max.
—Necesito ver una película —dije—, o algo así. Necesito ser normal; tenemos que hacer algo normal.
—¿Como por ejemplo estar sentados en el sofá hablando de lo normales que somos? Nosotros, la gente normal, lo hacemos todo el tiempo.
—Venga, Max, ¡en serio! ¡Estoy hablando en serio! ¿Por qué crees que he venido?
Entrecerró los ojos.
—No lo sé… ¿Por qué has venido?
—Porque estoy… Está pasando algo. No estoy… ¡No lo sé! Estoy perdiendo…
—¿Perdiendo el qué?
—Todo —dije—. Lo estoy perdiendo todo. He roto todas las normas y ahora el monstruo ha salido a la luz y ya ni siquiera soy yo mismo. ¿Es que no lo ves?
—¿Qué normas? Tío, estoy flipando contigo.
—Tengo reglas que hacen que sea normal —aclaré—. Son para… mantenerme seguro. Para que todos estén a salvo. Una de ellas es que tengo que pasar tiempo contigo porque me ayudas a ser normal y últimamente no lo soy. Los asesinos en serie no tienen amigos ni tampoco compinches; están solos y ya está. Así que si estoy contigo me mantengo a salvo y no voy a hacer nada. ¿No lo entiendes?
A Max se le quedó la cara como si le estuviera lloviendo encima. Hacía tanto tiempo que lo conocía que sabía de qué humor estaba; qué hacía cuando estaba contento y qué si estaba enfadado. En ese momento tenía los ojos medio cerrados y el ceño fruncido, y eso significaba que estaba triste. Me pilló por sorpresa y lo miré impactado.
—¿Por eso has venido? —preguntó.
Asentí, desesperado por alcanzar algún tipo de vínculo con él. Me sentí como si me estuviera hundiendo.
—Y por eso hemos sido amigos durante estos últimos tres años —dijo—. Porque te obligas a ti mismo y crees que eso te hace normal.
Mira quién soy. Por favor.
—Pues bien, enhorabuena, John —continuó—. Eres normal. Eres el puto rey de lo normal, con tu mierda de normas y tus amigos de pega. ¿Es que hay algo que hagas que sea real?
—Sí —respondí—. Yo…
Justo en ese momento, mientras me miraba de esa manera, no se me ocurrió nada.
—Si sólo finges que somos amigos, entonces en realidad no me necesitas para nada —dijo y se puso en pie—. Todo eso lo puedes hacer tú solito. Ya nos veremos por ahí.
—Venga, Max.
—Sal de aquí.
No me moví.
—¡Fuera! —gritó.
—No sabes lo que estás haciendo —dije—. Necesito…
—¡Ni te atrevas a echarme la culpa a mí de que seas un bicho raro! —chilló—. ¡Nada de lo que haces es culpa mía! ¡Y ahora lárgate de mi casa!
Me levanté y cogí el abrigo.
—Ya te lo pondrás fuera —dijo y abrió la puerta de golpe—. Mecachis, John; en el instituto todo el mundo me odia y ahora ya no tengo ni a mi amigo raro.
Salí al frío de la tarde y Max cerró con un portazo a mi espalda.
• • • • •
Aquella noche Crowley volvió a matar y yo me lo perdí. Cuando volví de casa de Max el coche no estaba y la señora Crowley dijo que había salido a ver el partido. Esa noche no jugaba ninguno de sus equipos, pero fui hasta el centro de todos modos para ver si lo encontraba. El coche no estaba en su bar favorito ni en ninguno de los otros y llegué incluso hasta el Flying J para ver si lo encontraba allí. No lo encontré en ninguna parte. Llegué a casa mucho después de que anocheciera y él todavía no había regresado: estaba tan enfadado que tenía ganas de gritar. Volví a estampar la bicicleta y me senté en la entrada a pensar.
Quería ir a ver qué hacía Brooke —estaba desesperado por saberlo—, pero no fui. Me mordí la lengua y me reté a mí mismo a hacerme sangre, pero lo dejé y me levanté para darle un puñetazo a la pared.
No podía dejar que el monstruo tomase las riendas. Tenía un trabajo que hacer y un demonio que matar, así que no podía permitirme perder el control antes de hacer lo que debía… No, eso no era así. No podía permitirme perder el control y punto. Tenía que centrarme. Tenía que atrapar a Crowley.
Si no lo encontraba, al menos podía dejarle una nota. Ese día había estado tan distraído que no había preparado ninguna, pero tenía que comunicarle que, a pesar de que no podía verlo, sabía qué estaba haciendo. Me devané los sesos pensando qué podía utilizar sin incriminarme. El papel de la funeraria no era una opción, por supuesto, y tampoco me atrevía a subir a casa a buscar papel por si mi madre estaba aún despierta. Corrí hasta el jardín de Crowley, prácticamente invisible en mitad de la oscuridad, y busqué cualquier cosa. Al final encontré en el porche una bolsa de sal para la nieve; la guardaba allí para evitar que se le helaran las escaleras y el pavimento. Eso me dio una idea y al final pude concebir un plan.
A la una de la mañana, cuando Crowley llegó, el coche giró y se detuvo en seco, a medias entre la entrada y la calle. A la luz de los faros se veía una palabra escrita con cristales de sal; cada una de las letras tenía un metro de largo y relucía bajo los haces de luz:
DEMONIO
Un momento después, el señor Crowley puso el coche en marcha y borró las letras al pasar; después salió y barrió los restos con el pie. Yo lo miraba desde la oscuridad de mi cuarto, pinchándome con un alfiler, haciendo muecas de dolor.