A la mañana siguiente nos despertamos con una nueva nevada. Apenas un par de centímetros, pero me servía como excusa. Era un perezoso domingo por la mañana pero a las ocho crucé la calle, pala en mano. El coche de Crowley estaba en la entrada, espolvoreado de nieve; de pronto me detuve sorprendido: el agujero de bala había sido reemplazado por un abollón monumental. Los faros estaban hechos añicos y la pintura, descascarillada, se desprendía en copos desiguales. Tenía pinta de haber tenido un accidente de tráfico. Lo estudié un momento más, ansioso por saber qué había ocurrido, y después me acerqué al porche y llamé al timbre.
El señor Crowley en persona abrió la puerta, alegre, humano, tan inocente como un hombre puede parecer. Durante el último mes le había visto matar a cuatro personas, pero aun así en aquel momento dudé —aunque sólo fuera un instante— de que un hombre como él fuese capaz de hacerle daño a una mosca.
—Buenos días, John. ¿Qué te trae…? Vaya, qué sorpresa; al final ha nevado. No dejas pasar ni una, ¿eh?
—No.
—Pues no hay prácticamente nada de nieve y hoy no tenemos que salir de casa. ¿Por qué no lo dejas, a ver si cae algo más antes de que te tomes la molestia? No es necesario que lo hagas dos veces.
—No es ninguna molestia, señor Crowley —respondí.
—¿Quién ha venido? —dijo la señora Crowley; al momento apareció en el recibidor desde otro punto de la casa—. Oh, buenos días, John. Bill, no te quedes en la puerta, ¡te vas a quedar helado!
El señor Crowley se rio.
—Me encuentro bien, Kay, de verdad. Estoy totalmente curado.
—Ha estado despierto toda la noche —dijo ella mientras lo envolvía con un abrigo—. Dios sabe dónde, haciendo Dios sabe qué; y luego viene y me dice que se ha estrellado con el coche. Será mejor que miremos a ver qué le has hecho, ahora que hay más luz.
Miré rápidamente al señor Crowley y él me guiñó el ojo y se rio.
—Anoche patiné sobre el hielo y ella se cree que es una conspiración comunista.
—No te burles de mí, Bill, esto es… Oh, Dios mío, es peor de lo que pensaba.
—Anoche salí a dar una vuelta en coche —dijo él cuando salió al porche con nosotros— y patiné en el hielo, cerca del hospital. Me salí de la carretera y choqué contra una pared de cemento. Y me estrellé en el mejor sitio posible, porque en cuestión de segundos tenía un puñado de enfermeras y médicos comprobando si estaba bien. Le digo que me encuentro perfectamente pero ella continúa muy preocupada.
Le rodeó los hombros con el brazo y ella se volvió hacia él para abrazarlo.
—Me alegro de que estés bien —dijo la señora Crowley.
Asumiendo que se deshiciera del cuerpo adecuadamente, el balazo del coche era la última prueba que podía relacionarlo con el asesinato, y se había ocupado de ese asunto de forma admirable. La verdad es que no podía negarle el mérito: se le daba muy bien cubrirse las espaldas. Todo lo que tuvo que hacer fue sacar la bala y darse un golpe bien fuerte contra una pared para disimular cualquier daño anterior. Y hacerlo frente al hospital ya era un toque genial: ahora tenía un grupo de testigos que creían saber qué le había pasado al coche y, si las cosas se ponían feas, también podían testificar que estaba en el otro extremo del pueblo cuando se produjeron los asesinatos. Había eliminado las pruebas y al mismo tiempo había conseguido una coartada.
Me volví hacia él y lo miré con renovado respeto. Era muy listo, sí, señor, pero ¿por qué ahora y no antes? Si era tan avispado, ¿por qué dejó los tres primeros cadáveres donde cualquiera los podía encontrar? Se me ocurrió que quizá fuera algo novato y que estaba aprendiendo sobre la marcha a hacerlo bien. Quizá no hubiese matado al hombre de Arizona, o puede que ese asesinato hubiera sido diferente y no lo había preparado para éstos.
—John —dijo la señora Crowley—, quiero que sepas que estamos agradecidos por todo lo que haces por nosotros. Estas últimas semanas casi no hemos hecho nada sin que estuvieras allí para echar una mano.
—No me cuesta nada —dije.
—No seas tonto. Éste es uno de los peores inviernos que hemos tenido en años y estamos demasiado viejos como para pasarlo sin la ayuda de nadie; ya has visto que a Bill le falla la salud de vez en cuando. Y ahora algo así… Bueno, está bien saber que los vecinos están pendientes de ti.
—No tenemos hijos —dijo el señor Crowley—, pero para nosotros eres prácticamente nuestro nieto. Muchas gracias.
Los miré a ambos y estudié en ellos las señales de gratitud que había aprendido a reconocer: sonrisas, las manos juntas, alguna que otra lágrima en los ojos de la señora Crowley. Esperaba sinceridad por parte de ella pero él también parecía conmovido. Cogí la pala y me puse a despejar las escaleras.
—No me cuesta nada —repetí.
—Eres un sol —dijo ella, y entraron en casa.
Me pareció muy apropiado que la única persona que creía que yo era un sol fuera una mujer que vivía con un demonio.
• • • • •
Pasé el resto de la mañana apartando nieve de los caminos y de la entrada, y pensando cómo matar al señor Crowley. Inconscientemente, las normas me venían a la cabeza una tras otra; las tenía demasiado interiorizadas como para que cedieran sin más. Pensé varias maneras de matarlo y de inmediato me vi diciendo cosas agradables sobre él. Repasé mentalmente sus actividades diarias y al instante me di cuenta de que me desviaba a otros temas. Dos veces llegué a dejar de apartar nieve y me di media vuelta para volver a casa; inconscientemente, intentaba distraerme para no obsesionarme. Las viejas normas me habrían obligado a ignorar al señor Crowley durante toda una semana igual que me había forzado a pasar de Brooke, pero ahora las cosas eran diferentes y tenía que abandonar las normas. Llevaba años entrenándome para alejarme de la gente, para eliminar de raíz cualquier vínculo que empezase a nacer, pero era hora de que cayeran todas esas barreras. Tenía que desactivar todos esos mecanismos, apartarlos, destruirlos.
Al principio fue espeluznante, como si te quedaras muy quieto mientras miras a una cucaracha subirse a tu zapato, treparte por la pierna y meterse debajo de tu camisa sin darle un manotazo para quitártela de encima. Me imaginé cubierto de cucarachas, arañas, sanguijuelas y demás bichos, todos ellos retorciéndose, metiéndose por donde podían, probándolo todo mientras yo me quedaba quieto hasta acostumbrarme completamente a ellos. Necesitaba matar al señor Crowley (un gusano se me sube a la cara), quería matarlo (otro se me mete en la boca), quería rajarlo de arriba abajo (un revoltijo de gusanos se me sube encima y empiezan a hacerme agujeros en la piel)…
Escupí y me estremecí y volví a la realidad, de pie en la acera, despejando la nieve. Me iba a costar un tiempo adaptarme.
—John, ¡entra y tómate un chocolate!
Era el señor Crowley, que me llamaba desde la puerta. Acabé el último par de metros de acera y entré para sentarme en la cocina, sonreír educadamente y preguntarme si rajar al señor Crowley era un plan viable. Me acordé del tajo que se hizo en el vientre cuando le robó los pulmones al vagabundo, que se selló como una bolsa hermética para congelar. Sanó después de toda una descarga de tiros. Sonreí de nuevo, tomé otro sorbo de chocolate y me pregunté si también podía hacer que le volviera a crecer la cabeza.
El resto del día estuvo repleto de pensamientos lúgubres y, una a una, destrocé todas las reglas. A la mañana siguiente, cuando fui al instituto, estaba demacrado y aterrorizado, como una persona nueva en un cuerpo viejo que no le iba ni mucho menos a medida. La gente miraba a través de mí, me ignoraban como siempre habían hecho, pero el que devolvía las miradas era alguien que lo veía todo con otros ojos, una mente nueva que observaba el mundo desde una coraza que le era ajena. Recorrí los pasillos, asistí a las clases y miré fijamente a la gente que me rodeaba como si los viera por primera vez. Durante el cambio de clases alguien me dio un empujón y yo lo seguí por todo el pasillo imaginando qué tal sería vengarme lentamente, pedacito a pedacito, mientras él colgaba de un gancho en el sótano. Sacudí la cabeza y me senté en las escaleras: me costaba respirar. No podía ser; todo aquello era contra lo que llevaba luchando toda mi vida. Un torrente de niños pasaba frente a mí como ganado hacia el matadero, como la sangre en una red de arterias. El timbre sonó bien fuerte y todos desaparecieron como cucarachas que se dispersan y acuden en tropel a sus agujeros. Cerré los ojos y pensé en el señor Crowley. «Esto lo haces por él, es a él a quien quieres. Deja a los demás en paz». Respiré hondo una vez más, me puse en pie y me sequé el sudor frío de la frente. Tenía que ir a clase. Tenía que ser normal.
A mitad de clase el director convocó a todos los profesores a una reunión especial. La profesora de lengua, la señorita Parker, volvió quince minutos más tarde, más pálida de lo que yo creía que un cuerpo vivo podía estar. En cuanto entró, la clase quedó en silencio y todos la miramos mientras se acercaba poco a poco a su mesa y se dejaba caer en la silla, como si llevara sobre los hombros todo el peso del mundo. Tenía que ser algo relacionado con el asesino. Durante un instante me preocupé por que Crowley hubiese vuelto a matar sin que yo lo hubiera visto, pero no. Era demasiado pronto. Debían de haber encontrado los cuerpos de los policías.
Tras un minuto de silencio sepulcral en el que nadie se atrevió a decir nada, la señorita Parker levantó la cabeza.
—Volvamos al trabajo.
—Espere —dijo Rachel, una de las mejores amigas de Marci—. ¿No nos va a decir qué pasa?
—Lo siento —contestó la maestra—, es que acabo de recibir muy malas noticias. No es nada.
En cuanto lo dijo entornó los ojos, que tenía rojos, y me pregunté si iba a echarse a llorar.
—Parece que todos los profesores han recibido muy malas noticias —dijo Marci—, creo que merecemos saber qué ocurre.
La señorita Parker se frotó los ojos y negó con la cabeza.
—Debería estar llevándolo mejor. Por eso nos lo han dicho primero a los profesores, para que podamos hacéroslo más fácil a vosotros; es obvio que yo no lo estoy haciendo muy bien. —Se secó los ojos y levantó la mirada—. El director Layton nos acaba de informar de que han encontrado dos cadáveres más. —Los estudiantes emitieron un grito ahogado al unísono—. Han encontrado los cuerpos de dos policías dentro del maletero de un coche, en el centro.
Brooke no estaba en mi clase a esa hora y me pregunté si su profesora les estaba dando la misma noticia. ¿Cómo iba a reaccionar ella?
—¿Es el mismo tío? —preguntó un chaval que se llamaba Ryan y estaba sentado dos filas más atrás.
—Creen que sí —respondió la señorita Parker—. Las… heridas… de las víctimas se parecen a las de las tres primeras. Y tenían la misma… cosa, la cosa negra.
—¿Saben los nombres de los policías? —preguntó Marci. Estaba blanca como una sábana. Su padre era poli.
—No es tu padre, cielo. Él fue quien encontró el coche e hizo el aviso.
Marci se echó a llorar y Rachel se levantó a abrazarla.
—¿Se ha llevado algo de los cuerpos? —preguntó Max.
—Maxwell, creo que tu pregunta no es muy adecuada —replicó la profesora.
—Seguro que sí —refunfuñó Max.
—Sé que esto es duro —dijo ella—. Creedme, yo… bueno, esto me afecta tanto como a vosotros. Sólo tenemos una orientadora y el que lo desee puede ir a hablar con ella; pero si queréis hablar conmigo, ir al baño o quedaros en silencio… o si no podemos hablarlo durante la clase… —Escondió la cara entre las manos—. Han dicho que no deberíamos preocuparnos, que el patrón concuerda o algo así; no sé si se supone que eso hará que os sintáis mejor. Lo siento mucho. Ojalá supiera qué decir.
—Significa que no ha cambiado de método —aclaré—. Tienen miedo de que pensemos que la cosa está empeorando porque esta vez han encontrado dos cuerpos en lugar de uno.
—Gracias, John —dijo la señorita Parker—, pero no hace falta que le demos vueltas a… los métodos del criminal.
—Sólo estaba explicando lo que quería decir la policía. Obviamente, pensaban que nos iba a consolar.
—Gracias —asintió.
—Pero es verdad, esta vez ha matado a dos personas —dijo Brad. Solíamos ser amigos cuando éramos pequeños, pero hacía años que ya no hacíamos nada juntos—. ¿Cómo pueden decir que sus métodos no han cambiado?
La señorita Parker reflexionó un instante sobre qué decir, pero le respondió con una mirada ausente. Un momento después se volvió hacia mí. Yo era el experto.
—Lo que intentan destacar —expliqué— es que el asesino no ha perdido el control. Si hubiera matado a un tipo diferente de víctima o si lo hiciera con mayor violencia o frecuencia, eso significaría que algo habría cambiado.
Todas las miradas convergían en mí y por una vez nadie fruncía el ceño ni se burlaba: estaban escuchando. Me encantó.
—Verá, los asesinos en serie no atacan al azar, tienen necesidades específicas y problemas mentales que dan forma a todo lo que hacen. Por el motivo que sea, este tipo necesita matar a hombres adultos y esa necesidad se va haciendo más y más grande hasta que no la puede controlar y entonces se desata. En su caso ese proceso dura más o menos un mes y por eso ha habido una víctima mensual.
Era todo un hatajo de mentiras: estaba matando más a menudo; no era un asesino en serie normal y corriente, y su necesidad era física en lugar de mental. Pero eso era lo que pensaba la policía y lo que la clase quería oír.
—La buena noticia es que todo esto significa que no va a matar a ninguno de los que estamos aquí ahora.
Hasta que esté muy desesperado y cualquiera de vosotros esté en el lugar inapropiado a la hora equivocada.
—Pero ha habido dos víctimas —repitió Brad—. El doble que otras veces: me parece una gran diferencia.
—No ha matado a dos personas porque esté empeorando —repliqué—, sino por idiota.
No quería dejar de hablar, estaba tan contento porque todos me estaban escuchando como para no seguir. Estaba hablando sobre lo que más me gustaba y nadie me hacía callar ni me decía que era un bicho raro ni nada por el estilo, sino que querían escuchar. Sentí una oleada de poder.
—Ya habéis visto que deja los cuerpos donde la gente los puede encontrar: seguramente los ataca al azar, pilla al primero con el que se cruza, lo mata y huye. Esta vez resulta que el primero que pasaba por allí era un policía y los policías van en parejas; se dio cuenta demasiado tarde de que, si no quería que lo pillaran, no podía matar a uno sin acabar también con el otro.
—¡Cállate! —chilló Marci, que se había puesto en pie—. ¡Cállate, cállate, cállate!
Me lanzó un libro pero erró el tiro y éste se estrelló contra la pared. La señorita Parker se había levantado de un salto para intentar impedírselo.
—Calmaos todos —dijo—. Marci, ven conmigo. Coge su bolsa, Rachel. Eso es, vamos. —Rodeó a Marci con los brazos y la llevó con cuidado hacia la puerta—. Los demás, quedaos aquí en silencio. Volveré en cuanto pueda.
Salieron del aula y nos quedamos sentados durante varios minutos, al principio en silencio, aunque después se formaron varias conversaciones privadas a base de susurros. Alguien le dio una patada a mi silla y me dijo que no fuera tan cabrón, pero Brad se acercó y me hizo una pregunta:
—¿Realmente crees que los métodos no están variando?
—Claro que no —contesté. Ahora que la profesora no estaba, podía conversar un poco más animadamente—. Antes mataba a una persona indefensa en cada ataque, pero esta vez ha asesinado a dos policías armados. Eso es una escalada, aunque no nos lo quieran decir.
—Vaya mierda, tío —dijo. Los chicos que lo rodeaban sacudieron la cabeza.
—Esto pasa siempre con los asesinos en serie —dije—. Sea lo que sea lo que necesita, una muerte al mes ya no lo satisface. Es como una adicción: después de un tiempo no te basta con un cigarrillo, sino que necesitas, dos, tres, un paquete entero o lo que sea. Está perdiendo el control y va a empezar a matar más a menudo.
—De eso nada —dijo Brad acercándose a mí todavía más—. Han hallado los cadáveres en un coche, lo que significa que pueden encontrar a este cabrón por la matrícula. Entonces yo mismo iré a su casa y lo mataré.
Los otros chavales asintieron con expresión seria. La caza de brujas había empezado.
• • • • •
Brad no era el único que quería venganza. La policía no reveló el nombre del dueño del coche, pero un vecino reconoció el vehículo en las noticias de las seis y a las diez de la noche había una muchedumbre fuera de la casa del tipo del coche, lanzando piedras y pidiendo sangre. Carrie Walsh seguía ocupándose de la noticia y la cámara mostró una imagen de ella agazapada junto a la unidad móvil; detrás de ella el gentío gritaba consignas de odio delante de la casa.
«Soy Carrie Walsh de Five Live News, emitiendo desde el condado de Clayton, donde, como pueden ver, la gente empieza a perder los estribos».
Reconocí al padre de Max entre la turba; chillaba y sacudía el puño. Seguía llevando el pelo muy corto, al estilo de la infantería, como cuando estuvo en Irak. Tenía el rostro rojo de ira.
«La policía se encuentra aquí —dijo Carrie—, desde antes de que se formara esta muchedumbre. Éste es el hogar de Susan y Greg Olson, y su hijo de dos años. El señor Olson es un obrero de la construcción, además del dueño del coche en el que hoy se han encontrado los cadáveres de dos policías. El paradero del señor Olson es desconocido, pero la policía lo busca en relación con los asesinatos. Hoy han venido a interrogar a la familia y a protegerla».
En ese momento el gentío se puso a gritar aún más alto y la cámara giró y enfocó a un hombre —el mismo miembro del FBI de antes, el agente Forman—, que acompañaba a una mujer y a un niño que salían de la casa. Un policía local los seguía con una maleta y varios más se ocupaban de mantener a la muchedumbre a raya. Carrie y el cámara se abrieron paso a través de la gente y ella gritó algunas preguntas a la policía. Los agentes ayudaron a la señora Olson y a su hijo a sentarse en los asientos traseros del coche patrulla y el agente Forman se dirigió a la cámara. Por todas partes había gente indignada que gritaba y cantaba: «Casada con un asesino».
«Disculpe —dijo Carrie—, ¿puede decirnos qué está pasando?».
«Susan Olson va a ser custodiada por su seguridad y la de su hijo —hablaba rápidamente, como si hubiera preparado el discurso antes de salir de la casa—. En este momento todavía no sabemos si Greg Olson es sospechoso o víctima, pero lo que sí es cierto es que es una persona de interés para el caso y estamos trabajando las veinticuatro horas del día para encontrarlo. Gracias».
El agente Forman entró en el coche y éste arrancó. Dejaron atrás a varios policías para acallar a la muchedumbre y restaurar el orden.
Carrie tenía cara de querer quedarse todo lo cerca de la policía que pudiera y le temblaban las manos. Pero encontró un miembro del gentío y se puso a entrevistarlo. Me quedé alucinado al ver que era el señor Layton, el director del instituto.
«Disculpe, señor, ¿puedo hacerle algunas preguntas?».
El señor Layton no estaba chillando consignas como la mayoría de las personas y parecía avergonzarse de que lo grabaran. Supuse que a la mañana siguiente le iban a echar una buena bronca en la junta de la escuela.
«Eeeh… claro», dijo entrecerrando los ojos por la luz de la cámara.
«¿Qué puede decir sobre las emociones que se están viviendo hoy en Clayton?».
«Bueno, mire a su alrededor. La gente está enfadada, muy enfadada. Se están dejando llevar. Las muchedumbres siempre se comportan de manera estúpida, lo sé, sólo que en ese breve momento en el que estás metido dentro de una te parece que todo tiene sentido. Ya me siento estúpido sólo por estar aquí», dijo mirando otra vez a la cámara.
«¿Tiene la sensación de que este tipo de cosas volverá a pasar con la próxima muerte?».
«Podría volver a pasar mañana —dijo el señor Layton echándose las manos a la cabeza—. Podría volver a pasar siempre que le busquemos las cosquillas a la gente del pueblo. Clayton es una comunidad muy pequeña; es probable que todos conozcamos a una de las víctimas o vivamos en el mismo vecindario que ellas. Este asesino, sea quien sea, no está matando a extraños, sino a nosotros, a personas con cara, nombre y familia. Sinceramente, no sé cuánto tiempo podrá contener nuestra comunidad ese tipo de violencia sin explotar».
Volvió a entrecerrar los ojos mirando a la cámara y la imagen se cortó.
A su alrededor la muchedumbre empezaba a dispersarse, pero ¿hasta cuándo?
• • • • •
Las pruebas de ADN sólo tardaron unos días y prácticamente exoneraban a Greg Olson, así que la policía se encargó de que la noticia apareciera en todos los telediarios en un intento de devolverle a la señora Olson y su hijo al menos una parte de su vida. Naturalmente, también habían retirado la nieve de la escena del crimen y vieron que la acera estaba cubierta de sangre; gran parte de ella era muy seguramente del propio Olson y la encontraron en suficiente cantidad como para convertirlo en otra víctima casi con total seguridad. Empezaron a circular rumores sobre la huella de un tercer juego de neumáticos, sobre balas fantasma que fueron disparadas pero no se encontraron y, lo más importante, sobre restos de ADN que se correspondía con la misteriosa sustancia negra, sólo que en aquella ocasión el material genético no provenía del moco, sino de una mancha de sangre encontrada en el interior del coche de policía. Significaba que en la escena del crimen había cuatro personas en lugar de tres, y los forenses del FBI estaban seguros de que esa cuarta persona era el asesino en vez de Greg Olson.
Por supuesto, algunas personas empezaron a sospechar de que había una quinta.
• • • • •
—Hoy te veo diferente —dijo el doctor Neblin en la sesión semanal del jueves.
Llevaba cinco días destruyendo mi sistema de normas.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
—Sólo que estás… diferente. ¿Alguna novedad?
—Siempre me pregunta eso justo después de que alguien haya muerto.
—Siempre se te nota un poco distinto después de que alguien muera —replicó Neblin—. ¿Qué te ha parecido esta vez?
—Intento no pensar en ello —dije—. Por las normas y eso. ¿Qué le parece a usted?
Neblin hizo una pausa momentánea antes de contestar.
—Tus normas nunca te habían impedido pensar en los asesinatos. Hemos hablado bastante sobre ellos.
Menudo error más estúpido. Yo intentaba actuar como si todavía obedeciera mis propias normas, pero al parecer no se me daba muy bien.
—Lo sé, pero es que… esta vez parece diferente, ¿no cree?
—Ciertamente —dijo el doctor Neblin.
Esperó a que yo dijese alguna cosa, pero no se me ocurría nada que no sonase sospechoso. Nunca había intentado ocultarle nada y me estaba resultando complicado.
—¿Qué tal te va en el instituto?
—Bien —respondí—. Están todos muy asustados, pero supongo que es bastante normal.
—¿Tú también lo estás?
—No —dije a pesar de que lo estaba más que nunca, sólo que no por ningún motivo que él pudiera llegar a conocer—. El miedo es… si lo piensas, es extraño. La gente siempre tiene miedo de otras cosas, nunca de sí mismos.
—¿Crees que deberían tenerlo?
—Tememos las cosas que no podemos controlar: el futuro, la oscuridad o alguien que te quiere matar. Uno nunca se teme a sí mismo porque siempre sabe qué va a hacer.
—¿Tú tienes miedo de ti mismo?
Miré por la ventana y vi a una mujer en la acera, de pie sobre un montículo de nieve castigado por el viento, observando el tráfico.
—Es como esa mujer —dije señalándola—. Puede que tenga miedo de que la atropelle un coche, de resbalar en el hielo o de no tener dónde poner los pies al otro lado de la carretera, pero no teme cruzar la calle porque es una decisión propia que ha tomado ella: sabe cómo hacerlo y no debería resultarle difícil. Va a esperar hasta que no pasen coches para pisar el hielo con cuidado y hacer todo lo que esté bajo su control para mantenerse a salvo. Pero lo que la asusta es lo que no puede controlar; cosas que le podrían pasar, no las que ella hace. Por la mañana, antes de levantarse, no piensa: «Hoy espero no encontrarme ninguna calle, porque me temo que intentaré cruzarla». Allá va.
La mujer vio que el tráfico se interrumpió y se apresuró a cruzar. No ocurrió nada.
—Ya está a salvo —continué—. No ha pasado nada de nada. Y ahora volverá al trabajo a pensar en otras cosas que le dan miedo: espero que mi jefe no me despida, que la carta llegue a tiempo, que no rechacen el talón.
—¿La conoces?
—No, pero está en esta parte del pueblo y va a pie a las cuatro de la tarde, así que solamente podría estar haciendo un par de cosas: no creo que haya venido a recoger nada porque sólo llevaba el bolso, así que las opciones más probables son el banco o correos.
Enmudecí de pronto y miré a Neblin. Nunca había teorizado sobre personas delante de él: las normas no me solían dejar pensar tanto rato sobre un extraño o una extraña cualesquiera. Quería acusarle de hacerme caer en una trampa, pero él no había hecho nada más que dejarme hablar. Le miré a los ojos buscando alguna señal de que reconociera la trascendencia de lo que había estado haciendo. Él me devolvía la mirada, pensando. Analizando.
—Buenas suposiciones —dijo Neblin—. Yo tampoco la conozco, pero seguro que tienes razón en la mayoría de cosas que has dicho sobre ella.
Estaba esperando algo; que admitiera lo que había hecho, quizá, o que le explicara por qué ese día mis normas eran tan diferentes. No dije nada.
—La última novedad sobre el asesinato del fin de semana pasado era una llamada al número de emergencias —dijo.
Oh, no.
—Al parecer, alguien llamó desde una cabina, la de la calle Main, e informó de un ataque del asesino de Clayton. Ahora mismo la teoría es que el asesino mató a Greg Olson, que algún testigo hizo la llamada y que, cuando llegaron los policías, el asesino acabó también con ellos.
—No me había enterado —dije—. Pero tiene sentido. ¿Saben quién llamó?
—No quiso identificarse —contestó Neblin—. Él o ella, no sé. La voz era un tanto aguda, por eso creen que era una mujer o un niño.
—Espero que fuese una mujer.
Neblin enarcó la ceja.
—No sé qué ocurrió esa noche —dije—, pero estoy seguro de que no es el tipo de cosas que debería ver un niño. Lo podría dejar hecho polvo.